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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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ALBERTO CASARES
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EL INCUNABLE
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1018.

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lunes, 8 de febrero de 2021

Otras grietas: El origen de los motes “crudos” y “cocidos”

  

Cuentan los historiadores que cuando Bartolomé Mitre fue elegido presidente, él y sus partidarios formaron un partido nacional y  liberal. Contra esta posición surgió el partido autonomista, que se inclinaba por la preeminencia del poder bonaerense, liderado por Adolfo Alsina. Y cuentan que la prensa de la época bautizó a los autonomistas como crudos y los nacionales como cocidos.

 

Veamos cómo surgieron estos curiosos apodos que unos y otros tomaban como insultos.

 

Todo nació de la pluma juguetona de un chico de 19 años, recién llegado a la gran ciudad.

 

Eduardo Wilde, que de él por supuesto se trata, había llegado a Buenos Aires a comienzos de 1863 proveniente del Colegio Nacional del Uruguay.

Como no tenía ni un peso en el bolsillo y quería estudiar medicina, comenzó a hacer changas de contabilidad, y como eso no alcanzaba logró entrar en el diario La Nación de los Gutiérrez, partidarios de Mitre, como humilde cronista de la sección Crónica Local, por un sueldito miserable

Esta sección diaria (sin firma) de hechos locales, estaba dirigida principalmente a las matronas, y en todos los periódicos se ocupaba de temas municipales, actividad cultural, religiosa y teatral, moda (tomada de revistas extranjeras), festividades y eventos sociales, y, a veces, algún comentario político. Cada redacción tenía en su entrada un buzón, donde la gente dejaba gacetillas, solicitadas, poesías y otras colaboraciones, que los cronistas utilizaban cuando no tenían producción propia.

 

La sección de crónica local más popular y amena era la del diario La Tribuna, a cargo de Horacio Varela, alias Barrabás, quien solía incluir relatos en tono jocoso, epigramas y poesía festiva. Las crónicas de La Nación, en cambio, eran bastante aburridas o fiambre, como se decía en la jerga periodística. Las escribía José Manuel de Estrada,  predominaban los temas religiosos y se comentaba, por ejemplo, un baile en el Club del Progreso, en este tono: “La más grande animación reinó en la fiesta. Los trajes más lujosos y las alhajas de más precio, han lucido en los salones del Club del Progreso en la noche del miércoles. En una palabra, la fiesta ha estado magnífica”.

 

Eduardo Wilde, de 19 años,  y Olegario Ojeda, de 24, salteño y también recién llegado, reemplazaron a Estrada, que pasó a la sección principal, de política, del diario.

Tan desconocidos e insignificantes eran los nuevos cronistas que el periódico no se molestó en dar sus nombres.  Las crónicas de uno y otro se distinguirían por los temas y el tono, porque ninguno de los dos firmó ninguna. Y el tono hizo la diferencia.

 

Wilde, gran curioso, gran observador y con un inimitable sentido del humor,  no necesitó más que un par de meses para revolucionar la hasta entonces aburridísima sección.

 

El cronista debía leer todos los diarios y gacetillas, y rastrear hechos locales para cumplir con su crónica. Pero él, cuando no encontraba nada mejor, se sentaba a escribir, con todo desparpajo, hechos como este diálogo de vecinas en el día de San Martín de Tours.

 

-Jesús, si estoy contenta.

De qué, doña Pancha

De ver éste, nuestro patrón tan milagroso. Mire usted, ayer me levanté temprano, di de comer a las gallinas, puse un pedazo de pan en el saquito de Manuelito que se iba a la escuela, y después, acordándome de que hoy era San Martín, me puse a rezar a nuestro Patrón: luego que acabé salí afuera y miré al cielo, ¡qué santo milagroso!, ya se conocía que iba a llover.

Así es no más pues.

Y todavía ha de haber gente que…, pero Jesús María, Dios los perdone.

Ahora que dice usted eso, ¿sabe lo que ha ocurrido anoche?

No, no sé.

Mire no más lo que es, recuerda usted que fulanita iba a entrar de hermana de la caridad.

Sí, y muy buena muchacha parecía, Dios la tenía de la mano.

Qué, no diga usted, era una hipócrita, Dios me perdone, pero Jesús si al ver estas cosas, no puede uno menos…

¿Pero qué?

Qué ha de ser, que la muy hipócrita se ha casado anoche; ¡y con quién!, con ese perro judío que se atrevió a decirme vieja a mí en la iglesia de nuestro Seráfico Padre.

En fin, ya estaban las viejas en el terreno de la crítica, donde sería largo seguirlas. Hemos tomado su diálogo para avisaros que ayer ha llovido por milagro y que un marido puede reemplazar a un hospital”.

 

Así, con gracia, frescura, color y una buena dosis de romanticismo, Wilde fue poniendo de moda la Crónica Local de La Nación. Mientras Ojeda se ocupaba de los temas serios, él entretenía a las lectoras más jóvenes, poco inclinadas a leer los periódicos, con sus retratos y sátiras de dandys, de solteronas presumidas y otros arquetipos porteños (en los que siempre priman las vanidades y apariencias); con sus parloteos de vecinas y tenderos, sus diálogos donde imitaba el habla de gallegos, genoveses o ingleses, sus escenas de bailes o de la cazuela del Colón, y sus variadas estampas porteñas.

Con mirada de forastero iba mostrando esa ciudad que los locales no suelen ver. Y comenzaba a cautivar a las niñas con las románticas pinturas que hacía de ojos rasgados, morenitas ardientes, estudiantes pobres, susurros, paseos al campo, atardeceres, tempestades, jazmines y lunas. A veces sus crónicas eran folletines que se extendían semanas, y cuya heroína era cierta morenita por la que agonizaba de amor; a veces traían mensajes cifrados que le encargaban los amigos enamorados; a veces eran diálogos íntimos con sus lectoras.

 

Pero volvamos a los crudos y cocidos.

 

Desde un principio el joven cronista criticó la ineficiencia de la municipalidad (la rebautizó la Muni), pero hacia fines de octubre comenzó a intercalar entre sus crónicas sus primeras sátiras políticas, criticando algunos absurdos de la oposición. Algo natural en el periódico de los Gutiérrez, que apoyaba al gobierno de Mitre en contraposición a La Tribuna de los Varela, defensora de la posición localista que lideraba Adolfo Alsina. Unos y otros habían sido hasta hacía poco tiempo hermanos en el gran partido Liberal que venció en Pavón, pero los había separado la cuestión Capital, es decir la discusión sobre la federalización de la provincia (o ciudad), que pretendían los fieles a Mitre y rechazaban furiosamente los de Alsina. A medida que se acercaban las elecciones legislativas, previstas para el año siguiente, las disputas y enconos aumentaban, a propósito de cualquier motivo. Los localistas se volvían cada vez más intolerantes. Y un día, el 5 de noviembre, Eduardo intentó definirlos, según su costumbre de definir tipos sociales.

 

“Nuestro redactor ha dado en la descabellada idea de llamar localistas a los que quieren hacer barullo. Otras veces, bebiendo inspiraciones en la historia antigua, los bautiza con el nombre de oligarquía. Juro que tal redactor está dando ciento en la herradura y ninguno en el clavo.

Crudo es la palabra, por vida de San Crispín. Política cruda es esa política calavera que echa el mañana a la espalda y sale con el alfajor en la mano a buscar aventuras, aunque al país se lo lleve el diablo.

La política cruda no transige con nada ni con nadie, sobre todo no transige con el crimen, entendiéndose que crimen es no aplaudir cuanto piensan y dicen los crudos.

Los crudos, a fe mía, son los directores de esa política y sus afiliados.

Hay muchas categorías de crudos.

Hay crudos guapos, que escupen por el colmillo y a los que nadie puede decir nada, porque han sido crudos en todo tiempo.

Hay crudos trompetas que gritan mucho y no dicen nada.

Hay crudos nadadores, que entran de crudos arrastrados por el torrente.

Hay crudos de miedo que entran de crudos para que no los embromen.

Hay crudos asilados, que entran de crudos para conquistar la inmunidad de sus pecados de otro tiempo.

Hay crudos infelices, que no saben por qué lo son.

Hay crudos por vocación, que gustan de la política cruda como les gusta ponerse quepi y sable en los días de formación. Estos son los crudos cacharperos.

En todas partes del mundo y en todos los partidos hay crudos.

Los crudos de Entre Ríos son López Jordán, Carriego, Andrade y el ilustre Esquivel.

Los crudos de Montevideo son Acha, el secretario de las proclamas y otros.

Los crudos de Buenos Aires son… tú dirás quienes son, lector discreto”.

 

El calificativo del joven Wilde entraría en la historia de nuestras luchas políticas, porque varios se dieron por aludidos y a algún crudo de La Tribuna se le ocurrió que si ellos eran crudos, los de La Nación eran cocidos.

Por otra parte, generó una apasionada polémica entre los distintos diarios: se discutió la mala costumbre argentina de usar apodos denigrantes para descalificar a los adversarios, y hasta se acusó a La Nación de injuriar a sus opositores con el mote de crudos.

Nadie mencionó el nombre de Wilde ni el hecho de que el apodo hubiera surgido de una crónica, pero por algo El Nacional dedicó varios artículos a fustigar a “los jóvenes incautos que persiguen falsos nacionalismos”.

 

Los crudos fundaron su Club Libertad, origen del partido Autonomista de Alsina. Los cocidos se agruparon en torno del Club del Pueblo, presidido por José María Gutiérrez y origen del partido Nacional de Mitre.

 

sábado, 6 de junio de 2020

Día del Periodista: El chocolate Perón es el mejor chocolate.





Quiero recordar el Día del Periodista con dos textos apropiados para estos momentos de coronavirus, relatos, miedos e infectaduras.

Eduardo Wilde fue, entre tantas otras cosas, un reconocido periodista que se inició como cronista en La Nación cuando todavía no era de Mitre (aunque sí, bien mitrista), luego brilló en El Mosquito, y más tarde escribió en numerosos periódicos.

En 1874 dirigía el diario La República.
Eran tiempos de elecciones entre una formula mitrista y otra encabezada por Nicolás Avellaneda, a quien el porteñismo despreciaba por provinciano y pobretón, a pesar de haber sido el excelente ministro de educación de Sarmiento.

En abril de ese año,la fórmula Avellaneda-Acosta obtuvo amplia mayoría. Faltaban dos meses para que se reunieran los colegios electorales y seis para que Avellaneda asumiera la primera magistratura, pero nada sería fácil para este tucumano de 37 años. Mientras en el interior y en el exterior de su casa los suyos lo vivaban y festejaban, en la vereda de la casa de Mitre sus partidarios comenzaban a gritar ¡Revolución, revolución!, en nombre de un supuestofraude (hubo, como siempre, fraude en ambos bandos). Y más revolución pidieron cuando se aprobaron los diplomas de los diputados electos, y más aún cuando los colegios electorales votaron de acuerdo con lo previsto.
Bartolomé Mitre, entonces, aceptó ponerse al frente de la revolución para luchar contra la “falsificación descarada en las elecciones”, pero pidió a sus huestes que esperaran hasta que se cumpliera el mandato constitucional de Sarmiento.

En agosto, cuando las cámaras declararon a Avellaneda presidente electo,
la sedición que se preparaba ya era vox pópuli.

La tenaz y fantasiosa propaganda de la prensa mitrista durante la campaña, más la tensión que ahora se vivía en la ciudad y las disparatadas versiones que corrían, llevaron a Eduardo Wilde a escribir en el diario La Repúblicados excelentes artículos periodísticos, que aparecieron en ese mes de agosto y que la posteridad catalogaría, simplemente, como cuentos humorísticos: El Chocolate Perón (Pirron) es el mejor chocolate, y El Poder de la Imaginación.

En el primero presenta la historia, apócrifa, de un chocolatero francés que, no teniendo medios para publicitar su producto de pobrísima calidad, redujo sus anuncios a esa sola frase contundente, publicada durante años en los periódicos: “ElChocolate Perón es el mejor chocolate”. Y cuenta: “Todos los habitantes de París primero, los de Francia después y los lectores de los diarios franceses de todo el mundo, leyeron durante años el magistral anuncio, y como los hombres tienen mucho de monos, verdad que se ha reconocido mucho antes que Darwin demostrara nuestro parentesco con esos animales, todos a una leían y repetían: el chocolate Perón es el mejor chocolate. Sea que fuera la costumbre de oír y repetir la mencionada afirmación, sea que alguien la tomara como verdad admitida, desde el primer momento, lo cierto es que por esa especialidad del género humano que consiste en hacer verdad de lo que no es a fuerza de repetirlo, llegó un día en que todos se convencieron de que, en efecto, el chocolate Perón era el mejor chocolate. El anuncio sin contradicción había hecho su efecto; la casa de Perón era un verdadero jubileo y el mencionado Perón, expedía por precios fabulosos una infame mercancía”. Así, dice Wilde, el chocolate del francés se fue expandiendo por el mundo entero, hubo falsificadores y aun los que hacían un chocolate mucho mejor que el de Perón, “se vieron obligados a poner el rótulo francés a su chocolate, pues no tomando nadie sino chocolate de Perón, se exponían a quebrar si se obstinaban en vender otro chocolate”. Por supuesto, el artículo terminaba con una reflexión sobre la última campaña electoral en que un partido repitió todos los días durante un año “El partido del general Mitre es el partido de los principios”, pero nadie le creyó porque ya se tenía la experiencia del éxito del chocolate Perón, “éxito que dependió de que tomando el anuncio como muy inocente, los demás chocolateros acreditados no creyeron necesario desmentirlo”.
Como la frase repetida de los mitristas no surtió el efecto buscado, dice, comenzaron a repetir incansablemente: “No hay libertad de sufragio. Los gobiernos actuales son gobiernos de hecho. Es necesario que la moral y la opinión derroque esos gobiernos”.
Perón no demostró lo que afirmaba su anuncio, pues sabía perfectamente que “lo menos que necesitaban los partidarios del chocolate era demostraciones de que el suyo era el mejor”. Tampoco los mitristas, que “cuentan con la facilidad con que cierta parte del pueblo acoge las afirmaciones sin fundamento y repiten: el chocolate mitrista es el mejor chocolate, confiando con que a fuerza de repetirlo ellos, todos han de llegar a creerle”.
Por esas curiosidades que tiene la historia argentina, y Wilde mismo, el artículo apareció como El chocolate Pirron es el mejor chocolate, pero cuatro años después, al reproducirlo en un libro, cambió el apellido del chocolatero embustero por Perón. El único Perón que él conocía era su amigo Tomás, el médico, que sería abuelo de Juan Domingo Perón.

En El Poder de la Imaginación, relata un drama in crescendo de una aldeana española de gran imaginación, cuyo hijo de diez años ha sacado de la alacena un bollo de pan sin su autorización. La mujer, tomando una actitud trágica, comienza reprendiéndolo: “¿Sabes lo que has hecho?, has cometido un robo, insignificante, es verdad, pero así se comienza; has cometido un robo y quizás ignoras que este crimen es penado severamente por las leyes de España”. Poco a poco, la mujer se va dando cuerda, mientras el chico la mira abriendo tamaños ojos. “¡Un robo, un robo a tu edad! (…). Hoy es un bollo que tomas de la alacena, aunque sea en tu propia casa: mañana será una gallina que tomarás en corral ajeno; tendrás que saltar las paredes; te perseguirán como a un ladrón; si te alcanzan te llevarán preso; si consigues escaparte te sentirás alentado para proseguir tu carrera del crimen; ya no te contentarás con robar pequeños objetos; te volverás ambicioso; querrás fortuna e irás a buscarla en las casas de los ricos y como en las casas de los ricos no se entra sin dificultad, tendrás que buscar el amparo de las sombras de la noche, para forzar las puertas y perpetrar tu crimen. Si hay quien se oponga a tus pasos, añadirás el asesinato al robo; el puñal de que irás armado se clavará en el pecho de tus semejantes indefensos; serás un asesino; un asesino ladrón; caerás en manos de la justicia; te meterán en un calabozo, allí te iré a ver, no me dejarán hablarte, lloraré en la puerta noche y día y cuando te saquen para ahorcarte en la plaza pública, yo correré como una loca por esas calles, gritando: matan a mi hijo, y te veré subir al patíbulo y asistiré a tu agonía y a tu muerte, con el corazón destrozado; los hombres malos dejarán tu cadáver tirado en el suelo y yo tendré que ir a pedir por caridad que te entierren y el cura no querrá dar licencia para que te entierren en sagrado, porque serás el cadáver de un ajusticiado y yo tendré que llorar, que suplicar y que desesperarme y nadie me hará caso y mi hijo será enterrado como un perro, fuera del cementerio… ¡Ay!, mi hijo querido, hijo de mi corazón, que ni en sagrado me lo quieren enterrar… Voy ahora mismo, voy que vuelo a casa del cura, a pedir por la virgen, por lo que más quiera en este mundo, que me dé una licencia para sepultar al hijo de mis entrañas al lado de su padre”. Y así, diciendo y haciendo, salió despavorida y angustiada en busca del cura para que le permitiera sepultar al hijo en sagrado, por haberse comido un bollo de pan.
Wilde compara este caso con el accionar diario de la prensa, que toma un hecho, lo borda, lo comenta, lo revuelve y lo desfigura tanto que cuando el lector se quiere acordar, de agregado en agregado, de trasformación en transformación, se encuentra en la cima de las exageraciones más sorprendentes. A veces, ni el bollo existe. Y aplicando cuento sobre cuento a ese momento, dice que la prensa mitrista “imagina” que el futuro gobierno de Avellaneda castigará a “los rebeldes”, es decir a los opositores, y como no podrá castigarlos por sí solo porque no tiene fuerza en Buenos Aires, se apoyará en sus aliados alsinistas, quienes tratarán de absorberlo y lo absorberán: “¿Cómo hará para tiranizar? Entregará el ministerio a su aliado, en cambio este le ayudará a oprimir al pueblo, se declarará en estado de sitio la provincia, la prensa será amordazada, las cárceles serán llenadas con los ciudadanos libres, las provincias humillarán a Buenos Aires, la reacción se viene encima! ¡Rosas! ¡la tiranía! ¡los bárbaros! ¡a las armas! ¡alerta el pueblo! ¡la república y la democracia están en peligro!, el estado de sitio, la montonera, el odio a Buenos Aires; todo está amontonado en las nubes que van a descargarse sobre nosotros! ¡adiós patria!”. Wilde concluye su artículo diciendo: “No falta más que añadir: Voy que vuelo en busca de la licencia del cura, para enterrar a mi hijo en sagrado”.

Así fue como los mitristas gestaron esa absurda revolución que finalmente se inició a fines de septiembre de 1874, con Mitre a la cabeza.
La contienda, que finalmente fue vencida con un enorme costo de vidas y recursos, duró más de dos meses en la ciudad y en el campo.
El 12 de octubre, en medio de la revolución, Sarmiento le entregaba el mando a Nicolás Avellaneda, diciéndole: “Sois el primer presidente que no sabe disparar una pistola, y entonces habéis debido incurrir en el desprecio soberano de los que han manejado armas para elevarse con ellas y hacerse los árbitros del destino de la patria…”.


viernes, 24 de abril de 2020

Wilde y la fiebre amarilla

El siguiente texto corresponde a un capítulo de Eduardo Wilde, una historia argentina. Solo he excluido las referencias bibliográficas.




Cae la tarde del lunes 20 de febrero de 1871. El hombre toma el maletín, baja de su coupé, despide al cochero e intenta abrirse camino por entre el bochinche de la calle de Bolívar, en un marco de banderas, guirnaldas, flores, agua y furia.
El aire está espeso de calor, gritos y risotadas, el empedrado cubierto de cáscara de huevo, harina y lentejas. Gentes de todas clases, edades, colores, naciones y formas festejan el Carnaval, escondiendo sus identidades tras esas máscaras que dan permiso para perder la compostura. Aquí niñas lánguidas de salón, con polvo de oro en sus tocados descompuestos, italianas pulposas de largas melenas rubias, adornadas con plumas desteñidas, y morenas pechugonas, puro diente blanco, entregadas todas con igual pasión a la guerra salvaje de huevos, pomos, bombitas y cubos cargados de agua. Por allí grupos que bailan enardecidos al son de una banda de música, y, entrando por Independencia, una comparsa que avanza colorinche, con prepotencia y algarabía. Los bárbaros y los bailarines se detienen para aplaudir al centurión romano, al arlequín, al turco, al brujo, y hacen rondas para aclamar con repetidos ¡bravo! ¡bravo! a Muerte, figura estrafalaria conocida desde hace muchos carnavales como el mejor bailarín.
El hombre, ajeno a todo, apura el paso; esquiva un huevazo, pero otro, disparado desde un balcón, le da de lleno en el pecho. Se detiene, se saca el sombrero y con el ala se limpia la chaqueta; alza la mirada y reconoce en la trinchera, bien provista de municiones, a una guerrera que alguna vez amó. La morenita se tapa la boca, divertida, y cuchichea con las amigas.
¡Que la inocencia les valga! murmura él por lo bajo, y sigue adelante.
A medida que se aleja, el barullo amaina y el crepúsculo va envolviendo la calle de claroscuros, pero todavía deberá detenerse, en el cruce con la calle del Comercio, para dejar pasar los despojos de una comparsa trasnochada que vuelve de otros barrios. La preside un caballo fósil y aburrido, tirando con paso fúnebre un coche de plaza desvencijado y abierto, desde el cual tres princesas con trajes pegajosos y flores marchitas arrojan, en cámara lenta, los últimos cartuchos de harina y lentejas. Detrás, un carro de mudanza forrado de coco rosado, miserablemente sucio, un bandó chueco, un milord y, a la retaguardia, un birlocho retrasado con ruido de hierros viejos, todos cargados de fantasmas bufos que dibujan cabriolas en la penumbra.
La procesión, casi solemne, casi dormida, le despierta una angustia honda que le ahoga la garganta y le afloja el maletín. “La alegría y el carnaval son el uno metido en el otro de una manera inseparable; no se puede separar el carnaval de la alegría, porque ya no queda carnaval…”[1], recuerda haber dicho alguna vez. Si el espíritu no está alegre, verá en el carnaval una serie de escenas de un patetismo grotesco.
Aprieta el puño y sigue hasta Bolivar 412, en cuyo zaguán ya lo espera Parides Pietranera.
–Esto es una locura… –dice por todo saludo.
–Lo de adentro es otra locura, Eduardo, pero de Dios... La niña más chica se está muriendo, la madre está cada vez peor. ¿Has traído los medicamentos?
–Sí, aquí traigo lo que Lassarte pudo conseguir. Vamos, hermano –responde abriendo la puerta cancel al patio largo y quieto, poblado de ecos de quejidos callados y del crujido de la pequeña fogata de alquitrán y madera que ha sido encendida para desinfectar la casa.
Los vecinos se asoman al oír los pasos de los médicos. Los pedidos de visitas se multiplican.
Golpean y entran en la pieza marcada con el número ocho, una habitación exigua, sin ventilación, con tres camitas de fierro, una mesa de pino y un baúl, donde duerme, come y vive la familia Zunini. El ambiente, apenas iluminado por una vela triste, está espeso de olores, el de la gallina que hierve en una olla, el de los sudores y el de los vómitos negros acumulados en la palangana que Teresa, la niña mayor, va vaciando en el pozo del patio del fondo.
Dotore, al fin, mire… –don Giovanni lo recibe impaciente.
Intenta calmarlo con una palmada y se hinca en el piso áspero de ladrillo para tocar suavemente la frente de la pequeña que lo mira sin verlo, con los ojos opacos y sangrientos. Le toma el pulso y la examina lentamente mientras el practicante Pietranera va anotando lo que le dicta.
–Angelita, Angelita, ¿me oyes? –el hombre escucha su propia voz, lejana, resonando en la habitación lúgubre, mientras su alma se demora acariciando la manito amarilla, cubierta de petequias. Sabe que la niña no contestará, sabe que su pulso se debilita segundo a segundo, sabe que morirá esta misma noche sin que él ni la ciencia puedan ayudarla.
Luego va hacia la otra cama y examina con igual delicadeza a la madre, quien lo recibe temblando de fiebre y con rezongos: el dolor de cabeza es insoportable y el de cintura también, los calambres no la dejan dormir, los vómitos no ceden…, dice. Él le aplica unos medicamentos, le arranca una sonrisa con una broma, y repite las instrucciones higiénicas que la familia no debe olvidar.
La recorrida sigue por varias piezas más, de este inquilinato y de otros varios, igualmente pobres, igualmente heridos por la fiebre amarilla que germina en el barrio de San Telmo, mientras a pocas cuadras la gente baila disfrazada, en los clubes y en las calles, como si así pudieran aturdirse y esconderse de los agoreros que dicen que hay epidemia y que puede extenderse al resto de la ciudad.
Ya clarean las primeras luces del alba cuando llega a su casa y se echa, desvelado, a hojear La República, el diario más popular (el único que tiene venta callejera) que, sin embargo, es uno de los que todavía andan negando, tozudamente, la visita de la peste peor.
De pronto, sacando fuerzas quien sabe de donde, el hombre se incorpora, va al escritorio, busca una pluma y con el pulso tembloroso de puro cansancio, escribe: “Da lástima verdaderamente ver a La República, un diario tan serio y tan popular, empeñada en extraviar el juicio público, respecto a la epidemia del barrio de San Telmo, admitiendo en sus columnas las ideas más raras e increíbles que se puedan emitir sobre puntos de medicina. Si La República fuera uno de tantos diarios que pueden pasar por inéditos, no nos tomaríamos el trabajo de escribir estas líneas; pero ese diario tiene un número considerable de lectores y su baratura, poniéndolo al alcance de todos, hace que entre la gente pobre, sea el más leído y, por consiguiente, el que más influencia tiene sobre ella. De este modo, las opiniones que La República está vertiendo deben ser consideradas como perjudiciales y lo son en efecto, pues dando al público seguridades que no debe tener, en presencia de un peligro real, incita al abandono, da margen al descuido y al olvido de ciertas reglas higiénicas, cuya observancia aminora, al menos, las probabilidades de enfermarse y disminuye la violencia de los ataques, en caso de enfermedad…”[2]. Y sigue y sigue, retrucando cada una de las barbaridades que se dicen sobre el carácter, y hasta el nombre, de la enfermedad, enumerando los síntomas y explicando en detalle los padecimientos de pacientes propios y ajenos.

Años después Eduardo Wilde recordaría que aquel largo artículo suyo, publicado el 22 de febrero, demostró “que la enfermedad era fiebre amarilla verdadera y de la mejor calidad”, y que la gente le creyó, tanto que al día siguiente “el pánico cundió en Buenos Aires, por la certidumbre respecto al carácter de la enfermedad, y por el número de defunciones, que se multiplicaron”[3].
Hacía más de un mes que él, Pedro Mallo y un puñado de colegas[4] habían denunciado los primeros casos de fiebre amarilla en la manzana de Bolívar, Perú, San Juan y Cochabamba. Hacía semanas que venían advirtiendo sobre el peligro de una epidemia, que a su vez negaban otros médicos, algunos creyendo que era sólo un brote, como el del año anterior, y otros, directamente negando que se tratara de fiebre amarilla. Los periódicos preguntaban e informaban sobre casos conocidos; las autoridades municipales se empeñaban en disimular la situación para evitar el pánico; el Consejo de Higiene Pública lucía lento e ineficiente, y la Comisión de Higiene de San Telmo hacía lo que podía[5].
Hacía quince días que esta última comisión le había encargado la atención de los enfermos indigentes de San Telmo, y hacía diez que reclamaba, desesperadamente, más médicos pues el número de enfermos aumentaba día a día y la epidemia se extendía. “En los pocos días que me ha cabido el honor de servir a los enfermos pobres de la Parroquia, decía el 10 de febrero, “he podido convencerme de las enormes dificultades que se experimentan en la asistencia en casas indigentes, aún proporcionándose todos los medicamentos y demás recursos necesarios. En consecuencia es mi firme convicción que el único medio de llenar las exigencias que la terrible epidemia provoca, es establecer un lazareto en una de las muchas casas desocupadas que existen en la Parroquia, dotándolo debidamente y poniéndolo en aptitud de recibir a todos los enfermos pobres, los que muchas veces sucumben en su casa a pesar de los esfuerzos del médico de la Comisión, por falta de cuidados inmediatos, por abandono hasta de los mismos parientes y falta de toda persona que los atienda…”[6]. Si no se tomaba esa medida, agregaba, se vería obligado a renunciar al puesto.
Poco hizo la comisión parroquial porque prevaleció la opinión del doctor Juan Ángel Golfarini, quien consideró que la epidemia no era tal. La situación se agravó y, a pesar de sus renuncias formales, Wilde siguió adelante, con la ayuda de otros médicos y de su asistente, el practicante Pietranera.
A partir de aquellos días de Carnaval la peste se fue envalentonando, saltando voraz de un barrio al otro, derribando a su paso a pobres y ricos, familias enteras, en mansiones, comercios, barracas, conventillos y ranchos. El mes terminó con casi 300 muertos, y en los primeros días de marzo comenzó la escalada infernal y el caos: los médicos no alcanzaban, los hospitales no daban a basto, hubo que improvisar lazaretos; los cementerios se fueron colmando y se ordenó abrir uno nuevo, allá en la Chacarita de los colegiales, y construir una vía férrea para trasladar cadáveres. La gente pudiente abandonaba la ciudad; se desalojaban decenas de conventillos y los inmigrantes, en su mayoría italianos que no tenían con qué reembarcarse, vagaban por las calles sin techo. Los muertos de marzo fueron 5.000. Abril fue peor, si cabe, con más de 7.500 víctimas (el domingo de Pascua, se registraron 501; en un día de principios del mes se sacaron setenta cadáveres de un solo inquilinato). En las horas más trágicas no alcanzaban los coches ni los ataúdes y los cuerpos envueltos en sábanas, o desnudos, eran apilados en las veredas, donde los recogía el carro de la basura. Ya se había ido más de la mitad de la población y las autoridades aconsejaban la evacuación general; se decretaba asueto administrativo. Quedaban los miles y miles de enfermos, muchos de ellos abandonados, y algunos dados por muertos y enterrados vivos. La pesadilla se hacía interminable: Buenos Aires, oscura, quieta, agonizaba entre los gemidos humanos y el quejido de las ruedas de los carros fúnebres. En mayo la peste se fue yendo, pero no antes de dejar otros 850 cadáveres.
El saldo final fue de más de 14.000 muertos. Así y todo, la mayoría de los enfermos se salvó pues la fiebre atacó a más de 50.000[7] personas de una población de menos de 80.000, porque el resto huyó.
La ciudad mostró, como nunca, sus luces y sus sombras.
Multitudes que huían desesperadamente hacia el campo en trenes atestados, carruajes, carretas y a pie (algunos por la epidemia y otros por la julepidemia, dice El Mosquito). Escenas vergonzosas como la del presidente Sarmiento fugándose, en un vagón de lujo, al igual que su vicepresidente y la mayoría de sus ministros. Gente que lucraba alquilando ranchos rurales a precio de palacios, o cobrando a valor oro un kilo de carne en una ciudad desabastecida, o aprovechando la ocasión para enriquecerse con la venta de cajones y telas de luto. Gente que culpaba a los italianos indigentes, sucios, promiscuos, de todos los males. Médicos, la mayoría, que desertaban o recetaban desde sus casas, farmacéuticos que cerraban sus farmacias; curanderos ilusionistas que hacían fortunas con tratamientos mágicos. Desesperados que se suicidaban, enloquecían  o vagaban borrachos por las calles, infames que saqueaban las casas de los que se habían ido, y miserables aterrorizados que abandonaban a sus familiares enfermos. Negocios cerrados y oficinas públicas casi desiertas.
Y, entre las autoridades políticas (provinciales, municipales, parroquiales) y sanitarias que se quedaron, cumpliendo con su deber, algunas disputas roñosas por un rédito político. Aún la Comisión Popular, aquel grupo de valientes ciudadanos que el 10 de marzo se conformó para combatir la peste en nombre del pueblo (presidido en un principio por Roque Pérez y luego por Héctor Varela), y que mucho hizo, mostró sus miserias: varios de sus miembros malgastaron parte de su tiempo y energía en rencillas de poder, entre sí y con otras autoridades; casi todos participaron de la psicosis contra los italianos, a quienes desalojaban sin piedad, con la ayuda de un piquete policial, y les quemaban sus pocos muebles, enseres y ropas.
Sí, había que estar allí para juzgar a unos y otros, pero la contra cara fue un ejército de ángeles que desplegaban sus alas, día y noche, para entrar en casas, conventillos y lazaretos, atendiendo enfermos, lavando sus cuerpos apestosos, consolando a los moribundos, haciéndose cargo de enfermos abandonados, cobijando niños huérfanos, alcanzando un plato de comida, consiguiendo medicamentos y ropa de cama.
Ángeles o héroes fueron unos pocos médicos, unos treinta (de los doscientos que atendían en la ciudad[8]), y otros cincuenta practicantes. Combatieron hasta agotar sus fuerzas, contra viento y marea, sabiendo siempre que poco sabían de esta enfermedad y que en cualquier momento podían caer ellos también. Aguantaron los embates de las autoridades, muchos enfermaron y muchos quedaron tendidos en la batalla[9]. Ángeles fueron los curas de las diversas parroquias, que llevaron consuelo a todos los rincones y refugiaron en sus iglesias a los indigentes desalojados. Cincuenta de ellos cayeron en el ejercicio de su ministerio.
Hubo héroes vestidos de periodistas, abogados, comerciantes, militares, farmacéuticos, enfermeros, maestros, poetas, amas de casa. Heroico fue el jefe de policía, Enrique O’Gorman, que atendió a la población con abnegación y sacrificio y logró que en sus filas no hubieran deserciones, y heroico su hermano, el cura Eduardo O’Gorman, que organizó un asilo para guarecer a los miles de huérfanos; héroe el masón José Roque Pérez, quien luchó desde la Comisión Popular hasta caer fulminado por la fiebre; ángel el maestro Evaristo Carriego, quien convirtió su escuela en hospital, y heroína María Antonia Beláustegui de Cazón, dama de la Sociedad de Beneficencia, que, venciendo todos los prejuicios y escollos, se las arregló para organizar un lazareto en una quinta de la calle Córdoba. Honrosa la actitud de Bartolomé Mitre que no sólo se quedó y enfermó, sino que desde un humilde puesto en la Comisión Municipal, se ocupó de la instalación de campamentos y refugios.
Hubo escenas conmovedoras, como aquella que le tocó vivir a Carlos Guido y Spano, miembro ejemplar de la Comisión Popular. En la noche del 12 de abril, uno de los días más dramáticos (427 víctimas), mientras hacía guardia en la Comisión, recibió la visita de una sacrificada sirvienta, quien llegó hasta allí, desesperada y agotada de recorrer las calles desoladas, buscando auxilio para enterrar a su patrona. La señora había muerto en total indigencia, abandonada por parientes y amigos: era Luisa Díaz Vélez, la viuda del bravo general Lamadrid, enemigo acérrimo de su padre, el general Guido. El poeta sintió que tenía un deber con la historia y salió a la calle, dispuesto a impedir que los restos de la desdichada mujer, envueltos en una sábana, terminaran en la pila que recogería el  carro de la basura y fueran tirados en una fosa común. Luego de salvar al cadáver de su segura suerte, recorrió durante horas la ciudad desierta hasta encontrar un féretro y un coche decente. Cargó los restos y se los llevó, él mismo, hasta el silencioso cementerio, donde cientos de bultos esperaban la madrugada para ser enterrados; levantó al administrador y, terco, quebrando todas las normas, lo convenció para que le facilitara una de las pocas sepulturas reservadas para altos funcionarios. Allí, a la luz de un farol, el poeta enterró a la compañera de Lamadrid: “Cuando hube echado la última palada de tierra sobre aquellas reliquias me pareció que mi madre me daba un beso en las tinieblas”[10]. Pobre Guido: después de la fiebre perdió a su propia mujer, Sofía Hines.
En fin, el horror de aquellos días se suavizó con acciones como éstas, de hombres bien conocidos, y con la acción de una legión de héroes anónimos que dieron todo lo que tenían, aun la vida, por ayudar a sus semejantes.

Eduardo Wilde estaba allí, combatiendo en primera fila junto con un grupo de sus amigos médicos y practicantes. Pero tan destacada fue su actuación que El Mosquito del 12 de marzo lo retrata a doble página, a él solo, intentando domar al demonio de la fiebre.
Combatió en el foco central de San Telmo, con Golfarini, Mallo y los practicantes, hasta que a mediados de marzo se reorganizó la asistencia médica y San Telmo pasó a cargo de la flamante Comisión Médica, presidida por Santiago Larrosa –quien enfermó, sanó, volvió a su puesto de lucha y debió lidiar con innumerables obstáculos–, secundado por practicantes como Pietranera, Pirovano o Jacob Tezanos Pinto.
Eduardo dejó entonces de ser el médico de los pobres de su barrio para pasar a ocuparse, él solo, de la parroquia de Montserrat, pero no sólo atendió a los enfermos de esta parroquia, sino a todos los que las diversas autoridades le encargaban, y a todos los que los amigos le recomendaban, sin aceptar jamás remuneración alguna.
Trabajaba a toda hora, comiendo poco, durmiendo de a ratitos, inclinándose cada día ante cientos de enfermos, haciendo consultas con sus colegas, alegrándose con cada vida salvada, sobreponiéndose a cada muerte, aún la de los amigos. Y a veces, claro, el tiempo no le alcanzaba, y corriendo de un lado a otro, no cumplía con las exigencias de la Comisión de Higiene de Monserrat, que pretendía estricta puntualidad y exclusividad. El 1 de abril, harto de pedir ayudante y de recibir retos, hizo renuncia formal a la parroquia (cedió a la Comisión Popular el sueldo que le adeudaba el gobierno para que lo empleara en socorrer a los enfermos indigentes), y siguió atendiendo a todos a su manera. El Nacional y La República defendieron su posición: “Pedir puntualidad a quien no descansa día y noche, y es un modelo de asiduidad, es una ofensa, es desconocer el esfuerzo y el sacrificio del distinguido médico, cuya conducta no puede ser más honorable. Impedirle que cure a un amigo querido a dos cuadras de la parroquia, es una inhumanidad, es un disparate, un absurdo incomprensible”[11].
Uno de esos queridos amigos que no estaba dispuesto a abandonar era Parides Pietranera, compañero de tantas rondas, que agonizaba en el Hospital de Hombres, en un cuartito húmedo y despojado.
El 4 de abril, jornada de 400 víctimas, Parides murió en sus brazos.
Tal fue su dolor, que abandonó inmediatamente el edificio, caminó hasta su casa sin ver ni oír el drama de los demás, y se echó en su cama a llorar todas las muertes que no había tenido tiempo de llorar. Luego, recordando una promesa que le había hecho a su compañero, vació su angustia y su rabia en esta carta que escribió a Manuel Bilbao, director de La República y miembro de la Comisión Popular:
“Acaba de morir mi amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto año de medicina, el noble, generoso y abnegado joven que ha caído después de haber salvado la vida de tantos.
Esta desgracia me ha abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y me hallo quebrado completamente de cuerpo y de espíritu.
El huracán de muerte que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar ni la vida de los que más falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de dejar una familia numerosa sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de enfermos sin su médico.
Pietranera me ha pedido en sus últimos momentos que reclame para su querida madre la pensión vitalicia que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí en mi interior, aunque haciendo esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí que no pensara en eso: ahora reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para nada – tengo el corazón hecho pedazos – lo quería a ese muchacho como es imposible querer a hombre alguno sobre la tierra.
Muchas veces en broma le decía que había de escribir un artículo necrológico cuando él muriera –hoy ha llegado el caso y no puedo escribir nada. Hágame usted el favor de escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo desgraciado lo que era el pobre Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo generoso, lo abnegado, lo tierno, lo cariñoso, lo amante de su familia que era ese desdichado.
¿No es por Dios una lástima que muera en la flor de su edad, faltando un año para ser médico, un joven tan lleno de esperanzas y tan querido por todos? La resistencia humana tiene su límite, se puede soportar un trabajo moral, una tensión de valor durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que resista a semejantes pruebas; el valor se nos está acabando ya a todos en este pueblo, se están muriendo nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo ante semejantes desgracias me siento quebrado, enfermo.
Dispénseme que por hoy a lo menos no visite los enfermos que me ha recomendado; pero hágame el servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”[12].
Bilbao cumplió inmediatamente. Al día siguiente, Eduardo recibió una nota de la Comisión Popular, firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde caería también, y el secretario Matías Behety.
La Comisión ha sabido con profundo pesar que el practicante mayor Tomás Pietranera”, decía la nota (¡Matías, tú conoces su nombre!, ha de haber murmurado Eduardo irritado), “que acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia ha caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo ministerio.
Las altas calidades morales que adornaban a ese joven, su consagración al estudio de las ciencias, su amor por los desheredados y por los afligidos, su dedicación constante al cumplimiento de los deberes que se había impuesto y su ardiente y efusiva caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre entre los bienhechores de la humanidad.
El cuerpo médico de Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con tránsfugas y con cobardes, tiene también hombres de corazón generoso y abnegado, sabrá tributar sin duda a la memoria del practicante Pietranera el justo homenaje que merecen sus virtudes.
Entretanto, la Comisión Popular, interpretando los sentimientos del pueblo que la nombró, ha creído de su deber asociarse al dolor que ha causado en almas sensible la temprana muerte de ese joven, que honró con su carácter y sus talentos a la generación de su tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su última sesión palabras de veneración para él y votado al mismo tiempo la suma de veinte mil pesos para su señora madre, como una compensación de los afanes y de los desvelos de su hijo a favor de los pobres atacados.
La comisión espera que usted se sirva trasmitir a aquella digna señora, agobiada por el pesar de los mayores dolores, los sentimientos manifestados en esta nota. Se remiten a usted los veinte mil pesos votados…”[13].
Una vez cumplido el primer encargo (más tarde, el gobierno otorgó una pensión a la señora Pietranera), Bilbao publicó en La República el artículo necrológico que Eduardo le había pedido, transcribiendo su conmovedora carta, y comunicando la compensación de la Comisión Popular. De paso, el periódico informaba que “El Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir a Pietranera”.
Durante dos meses y medio, nada ni nadie pudo apartarlo de su deber, pero la muerte de Pietranera fue una herida demasiado honda para su sensibilidad. Sin embargo, se levantó y volvió a la lucha al día siguiente.
Uno de los parientes que le tocó visitar por aquellos días fue su cuñado Isidoro López, a quien no había vuelto a ver desde el casamiento de Pastora en Yaví y que había sido elegido diputado nacional por Salta. Lo detestaba, pero aún así lo asistió dos días, hasta que no pudo más...
Para entonces, el aún desconocido mosquito aedes aegypti, infectado con la sangre de algún paciente, ya le había pasado el virus. A mediados de abril, Eduardo sintió que la fiebre le subía hasta quemarle las sienes, que la espalda y la cabeza se le partían de dolor, y supo que la fiebre amarilla había iniciado el ataque en su propio cuerpo. El espejo comenzaba a mostrarle unos ojos inyectados en sangre, en un rostro cada vez más amarillento; llegaban los vómitos, por su cama desfilaban los rostros graves de Larrosa, Mallo, Golfarini, Pirovano, Ardenghi, y en su mesa de noche se apilaban los remedios. A los dos días todo calmó, pero él, y ellos, sabían que la mejoría no era tal, que la maldición estaba juntando fuerzas para el ataque final. Y el ataque final llegó, anunciándose con hemorragias. Después no supo más nada. No supo que los médicos cargaron su cuerpo convulsionado en un carruaje y se lo llevaron, por las calles desiertas, hasta el sanatorio de Ardenghi. No supo que, durante varios días, el italiano Ardenghi y el venezolano Rafael Herrera Vegas lucharon para salvarle la vida.
No lo supo porque él no estaba allí, él viajaba a Tupiza, se lavaba la cara sucia en las aguas heladas de su río, escalaba los cerros colorados y allá en la cima, sin mayor esfuerzo, lograba atrapar la luna. Él corría barranca abajo, como un chicuelo, y bebía el agua clara de las vertientes. Él volaba con el viento, ligero de equipaje, hasta el bosque de Palala y se recostaba en la hierba para gozar de todos los rumores de la naturaleza sana: del frote de las hojas de los árboles, de las ramas que se cimbran, del arrullo de las torcazas. El tiempo era eterno y cada tanto soñaba que su cuerpo apestado se debatía entre vómitos y hemorragias, rodeado de médicos, en una cama de sanatorio de una ciudad moribunda.
Finalmente, la Divina Providencia decidió regresarle el alma al cuerpo, a un cuerpo pálido, flaco, sin fuerzas.
La larga convalecencia, tan deliciosa como aquella que Faustino había vivido después de la fiebre tifoidea, la pasó en la quinta de los Estrada, en Flores. Se fue recobrando lentamente en un gran dormitorio con ventanas cubiertas de jazmines, donde gozaba de los suaves idilios que el viento cantaba entre las hojas de los árboles, y de los libros que le leía su anfitrión, Ángel de Estrada. Entre esos libros se contaba Recuerdos de Provincia, de Sarmiento, y los de un autor que nunca había leído, pero que lo enamoró por siempre: Charles Dickens, a quien consideraría un “coloso del pensamiento, de la observación y del análisis”, y a quien llamaría “Dickens el inmortal, cuya pluma no ha dejado un tipo humano sin retratar a lo vivo”[14].
Lo visitaban los amigos, y, entre ellos, llegó un día Nicolás Avellaneda, uno de los pocos funcionarios nacionales que se quedó en la ciudad, pero con quien casi no había tenido tiempo de hablar desde que empezó la crisis.
–No se mueva, mi doctor, descanse, que he de contarle un episodio que me tiene conmovido.
–No me cuente nada triste. Cuénteme que anda leyendo… Hábleme de sus niños... O de los cerros de Tupiza, donde creo que anduve para salvarme de la muerte… Mi madre, pobrecita, me dice en una carta que le hizo una novena a María Santísima de las Mercedes para que Díos me tuviera de su mano –los ojos de Wilde sonreían con pálida picardía–. Parece que no me soltó, lo que demuestra que no es rencoroso con los escépticos.
–Y así ha de ser. No, oiga lo que quiero contarle. En uno de esos días terribles, estaba en mi dormitorio, leyendo, cuando me anunciaron una visita que insistía en verme. Era un hombre, que me dijo que su hermana, que acababa de morir, le había encargado que pusiera en mis manos un paquetito. Lo abrí, reconocí la letra de mi padre en unas hojas con versos, acaricié unos guantes que seguramente había usado, y algo más… –la voz de Avellaneda se quebraba–, ahí estaba su retrato, el primero que tengo de ese rostro venerado que vi por última vez a los cinco años, y que durante años he hecho esfuerzos por recordar…
Sacó entonces de su bolsillo el cuadrito cuidadosamente envuelto en un pañuelo blanco, y se lo acercó al convaleciente, quien mientras observaba el rostro del retrato –jovial, sanísimo–, extendía su mano larga, blanca y temblorosa, para apretar la del querido doctor, tan fuerte como podía. Los dos amigos quedaron en silencio, conmovidos, hasta que llegaron otros y la conversación se volvió trivial.
Sus visitantes se cuidaban de apenarlo con los últimos horrores. Pero supo que la fiebre había sido finalmente vencida; que Herrera Vegas había enfermado, al igual que el querido Aristóbulo del Valle, quien se salvó por muy poco y convalecía en Glew, pero que varios amigos habían muerto, entre ellos Adolfo Argerich y también su cuñado López[15]; que cuando la epidemia ya se había ido, habían enfermado Eleodoro Damianoviche y Ardenghi.
En cuanto se sintió más fuerte, comenzó a leer diarios y a irritarse con los periodistas y demás legos que opinaban como médicos, ponderando o condenando tratamientos sin saber nada de medicina; con los médicos que hacían generalizaciones sin fundamento, y con todos los que se dejaban embaucar por charlatanes como aquel Gorris, tapicero francés, que promediando la epidemia había logrado que la Comisión de Higiene estudiara su tratamiento secreto y mágico (en base a enemas), o el tal Guerrero, otro extranjero, que había obtenido cartas de recomendación de Héctor Varela, Mansilla y Carriego, miembros de la Comisión Popular, para su tratamiento en base a diuréticos. Ambos dejaron muchos muertos que, según Wilde, bien muertos estaban, por confiar en esos personajes (“Hay indudablemente un letrero en el muelle que dice a todos los que desembarcan: Aquí se cree todo”).
Sobre todo esto, y los tratamientos que él mismo usó, escribió un artículo publicado en La República el 30 de mayo, llevando dos cruces por toda firma. Le contestó Uno que será médico, quien presentaba sus dudas sobre algunos de los tratamientos aplicados por el autor escondido detrás de las cruces, aclarando que se atrevía a replicarle con algo de miedo pues, si bien su gracia lo delataba, “suele decirse que detrás de la cruz está siempre el diablo”, por lo que, “mucho tememos no encontrarnos con nuestro amigo E…, el diablo médico de nuestros tiempos”[16]. Eduardo, recuperando su buen humor, se dirigió entonces a “Señor don Futuro Médico” anticipándole que no quería pelearse con él por materias científicas, sino conversar amigablemente, “pues reconozco en usted, a un gran compinche mío, famoso admirador de Larra, propagador de Moratín, notable cuchufletero y decidor de refranes, aventajado estudiante de medicina, ídem ídem de farmacia y otros títulos más”[17]. Era Martín Spuch[18], aquel español con quien compartió casa en el Retiro. La pequeña polémica se dio en ese tono amigable, y Wilde no sólo aclaró los remedios que aplicó, sino que sugirió al Gobierno que convocara a un congreso médico para discutir científicamente la pasada epidemia, y expresó su intención de escribir un libro, cuaderno o folleto.
Ya totalmente restablecido, volvió a la ciudad en junio, para encontrarse con una sociedad que poco a poco despertaba de la pesadilla, con gente enlutada en cuerpo y alma, de ojos opacos, sonrisas magras, mutilada de hijos, hermanos, padres. Los huidos habían vuelto, pero ¿quién no tenía alguien por quien llorar? No era fácil recomponer hogares, familias, trabajo, vida…; todo remitía al horror pasado.
¡Qué difícil fue volver a las calles de su vecindario, donde tantas caritas rosadas habían desaparecido!
Sin embargo, hubo dos rostros que sobrevivieron al espanto, y que le alegraron una tarde de noviembre: el de Venturita Zavaleta, una niñita que él había ayudado a traer al mundo poco antes de iniciarse la fiebre, y que esa tarde besaba como padrino en la iglesia de la Merced, y el de su madre, Ventura Muñoz –mujer del juez Manuel Zavaleta–, cuya gracia desenfadada comenzaba a perturbarlo.

A partir del 8 de diciembre se expuso en el foyer del Teatro Colón el cuadro Un episodio de la fiebre amarilla del pintor Juan Manuel Blanes. La pintura naturalista, que conmovió a todo Buenos Aires, expresaba sustancialmente el horror y el dolor: representaba el momento en que Roque Pérez y Manuel Argerich entraban en un cuarto de conventillo donde, tendido en el piso de ladrillo, se hallaba el cadáver de una mujer joven, y  junto a ella, el hijito que intentaba alimentarse de su pecho muerto.
La gente hacía cola para ver la obra, y los observadores ponderaban la distribución de la luz y demás calidades, aunque algunos críticos le reprochaban que tuviera demasiados ripios, es decir personas u objetos innecesarios para la escena. Uno de esos ripios habría sido un muchachito que figura a un costado, detrás de Roque Pérez, mirando a los recién venidos.
Wilde se conmovió, como todo el mundo, pero no quiso escarbar en el dolor, y aprovechó para escribir un largo y ameno artículo en La República que, cuando no, generó polémica. No por sus apreciaciones sobre el cuadro, sino por su introducción, donde volvía sobre temas que lo apasionaban: análisis de los sentidos (especialmente oído y visión), sensaciones, gusto artístico, la subjetividad y su negación de las ideas absolutas, etc., etc., cuestiones que ya había tratado en tantos artículos periodísticos y en la polémica con Goyena. Esta vez, quién quiso polemizar, en otro largo artículo, fue su compatriota, el maestro boliviano Nicomedes Antelo, positivista, quien admiraba al joven médico, pero encontraba que sus ideas eran temerarias. Eduardo contestó a sus observaciones, aunque le pidió que no hicieran polémica porque nadie “convence jamás a otro en discusión, que cuando el convencimiento llega al espíritu humano, es en virtud de un esfuerzo automático y cuando más, a propósito de algo externo, oído, visto o palpado; es decir, que siempre es uno que se convence a sí mismo”[19]. Sin embargo, su réplica, interesantísima, hasta contiene una lección de fotografía.
Pero dejemos de lado la polémica para ir a los párrafos sobre el cuadro de Blanes, porque toda su introducción sólo servía para expresar la fascinación que le había producido la ilusión de relieve del cuadro. Le parecía estar mirando un espejo en el cual se reflejaba un grupo de personas y de objetos. “Su relieve es admirable” dice, “es una tan notable falsificación de la naturaleza, es una sofisticación de los sólidos tan diestramente verificada, que no deja la menor duda que el pintor y la luz han querido burlarse de los ojos humanos (…) las sombras suplen tan completa, tan perfectamente a la composición de perspectivas, que el relieve salta de cualquier modo que se mire el cuadro y cualquiera sea el número de ojos con que se lo mire. Blanes ha tenido una feliz inspiración al colocar la luz detrás de los personajes de su cuadro. Esta disposición favorece admirablemente el relieve, que es la cualidad predominante en esa composición, verdadera obra maestra bajo este punto de vista”.
Luego de detallar la ilusión de solidez que le hacen los objetos y personas pintados, se refiere a los ripios que se reprochan a la obra, y se pregunta: “¿En cuantas escenas de la vida no hay objetos y personas que no son necesarias a la dicha escena? ¿Qué es un curioso sino un sujeto inútil? ¿Y en qué escena, con tal que no sea enteramente privada, falta un curioso? Si yo fuera pintor y pintara escenas a puerta abierta, siempre pondría un curioso, uno cuyo papel fuera mirar, porque así es lo natural”.
Esta confesión se haría innecesaria para los lectores de Wilde cuya característica –y encanto– es poner luz en lo que otros llamarían ripios. Veamos, si no, los párrafos siguientes, donde Wilde, el curioso, curiosea al curioso con exquisita sensibilidad.
“En el cuadro de Blanes hay también el indispensable curioso, en la persona de un muchacho.
No sé si este muchacho es hijo de los finados o si es un simple aficionado de la casa.
El demuestra haber llorado antes, pero su fisonomía en el momento, pinta un solo sentimiento predominante, ante el cual desaparecen otros rasgos: la curiosidad.
Este muchacho es por sí solo un poema.
Es cualquier muchacho que todos nosotros hemos visto.
Es uno de esos muchachos medio vagamundos, que se halla en el momento extremadamente preocupado de saber qué es lo que pensarán aquellos señores de los muertos.
Su ropa está denunciando su vida.
Él tiene toda la fisonomía de un pillete de playa y la despreocupación propia de su edad y de su posición social.
Si ese muchacho no estuviera ahí, estaría jugando a los cobres.
Pero ocupaciones trascendentales lo detienen por el momento en casa. La presencia de los muertos no le espanta; la curiosidad embarga toda su inteligencia.
¿Qué hará este señor grueso? está diciendo. Y aquel otro que se asusta ¿qué estará por decir?
Y mientras averigua estos interesantísimos puntos, con una mirada penetrantemente rebuscadora, juega con sus pies descalzos, tratando de embutir el uno en el otro.
Esto último es característico.
A un muchacho que se encuentra delante de caballeros extraños y serios, le estorban siempre las manos y los pies, a los cuales busca inútilmente acomodo.
Su posición es una mezcla de temor, de respeto y de curiosidad. El teme sobre todo perder un solo movimiento, un solo gesto, un solo suspiro de los recién venidos.
¿Qué ira a hacer la Justicia en esta casa? se pregunta y no se contesta.
Porque es evidentemente demostrado que para un muchacho de esta clase, un hombre grueso, vestido de negro, acompañado de otro un poco más delgado y también de negro, no puede representar otra cosa que la Justicia.
Decir que al muchacho ese sólo le falta hablar y caminar, está de más.
Yo siento que delante del cuadro haya una cuerda, que impide acercarse, pues a no existir dicha cuerda yo me habría aproximado al muchacho para decirle al oído, que se prenda cada ojal del chaleco en el botón correspondiente y no en el de más arriba”[20].
Así, con el cuadro de Blanes recordando el dolor, 1871 se iba, pero aún faltaba otra tragedia, la del vapor América que se in­cen­dio y naufragó, mientras navegaba de Buenos Ai­res a Mon­te­vi­deo, en la víspera de Navidad, dejando más de 150 muertos. Tuvo también sus escenas heroicas, como aquella que protagonizó el italiano Luis Viale, que se despojó de su salvavidas para salvar a una señora embarazada, y se hundió fatalmente en el río.
¿Había concluido el año maldito? No, no, todavía no, faltaba un broche grotesco. En el último minuto de 1871 llegó desde Tandil un grupo de fundamentalistas, liderado por un Mesías gaucho llamado Jerónimo Solané, que predicaba el exterminio de extranjeros y masones. En las primeras horas de 1872, el malón de fanáticos asesinó a unas cuarenta personas, entre argentinos y extranjeros, hombres, mujeres y niños.

Durante la epidemia, Eduardo había librado la batalla de su vida. Décadas después diría que se necesita más valor “para entrar en una sala de enfermos de fiebre amarilla que en una batalla: el primer acto es individual, el segundo es colectivo y por lo tanto requiere menos entereza de ánimo”[21]. Su coraje fue reconocido por todos: la Municipalidad le dio una enorme medalla de oro, en cuyo reverso se leía: “A los servidores de la humanidad” y que recibieron todos los médicos actuantes; la Comisión Popular y diversas sociedades le dieron certificados de honor. Pero, más importante, una comisión de vecinos decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular (entre ellos, Alberto Larroque) y tres profesionales cuya actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo. Así, el 29 de julio la comisión de vecinos visitó, uno a uno, a los flamantes caballeros para colgarles al cuello una pequeña cruz de hierro, y entregarles el título honorífico[22].
Eduardo solía ostentar su medalla municipal con orgullo, y casi dos décadas más tarde la llevaría en sus maletas en un largísimo viaje hasta Jerusalén. Allí, en el Santo Sepulcro, en cuyas piedras “gastadas por los besos de los fieles, y con frecuencia mojadas con sus lágrimas”, nos dice, “algunos ponen sobre la tumba rosarios, imágenes u otros objetos para recogerlos en seguida, ya con el mérito de haber estado en sitio tan venerado. Yo puse mi medalla de la fiebre amarilla”[23].
En 1909, el Viejo Wilde, refiriéndose a la peste en una carta a Paul Groussac desde Madrid, recordaría: “Muchos de los episodios en que fui actor o espectador son dignos de correr impresos; tal vez algún día los juntaré y publicaré; mientras tanto voy a contarle uno que me entristece mucho cuando lo recuerdo./ Yo vivía en la calle de Belgrano, cerca de la botica de Don Tomás Lassarte, tan conocido; al lado de la botica había un conventillo en que la familia de un vasco ocupaba varios cuartos; esta familia era formada por el marido, la esposa, cuatro o cinco hijos y varios parientes. Solían los miembros de ella, en mayor o menor número, sentarse en la puerta del conventillo y cuando yo pasaba los saludaba al ver las caras de simpatía que me ponían; la madre era una vasca hermosa, blanca, rosada, fornida y sus hijos gozaban de una salud y una belleza rústica incomparables. Yo veía que tenían ganas de mostrarme de alguna manera su afecto; por ejemplo: obsequiándome con un enfermo para que lo curara; mas no había medio que se enfermara nadie en aquel hogar donde reinaba una epidemia de robustez y buena salud. Pero llega la fiebre amarilla, hay enfermos en la familia vasca, me llaman, voy, y apenas me presento, la hermosa vasca me dice: ¡por fin lo vemos a usted en esta casa!... más valiera que no me hubieran visto; a los ocho días de mi primer visita los más de mis enfermos fallecieron, no obstante mis asiduos cuidados; fue inútil todo esfuerzo contra el mal”[24].