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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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1018.

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jueves, 29 de enero de 2015

Aristóbulo del Valle, según Wilde.

Aristóbulo del Valle (1845-1896) era esencialmente un hombre noble, además de gran demócrata, destacado jurisconsulto y notable orador.
Hoy se cumple un año más de su muerte y es bueno recordar lo que escribió por aquellas horas su íntimo amigo Wilde, que fue, a la vez, su gran adversario político en tiempos del gobierno de Juárez Celman.
Hay una innumerable cantidad de anécdotas sobre aquella enemistad política, la más leal que he encontrado en la época.
Del Valle y Wilde se habían conocido de muy jóvenes, recién llegados a la ciudad de Buenos Aires, el uno de Dolores, el otro de Entre Ríos. Los unía la condición de muchachos rebeldes y pobres, que debían trabajar de cronistas para vestirse, comer, pagarse un techo y costearse el ingreso a la universidad. Por un tiempo vivieron juntos, en alguna casa conventillo del sur. Se recibieron más o menos al mismo tiempo, el uno de abogado, el otro de médico (ya ambos eran destacados periodistas), y juntos comenzaron a militar en el partido de Adolfo Alsina que luego –unido a los partidos provinciales- se convirtió en el Partido Autonomista Nacional y llevó a Nicolás Avellaneda a la presidencia de la Nación. En 1876 Del Valle fue elegido senador nacional y Wilde diputado nacional. Ambos se alejaron del oficialismo cuando Avellaneda firmó la Coalición con el partido de Mitre, y ambos volvieron para la reorganizar el partido con vistas al recambio presidencial de 1880.
Durante el primer gobierno de Roca, Del Valle apoyó desde el Senado la gestión de Wilde como ministro de Instrucción Pública. Sus caminos políticos se separaron allá por 1885, cuando comenzaron a discutirse las candidaturas para 1886. Del Valle apoyaba a Rocha; Wilde a Juárez Celman. Durante la presidencia de este último, Del Valle era senador, Wilde ministro del interior.
En 1887 se combatieron a capa y espada en el Senado por el proyecto de ley de licitación de las obras de salubridad, protagonizando uno de los debates más interesantes de la historia del parlamento argentino, pero en 1888 se unieron para luchar juntos por la ley de matrimonio civil.
Wilde ya no estaba ni en el gobierno ni en el país cuando Del Valle, junto a Leandro Alem, dirigió la revolución de 1890 que volteó al presidente Juárez Celman.
En julio de 1893 el presidente Luís Sáez Peña llamó a Del Valle –en calidad de ministro de Guerra– para que le formara gobierno. Del Valle, que a diferencia de Alem ya no era golpista, tomó la oportunidad de hacer la revolución desde adentro del gobierno.
Su plan era auspiciar insurrecciones provinciales que llevaran a la intervención de las provincias, y a la realización de elecciones libres. Lo puso en práctica inmediatamente. Mientras esas conspiraciones radicales estallaban, a fines de julio, en San Luis, Santa Fe y, especialmente, en la provincia de Buenos Aires de la mano de Hipólito Yrigoyen, Del Valle arengaba a las masas desde el balcón de la Casa Rosada.
De la oligarquía, pasábamos a la demagogia, diría más tarde el entonces joven Carlos Ibarguren: “Recuerdo el delirante entusiasmo con que los estudiantes aclamábamos al ministro tribuno cuando decía a la turbamulta, desde los balcones del Palacio de Gobierno: ‘Hemos ensayado la revolución y el intento no fue estéril porque estos son sus frutos’”. Lo de Del Valle fue estruendoso –y casi delirante– pero duró sólo un mes porque debió renunciar cuando la Cámara de Diputados se negó a aprobarle las intervenciones, o más bien los gobiernos surgidos de las revoluciones radicales.
Wilde observó aquella gestión con profunda pena. Años después, recordaría: “Los furiosos días de destrozo en que Del Valle, ya enfermo, arremetía contra todo (…) si hubiera durado un poco más habría incendiado la república desde Jujuy hasta Patagones”. Es que ya en esos días de julio-agosto del 93, Wilde encontraba a su amigo desmejorado física y moralmente. “Todo individuo que deja de parecerse a sí mismo”, sentenciaba, “está enfermo”, y este Aristóbulo público no tenía mucho que ver con el gran Senador, ni con el liberal convencido de otros tiempos, ni con el polemista bienhumorado con el que se había batido en el Congreso.

Aristóbulo del Valle murió a los 50 años, el 29 de enero de 1896. Al día siguiente, después de los funerales –en los que resonaron las voces de Alem, Guido y Cané–, Manuel Láinez le pidió a Wilde un estudio para El Diario. A la medianoche, sin poder  dormir, tomó papel y lápiz y escribió:
“Mi querido Láinez:
¡Si uno pudiera expresar sus sentimientos!... pero los conflictos internos sólo toman formas visibles a través del cerebro que los analiza y los enfría.
Mi gran tendencia por esta razón ante la tumba recién abierta, era callarme; ni hablar ni escribir. Tu tarjeta me aparta de esa idea pero no puedo por ahora llenar en debida forma tu indicación, prometiéndote para más tarde, para cuando se haya atenuado o desvanecido el estupor causado por la muerte de nuestro amigo, un estudio sobre su vigorosa personalidad. Hoy semejante trabajo sería inoportuno y además no me siento con ánimo para hacerlo. La muerte de Del Valle, aunque prevista, me ha causado una profunda impresión. Cuando lo vi tendido, frío, muerto, ese instinto que nos obliga a disimular nuestras angustias, ese pudor del sentimiento que no desea exhibirse, me obligó a buscar un refugio en un acto mecánico cualquiera y trasladando mi cuerpo a una ventana me puse a mirar la luna triste, serena, el cielo impasible, el río tranquilo en contraste con la reciente tragedia.
No he dormido estas noches; la cara quieta de un Del Valle extraño, estaba ahí, pasando y repasando, mezclada a los ensueños fantásticos, rápidos, indecisos de un adormecimiento que comienza y se suspende. Extraño, sí, porque no tenía esa sonrisa perpetua, cariñosa, con la que me saludaba siempre al encontrarnos.
¡Cuántos mueren después que uno es hombre! Mientras fui niño, nadie se murió o no formando yo parte de ninguna falange, no vi caer ningún compañero a mi lado en la batalla de la vida.
Ahora cuento por cientos las plazas vacías marcadas con un recuerdo afligente o regadas por una lágrima.
Más tarde, dentro de una hora en el rodar del mundo, no habrá sobre la tierra uno solo de los que ahora respiran, de los hombres, de los niños, de los que han nacido hoy mismo, y ese universo de pasiones que nos agita con su historia de heroísmos o de sufrimientos se habrá hundido en la nada.
¡Y tanto afán para morderle un pedazo más de tiempo a este minuto que dura la vida humana!
¿De qué le han servido a Del Valle su inmensa tarea en los tiempos duros y difíciles, cuando buscaba procurarse el sustento, su existencia azarosa, intranquila, trabajada más tarde, bregando en la prensa, en los atrios, en el parlamento y en el gobierno, si al tocar las fronteras de la tierra prometida, donde le era dado esperar la merecida recompensa, cae abatido por la suerte ciega?
Hace apenas veinte días, hablando con él y viendo en su semblante los signos manifiestos de la terrible enfermedad, cuyo desenlace era ya previsto, le decía: no escribas, no leas, no trabajes, ya has hecho lo bastante para realzar tu nombre; toma a pecho la tarea de vivir y no te ocupes sino de pasar tu tiempo en trato ameno con gente agradable y despreocupada. ‘No’, me contestó, ‘ahora voy a concluir unos apuntes para mis alumnos y después voy a tomarme un mes de reposo’. ¡No ha concluido sus apuntes y su reposo es eterno!
La otra noche, al salir de su casa, mirando la inmensa fila de coches y la procesión de gente que iba por las veredas, pensaba en la justicia humana tan estúpida unas veces y tan atinada otras; en la popularidad tan esquiva para sus perseguidores y tan espontánea para sus favoritos.
Uno de ellos era Del Valle.
El homenaje que le rinde el pueblo lo comprueba.
Por mi parte no puedo ofrecerle sino el de la expresión de mi cariño, recordándolo y haciéndolo recordar; conservando y acariciando las reminiscencias de su bondad serena, de su índole blanda y de sus delicados afectos.
Soy tu afectísimo,
E. Wilde
Enero 30 de 1896.
Días después, más tranquilo, comenzó a escribir un estudio sobre la personalidad de su amigo Del Valle. La introducción de aquel estudio, decía:
“Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestro juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación, cariñosa y optimista, unas veces apasionada e injusta otras…(…).
No pretendo decir yo sobre Del Valle la verdad absoluta, que nadie posee, sino la verdad relativa, haciendo la copia honrada de mis conceptos íntimos, y siendo que toda verdad es una sinceridad de juicio aunque el juicio sea errado, tal vez mi acuarela sobre mi pobre amigo no se acomode a la estampa de su figura moral tomada por la mayoría de sus compatriotas.
No tenía condiciones para hacerse caudillo, le faltaba para eso parecerse a la gran masa y tener sus defectos, pero sin serlo, era querido por el pueblo y tenía acción sobre los grupos formados de elementos heterogéneos y aun de gente escogida.
No era, en mi opinión, un hombre a quien todos entendieran, pero no tenía necesidad de ser entendido: le bastaba impresionar.
Sus medios eran estéticos: su acción su palabra y su conducta, inconsistentes muchas veces ante el escalpelo de la crítica fría, eran salpicados de pasión bien humorada y obraban en su circuito al modo que obra la belleza sobre los sentidos: sin discusión.
Hemos sido amigos desde que nos conocimos y jamás nuestra amistad se ha suspendido ni se ha enfriado, ni aun bajo la influencia de las disidencias políticas ni de las preferencias personales.
Cuando nos conocimos éramos dos muchachos sin ropa y sin ambiciones.
Él hablaba, declamaba, hacía un discurso con cualquier motivo y yo admiraba su fecundidad portentosa desde la inseguridad de mis vacilaciones provincianas”.
El trabajo quedó trunco, pero Wilde guardó esas dos o tres páginas escritas, que serían incluidas en un tomo de sus Obras Completas: Recuerdos, recuerdos…


(Fragmentos de Eduardo Wilde, una historia argentina.)

domingo, 4 de enero de 2015

¿Es realmente hoy el cumpleaños número 145 del diario La Nación?




La Nación del día de la fecha nos dice: “Hoy, LA NACION cumple 145 años de existencia. La fundó Bartolomé Mitre, quien dos años atrás había entregado la presidencia de la Nación a Domingo Faustino Sarmiento, a fin de continuar, sobre la proyección cultural de un nuevo medio periodístico, sus luchas políticas”.

Si fundar La Nación es sacarle una palabra (en desuso) a un diario y cambiarle el lema, entonces sí, el 4 de enero de 1870 se fundó La Nación.
La verdad es que el diario La Nación Argentina, fue fundado en 1862 por José María Gutiérrez, secretario privado de Mitre en Pavón, pero desde el mismo día de su nacimiento respondió al general Bartolomé Mitre y fue conocido, simplemente, como La Nación.
A partir del 4 de enero de 1870, La Nación Argentina pasó a la propiedad de una sociedad controlada por Bartolomé Mitre (Gutiérrez permaneció como socio minoritario hasta 1879) y cuatro meses después se mudó, junto con la imprenta, a casa del General (San Martín 144). Mitre suprimió la palabra Argentina de la denominación del periódico y, aunque pretendió diferenciarse cambiándole la numeración y diciendo que La Nación Argentina había sido “un puesto de combate”, mientras que La Nación sería “tribuna de doctrina”, mantuvo la misma línea editorial, las mismas luchas y al mismo belicoso José María Gutiérrez como redactor. Como bien diría Sarmiento en 1878, Gutiérrez “ha de ser siempre el perverso que el general Mitre tomó muchacho aún de secretario íntimo, de redactor de sus diarios, de compañero de negocios, de matón y bravo, para morder y lacerar a los otros…”.

En ese supuesto primer ejemplar de La Nación, dice en su editorial: “El nombre de este diario, en sustitución del que lo ha precedido, LA NACION, reemplazando a LA NACION ARGENTINA, basta para señalar una transición, para cerrar una época y para señalar nuevos horizontes del futuro./ LA NACION ARGENTINA era un puesto de combate./ LA NACION será una tribuna de doctrina”. Y más adelante: “LA NACION ARGENTINA fue una lucha. LA NACION será una propaganda”.
Vale destacar que cuando, en febrero de 1864, Héctor Varela volvió a hacerse cargo de la dirección de La Tribuna en lugar de su hermano Mariano, también planteo un cambio en ese periódico diciendo que combate era una palabra del pasado y debate la del presente.

Eduardo Wilde se hizo conocido en Buenos Aires, a los 18 años, como cronista del diario La Nación Argentina, hasta que lo echaron allá por 1865. Con los años sería uno de los críticos más acérrimos de Bartolomé Mitre y La Nación. A su vez Mitre combatió a Wilde como ninguno, a veces con malas artes, quizá porque nunca le perdonó artículos mordaces o sarcásticos o simplemente humorísticos sobre su famoso diario. Artículos como éste de 1874:

“Mitre ha sido todo por elección de sus compatriotas, hasta orador.
A él le han regalado una casa, una imprenta, un diario, muebles, libros; hasta reputación de literato le han regalado, ¿qué más ambiciona un hombre que ha sido todo y le regalan todo?
¿Qué le regalen también la presidencia otra vez?
Nosotros nos oponemos formalmente a eso.
Que le regalen una capilla con un altar, donde coloquen su imagen, santo y bueno.(…)
Pero el general Mitre es una gloria nacional, dicen sus partidarios.
Será lo que quieran, las banderas de la catedral son también glorias nacionales, y están guardadas sin que nadie intente sacarlas para llevarlas a la cabeza de las reuniones populares.
La historia dirá si el general Mitre es una gloria nacional o no; lo que nosotros decimos es que el general Mitre tendrá las más bellas cualidades del mundo, pero que no es de actualidad, y que no mueve el corazón del pueblo, de tal modo que quiera hacer de él por segunda vez su presidente.
El miserere del Trovador es una obra maestra en materia de música; no hay oído rebelde, indómito o salvaje (…) que no se conmueva con esos acordes celestiales que llenan de dulcísima angustia el corazón, mientras un llanto benéfico humedece los ojos; (…) y sin embargo, el miserere del Trovador, cuando abandonando el escenario de los teatros y la garganta de los artistas de mérito, se hizo sonata de organito y recorría las calles lanzando sus quejidos melancólicos tras de los nervios acústicos de cualquier filarmónico bárbaro; cuando veinte vueltas de manubrio en cada esquina, dadas por la mano callosa de un músico ambulante que puede ser vendedor de fruta o lustrador de botas en cualquier tiempo, producen y desprestigian la divina pieza, el miserere del Trovador sin dejar de ser la obra famosa del arte, se convierte en la fastidiosa y repetida sonata que concluye por hacerle tapar los oídos al más entusiasta admirador de Verdi.
Pues el general Mitre es (…) el miserere del Trovador, convertido en sonata de organito.
Necesitamos pagarle al organista para que no la toque más…”.

O este de 1885:

“Todos saben sin duda, lo que es un diario de crédito; entonces no se necesita definirlo.
Entre nosotros tenemos varios, pero hablaremos sólo de uno: La Nación.
Un diario es un hombre, el que lo dirige o lo inspira.
La Nación por lo tanto es D. Bartolo, como se le llana familiarmente al General Mitre.
La Nación tiene, como su dueño, una tradición. Se fundó para sostener el gobierno del General Mitre y debió su éxito primero a una nimiedad, al hecho de poner en lo alto de la primera página la salida de los trenes, lo que lo asemeja a una guía, y por lo tanto le daba grande importancia, pues por aquellos tiempos no había guías en Buenos Aires, y secundariamente al vigor de su redacción, que se hallaba a cargo de un hombre de talento, fanático por Mitre y tan austero en su culto que era la copia fiel de las religiosas que se pasan adorando a Dios toda su vida sin que Dios se acuerde de ellas para nada.
Después La Nación, La Nación Argentina, que así se llamaba, entró en deliquio, se derritió, casi se fundió como empresa; y de evangelio que era, para salvarse tuvo que convertirse en asunto de Bolsa. Se ideó un capital por acciones, se inventó accionistas, se supuso que algunos pagaron sus acciones y se cobró su cuota a los inocentes.
Al poco tiempo las acciones valían lo que valen las de las minas de Amambay y Maracayú; cualquiera las podía regalar a cualquiera.
Esta catástrofe se atribuyó sin duda a que el título del diario era muy largo, pues poco tiempo después vimos perder a ese título más de la mitad.
La Nación Argentina se quedó en Nación sola.
Por estas épocas el partido mitrista estaba en derrota y sus afiliados se ocupaban de dos cosas:
1ª Leer La Nación era caso de conciencia.
2ª  Tramar revoluciones.
No hablamos de una tercera ocupación, la de salir mal en todas las empresas, porque eso no era un principio sino una consecuencia.
La Nación progresaba, se vendía como se vende la biblia en Inglaterra, y le sucedía lo que le sucede a la misma biblia: nadie la entendía.
Pero eso no importaba.
Un mitrista, por aquellos días, no almorzaba antes de leer La Nación, como los curas que no almuerzan antes de decir misa.
Una vez leída La Nación, ya estaban listos para todo, briosos y contentos; el sastre les podía tomar medida, para hacerles ropa, podían hacerse cortar el pelo; se resolvían a pasar por la casa de sus novias, y se hallaban, en fin, en actitud de emprender las más grandes conquistas y de discutir amplia e inútilmente todos los problemas sociales.
¿Ha leído Ud. La Nación? se preguntaban unos a otros en la calle.
Una mirada terrible era la sola contestación, una mirada que quería decir: ‘¿Acaso no soy hombre?’
El hecho es que en aquella época, el partido mitrista era una religión con todos sus atributos, y cada mitrista un devoto fanático, intransigente, apasionado y sincero. Creer en Mitre era creer en Dios.
No importaba que Mitre perdiera todas las elecciones, fuera vencido en todas las cuestiones y se alejara cada día más del Poder público; él era Dios, quien como se sabe puede mandar epidemias, hambres, terremotos, inundaciones y temblores sin que a nadie se le ocurra negar que Dios es bueno, justo y misericordioso.
No eran los suscriptores quienes sostenían La Nación; era la fe, la creencia en un Mitre supremo creador y orador de todas las cosas, aunque todas le salieran mal.
Esta idolatría ha continuado; la religión de Mitre ha perdido, es cierto, la mayor parte de sus adeptos, pero todavía cuenta numerosos y arrumbados sus creyentes que sostienen el culto y se desayunan con La Nación.
¿Cuál ha sido entre tanto el papel de ese gran diario en la política del país?
El mismo que el de su actual propietario.
Sirvió un tiempo para mucho; hoy no sirve sino para anular a sus allegados.
Nadie ha hecho carrera al lado de ‘Mitre’; sus prohombres han tenido el triste privilegio de hundirse y de envejecerse estérilmente.
Ahí continúan atados a una tradición hombres de verdadero talento, que no se atreven siquiera a hacer lo que les manda su conciencia y lo que les dicta su convicción.
Pero están sanos y contentos, y se encuentran compensados con estar sentados a la diestra de Dios padre todopoderoso, mientras la República marcha con una velocidad vertiginosa.
Lo mismo ha sucedido con los colaboradores de La Nación.
El que entró allí de cajista, se ha muerto de cajista; el que entró de noticiero, de cronista o de receptor de avisos, siguió, si no se murió o se fue, de noticiero, de cronista o de receptor de avisos por los siglos de los siglos. Amén.
Los redactores se han aburrido de esperar el santo advenimiento, y se han esterilizado por docenas.
En aquella casa no hay porvenir, y en su puerta, mejor que en la del infierno, podía escribirse: ‘¡Lasciate ogni speranza, oh voi che entrate!’.
¿La razón de esto? Muy sencilla. Dios es uno, y nadie puede ocupar su sitio. (…)
Desde los primeros días del gobierno de Sarmiento, La Nación abrió campaña contra él, y la campaña más o menos violenta ha continuado contra todos los gobiernos, manteniendo alejado de la vida pública, por falta de habilidad, a un grupo de hombres tan numeroso y tan importante como no lo hubo jamás en el país.
Ahora acaba La Nación de dar otra prueba de su falta de tino práctico. La Nación pudo comprender que los miembros de su partido, principalmente los jóvenes, se hallaban cansados de una abstención declamatoria sin horizontes.
Se iniciaba la lucha electoral. Tres candidatos se presentaron.
Los amigos de don Bartolo, antes de tomar el camino que a cada uno conviniera, le pidieron su dictamen.
La Nación no tuvo una palabra de aliento para esos hombres que podían usar de sus derechos políticos. No se trataba de inventar –no había más que elegir– así venían los hechos.
La Nación continuó muda o indescifrable.
Consecuencia: el partido se deshizo: unos fueron con Juárez, otros con Irigoyen, otros con Rocha.
Algunos se quedaron con Mitre para morir políticamente con él, privando al país de contingente tan valioso como el de Eduardo Costa, Elizalde, Ocantos y otros hombres que a fuerza de abstenerse van quedando como incrustaciones de esa piedra inmóvil que se llama mitrismo.
La Nación se apercibe entonces de que la quietud y la oposición estéril no es bastante alimento para los pocos adeptos que le quedan.
¿Qué hace entonces?
Inventa a Gorostiaga, busca a los clericales, reúne sus viejos satélites, y en un sólo acto reniega de sus principios liberales, alienta a los ultramontanos y continúa la eterna paralización bajo el epígrafe de ‘candidatura Gorostiaga’, cosa que ni el mismo candidato cree.
La razón de la impotencia de La Nación es su falta de tino práctico; su manía de ir contra los hechos, su vanidoso amor por las fórmulas vacías, sus utopías cambiantes, sus principios de ocasión que cambian con el viento del día, su imprevisión, en una palabra.  Sí, su imprevisión. Esta palabra debería figurar en la casa, en el templo, quisimos decir, de La Nación, como un epitafio.
Don Bartolo es la víctima.
No ha previsto que los partidos para vivir necesitan renovar su oleaje.
No ha previsto que los jóvenes iban a ser hombres, y que los hombres iban a ser viejos.
No ha previsto ni las revoluciones que ha hecho su partido.
Un buen día se le presentaban unos cuantos, y le decían con el mayor respeto: ‘Señor, venimos a rogaros que aceptéis la imposición que os hacemos de poneros al frente de una revolución que acabamos de fraguar’.
Pero hombre, contestaba, si yo acabo de decir que el peor de los gobiernos es mejor que la mejor de las revoluciones.
No importa, le objetaban, esas son frases, la revolución os espera.
Y allá iba don Bartolo a la Colonia, al Tuyú y a la Verde, seguido de nuestro buen amigo Elizalde con una tremenda espada!
Otro día, en lo mejor de la actitud de protesta y después de haber vapuleado de lo lindo a Tejedor, le dicen:
Señor, es necesario sostener a Buenos Aires y a Tejedor contra el gobierno nacional.
Pero si Tejedor es localista, y la bandera de nuestro partido es nacionalista.
No importa, le contestaban; esas son frases.
Y allá va D. Bartolo a construir zanjas y trincheras que el único daño que hicieron al enemigo fue servir de sepultura al honorable señor D. Víctor Belaustegui.
La Nación sería un diario de verdadera importancia si tuviera principios, lógica, consecuencia, previsión y amor bien entendido por su partido.
Así como está, solo es una empresa comercial en la que Balbín hace de las suyas, Morel reforma su gramática y los cajistas, noticieros y cronistas ven pasar los años envejeciéndose en el santo temor de Dios”.

La Historia, escrita por los mitristas, jamás perdonaría estas burlas.