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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

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martes, 27 de mayo de 2014

Wilde en Jerusalén

A fines de 1889 Wilde visitó Tierra Santa, y esto es lo que escribió un sábado a la noche en Jerusalén:

“La noche está clara y helada; la luna comienza a anunciarse iluminando un punto del horizonte; el viento, recién llegado de las montañas de Judea, sopla rumorosamente en las calles y en los patios, mandando sus tonos musicales a través de las puertas delgadas y de las ventanas indefensas.
La ciudad de David, de Salomón y de Jesucristo yace enterrada bajo las plantas de la modesta aldea, la moderna Jerusalem, durmiendo el sueño eterno, arrullada por el canto monótono de la historia que repite su nombre en los más lejanos confines de la tierra.
La escena es triste y desolada. Los judíos en su barrio fangoso y oscuro celebran silenciosamente su sábado. Las campanas de las iglesias católicas están calladas, en tanto que los cristianos se preparan para oír su misa del domingo en el templo del Santo Sepulcro, convertido en posada por unos cuantos peregrinos que duermen acostados en sus escaños o sobre la tumba de los cruzados, esperando la madrugada del nuevo día para asistir al oficio divino a las cinco de la mañana.
Ni un alma en las calles, ni una luz en las casas, ni una voz que destruya el uniforme silencio. La población recogida guarda el secreto de su existencia.
Uno que otro camello fatigado, estirando el pescuezo, pernocta en la vía pública, aplastado en la tierra sobre sus rodillas callosas y balanceando melancólicamente su largo labio pendiente, con el aspecto de una inconsolable aflicción.
No hay río que corra ni árboles que se muevan, ni aves que vuelen, ni hombres que caminen, ni siquiera perros que aúllen.
Imposible encontrar en el lúgubre espectáculo las impresiones que la historia y la leyenda sembraron en los corazones de todos los viajeros. Los ojos buscan en vano donde saciar la sed de emociones alimentadas durante tantos años, y el oído espía los leves ruidos para darse el pretexto de avivar el recuerdo de las más fecunda tragedia que la humanidad relata.
El sentimiento de la desproporción invade y sin querer se compara los inolvidables estremecimientos de la infancia y de la juventud, forjados en la familia o en la escuela, a favor de la sagrada historia, con el efecto actual de un escenario mudo, despojado de toda poesía, pobre de formas que respondan a la esperanza fomentada y envuelto en una vulgaridad extraña compuesta de elementos dislocados e incongruentes.
¡Jerusalem! ¡Jerusalem! ¿Dónde está el Jerusalem de los sueños mezclados con el llanto de las vivas amarguras, de los eternos y dolorosos recuerdos? ¡El Jerusalem visto en las noches largas del océano, a través de las bulliciosas ciudades, o sobre los trenes sacudidos que conducen al viajero de las apartadas tierras a visitar los viejos monumentos y los sitios sagrados de las primeras partes habitadas!
Los siglos han pasado sobre los siglos, dejando como sedimento en los corazones de mil millones de cristianos, la pesadumbre de los grandes trastornos, traída por el relato de las luchas horrendas, de la batalla sin fin, de la crueldad impía, consecuencia del conflicto social suscitado alrededor de la Cruz.
La sangre derramada en toda la superficie de la tierra enrojecería los mares. Ninguna comarca ni nación alguna en el largo período de diez y ocho siglos, ha dejado de sufrir la repercusión de la terrible contienda. Cien generaciones han nacido a la vida y han entrado en el sepulcro de los tiempos, mientras los hombres de todas las creencias y de todas las razas, han mantenido la lucha secular en medio de la perenne matanza.
Los pueblos se han echado sobre los pueblos para despedazarse, los tronos han caído, los imperios se han destruido. Sembrados están los desiertos con los huesos de los misioneros; la atmósfera fue mil veces oscurecida por el humo de las hogueras en que se quemaba a los herejes.
La Europa ha sido un campo de batalla antes, durante y después de la Edad Media; el Asia legendaria se ha despoblado; la América fue conquistada en nombre de la Cruz y sus primitivos habitantes perecieron ahogados en su propia sangre.
El África ha visto sucumbir el colosal poder de los Egipcios, y de la espantosa tragedia que ha llenado el mundo, engendrada por los acontecimientos de la pequeña y pobre Judea, sólo quedan como enseña en la cuna del cristianismo, unos cuantos montones de ruinas, diseminadas en las soledades de Palestina y encerrada entre murallas ahora irrisorias, una aldea miserable, llamada Jerusalem, habitada por grupos destrozados, socialmente inorgánicos, desnudos de ambición y de esperanzas, extraños los unos a los otros, ajenos al sentimiento de nacionalidad y en la cual cada individuo parece vivir de tránsito, huérfano de todo propósito, sin porvenir ni antecedente.
Constantinopla puede llamarse la ciudad de los perros, Jerusalem la de los burros. Aquí forman asambleas numerosas estos excelentes cuadrúpedos y proclaman a voces su presencia.
¡Qué modo de lamentarse tienen los burros de Jerusalem!
En la noche callada, mientras todo tiende al reposo, se llaman y se responden de barrio a barrio, con una voz estentórea, horripilante, destemplada, llena de tonos alternados entre ridículos y doloridos, sin compás, ni medida, ni graduación de sonidos, mezcla de entonaciones, rechinamientos y ruidos graves, agudos y estridentes, concluyendo por fin sus arias desconcertadas, cuando uno menos espera.
Otra institución muy digna de respeto es la de los dromedarios y camellos; animales útiles, dóciles, pacientes, sobrios, fuertes e incansables, como es de pública notoriedad.
No sé quién les daría por nombre ‘buques del desierto’.
Al verlos caminar se recuerda en verdad el movimiento de un navío en el mar, cuando tiene las olas de proa a popa.
¡Pobres camellos, representantes de una época muerta! Uno se acuerda mirándolos de los reyes de Nínive y Babilonia, de Cleopatra, una reina guaranga, según me imagino, porque sus retratos se parecen a una de mis amigas de cuando era estudiante en Buenos Aires y visitaba la aristocracia de la calle Garay; de la Pirámides pintadas en las viñetas de los silabarios y por fin de todas las cosas pasadas!
¡Pobres camellos! ¿Qué significarán esa cabeza desorejada, alta, horizontal, en la historia de las transformaciones animales; esos ojos tristes, huraños, con reflejos agresivos de desierto, de soledad, de hambre, de sed, de desconfianza y de abandono fatalista; ese labio inferior largo, flojo, ondulante, desdeñoso y apesadumbrado; ese enorme cuello de ave de laguna, sin utilidad ni objeto; ese cuerpo escuálido, cubierto de pelo que no se sabe si es lana, desnudo en parte, flaco, inopinada y desproporcionalmente; esas gibas en el lomo, cuyo único fin es hacer difícil la construcción de aparejos; esas patas largas con dos rodillas de aspecto montañoso, y esos pies sin huesos, blandos, colchados y hechos para conducir cautelosamente un volumen cuya gigantesca armazón aparta la idea de suavidad y de silencio?
¡Pobres camellos!, cuando los veo pasar conduciendo sigilosamente su carga o su beduino, balanceando su cuello, gesticulando con su labio, escondiendo las orejas rudimentarias, mirando con sus ojos muertos, fúnebres, oscuros y redondos y batiendo su miserable y apocada cola, se me representa por analogía la silueta de algún amigo desengañado, de algún compañero traicionado, de un amante olvidado o de un filósofo viejo que ha visto las infidencias de mil generaciones!
Los camellos son el último resto vivo de la antigua civilización. Como la de los mastodontes, los megaterios y elefantes, su raza también se extinguirá; pasarán con sus épocas como pasaron los reinos, los imperios, las ciudades poderosas que vieron sus mayores, y quien sabe cuántos animales más listos, más activos, más norteamericanos, vendrán a sustituirlos en el comercio humano.
Su aire taciturno y desganado es un signo de muerte, de aquella indiferencia propia de las razas cansadas de luchar por la vida y que buscan las puertas del sepulcro. Por eso ya no existen sino en los pueblos que se van hundiendo bajo las capas de la historia: en Turquía, en Palestina, en Egipto!
¡Desventurada tierra santa! Todo en ella es árido y desolado; no se ve sino rocas, promontorios y hondonadas sin agua ni verdura y sólo de tiempo en tiempo, un montón de casas formando una aldea que semeja un grupo de ruinas por el color uniforme de tierra de los techos y de los muros.
La razón fundamental de estas tristísimas realidades es la falta de agua, por omisión de la Divina Providencia, que condena al pueblo de Judea, es decir, al elegido del Señor, a morirse de sed, soñando desde Abraham con manantiales repentinos como el de la roca tocada por Moisés, con valles fértiles, como la tierra prometida y con pastos abundantes para los ganados hambrientos.
¡El mar Muerto! Jamás se ha puesto un nombre más apropiado. Muerto y enterrado en la colosal fosa de las montañas. Mar sin olas, sin buques y sin peces, aislado, solitario y triste, separado del mundo, escondido entre las rocas, inútil para el bien, insuficiente para dar agua a la comarca, mezquino de sus vapores, aplastado por sí mismo como si fuera su propia lápida, bajo el peso increíble de su masa densa. (…)
Mirando estos contrastes y considerando las distancias y los desniveles, se me ocurría que si yo fuera Dios haría más en un día por la Palestina, que todo cuanto han hecho en muchos siglos sus reyes y gobernantes.
Pondría en comunicación el mar Mediterráneo con el mar Muerto; llenaría de agua todas las hondonadas comunicantes de la comarca, y tendría en pocos años, un país fértil y rico, en vez del miserable y estéril territorio que estoy mirando. El país se llenaría de lagos y mares internos; el agua evaporada se convertiría en abundante lluvia; con ella nacerían árboles, la tierra se alfombraría de flores y verdura; los bosques darían nacimiento a ríos caudalosos, y la pobre Judea quedaría transformada en un paraíso donde pacerían los ganados y vivirían los hombres en paz y abundancia; no como ahora, hambrientos y en constante zozobra por la sed de cuanto vive.
Realmente, no sé cómo en vez del maná y del agua sacada a palos de las peñas en antaño no dio el Señor a su pueblo favorito, un poco de la sobrante en otras partes del mundo, cuando nada le costaba.
Un simple conducto al mar Mediterráneo y lo demás se haría solo, con gran contentamiento del mar Muerto, quien no sabe hasta ahora lo que es una marea, ni ha visto jamás un pescado ni un buque mercante”[i].




[i] EW, OC, v. XVI, Prometeo & Cía., En Tierra Santa. El texto sufrió modificaciones en las sucesivas ediciones de Prometeo & Cía. La versión transcripta es la última, de las Obras Completas.

viernes, 23 de mayo de 2014

HABIA UNA VEZ UNA PLAZA.... FERNANDO VII

Orígenes de la Plaza Libertad


Paraje del Fuerte Viejo

Buenos Aires, mediados del Siglo XVIII. En la Fortaleza gobierna José Andonaegui. La gente principal vive en los alrededores de la Plaza Mayor o en los de la Plaza Chica, en Santo Domingo. Los barrios recios del Norte, del otro lado del arroyo Matorras[1], se prolongan en arrabales de mala muerte. El Asiento del Retiro y los terrenos de los ingleses represaliados a la Compañía del Mar del Sur son tierra de nadie. Con precarios títulos, o sin ninguno, se han ido cercando quintas, ranchos, corrales y alguna pulpería con techo de paja. Caminos de barro para llegar al pueblo, y senderos tortuosos entre rancho y rancho. La barranca se baja a los saltos por donde se encuentre una huella. En el bajo las toscas, los pescadores que de a caballo se adentran en el río grande con sus enormes redes, mientras por las noches las sombras desembarcan bultos de contrabando que vienen de la Colonia del sacramento. Pululan los negros fugados y los vagos que se alimentan de huerta ajena y duermen bajo los sauces.

El límite confuso del ejido solo existe en los papeles, como los nombres oficiales de las calles que nadie recuerda. La gente vive en “la calle de Cueli[2], en “la de Pablo Thompson[3] o allá “en el barrio de don Alejandro”, por aquel Alejandro del Valle que va poniendo los pesos y el alma en una capillita que levanta bajo la advocación de Nuestra Señora del Socorro.
Los vecinos que residen en la hoy Avenida 9 de Julio y hacia las Cinco Esquinas -que todavía no son esquinas ni cinco- dicen que su barrio se llama “el paraje del Fuerte Viejo”.

¿Qué era y donde estaba aquel fuerte tan perdido en la historia que no ha dejado rastros?
Su origen debe buscarse en la Real Cédula del 26 de febrero de 1680 que dio respuestas a los problemas de seguridad y defensa de Buenos Aires; desechó la vieja idea de fortificar y circunvalar la ciudad con una gran muralla, y ordenó construir un fuerte de mayor capacidad que el existente en la Plaza Mayor o, a criterio del gobernador, levantarlo en el extremo Sur o Norte de la ciudad[4]. El gobernador José de Garro, tras larga deliberación, decidió “hacer dicha fortaleza en el paraje de San Sebastián, que cae en uno de los extremos de esta Ciudad a la parte del norte[5] Y en 1682 se inició su construcción con 400 hombres. En 1685 se suspendieron los trabajos para pedir mejor opinión a los técnicos de Cádiz que aconsejaron continuar con su fabricación, pero las obras eran caras y obligaban a cobrar mayores impuestos por lo que finalmente se abandonó. En 1703, siendo gobernador Alonso de Valdéz e Inclán, éste quiso ver el sitio donde sus antecesores habían iniciado la construcción pero se encontró con que las lluvias habían borrado casi todos sus rastros. Ya por entonces el lugar elegido se consideraba totalmente a trasmano e inútil para la defensa de la ciudad

Según Vicente Cutolo el fuerte habría estado exactamente en la manzana que hoy ocupa la Plaza Libertad, con portada sobre Paraguay entre Libertad y Cerrito[6]. Se basa el historiador en el plano trazado por el Cabildo Eclesiástico para las mensuras de las primeras parroquias linderas a la ciudad, un plano muy precario y muy posterior al fuerte, donde éste aparece en algún lugar de la costa norte, entre las hoy Cerrito y Libertad.
Sin embargo, creemos que el sitio donde se inició la construcción del fuerte no fue la hoy Plaza Libertad sino sobre la barranca, entre Arenales y Arroyo, 9 de Julio y las Cinco Esquinas.
Veamos. En el Plano titulado “Plan de la Ville de Buenos Ayres” (sin autor ni fecha), que dataría de 1745 y cuyo original se exhibe en el Museo del Banco Nación, podemos ver delineado nuestro fuerte, con forma pentagonal y marcado como “Ruine de L´Ancien Fort”. Ahora bien, si estudiamos detenidamente el plano encontraremos que el fuerte proyectado ocupaba tres manzanas desde aproximadamente 9 de Julio y Arenales hacia Cinco Esquinas, es decir a unas cuatro cuadras del sitio donde estuviera la Cruz de San Sebastián[7]. Esta ubicación coincide con varios documentos relacionados con terrenos de aquella zona  Así, cuando en 1730 un humilde Thoribio Sánchez pidió se le hiciera merced de la cuadra comprendida entre Carlos Pellegrini, Arenales, Juncal y Cerrito, dijo que el terreno que solicitaba estaba pegado al Fuerte Viejo. Andando los tiempos, en 1770,  Tomás Alcaráz pidió al gobernador Bucareli la cuadra ubicada entre Libertad, Cerrito, Arenales y Juncal, y dijo que estaba en el paraje que llaman el Fuerte Viejo. De igual manera, casi todos los terrenos aledaños a las Cinco Esquinas –y hasta Talcahuano- hacen referencia al Fuerte Viejo.
El sitio  ya era terreno poblado de ranchos y huertos en 1749 cuando el Padre  Fray Joaquín de la Soledad, Procurador del Real Hospital, pidió infructuosamente al Cabildo que se le hiciera merced del “terreno que llaman del Fuerte Viejo, para en el hacer fábrica de materiales y huertos[8].

El Hueco de Doña Engracia

Muy cerca de las ruinas del Fuerte Viejo nació hacia 1770 el hueco que durante más de medio siglo se conoció como el “hueco de doña Engracia” o “doña Gracia”[9].
¿Quién fue doña Engracia o Gracia? Posiblemente una mendiga parda que hacia 1770 apostó su rancho en un rincón de aquel hueco que no era de nadie. Carlos Ibarguren (h) conjetura que “Allí, entre una maraña de yuyos y tunales, cierta negra conocida por doña Engracia, levantó un rancho miserable: acaso un boliche que hiciera a las veces de  sórdida mancebía. A partir de entonces, el nombre de esa negra se extendió al agreste reducto de sus hazañas; y el ´Hueco de doña Engracia´, espontáneamente se incorporó a la nomenclatura ciudadana[10] Lo cierto es que para 1809 de doña Engracia ya no quedaba memoria, salvo su legendario nombre.

Y aquí empieza nuestra historia. Porque en julio de 1809 los vecinos del Socorro, capitaneados por don Fermín de Tacornal[11], se presentaron ante el Virrey  para pedir que el hueco de doña Gracia fuera transformado en plaza. Firmaban el petitorio Fermín de Tacornal, Pascual Diana, Salvador Salces, Norberto Cabral, Juan Reynoso, Juan Ximenez Antonio Lorenzo, Esteban Fuentes, Pascuala Correas, Bernarda Gutiérrez, Anselmo Piñero, José Rico, Fernando Otero, Pedro Martín Ibañez, Petrona Vega, Francisco Romero, Juan Bautista Morón, Antonio Castillo, Pedro Ponce de León, Lázaro López, Juan Vázquez, José S. García, Anselmo Farias, Hilario González, Matías Juerz (?), Francisco Giraldes, Miguel Carlin, Martín de Monasterio, Martín de Elordi, Juan Ferreda, ... Ilina. Algunos de estos vecinos serían futuros alcaldes de barrio, otros eran tan humildes que debieron pedir prestada una firma a ruego.
Y el escrito decía: “que desde tiempo inmemorial ha disfrutado el Público de la citada Plaza colocándose en ella muchas de las carretas que vienen de fuera hasta que de allí toman su destino, y la situación en que se halla la hace desde luego muy precisa y necesaria pues está respecto de la Plaza Nueva[12] en la distancia de siete cuadras, y de la grande o de la Victoria más de doce, pero como hasta el presente no se haya autorizado para plaza formal es la causa de que no se haya poblado como corresponde y establecido en ella un tráfico cual exige su posición, y conviniéndonos por lo tanto que se erija en Plaza para que con la seguridad de serlo se trate de su fomento y colocaciones de tiendas para el abasto a propósito de que pueda el vecindario surtirse del necesario con comodidad y sin las precisión de venirlo a buscar a mayores distancias, suplicamos a V. E. se digne oyendo previamente al Señor Síndico Procurador de Ciudad expedir al efecto la providencia oportuna precediendo en caso preciso la información correspondiente de no haberse conocido jamás aquel sitio con población ni sujeto a dominio alguno particular, y fijándose también carteles de convocatoria en los parajes públicos para que cualesquiera que se estime con derecho a el comparezca a deducirlo dentro del término que se le asignare bajo el apercibimiento de que pasado, sin haberlo hecho no será oído en manera alguna, y con la calidad que si lo esclareciere se le satisfará por su justo precio como a ello nos comprometemos, los ocurrentes, con el único objeto que no se prive al público del alivio que disfruta en aquella Plaza y las ventajas que resultan al vecindario del contorno, en que se habilite para tal para que de este modo puedan proporcionarse sin incomodidad de cuanto suele expenderse en las de su clase ...”. Es decír que se pedía que se instalara allí una plaza en el concepto que se daba a las plazas en aquel entonces: un sitio donde se vendían los comestibles y se realizaba el trato común de los vecinos y forasteros.

El Escribano Mayor del Virreinato, José Ramón de Basavilbaso, abrió expediente caratulado “Expediente promovido por los vecinos de la Parroquia del Socorro, sobre que se erija en Plaza el sitio conocido con el nombre del hueco de Doña Gracia[13]” y convocó a los más antiguos vecinos para que atestiguaran sobre la pertenencia del sitio. Así, Pablo Marquez, nacido y criado en el barrio, atestiguó que “jamás lo ha visto poblado ni ha sabido que tenga dueño”. Lo mismo dijeron Pedro Rivera, Eugenio Lamaestra, Francisco Ramos y Francisco Xavier Macera[14] El vecino Agustín Pérez de la Rosa agregó que había oído decir que el hueco era del Convento de Nuestra Señora de la Merced.
A su vez, el escribano del Cabildo, Justo José de Nuñez consultó los viejos papeles del repartimiento de Garay y los distintos arreglos y mensuras hasta 1612, para informar que de esos documentos no surgía que “el hueco denominado hoy de doña Engracia”  hubiera sido repartido o dado en merced a vecino alguno de aquel tiempo, ni tampoco que hubiera subsistido hasta entonces sin dueño. O sea que no encontró nada, salvo que el hueco estaba comprendido dentro de la traza de la Ciudad “cuya línea divisoria forma el costado del Oeste del mismo Hueco”.
Si bien los documentos consultados eran anteriores al Fuerte Viejo, nótese que no lo mencionan ni los antiguos testigos ni el escribano Nuñez. Tampoco lo menciona el Síndico Procurador del Cabildo, Julián de Leiva, que el 11 de mayo de 1810 dictaminó que aún cuando ningún documento anterior a 1612 le adjudicara propietario, él estaba persuadido que lo tenía porque todos los de su alrededor estaban poblados, “de lo que debe deducirse, y lo persuade la denominación de aquel hueco, que ha tenido dueño y que acaso lo tiene hoy también, aunque ignorante de sus derechos. Sin embargo como esta indolencia, que parece ser muy antigua, es opuesta al fin de las poblaciones, y por otra parte el crecimiento de esta Capital necesita que se multipliquen sus plazas para comodidad del vecindario, le parece al Síndico que sería muy conveniente darle el destino que solicitan los ocurrentes, bajo la calidad a que se avienen de satisfacer el importe que resulte de su tasación, al dueño que acredite serlo dentro del término que se le señale”. Y agregó Leiva que recomendaba destinar una parte del hueco “para construir en ella un Pósito que hace tanta falta, o cualquiera otra obra pública” que el Cabildo también debía pagar si aparecía dueño.
El Cabildo aprobó la moción de su Síndico –incluyendo el pósito o alhóndiga[15]- el día 18 de mayo de 1810 y lo pasó a Basavilbaso que su vez ordenó su traslado al Fiscal Manuel Villota el 21 de mayo.
Tanto Leiva como Villota como el Cabildo entero estaban ocupados en aquellos días con cuestiones algo más importantes que el hueco de doña Engracia. Durante los días siguientes nuestro expediente pudo haber sido mudo testigo de los electrizantes discursos  que se fueron sucediendo en la Sala Capitular del Cabildo, de los gritos que venían de Plaza, de los conciliábulos secretos y finalmente de la creación de la primera junta patria..
Villota –gran jurisconsulto- había defendido las posiciones del partido español y había votado por la permanencia de Cisneros. Este, nuestro expediente, fue seguramente uno de los últimos que despachó. El 18 de junio aprobó el informe de Leiva y el 22, sorpresivamente, fue desterrado junto con el Virrey Cisneros, embarcados en una fragata corsaria inglesa.. El pobre Leiva tampoco llegó a saber si la plaza se abrió o no porque al él también lo desterraron de Buenos Aires, aunque volvió años después.

La cuestión es que el expediente siguió su curso y terminó donde tenía que terminar, en las oficinas de la Junta. En esos días en que se decidía la suerte de la Revolución, entre el destierro del ex Virrey Cisneros y la ejecución del héroe de la Reconquista Santiago de Liniers, el 11 de julio de 1810 la Junta se hizo un ratito para aprobar la solicitud de los vecinos del Socorro y ordenar “se proceda inmediatamente al establecimiento de esta nueva Plaza, que se denominará de Fernando VII...”. Al pie estamparon sus firmas Saavedra, Castelli, Belgrano, Azcuenaga, Alberti, Matheu, Larrea.
Concluida la cuestión, en agosto los vecinos fueron suscribiendo sus respectivas fianzas obligándose con sus personas y bienes a pagar el terreno a cualquier eventual dueño que pudiera aparecer. Entre ellos destacamos a Antonio Alvarez de Jonte –futuro integrante del Segundo Triunvirato- que lo hizo en nombre de su señora madre. El 6 de noviembre Pedro Capdevila, Regidor Juez Diputado de Policía, ordenó que se delineara la Plaza y la parte del terreno para Pósito o Alhóndiga por el Maestro Mayor Juan Bautista Seguismundo, el mismo que en 1803 construyera la recova de la Plaza de la Victoria.
Finalmente, el 18 de enero de 1811, Seguismundo midió la plaza en 140 varas en cuadro y la  tasó en $ 1680. En su informe, el alarife se refiere a ella como “La Plaza titulada en honor de Nuestro Soberano el Señor Don Fernando 7º

Así fue como durante toda la guerra por la Independencia, Buenos Aires tuvo una plaza en honor al soberano que combatía. Pero ¿alguna vez los vecinos la habrán llamado Fernando VII, o habrá ganado la pulseada el fantasma de doña Engracia? Don Fernando estaba tan desprestigiado que sin duda ganó la partida la humilde vasalla parda.
Sea como fuere, a partir de 1822 se le impuso el nombre que por su fecha de nacimiento debió haber llevado siempre: Plaza Libertad.




[1] El arroyo de Matorras corría a la altura de Viamonte, torcía por Suipacha y seguía por Paraguay hasta desembocar en el río por la hoy Tres Sargentos.
[2] Marcelo T. de Alvear, en Retiro
[3] Maipú, en Retiro.
[4] Ver AGN IX 24-8-12, Reales Cédulas
[5] Citado por Rómulo Zabala y Enrique de Gandía en Historia de la Ciudad de Buenos Aires, Tomo I, MCBA 1980, pág. 383.
[6] Buenos Aires, historia de las calles y sus nombres, Editorial Elche, Buenos Aires 1994, Tomo II
[7] La cruz y ermita de San Sebastián, desaparecida antes de 1682, estuvo en Arenales y Maipú.
[8] Acta del Cabildo del 24.1.1749 (Actas del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, años 1745-1750)
[9] Plaza Libertad, entre Cerrito, Marcelo T. De Alvear, Libertad y Paraguay.
[10] La Casa de Ibarguren en la Calle Charcas, Buenos Aires, 1967, pág. 12
[11] Fermín de Tacornal, hijo único de Manuel Joaquín de Tacornal y Josefa Ville, fue destacado vecino del barrio y en 1800 primer Hermano Mayor de la  Cofradía Hermandad de las Animas de la Iglesia del Socorro..
[12] La Plaza Nueva o de “Amarita” estaba ubicada en la hoy Carlos Pellegrini, entre Sarmiento y Pte. Perón, el mismo sitio donde después estaría el Mercado del Plata
[13] AGN Tribunales Civiles S No. 2 - 1809
[14]Francisco Xavier Macera, sastre, fue marido de Margarita del Valle, hija del fundador del Socorro.
[15]El pósito es un local publico destinado a mantener acopio de granos, prestándolos en condiciones módicas, durante los meses de escasez. La alhóndiga, en cambio, almacena también otros comestibles.

Maxine Hanon para Historias de la Ciudad, 1999.

viernes, 4 de abril de 2014

Wilde y nuestro sistema de Justicia.

Tomo unos párrafos de Eduardo Wilde, una historia argentina, referidos a su Memoria de 1883, como flamante ministro de Instrucción Pública, Justicia y Culto:

Al pedir algunas reformas a la Ley Orgánica de los Tribunales de la Capital, recientemente sancionada, creando más tribunales, decía: “El retardo con que hoy y desde tiempo atrás se administra justicia en nuestro país, es una verdadera llaga social, que ha llegado a hacerse intolerable y que es indispensable suprimir, cueste lo que cueste y a la mayor brevedad”, prometiendo no ahorrar esfuerzos para conseguir los “beneficios de una justicia pronta y eficaz, tal como la sociedad reclama y la Constitución promete”, y recordaba que cualquier expediente que llega a tribunales “está condenado a quedar sepultado entre el polvo y bajo las enormes pilas de otros expedientes durante años y años, produciendo, empero, a los interesados gastos incesantes y perjuicios incalculables. Son innumerables, son diarios casi, los ejemplos de litigios que han terminado cuando se había ya invertido en ellos el total de los intereses porque se litigaba, y hay centenares de casos de juicios sobre herencias en los que se ha gastado hasta el último peso que debía heredarse. ¿Puede darse a esto el nombre de justicia?”. Entendía que el incalificable retardo en la administración de justicia también se debía a la falta de legislación básica, y rogaba a los legisladores que se ocuparan de estudiar el proyecto de código penal, presentado el año anterior, y el de reforma del Código de Comercio que seguía descansando en el Congreso desde el año 1874, y recordaba que tampoco teníamos leyes de minería, ni de procedimientos civil y penal, códigos cuya redacción ya había puesto en marcha.
En cuanto a los institutos carcelarios de la Capital, su informe era lapidario pues, con excepción de la penitenciaría y a pesar de todos los esfuerzos realizados en el pasado, “son una vergüenza, en los que se viola todas las prescripciones de la higiene, de la ley y hasta de la moral”. Proponía que al considerarse en el Congreso el proyecto de código penal se le agregara un régimen penitenciario para “establecer una penalidad que moralice y enseñe, en vez de ser inútil e infamante como hoy sucede, a causa de no tener ni un buen sistema penitenciario, ni los establecimientos adecuados para aplicarlo”. Aplaudía todo lo que Enrique O´Gorman había hecho como director de la Penitenciaría (sus buenas condiciones de higiene y sus siete talleres de industria y manufactura en funcionamiento: imprenta, encuadernación, carpintería, herrería, zapatería, sastrería y fabricación de escobas, a los que Wilde sugería agregar varios otras industrias fáciles y productivas que “enseñarán al que fue criminal a amar el trabajo, que le asegurarán el porvenir para el día en que recobre la libertad y que contribuirán en proporciones importantes a cubrir los gastos que demanda el establecimiento”), pero todavía había mucho para perfeccionar porque en la penitenciaría habían más encausados que penitenciados, lo que no sólo no correspondía, sino que además desorganizaba el régimen, pues no puede tratarse del mismo modo al penitenciado que al enjuiciado que, probablemente, sea declarado inocente. La penitenciaría, decía, no es sitio para enjuiciados, quienes no tenían ni donde dormir: “Resulta de aquí que viven literalmente hacinados, cubiertos de harapos algunos de ellos, contrariando todos los preceptos de la higiene y siendo una protesta viva y permanente contra la falta de una casa especial para encausados”. Aseguraba que no descansaría hasta lograr que esto se corrigiera, e informaba una serie de medidas que ya había adoptado. Respecto de la Cárcel Correccional, sita en un edificio centenario sin refacciones ni mejoras, decía que no intentaría describirla, pues “sería presentar un cuadro repugnante, que no serviría sino para confirmar lo que todo el mundo sabe: que, con excepción de la Penitenciaría, las cárceles en nuestro país, al revés de lo que la Constitución manda, no son ni sanas ni limpias, sino lugares infectos, sucios, estrechos, inhabitables, que producen precisamente lo mismo que nuestra Carta fundamental ha querido evitar: la mortificación de los presos”. Agregaba que “tal es el estado de descomposición en que se encuentra el edificio y tan miserable la situación en que se hallan reducidos los que tienen que habitar esa prisión, hacinados en viviendas húmedas, sucias y oscuras, desprovistos a veces hasta de lecho, sin abrigo alguno, durmiendo sobre el suelo”, que ya había tomado medidas con la ayuda del Departamento de Ingenieros y la Intendencia.

Durante cuatro años Wilde trabajó para reorganizar nuestro sistema de justicia, para lo cual presentó una docena de proyectos al Congreso (ley de reformas al Código Civil, Código Penal, Código de Comercio, Código de Minería, Ley de Juicio por Jurados, Ley de Organización de los tribunales de la Capital (y una ley de reformas importantes a esa ley), Código de Procedimientos en lo Civil, Código de Procedimientos en lo Criminal, Ley de Enjuiciamiento reformada, Ley creando un presidio o colonia Penal, Ley para la erección de una Cárcel Correccional para sentenciados, Ley para la creación de una Cárcel de encausados, puramente, etc.).
A pesar de que reclamó permanentemente al Congreso su tratamiento, sólo logró que se le aprobara su reforma de la organización de los tribunales de la Capital y la construcción de un edificio para cárcel correccional. Todo lo demás fue aprobado después de su gestión, quedando para honor de sus sucesores.

martes, 1 de abril de 2014

Reflexiones sobre la hora, con el permiso de Wilde

Hay, claramente, una suerte de desintegración social que hay que atender con urgencia. Los vimos en los saqueos de diciembre, lo vemos hoy en los linchamientos. Todos sabemos cómo hemos ido llegando a esta situación.
Se habla de la “grieta” como división de unos y otros. Grieta en sus distintas acepciones es una “Hendidura alargada que se hace en la tierra o en cualquier cuerpo sólido”; una “Hendidura poco profunda que se forma en la piel de diversas partes del cuerpo o en las membranas mucosas próximas a ella”; o una  “Dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o unidad de algo”.
Tomo entonces grieta como hendidura que amenaza con quebrar un cuerpo: la sociedad organizada.
Ya la gran mayoría del pueblo -“pueblo” como “conjunto de personas de un lugar, región o país”-, está perdiendo la memoria sobre las reglas de convivencia.
Dejemos que los filósofos, sociólogos, y demás doctores analicen el Contrato Social, la naturaleza humana, las costumbres, la moral, la religión, las normas y los convenios.
Veamos qué hacer.
Juan Carr, entre otros, se pregunta si no será la hora de organizar un gran Acuerdo de todos los sectores de la comunidad por la paz social.
El Acuerdo existe y es clarísimo, pero lo hemos olvidado, tergiversado, embarrado, manipulado. El Acuerdo es la Constitución Nacional.
Por algo, en horas tremendas, luego de otra desintegración social, Raul Alfonsín rezó una y mil veces ante multitudes el Preámbulo de la Constitución Nacional:
“Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino: invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia: ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución para la Nación Argentina”.
En esa Constitución están las normas sabias que debemos volver a aprender, todos.
Es a ese centro donde debemos volver, pero no retóricamente, porque el abuso de la retórica –retórica vacía o barata- nos ha conducido a este punto. Nadie cree en nada; la hipocresía política es en buena parte responsable del estado de esta Nación.
Los que todavía tenemos conciencia debemos difundir esos principios constitucionales simples que los malos políticos han ensuciado. Los políticos serios –que seguramente hay, aunque frecuentemente limitados por sus miedos- deben dedicarse a pensar cómo reconstruir el tejido social, el orden social. Cómo terminar con las aberraciones y los absurdos que han llevado a esta profunda desesperanza o desamor.

Por mi parte propondría además analizar una especie de CONADEP a la corrupción, que como la de Raúl Alfonsín presente sus pruebas a un tribunal que juzgue esos delitos. Hace falta un nuevo NUNCA MÁS. 
Seguiré otro día.

sábado, 1 de marzo de 2014

Escuchando a Cristina, recuerdo a Alfonsín

Querido Raul,
Me permite cambiar, un poco, su frase: “desde luego democracia con la que se vota, pero también democracia con la que se come, con que se educa y con la que se cura”, por esta otra:
“desde luego educación con la que se vota, pero también educación con la que se come, con la que se cura y con la que se llega a la verdadera democracia”

Ya lo decía Onésimo Leguizamón en 1883: “Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres…”.
¡Ay, cómo duele esta Argentina!

martes, 11 de febrero de 2014

Eduardo Wilde, una historia argentina... En La Gaceta Literaria, 9.2.2014

Eduardo Wilde y el siglo XIX argentino

Un libro que es mucho más que una biografía
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UN TRABAJO DE IMPECABLE SUSTENTO. La autora ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado.

HISTORIA
EDUARDO WILDE. UNA HISTORIA ARGENTINA…
MAXINE HANON
(Klameen-Buenos Aires)
Para quienes puedan valorar un trabajo sobre el pasado nacional asentado en sólida investigación y vertido con excelente literatura, la aparición de Eduardo Wilde. Una historia argentina…, de Maxine Hanon, constituye un verdadero acontecimiento.

Autora de dos afamados libros –el Diccionario de británicos en Buenos Aires y Buenos Aires desde las quintas de Retiro a Recoleta (1580-1890)- además de jugosos artículos, Hanon entrega ahora una obra de un millar de páginas divididas en dos tomos, que creo realmente formidable.

Se trata de una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.

Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado, y mucho más: todo eso hila las telas del tapiz cuidadosamente tejido y desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.

Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje. Historia, es decir ese sobrecogedor océano que, para Mario Vargas Llosa, es “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas”.

Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los 16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un centenar como dos centenares de carillas.

Los títulos son escuetos y marcan la cronología: Don Diego, Faustino, Eduardo, El justiciero, El campeón liberal, Wilde, El viajero, El viejo Wilde y finalmente un Epílogo. No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.

Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, hijo de inglés y de tucumana, en Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844), y sigue con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.

Como libro de historia elaborado con todos los requisitos, consigna al pie de sus páginas una abrumadora cantidad de referencias documentales y bibliográficas. Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado -material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los repertorios de correspondencia y expedientes judiciales del Archivo General de la Nación y del Museo Roca, por ejemplo, así como en todos los periódicos de la época y por cierto en la bibliografía.

El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento. Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de investigadora perspicaz e independiente que la caracteriza.

El texto contiene largas transcripciones en letra cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle el gran favor de transcribir ese texto en su integridad -además de comentarlo y de subrayarlo- para que se entere allí mismo de lo que se habla.

Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de un grande y originalísimo escritor, cuyo estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.

Las transcripciones, entonces, eran absolutamente necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de talento y de bien entendido amor por el país, latían en el corazón de este gran argentino a quien el destierro de sus padres hizo nacer fuera de nuestras fronteras.

Hanon estructura de modo impecable la tarea y la vida de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas- desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado con sus ternuras, pequeñeces, tristezas y oscuridades.

Se abre paso así en cuestiones espinosas. Un ejemplo es el del segundo matrimonio de Wilde, tema favorito donde el fácil chiste y aún la calumnia han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca perderán el carácter de tales.

Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su Eduardo Wilde, y con verdadera maestría, eso que Paul Groussac denominó “arte de historiar”. Esto es, lograr que la verdad, buscada y acaso encontrada en la pesquisa documental, se integre “en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle sólo línea y color, cuando en realidad le infunde vida en potencia y en acto”.

Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto certero en las citas y en el lenguaje que pide cada asunto. Está la referencia ajustada y precisa que otorga base firme al argumento. Se percibe cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y que lo salva de convertirse en imperioso o en solemne.

Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.

El libro está redactado con una audacia y con una soltura que son un regalo para quien lo lee: prosa rica y cautivadora, que sólo obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.

Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos basados en la rebusca documental, Maxine Hanon se permite insertar líneas de ficción -que edifica sobre sus pesquisas- perfectamente separadas e individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad. A veces, en esas líneas, hasta dialoga con Wilde y lo interroga.

El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y pendenciero ministro de Justicia e Instrucción Pública de la primera presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor; esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”, está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.

Así valoro esta obra sobre un gran olvidado, y recomiendo sin vacilar su lectura. Será un deleite para quienes quieran internarse –con abundancia de luces y de sombras- en la época formativa de la Argentina moderna.

© LA GACETA
Carlos Páez de la Torre (H)

martes, 24 de diciembre de 2013

Presentación Eduardo Wilde en el Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, por Maxine Hanon

Cuando empecé a escribir mi libro, Eduardo Wilde, una historia argentina…,  quise comenzar por el principio: la genealogía de Wilde. Pero me encontré con un espíritu juguetón que me embarullaba todos los datos.
Allá por 1890, en su primera visita a España, Wilde decía: “Tengo algunos resentimientos con Pizarro y los otros conquistadores por haber dado muerte estos caballeros a muchos de mis antepasados los indios, primeros habitantes de América, emperadores, reyes, caciques, curacas y simples particulares, cuya sangre corre por mis venas, como se dice vulgarmente, aun cuando la sangre de persona alguna corra por sus venas, a causa de tener estas, válvulas que se oponen a las carreras; cuya sangre, decía, circula en mi cuerpo, diré ahora, caracterizando mi personalidad india y muy india, como se revela en mi color y en el apellido de mi padre y mío, Wilde, que en araucano quiere decir ‘guanaco salvaje’ y en el de mi madre, García, que en quichua significa ‘gracia’, un simple anagrama (recomiendo estas traducciones a los sabios descifradores de jeroglíficos, que mienten a mansalva)…”.
En 1909, siendo Ministro en España, Estanislao Zeballos le pidió que le averiguara de dónde venían y cual era la escritura correcta del apellido Cevallos. Wilde accedió al encargo pero le previno: “…si de la averiguación resulta que el nombre suyo viene del de algún bandido, no le transmitiré el informe”.
Por la misma época, cuando comenzó su última obra –Aguas Abajo-, un libro autobiográfico en el que se bautizó a sí mismo Boris, escribió: Boris nació en Tupiza (Bolivia), provincia del Chorolque o de Chichas, como se quiera; el día... iba a cometer la imprudencia de de­signarlo; felizmente un pudor natural, por cuen­ta de Boris, me lo ha impedido a tiempo. (…). ‘Que me importa a mí dónde ni cuándo na­ció Boris’, podría decir cualquier malcriado, el público, por ejemplo, si leyera estas páginas; pero el autor de ellas podría replicarle diciéndole: ‘nada le importa; convenido; como no importa a nadie su observación, pues podría usted hacer la misma a cuantos relatos, cróni­cas, historias, cuentos y biografías corren por el mundo’. Que la batalla del 24 de mayo haya tenido lugar el 24 de mayo y no el 24 de noviembre, para usted es lo mismo, pero no lo es para los que han hecho de esa fecha un símbolo o algo más: sobre todo para los pensionistas militares por razón de sus deudos muertos ese día en acción de guerra; ¡seis meses de diferencia de pensión para una viuda inconsolable ! ... ¡Como quien dice nada!”.
Es verdad que Wilde nació en Tupiza, pero por algo se rebautizó como Boris y no puso su año de nacimiento. Es que quizá ni él supiera, a ciencia cierta, en qué año nació.
En el libro de bautismos de la Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria de Tupiza se registra el bautismo de Faustino Ignacio Wilde el 17 de junio de 1842, de tres días, pero la nota escrita al margen aclara posteriormente: “Según declaración de dos testigos, se trata en esta partida de Faustino Eduardo. Conste. E. Gainza”. Estanislao Gainza estaba casado con una Wilde, probablemente sobrina de Eduardo. ¿Es esta su partida de nacimiento, o la verdadera es otra, perdida? Porque, para el mundo argentino, Eduardo Faustino Wilde nació el 15 de junio de 1844.
¿Fue bautizado como Eduardo? Hasta los 15 años era Faustino Wilde –así fue inscripto en el Colegio Nacional del Uruguay-, pero luego figura como Faustino Eduardo. Si el nombre Eduardo recién apareció en el Colegio, mi conjetura es que está asociado con el querido profesor George Raymond Clark (1801-1867), una especie de padrino de su época colegial. Clark era conocido en el Colegio como Jorge Eduardo Clark. Así como el nombre de pila Edmond (o Edmund) se traducía a veces como “Eduardo”, es probable que Raymond sufriera la misma transformación.
No me sorprendería que Wilde hubiera cambiado su Faustino Ignacio por Faustino Eduardo, porque la trasformación de nombres era moneda corriente en la familia Wild o Wilde.

Por el lado materno descendía de españoles. Su madre era María Visitación García, nacida en Tucumán el 25.11.1810, hija de Calixto Garcia y Josefa Quinteros, hermana de la famosa Fortunata García de García que rescató la cabeza de Marco Avellaneda de la pica clavada en la plaza de Tucumán. Tenía seis generaciones hacia arriba, de vecinos distinguidos y encomenderos del Tucumán, a partir de mediados del siglo XVI. Entre su parentela  estaba por ejemplo el Alférez Real Felipe García de Valdés, quien portaba el Real Estandarte al trasladarse San Miguel de Tucumán, en 1685, al sitio donde está hoy. Esas tierras donde se instaló la nueva San Miguel, eran propiedad de la familia García.
Por el lado paterno descendía de ingleses con mezcla de franceses.
Su padre se llamaba Wellesley James Wilde, nacido en Londres el 8.8.1808, hijo de James Wilde.
Veamos algunos datos de esta rama paterna.
James Wilde (1771-1854) nació en Londres, hijo de James Wilde (c.1749-1801), actor aficionado y apuntador del Convent Garden de Londres, y de Sarah Heard, quienes se habían casado el 5.1.1769 en Saint Martin In The Fields, Westminster, Londres. Sarah era hermana de sir Isaac Heard (1730-1822), Garter Principal King-of-Arms (Rey de Armas), máxima autoridad heráldica del reino. Una de sus funciones era organizar el ceremonial de las grandes exequias de la realeza, y la historia lo recuerda como aquel que organizó el fastuoso funeral de Lord Nelson. James casó el 17.5.1792, en Fins­bury, Lon­dres, con la fran­ce­sa Leo­nor Ma­ria Si­mo­net Le­frev­re (3.2.1772-14.7.1852), de Rowen, a quien había conocido en París en 1791 cuando, según sus descendientes, oficiaba de secretario de la embajada inglesa. Sus hijos fueron: Henry Ja­mes (16.6.1793), na­ci­do en Es­to­col­mo, Sue­cia cuando su padre era consejero del consulado inglés en esa ciudad, dicen sus descendientes; Spen­cer Ja­mes (7.3.1795), na­ci­do en Lam­beth, Su­rrey (hoy, Lon­dres), casó el 17.4.1823 con Ma­ría Can­de­la­ria La­gos; Eli­za Leo­no­ra (4.8.1796-29.3.1873), na­ci­da en Mary­le­bo­ne, Midd­le­sex (hoy, Lon­dres), ca­só el 30.10.1813 con Fre­de­rick Heath­field (c.1781-7.2.1818), y fue co­no­ci­da maes­tra; Ro­si­na Leo­no­ra (5.12.1798-14.2.1851), na­ci­da en Fa­re­ham Hunts, Hamps­hi­re, ca­só, el 25.3.1819, con el comerciante Tho­mas Bar­ton (17.11.1792-3.4.1843) y tam­bién fue una co­no­ci­da maes­tra; Hen­riet­ta Leo­no­ra (3.10.1800), na­ci­da en Lon­dres, casó en 1819 con Henry Burdon y se estableció en Chile; Fre­de­rick Ja­mes (1802-1804) na­ció en Pa­ris y mu­rió en Lon­dres; Fre­de­rick Ja­mes (1804-1808) na­ció en Lon­dres; Per­ce­val Ja­mes (22.9.1806), na­ci­do en Lon­dres, casó con Francisca Rivas; We­llesley Ja­mes (8.8.1808-6.8.1866), na­ci­do en Lam­beth, Midd­le­sex (hoy, Lon­dres); Jo­se An­to­nio (6.4.1814-14.1.1885), na­ci­ó en Bue­nos Ai­res y casó con su sobrina Victoria Wilde, hija de Perceval. Tuvo un hijo extramatrimonial, que reconoció en su testamento: Luis Florencio Wilde (c.1829).
Cuando la familia llegó a la Argentina (menos el hijo mayor, que no vino nunca), las mujeres retuvieron sus nombres de pila; los varones, todos, se acriollaron con las distintas traducciones de James, que todos los hijos traían como segundo nombre: el padre fue Santiago Wilde; Spencer fue Santiago Spencer; Perceval fue Jaime Perceval, Wellesley fue Diego Wellesley.
¿Era Diego Wellesley pariente o ahijado del duque de Wellington? Wellesley James y su hermano Perceval James fueron bautizados el 7.3.1809 en la iglesia anglicana de St. Mary Lambeth, Surrey, Inglaterra. Según la tradición familiar, el padrino de bautismo de Wellesley fue Arthur Wellesley, duque de Wellington. El padrino de Perceval pudo ser Spencer Perceval (1762-1812), primer ministro del gabinete de Londres (1809-1812), cuyo hijo John Frederick bautizó, a su vez, a su hijo con el nombre de James Wilde Perceval.
Cuando Diego murió, el diario The Standard, de los Mulhall, comentó que era pariente lejano del duque de Wellington. Lo mismo se decía en casa de los Estrada, amigos de juventud de Eduardo Wilde. No creo que se los haya contado él, puesto que en sus detallados diarios de viaje anota en Irlanda que visitó la casa natal de Wellington pero nada dice del supuesto parentesco o padrinazgo. Sospecho que no le interesaba.
También se ha mencionado la posibilidad de un parentesco con Oscar Wilde. No creo que la encuentren. Había, obviamente, un estrecho parentesco, pero no de sangre sino de humor. Hay cien frases irónicas de Oscar que pudieron haber sido dichas por Eduardo, y viceversa.

Volvamos a Diego Wilde, que llegó a Buenos Aires a los 4 años, y que probó varios oficios antes de entrar a la milicia. Durante las luchas civiles que comenzaron en 1829 le tocó en suerte revistar en las filas de Paz. Fue por lo tanto unitario y emigrante, mientras su familia quedó en Buenos Aires luciendo la divisa punzó.
Llegó a Tupiza a fines de 1831 sin un peso en el bolsillo pero con la linda Visitación, una criolla de humor picante y una buena dosis de ironía, con la que se había casado en Tucumán. En Bolivia tuvo almacén, probó el negocio de las minas y hasta se enroló en alguno de los ejércitos locales. Fracasó siempre en todas las aventuras –comerciales o bélicas-, tal vez porque, como decía su hijo, andaba siempre huido, huido de todas partes. Era un hombre encantador, con una mezcla de humor muy british, excentricidad igualmente british, melancolía de desterrado y ternura propia. Esa mezcla que enamoró en un principio a su mujer, fue la misma que, en la inagotable pobreza, la terminó exasperando a punto tal que la pobre Visitación se convirtió en una mujer dura, amargada, sarcástica, devota al rapé y a la misa diaria. Sus hijos la llamaban “el tirano”.
Eduardo y sus siete hermanos nacieron, por lo tanto, en la pobreza, a las órdenes de aquel pobre tirano que se las rebuscaba, como podía, para darles de comer. Hace unos años fui a Tupiza y encontré que la casa, relativamente elegante, donde dicen que nació o se crió no tiene nada que ver con la que él describió en Aguas Abajo. Seguramente fue una que le prestaron a doña Visitación en un momento en que ni casa tenían.
A pesar de la pobreza, a Wilde le encantó nacer y crecer en Tupiza: “…no tuvo el mérito ni la culpa de entrar en el mundo por Tupiza, pero si le hubiese sido posible escoger una población para nacer en ella, habría optado por esta villa, en razón de ser ella modesta, elemental y rara”.
Eduardo pudo haber sido uno más de los locos Wilde, cualquiera de sus hermanos o sobrinos, que pululaban por Salta, Tucumán o Bolivia. Todos inteligentísimos, extravagantes y graciosos, pero la mayoría vagos. No fue uno de ellos porque era más estudioso y en 1858 el padre le consiguió una beca para entrar de pupilo en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza después de Caseros. No fue difícil porque uno de los objetivos de aquellas becas fue el de favorecer a los hijos de guerreros empobrecidos por las guerras civiles. El coronel Diego Wilde aun reclamaba sueldos que se le debían desde hacía 30 años y que recién cobrarían sus descendientes treinta años más tarde.
El colegio Nacional del Uruguay –en su lustro de oro- fue una de las experiencias más interesantes de la historia de la educación argentina. Tanto que un Wilde agradecido escribió en 1891: “Aún cuando el General Urquiza no hubiera hecho en su vida más que fundar el Colegio del Uruguay y mantenerlo, tendría bastante para su gloria”.
Y así es, porque allí se congregó a un nutrido grupo de muchachos de todas las provincias argentinas, de los más diversos orígenes y características. Un equipo de profesores –en su mayoría extranjeros altamente capacitados-, liderados por el francés Alberto Larroque, tomaron a su cargo a esos muchachitos casi salvajes, sin conciencia de patria grande, y los convirtieron en ciudadanos argentinos ilustrados, “defensores impertérritos de la ley y de las instituciones patrias,” diría Larroque, “enemigos del desorden y de la anarquía, soldados de la libertad”, preparados para ejercer los más diversos oficios y profesiones.
Se les inculcó que ellos eran el batallón sagrado de la patria ideal, según contaba el ex alumno Francisco Fernández.

Este batallón sagrado de la patria ideal, que Urquiza imaginó y que el francés Larroque fue formando pacientemente, dio a la patria real dos generaciones brillantes, que formaron la parte provinciana de lo que se llamó la “Generación del 80”: dos futuros presidentes de la República, una docena de ministros y altos funcionarios de estado, presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia, varios gobernadores, decenas de legisladores y una legión de jueces, poetas, educadores, escritores y periodistas, grandes médicos y excelentes músicos.
Los lazos de aquel internado tendrían una enorme importancia política en los años por venir.

En julio de 1883, por ejemplo, cuando se debatía en el Congreso la famosa y vital ley de enseñanza laica, los ex alumnos del colegio del Uruguay copaban la escena: Roca en la presidencia, Wilde y Victorino de la Plaza eran sus ministros; Isaac Chavarría presidía la Cámara de Diputados secundado por Rafael Ruíz de los Llanos; Onésimo Leguizamón era líder de la bancada liberal.

El Eduardo Wilde que llegó a Buenos Aires en 1863, después que Pavón arrasara con ese magnífico experimento educativo, era fruto de aquellos linajes de españoles e ingleses –García y Wilde-, de aquella infancia tupiceña y de aquel colegio que lo moldeo. Esa es su genealogía. Buenos Aires, con sus luces, sus diversidades y su cultura, terminó de pulir un espíritu que fue considerado, por todos sus contemporáneos, como uno de los más refinados de la época.
Nicolás Avellaneda, que también había pasado unos años de su infancia en Tupiza, y que sentía por Wilde una mezcla de admiración y enorme cariño, le escribió en 1881 una carta –una de tantas- que decía así:
“My Doctor;
Anoche me sorprendió en la calle de Maipú la tormenta de tierra y busqué refugio en el patio de su casa. ¿Será que necesitaré algún día ponerme bajo su gloriosa protección? ¡Oh doctor! Usted es la elaboración de tres siglos. La vieja villa de Tupiza, tan antigua como Potosí, no había producido hasta hoy un hombre notable; y ese rayo de luz que viene extraviando tres generaciones de Wildes y que a uno les cae en la nariz como a su padre para hacerlo vivir entre visiones falsas, o en la nuca como a su tío para que mire hacia atrás, ese rayo de luz que ha producido sueños, miserias, existencias profundamente agitadas y tristemente incompletas, ha entrado, por fin en su cerebro (¡oh, mi doctor!) recto y luminoso. Otro tanto sucedió con la familia de los Mirabeau: tres generaciones de hombres, notables todos por su rasgo y de los destinos más extravagantes, hasta producir un hombre de genio.
¡Qué juegos caprichosos los de la vida! ¿De dónde viene esta planta desconocida en este clima y en este suelo? El viento trajo una noche su semilla desde millares de leguas atravesando montañas y mares. La geografía de las plantas se ha completado por este agente desconocido: la acción de los vientos. (…)
Doctor, todo esto me trae absorto. ¿Quién diría que este rayo de luz (Wilde) que viene serpeando en el aire desde otros continentes, que se agita en Buenos Aires, brillando y desapareciendo como un fuego fatuo sobre las cabezas de dos generaciones, había de tener por fin su encarnación, pasando por Tucumán, en aquella índica y misteriosa villa de Tupiza? Doctor: ¡Pienso instintivamente en aquellos embriones luminosos que pasan  por los aires y que presiden a las creaciones en las cosmogonías de la India! (…)”. 
Es que Wilde fue en verdad un rayo de luz o de agua fresca en la Gran Aldea. Sarmiento, que lo admiraba como escritor, había escrito unos años antes: “Wilde ha venido a salvar el país de la monotonía de lo recto, estrecho y escabroso, como las calles de Buenos Aires, no obstante la elegancia y belleza de las damas. (…) ¡Lean al doctor Wilde, cuando no se propone decir nada! ¡Es entonces que se le toma sustancia! (…) En la tribuna o en las horas perdidas, hará un gran servicio a su país, y es ‘echar de cuando en cuando’ un balde de agua en los lomos de estos políticos furiosos que escriben con el entrecejo fruncido, y el puño crispado; y cuyas letras desgarran el papel. ¡Oh, las letras, la bella literatura, jóvenes!, eso refresca el alma, despierta los buenos sentimientos y predispone el ánimo a la amistad. Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas, y paz en la tierra para los hombres...”.
Wilde había llegado a Buenos Aires sin un peso en el bolsillo y había trabajado de todo para pagarse sus estudios de medicina. Profesor de matemáticas, contador en una platería, corrector de pruebas y cronista en La Nación. Sus crónicas diarias –llenas de gracia salvaje y crítica inteligente- cosecharon tantos admiradores –especialmente entre los jóvenes-, como detractores, a quienes les irritaba ese moscardón molesto que se reía de todas las tonterías e hipocresías sociales. En su afán por ningunearlo lo llamaban el “el boliviano”, y le pedían a Gutiérrez, su jefe, que despidiera a ese muchachito maleducado.
En esa época lo descubrieron los dueños del Mosquito, quienes lo llamaron para colaborar con ellos. Fue el director de aquel periódico, Lucien Choquet, un francés de humor exquisito, quien pulió la escritura humorística de Wilde. Juntos redactaron el Mosquito en su época de oro.
En poco tiempo Wilde se convertiría no sólo en un gran periodista sino también en un maestro de la sátira política. Muchas de esas sátiras están en las antologías de cuentos humorísticos argentinos, sin explicación de las circunstancias políticas en que fueron escritos.
Mientras hacía estas cosas, se recibía de médico con honores y sorprendía a todos con una tesis sobre el Hipo, impecable como obra científica y muy bien escrita. Al mismo tiempo, se jugaba la vida curando enfermos durante las grandes epidemias de cólera y fiebre amarilla, oficiaba de diputado, dictaba cátedra en la universidad, y estudiaba los problemas de higiene de la ciudad. Era profesor de higiene en el Colegio Nacional y reconocido como el más destacado de los higienistas de su tiempo. Sería uno de los diseñadores de nuestro sistema de obras sanitarias.

Cuando en 1882 fue designado, inesperadamente, como ministro de instrucción pública, culto y justicia, Avellaneda le escribe exaltado: “¡¡Doctor sublime!!/ Me falta una metáfora para saludar el astro de su fortuna naciente.”.
En esos días Manuel Láinez decía en El Diario: “Para algo había servido la originalidad de espíritu que no envejece, la inteligencia aplicada con éxito a todas las dificultades de la vida, los obstáculos pulverizados a fuerza de talento, el ingenio en lo que tiene de más vivo y palpitante, cuando desde las modestas bancas de la escuela, sin más capital que el trabajo y la inteligencia, se asciende a la cúspide de la esfera política, con la rapidez deslumbradora de una exaltación que deja su estela luminosa como huella de su paso”.
Los únicos que no aplaudieron su llegada al ministerio fueron los integrantes del club católico, que temblaron ante el reemplazo del ultra católico Manuel Pizarro por el “ateo” Wilde, “el pensador más radical de este país” según lo calificó La Patria Italiana.
Pensador radical quería decir pensador más liberal, dispuesto a iniciar en serio una lucha que desde hacía años se insinuaba pero no se comenzaba: la lucha por las leyes civiles liberales. Enseñanza laica, gratuita y obligatoria; registro civil y matrimonio civil. Estos eran instrumentos fundamentales para dar la bienvenida a todos los inmigrantes –especialmente europeos- que quisieran habitar el suelo argentino.
Wilde fue, indiscutiblemente, el campeón de esta cruzada, secundado por supuesto por Onésimo Leguizamón y apoyado por Sarmiento desde la prensa. Roca no la habría iniciado sin Wilde y Sarmiento no lo hizo mientras fue presidente.
Tal era el prestigio de Wilde a fines de 1884 cuando, después de dos años de luchas, logró sacar la ley de enseñanza laica, que Héctor Varela, que escribía en el periódico La América de Madrid, comentaba unos homenajes que se le había hecho, diciendo: “…La campaña del doctor Wilde ha sido de las más brillantes que se conocen en América; y estos gajes hermosos de simpatía de que acaba de ser objeto especial, harán comprender en Europa a los que no conocen la índole de nuestros pueblos que en ellos jamás se lucha en vano por la justicia y la libertad, y por los eternos principios que la democracia lleva en su bandera, sin que esos pueblos sepan levantar a la cumbre, a los apóstoles que gallardamente la agitan en sus manos”.
En esos días algunos fantasearon con su candidatura para las próximas elecciones presidenciales. No pudo ser por varias razones, especialmente aquella que le señalaba el periódico El Quijote, opositor, en cada una de sus caricaturas del ministro: era boliviano y su padre era inglés.
La acción de Wilde como ministro de Roca no se limita, por supuesto, a la ley de enseñanza primaria y su reglamentación.
Durante su ministerio se establecieron siete escuelas normales de varones, trece de mujeres, y quince colegios nacionales, dotados de materiales y gabinetes de ciencias. Se establecieron nuevos planes de estudios y un reglamento minucioso y completo, que comprendía todas las disposiciones vigentes. Se organizó la instrucción universitaria con una ley básica de los estatutos (famosa ley Avellaneda), redactada por Avellaneda y Wilde. Como complemento de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, impulsó la fundación del Hospital de Clínicas, con su escuela de práctica y sus consultorios.
En materia de cultura, se reorganizó el Museo Público, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Nacional, así como un departamento de canje internacional de publicaciones, para difundir disposiciones oficiales y obras de carácter nacional.
En materia de Justicia no sólo logró que se sancionara la ley de Registro Civil. Bregó, durante cinco años, por la modernización de nuestro sistema judicial y carcelario, y por la sanción de códigos y de leyes básicas necesarias. Muchos de los proyectos que presentó o impulsó fueron sancionados después de su hora.
En los tiempos actuales, de profundo desorden social, cito aquí algunas de las frases sobre justicia y educación que aparecen en las memorias ministeriales de Wilde, escritas por su propia mano:
“La justicia buena, pronta y barata es el más grande y más poderoso elemento de orden, de progreso y de libertad”.
“El retardo con que hoy y desde tiempo atrás se administra justicia en nuestro país, es una verdadera llaga social, que ha llegado a hacerse intolerable y que es indispensable suprimir, cueste lo que cueste y a la mayor brevedad”
“No hay ley penal buena cuando el poder social no dispone de los medios de hacerla cumplir…”.

Todo cuanto una nación puede aspirar para ocupar un rango prominente, fortuna, renombre, fuerza, felicidad y gloria, es el producto de su instrucción esparcida, difundida, aplicada, transformada, adherida por último a los objetos para cambiar las condiciones de su existencia”.
"Si la ilustración es la condición de todo progreso en la vida político-social, mejorar la instrucción primaria que es la base de aquella, debe ser el propósito de pueblos y  gobiernos".

Para imponer las leyes liberales de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil (que se sancionó durante la siguiente presidencia de Juárez Celman, en la que era Ministro del Interior), Wilde entró necesariamente en colisión con las autoridades de la Iglesia Católica y lo que se llamó el partido clerical (muchos de sus miembros eran roquistas). Y en esa lucha hubo mucha ofensa y mucha herida. Wilde la pagó carísima. Hay una historia que cuento en mi libro de dos chiquitos, hijos de su primera mujer, Ventura Muñoz, que él crió y que fueron usados para herirlo. A la muerte de Ventura, los niños debían pasar, naturalmente, a su cargo, pero, con la excusa de que un ateo o hereje no podía educar niños, sus detractores lograron impedirle la guarda. Una historia tristísima en la que los principales perjudicados fueron los chicos.
Por otro lado, desde muy joven Wilde uso, en su lucha contra fanatismos e hipocresías, dos armas que juntas pueden ser letales: el humor y la inteligencia. Así, sin quererlo, cosechó innumerables enemigos que, llegado el momento de debilidad, se lanzaron sobre él para calumniarlo, vejarlo y derribarlo. No lo destruyeron, pero lo convirtieron en un hombre amargado, a veces cínico. Así se lo vio durante buena parte del gobierno de Juárez Celman, al que renunció en enero de 1889, un año y medio antes de la revolución del 90.
Después de aquella renuncia se pasó muchos años viajando por Estados Unidos, Europa, Japón, China, África.
Allá por 1893, cuando Bernardo de Irigoyen fue desterrado a Montevideo por el gobierno de Luis Sáenz Peña, Wilde, solidarizándose con él, le decía en una carta: “Que lo destierren, lo tramitan, lo envuelvan y lo confiesen; que lo teman o lo caduquen, palabra nueva, y aun que lo muelan en un almirez o mortero no le añade ni le quita nada. Bernardo de Irigoyen no es un nombre, es un adjetivo que significa probidad, cultura, inteligencia, mesura, instrucción, bondad y mil otras cosas más.
Que no pierda usted ni olvide su serenidad y la placidez de su espíritu, es lo que le desea su amigo que lo quiere.”.
No pudo tomar para sí mismo lo que le aconsejaba a Irigoyen: serenidad y placidez de espíritu. En 1900 se fue definitivamente de su patria, huyendo de la maledicencia y el maltrato. Durante 13 años ofició de diplomático, algo que hacía muy bien, pero que le aburría sobremanera. En 1906 le decía a un amigo:
“Usted me habla de la vida diplomática y parece creer que yo encuentro en ella algún halago. ¡Si usted viera lo que es!
Los diplomáticos en general son hombres que han vivido ya mucho y están cansados de la tan repetida comedia humana.
Las comidas, los tees, las reuniones, las fiestas de caridad saqueadoras, todo en fin, le es insoportablemente aburridor y fastidioso!
En los recibos sociales, conjuntos de gentes heterogéneas, casi nada es agradable; siendo en ellos la conversación imposible, todo se reduce a saludos distraídos, preguntas vanas, y de paso, cuya respuesta no se atiende. Cuando me encuentro en ellos me parece ver en la concurrencia que circula inmotivadamente afanosa, un cardumen de esos pequeños peces rojos y amarillos, que navegaran en una gran redoma llena de agua, batiendo la cola, cambiando de dirección, abriendo inopinadamente la boca, moviéndose y accionando sin aparente causa y aproximándose por fin, al grueso y curvo cristal para ser refractados en forma de monstruos grotescos…”
Uno se pregunta: ¿Por qué se quedaba allí? Por qué no volvía a su patria? En la misma carta le expresaba al amigo la razón: “Desde hace largos años en esa mi tierra se han dado en aborrecerme; no sé por qué”.
Murió en ese mundo viejo, con la tristeza de ese aborrecimiento, el 4.9.1913. Tenía casi 70 años.

No he dicho nada del Wilde escritor. Para la mayoría de sus contemporáneos, era el mejor de su generación.
En la opinión calificada de Jorge Luis Borges, inventó más de una página perfecta. Wilde, dice, “Perteneció a esa especie ya casi mítica de los prosistas criollos, hombres de finura y de fuerza, que manifestaron hondo criollismo sin dragonear jamás de paisanos ni de compadres, sin amalevarse ni agaucharse, sin añadirse ni una pampa ni un comité. Fue todavía más: fue un gran imaginador de realidades experienciales y hasta fantásticas. Su “Alma Callejera”, su “Primera noche de cementerio”, su realización de la poética, que es la ubicuidad de la lluvia, son generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.
Sus obras completas, en 19 tomos, incluyen sus escritos de ficción, sus trabajos científicos, sus diarios de viajes, algunas de sus memorias ministeriales, algunos sus artículos periodísticos y algunas de sus cartas.

Para terminar, algunos datos sobre sus matrimonios:
El 27 de noviembre de 1875 se casó con Ventura Muñoz, viuda del tucumano Manuel Zavaleta, hija de Ramón Muñoz Marcó y Francisca Acosta. Se casó en la iglesia de la Merced ante dos testigos de lujo: el presidente Nicolás Avellaneda y su esposa Carmen.
Ventura, 30 años, era una morocha bella, ocurrente, apasionada, mundana, impulsiva y muy celosa. Pasión y celos, una combinación explosiva que la llevaban a cometer actos irreflexivos, como agredir en la calle a quien sospechaba su competidora, volteándola de un empellón de la vereda alta al empedrado.
Tenía de su primer matrimonio con Zavaleta cinco hijos. Los dos menores, Eduardo y Diego, de 3 y 2 años, fueron criados por Wilde, quien los consideraba sus hijos.
La relación terminó en divorcio escandaloso, pero cuando Ventura murió, el 2 de enero de 1884, Eduardo estaba a su lado.
El 6 de noviembre de 1885 el viudo Wilde se casó en segundas nupcias con Guillermina de Oliveira Cézar, 15 años, oriental, hija de Ramón Oliveira Cézar y Ángela Diana. Fueron padrinos Julio A. Roca y Ángela Diana de Oliveira Cézar, y testigos Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini y Victorino de la Plaza.
O sea, entre padrinos y testigos de sus dos casamientos encontramos a cuatro presidentes argentinos. Supongo que es un caso único.
Guillermina lo acompañó hasta el final y murió en Buenos Aires el 29.5.1836.
Curiosamente, sus dos mujeres eran muy bellas, muy fuertes y muy porteñas, pero una, Ventura, a la apasionada manera federal, y la otra, Guillermina, con el elegante estilo unitario.
No tuvo hijos de ninguno de sus matrimonios.

Creo que la Patria tiene una deuda con Eduardo Wilde, como con tantos otros. Allá por la década de 1950 Florencio Escardó decía: “La escuela primaria y la enseñanza segundaria no lo exhiben ni en sus reseñas; su retrato no decora los despachos directoriales; la ciudad capital que tanto y tanto le debe de su progreso le ha consagrado el nombre de una callejuela cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe; calleja que hay que ir a buscar expresamente para sentir la sangre afluir a la piel de la cara, mientras se piensa en las avenidas que llevan el nombre de oscuros e inexistentes personajes o de sus contemporáneos que tuvieron la suerte de tener parientes con influencia en el consejo o en la intendencia. (…) No hay duda que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde, que tiene, sin embargo, concretos elementos sobre qué edificarse en lo literario, en lo político y en lo científico”.
Nada ha cambiado hoy.