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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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1018.

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lunes, 29 de diciembre de 2014

La muerte de Lucio Vicente López, hace 120 años.



El 29  de diciembre de 1894 murió Lucio Vicente López, jurisconsulto, político, periodista y escritor, autor de La Gran Aldea. Tenía 46 años.
Falleció a consecuencia de un absurdo duelo, al que lo había retado un coronel Carlos Sarmiento a quien había denunciado por corrupto.
El hecho ocurrió el 28 de diciembre, a media mañana, en el hipódromo de Belgrano, a pistola de arzón y a doce pasos. La segunda bala le dio en el vientre y cayó herido en brazos de Lucio Mansilla, murmurando: “¡Esto que me ocurre es una gran injusticia!”. Murió en su casa, en la madrugada del día siguiente. Dicen que durante la tarde, entre dolor y dolor, pidió las últimas cotizaciones de la Bolsa y “se burló de Eduardo Wilde más asustado que él, sonriendo tristemente del absurdo de su propia acción” (Aníbal Ponce).
Otros fueron los encargados de celebrar, en el cementerio, su trayectoria. Eduardo Wilde, amigo de toda la vida, expresó su dolor y su impotencia, el mismo día 29, en El Diario:
“Víctima de una de aquellas fatalidades forzosamente ineludibles, de tal manera vienen envueltas en incidentes que la inteligencia, la previsión ni la voluntad pueden desviar, ha caído para no levantarse más, Lucio Vicente López.
La sociedad, el honor y el deber tienen sus reglas, desgraciadamente contradictorias, y entre ellas, poderosas a veces, las que en nombre de doctrinas falaces, imponen sacrificios irreparables, para llenar las exigencias de mentiras convencionales, vestidas con el ropaje de la virtud y el heroísmo.
Una vida acaba de cortarse por obedecer a esas exigencias; triste lección que no enseña ni enseñará nada, como la experiencia, a esta humanidad empecinada en su civilización y su rutina.
Una vida útil a la patria, a la familia, a la sociedad y a la ciencia; útil en la más alta y filosófica significación de la palabra....
Lucio López era un hombre bien conocido en Buenos Aires. No sólo por La Gran Aldea y su larga carrera como periodista y político, o su prestigio como jurisconsulto, sino también por haber sido uno de los líderes de la Revolución del 90 y, en 1893, por su breve gestión como ministro de Luís Sáenz Peña –junto con Aristóbulo del Valle–, que terminó en estrepitoso fracaso. Era muy querido por muchos y muy criticado por otros tantos, pero –decía Wilde– “si las paradojas tuvieran sitio entre las lágrimas”, se podría decir que era un desconocido para el gran público.
“Era inteligente, inteligentísimo, nadie lo niega; poeta, sentimental, sus versos estremecían; estudioso, aprovechado erudito; pronto en todo, vivo, inquieto; espiritual, por desdicha; las chispas de su ingenio, apreciadas por el vulgo, necio o no necio, pero vulgo, parecieron alguna vez puntas de estilete y eran sólo reflejos microscópicos de su alma juguetona.
No basta que un libro haya sido escrito; es necesario saber leerlo y hay libros como hombres que mal leídos dicen lo contrario de su texto. La generalidad no los comprende, no los estudia, no quiere tomarse el trabajo de estudiarlos; recibe las ideas hechas por cualquiera y las virtudes, los defectos, principalmente los defectos, dada la índole sarcásticamente justiciera de nuestra raza, son consagrados por la acritud mordiente de una opinión aturdida e infalible. (…)
López, como toda naturaleza sobresaliente, era lleno de facetas, cuyas aristas no son materia del criterio grueso”.
Después de recordar la magnífica hospitalidad de su casa y su familia, Wilde decía que el día anterior la casa estaba llena de gente y la calle intransitable:
“En su hogar lloraban en los umbrales de las puertas sirvientes antiguos, protegidos y colocados por él, que acudían de todas partes al llamado fúnebre, y sus amigos, de todas edades y de toda condición social, disfrazaban su dolor o ahogaban sus lágrimas apartando la idea amarga con tremendos esfuerzos”. Relató algunas escenas de su agonía, cuando López, moribundo, musitaba palabras como “perdón”, “valor”, “¡cómo ha de ser!”, y “sus hijos, abrazados de un cuerpo cuyo motor iba ya camino de la eternidad, llenos de fuerza y de vida, producían una impresión de contraste amargo y solemne; parecían gigantes llorando a gritos alrededor de un foco de luz que se extingue… Luego la madre, la esposa… todas las ternuras más grandes de la tierra concentradas en la atmósfera de dolor caliente, intenso, cariñoso, derramándose en las alarmas estruendosas, mezcladas, anómalas al sentimiento, salpicadas por las trivialidades convulsas de una expresión loca que no atina con las sílabas./ Él no oye ya, ni siente, quieto, impasible, muerto, permanece indiferente para el dolor y el llanto cuyos estallidos redoblan en busca de un signo, de un gesto, de algo que aplaque la eterna separación. No se quiere así, más que a quien mereció ser querido”.



miércoles, 3 de diciembre de 2014

El Dr. Eduardo Wilde y la medicina.

Mientras escribía mi biografía de Wilde y molestaba a toda mi familia con referencias al personaje, totalmente desconocido por la mayoría, un cuñado mío, médico, comentó que “hubo un loco, en la facultad, que presentó una tesis sobre el Hipo”. No sabía que el loco era ese sobre el que yo escribía. Cuento esto porque creo que la mayoría de médicos y estudiantes tiene el mismo desconocimiento del doctor Wilde. Hubo otro loco que dedicó su tésis al portero de la facultad. Ese loco se llamaba José Ingenieros y su padrino de tesis era… el loco de Wilde.
Ramos Mejía, Montes de Oca, Rawson, Meléndez, Castex, Fernández, Gutiérrez, Pirovano, son más conocidos porque sus nombres han quedado inscriptos en los frentes de los hospitales de la ciudad de Buenos Aires. Y mucho hicieron para merecer esta distinción. Pero, ¿porqué no hay hospital Wilde? Es raro teniendo en cuenta que puede considerárselo el fundador del Hospital de Clínicas, que inauguró el Hospital Rivadavia, que fue el principal higienista de su tiempo.
Tal vez porque era un loco, entre comillas, y porque así como se burlaba de los políticos o los abogados, también se burlaba de los médicos. Cierta vez, durante un viaje, al entrar a Irlanda, le confiscaron un revolver que llevaba en la valija. Después de mucho reclamo infructuoso, logró que se le devolvieran con un argumento digno del irlandés Oscar Wilde: Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico!

Wilde nació en Bolivia, donde vivía exilado su padre. Cursó su secundaria en el célebre colegio de Concepción del Uruguay, compartiendo pupilaje con Julio A. Roca, Victorino de la Plaza y muchos de los mejores exponentes de la después llamada generación del 80. Después vino a Buenos Aires e ingresó en la facultad de Medicina. Pobre de pobreza absoluta, vivía en pensiones de mala muerte y se pagaba sus estudios trabajando en el hospital y en distintos medios periodísticos. Uno de esos medios era El Mosquito, un periódico satírico, donde el periodista-estudiante Wilde se hizo famoso como humorista. Cuando dejó el Mosquito para dar sus últimos exámenes de Medicina, el periódico lamentó su partida bromeando con que había preferido “matar a sus semejantes con drogas que hacerlos morir de risa”
Su mejor amigo en aquellos tiempos juveniles era Ignacio Pirovano, compañero de correrías, bromas y pobreza. Ambos dos se reían de todo pero daban exámenes brillantes.
Cuando llegó la guerra con el Paraguay, allá por 1865, Pirovano y varios de sus compañeros se alistaron en el ejército como practicantes. Wilde no pudo ir por ser boliviano, pero trabajó en el hospital que se armó para curar a los heridos que llegaban de los campos de batalla.
En 1868 cuando estalló la primera gran epidemia de cólera, las autoridades no encontraron ningún médico que aceptara hacerse cargo del lazareto y pusieron al estudiante Wilde como encargado interno de los enfermos de cólera. Lo ayudaban Pirovano y otros estudiantes, que habían vuelto del Paraguay.
Lucien Choquet, director del Mosquito, recordaría años después su dedicación a los enfermos, “su atención, su ternura para con los apestados y sobre todo aquel genio alegre y consolador que hacía sonreír hasta los moribundos”. Y cuenta que un domingo, que acompañó a Wilde el día entero, pudo ver cómo esa alegría consoladora lograba reanimar a los pacientes. Trabajó allí incansablemente hasta el cólera lo tumbó, pero no lo mató.
La tremenda epidemia, que dejó unos 8.000 muertos en Buenos Aires, desnudó los graves problemas higiénicos que sufría esta ciudad, cuya población crecía vertiginosamente con la llegada de miles de inmigrantes: falta de provisión de agua en buenas condiciones, abundancia de pozos contaminados, aguas estancadas, pésimos desagües, montones de basuras abandonadas donde germinaban todo tipo de insectos; insuficiencia de servicios hospitalarios y de cementerios; inmigrantes hacinados en viejas casonas céntricas que sus dueños explotaban como conventillos, sin adaptación alguna, albergando a familias enteras en cada habitación. Todos estos problemas de higiene pública habían sido denunciados por Wilde en innumerables crónicas y artículos. Muchas veces preguntó a las autoridades, públicamente, si acaso esperaban una epidemia para actuar.
La peste también le dejó nuevas inquietudes porque, como la mayoría de los practicantes que actuaron en el Lazareto, aprovechó los datos tomados durante la atención de los enfermos y en las casi setenta autopsias de coléricos que se hicieron. Aquellas observaciones servirían para las tesis que cada uno de ellos presentaría en la Facultad de Medicina. Pero, claro, Wilde reparó en un detalle bastante original: el hipo que solía atacar al enfermo de cólera. Hasta entonces se creía que era un síntoma sobre el cual podía fundarse un pronóstico favorable, y él encontró que cuando los coléricos avanzados presentaban hipo, “ya no había que esperar nada”. El tema le interesó y empezó a discutirlo con su jefe y maestro, Manuel Augusto Montes de Oca, quien, al igual que el doctor Guillermo Rawson, creía en la teoría de la señal benéfica. Seguramente, Montes de Oca le sugirió que demostrara su hipótesis y de ese debate nació su decisión de estudiar profundamente el fenómeno del hipo –tan emparentado con la risa y el llanto– y, por qué no, convertirlo en el tema de su tesis doctoral.
Ese es el origen de su tesis sobre el Hipo, apadrinada por Montes de Oca. Fue mucho más que una demostración de que el hipo era un accidente respiratorio, y no accidente de digestión como se pensaba hasta entonces. Wilde dedicó 140 páginas a todos los aspectos relacionados con la cuestión, y en un capítulo titulado “Influencia de las edades, de los sexos, de los temperamentos, de las constituciones y de los estados en la producción del hipo”, se atrevió a escribir varias páginas sobre la sicología, belleza y sensualidad de la mujer. Esas páginas –pura poesía desvergonzada- serían hoy condenadas por el feminismo, pero que en 1870 le permitieron vender su tesis como si fuera un best-seller.
Cincuenta años después José Ingenieros calificó la tesis como “ingeniosa y aguda, hermosamente escrita, pertenece tanto a la medicina como a la filosofía, pues la doctrina fisiológica se hermana en sus páginas con la sutil perspicacia de un psicólogo que observa con altura”.
La tesis y su defensa recibieron diploma de honor, y una medalla de oro de la Asociación Médica Bonaerense, antecesora de esta institución.
Cuando fue a recibir la medalla, en gran acto, dedicó su discurso a solidaridad a los médicos ricos que nada hacían por aquellos que recién comenzaban. Médicos legisladores y médicos ministros que pudieron haber hecho algo por la educación “y, sin embargo, preguntad a las bibliotecas cuántos volúmenes les fueron enviados por ellos, a los museos si aumentaron su riqueza, a la Facultad si sus profesores cuentan siquiera con la seguridad del pan de cada día, para poder tomar de otro modo que como un accesorio, la enseñanza de la ciencia. Preguntad a la Asociación Médica si tiene siquiera un miserable rancho con techo de paja, pero suyo, para no tener que pedir prestado el cuarto redondo en que celebra sus sesiones. Abrid los armarios y veréis nadando uno que otro vetusto volumen, echado más bien de casa de los ricos como inútil y ¡cosa rara, considerado como muy digno de figurar en la biblioteca de una corporación como la nuestra! Preguntad a las instituciones científicas cuántos de los médicos millonarios que han muerto, han instituido un premio para el mejor y más pobre de los estudiantes, o han dejado una suma con que hacer posible la educación de tanto joven de talento, que no estudia porque sus recursos no se lo permiten”.
Alzando su medalla, denunció que ese “pedazo de oro” que le habían dado era la mitad del sueldo de un joven médico, cuya ganancia apenas le alcanzaba para vivir, y pidió a la Asociación Médica que abriera concursos, que fomentara la legítima ambición científica por todos los medios posibles. “Si los premios honoríficos no son bastante poderosos para excitar al estudio, ya que el saber y el talento no van con frecuencia unidos a la fortuna, propónganse recompensas que sean una remuneración para el trabajo y el tiempo empleado”, pidiendo el apoyo de los gobiernos y de los médicos ricos, y si nada se consigue “trabajemos solos y hagamos con el acumulo de nuestra pobreza lo que no podemos hacer de otro modo”. Instó a la institución, que cada día tenía más miembros, a reunirse con más frecuencia, a moverse, a intercambiar ideas, a publicar sus trabajos. “Tengamos fe, perseverancia y propósitos firmes, y haremos una medicina argentina como hay una medicina francesa, como hay una medicina alemana, como hay una medicina inglesa e italiana, a pesar de que no hay más que una medicina universal”. Los médicos tenían su Revista Medico-Quirúrgica, pero, decía Wilde, “ni la leemos, ni la escribimos, ni la comentamos, ni la tomamos en cuenta”.
Terminó su discurso con estos conceptos sobre los argentinos en general, tan vigentes hoy como ayer: “Hemos heredado de nuestros padres por razones de raza, valientes cualidades y brillantes defectos. Tenemos la concepción fácil y pronta, las ideas apropiadas y oportunas, la inteligencia clara y lujosa, pero tenemos una gran pereza. Cuando nos ponemos a pensar producimos pronto y abundantemente, brillantísimas ideas, pero ¡cuánto cuesta ponerse a pensar! La vida es corta y el mejor modo de esperar la plácida muerte, es arrullarse con dulcísima indolencia, en una comarca en que la naturaleza se encarga de nutrirnos, con poco esfuerzo de nuestra parte”.

Empezó atendiendo, según decía, “gratis para los pobres, por decisión mía, y gratis para los que no son pobres, por decisión de ellos”. Le costó un poco vencer el prejuicio de algunos de sus potenciales pacientes, los que dudaban que un humorista pudiera ser buen médico, pero lo ayudó otro prejuicio bien arraigado en la época, ese que decía que los mejores médicos eran los extranjeros. El público, diría bromeando, “se entrega en alma y vida a cualquier individuo que es o se llama médico, con tal que sea extranjero, que tenga un nombre atravesado, que hable en un idioma que no existe, que sea mal criado, torpe y sobre todo cobrador, carero y exigente, condiciones indispensables para ser muy buen médico en Buenos Aires”. Contaba que un amigo suyo, de apellido Pietranera, cuando quería impresionar traducía su apellido al inglés, llamándose  Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como médico. Y agregaba “Estas bromas que estamos escribiendo, encierran verdades tremendas y el mismo que las escribe, si puede con su profesión tener una mediana comodidad de vida, más que a todo, lo debe a llevar un apellido inglés, dando lugar a que muchos se equivoquen y a que alguno haya llegado a preguntar ‘¿cómo es que usted puede ser tan buen médico, si habla tan bien el castellano?’”.

El gobierno lo había nombrado médico de sanidad del puerto y le había ofrecido una beca para perfeccionarse en Europa. Debía viajar antes de septiembre de 1871, pero en marzo de ese año estalló la fiebre amarilla, que dejó 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una ciudad devastada, atendida por pocos médicos porque la mayoría huyeron o se encerraron. Wilde le dedicó alma y cuerpo, durante un mes, hasta que él también enfermó de gravedad. Su heroica actuación mereció el reconocimiento de la Municipalidad, que lo premió con medalla de oro; de la Comisión Popular y diversas sociedades, que le dieron certificados de honor, y de una comisión de vecinos, que decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular  y tres profesionales cuya actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo.
Después de ese tremendo infierno, renunció a la beca de perfeccionamiento. El dinero ofrecido no le alcanzaba para vivir en el viejo continente, y, todavía convaleciente, no se sentía suficientemente fuerte como para emprender el viaje antes de septiembre. Si la hubiera aprovechado, como lo hicieron Ignacio Pirovano o Ricardo Gutiérrez, tal vez se habría especializado en salud pública o higiene pública. Estaba convencido que el dinero mejor gastado era el que se emplea para evitar enfermedades. Pero se quedó aquí y alternó su consultorio con la cátedra, la literatura, el periodismo y la política. Desde el periodismo bregó incansablemente por distintas obras de salubridad pública, desde la creación de parques hasta las aguas corrientes, y por la sanidad privada, desde la nutrición infantil hasta la gimnasia en las escuelas, como medicina preventiva. Estudió tanto las distintas alternativas de obras sanitarias para la ciudad que sus contemporáneos lo consideraban un experto en esa materia y en todo lo referente a higiene urbana. En la década de 1870 fue presidente de la comisión de aguas corrientes y fue incluido en cuanta comisión tuviera que ver con temas de salud, como la que emplazó el primer Hospital Militar o la que creo el parque de Palermo. En esa década escribió dos libros de medicina: un magnífico curso de Higiene Pública, que no era sólo un libro de prevención y difusión, sino también un programa de salud pública en todos sus aspectos. Y otro de Medicina Legal.  Sus libros y artículos científicos eran tan amenos, que llegaban fácilmente al gran público, lo que en materia de higiene era importante. En esa década publicó, además, una selección relatos y artículos periodísticos, un texto de Química, y otros de álgebra y gramática.
Comenzaba a dispersarse, por algo fue uno de los pocos argentinos que perteneció a tres academias: la de Medicina, la de Ciencias Físico Naturales y la de Lengua.
Poco a poco, la política fue atrapándolo, aunque nunca perdió de vista la medicina. Como diputado nacional y, especialmente, como ministro de Roca y Juárez Celman, y finalmente como presidente del Departamento Nacional de Higiene.
En esa época los iban casi diariamente al Congreso, a trabajar con las comisiones y a debatir en el recinto proyectos propios o ajenos. Si bien Wilde es reconocido, por unos pocos, como alma mater de las leyes de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil, lo que le valió el odio eterno del conservadorismo católico, y como actor principal, junto a Avellaneda, de la Ley Universitaria, su firma y estilo está impreso en muchísimas normas de gran importancia, y en materia de salud, en instituciones como el Hospital de Clínicas, dependiente de la Universidad, que impulsó y reglamentó en sus tiempos de ministro de Educación; los hospitales Rivadavia y Militar (de Bolivar y Caseros), que ayudó a proyectar e inauguró; proyecto de código sanitario, que impulsó pero quedó varado en la Cámara de Diputados, y que habría evitado muchos conflictos en tiempos de epidemias; o la construcción del crematorio de Chacarita. A él debemos las obras de aguas corrientes de la ciudad de Buenos Aires, que logró impulsar contra todos los intereses políticos.
Wilde fue tremendamente combatido en su tiempo, y por eso la historia ha tergiversado sus obras y su actuación, especialmente en esta cuestión de las obras de salubridad y de las epidemias de cólera de 1889 y bubónica de 1898.
En sus ocho años de viajes por el mundo, recorrió casi todos los hospitales de Europa, y dio a conocer los adelantos de la ciencia y tecnología médica en diversas revistas especializadas argentinas, siempre pensando en el progreso de la medicina argentina. Cada ciudad que visitaba era objeto de su estudio ambiental y sanitario.
Jamás olvidó sus orígenes de estudiante pobre. Al final de su vida, después de visitar el Instituto Solvay de Bélgica, pidió a sus íntimos que después de su muerte crearan con su dinero un pequeño instituto de fisiología del tipo del de Solvay, para estudios teóricos y experimentales, construyendo en Buenos Aires un buen edificio adecuado, que sirviera la mismo tiempo de alojamiento de jóvenes estudiantes pobres del interior, dándoles todos los elementos necesarios para proseguir y terminar sus estudios sin sufrir vergüenzas ni miserias. Ellos pagarían la ayuda de su manutención material dedicando una parte de sus actividades al servicio y al progreso científico del Instituto, y así la pensión gratuita no deprimiría su dignidad, ni tendría el carácter de una limosna.
Su viuda no cumplió con este pedido, pero sí puso dinero y el producido de la venta de las obras completas de Wilde para que la Facultad de Medicina de la UBA instituyera un premio anual de medicina (premio Wilde al mejor trabajo-tesis: medalla, diploma y una suma de dinero) que a los tropezones, con baches y modificaciones sigue existiendo.
Así como no hay hospital Eduardo Wilde en esta ciudad, tampoco hay escuela pública que lo recuerde. Raro, teniendo en cuenta que fue el gran campeón de la escuela primaria gratuita, obligatoria, laica e higiénica, y que Borges haya dicho que fue uno de los pocos argentinos que escribió más de una página perfecta.



martes, 25 de noviembre de 2014

A 129 años de la muerte de Nicolás Avellaneda.



En 1900, cuando en Buenos Aires se preparaba una estatua a Sarmiento, Eduardo Wilde se preguntaba:
¿Por qué Avellaneda, habiendo sido un hombre de Estado tan eficiente y tan notable, no tiene ahora, ya, también su estatua a la par de la de este don Faustino, como él lo llamaba, cuando se las había con alguna de las genialidades de su Presidente?
Por causas naturales: porque la tierra necesita preparación y tiempo para dejar brotar ciertas plantas. Porque se siente antes los efectos de una tormenta que los de una lluvia fina y continua.
Sarmiento llenaba la atmósfera de rayos, relámpagos y truenos. Avellaneda envolvía la tierra en que pisaba en una nube: la empapaba, la penetraba, la abrigaba y la fecundaba. Su trabajo era lento y por lo tanto menos perceptible. Pero ¿quién podía dejar de oír a Sarmiento? El sello más indeleble de su persona psíquica era “la imposibilidad de pasar desapercibido”.

Ocho años antes, en Alemania, reflexionando sobre nuestra política patria, recordaba que Avellaneda, que asumió la Presidencia sin medios electorales, ni partido, ni recursos, ni clubes, ni salud: “Sus adictos y verdaderos electores fueron su colosal talento y la incontrastable fuerza de su palabra, en la cual desbordaba el poder de persuasión y el encanto del arte. Su espíritu y su frase le sirvieron de todo cuanto le faltaba; suplieron a los amigos, a los recursos, a los clubs, a los electores y a los partidos, y durante su gobierno Él, es decir su elocuencia y las formas sublimes, sencillas y áticas de su oratoria y de sus sentencias, llenaron los vacíos del tesoro exhausto, repelieron las agresiones armadas y salvaron al país de la anarquía. (…) Para mostrar el carácter personalísimo de su gobierno basta leer sus mensajes y recordar este hecho singular: todos sus ministros imitaban su tono, su acento, su pronunciación y hasta su voz”.

Nicolás Avellaneda murió en el vapor Congo, cuando volvía de París, donde había ido a buscar, infructuosamente, una cura para su mal de Bright. En el mismo vapor regresaba también Aristóbulo del Valle, a cuyo brazo se había aferrado el enfermo para dar sus últimos lentos paseos por la cubierta. Después ya no saldría; durante muchos días luchó contra la muerte en un camarote oscuro, mecido por las olas, rogando llegar.
Recién se dio por vencido cuando el buque entró en el Río de la Plata. Frente a la isla de Flores pidió un sacerdote, se confesó en presencia de su mujer y en la madrugada del 25 de noviembre de 1885 entregó su alma a Dios. Tenía 49 años. Dicen que fue Del Valle quien le sostuvo la cabeza en su último suspiro y quien amortajó su cuerpo cubriéndolo con la bandera argentina. Sus restos debieron esperar en Montevideo mientras en Buenos Aires se preparaban los funerales.
Llegó el 29. Sus funerales fueron multitudinarios y en el cementerio de la Recoleta hubo ocho discursos, empezando por el del presidente. Su gran amigo el ministro Eduardo Wilde no habló: jamás hablaba en público cuando una muerte lo conmovía en lo profundo. Tampoco escribió ningún artículo necrológico, pero le rindió un sentido homenaje en su Memoria de despedida del Ministerio de Instrucción Pública, de 1886: “El Dr. Avellaneda lleva su biografía en su nombre. Ha sido el iniciador de las grandes reformas en la instrucción pública. Era un hábil estadista, un hombre de un talento admirable, de suma erudición, dotado de un carácter tolerante que mantenía limpia su alma de todo rencor, aun para sus detractores gratuitos. Ha muerto sin ver coronada su obra; los últimos días de su vida activa fueron consagrados a la Universidad en que se formó y donde lucieron primero los destellos de su inteligencia profunda y galana. Había puesto mucho empeño en que el Congreso dictara la ley que debía regir la vida universitaria; lo consiguió, pero no pudo ver sus efectos./ Por muchos años en las bancas del Congreso se extrañará su presencia y en el recinto de las Cámaras se echará de menos su palabra elocuente, intensa, honrada. Se le extrañará en los consejos de gobierno, en la silla del magistrado, en la cátedra universitaria. No lo olvidará la prensa; lo recordarán los amantes de la suave y delicada literatura; la República, en sus días de apuro y de conflicto, volverá sus ojos hacia su tumba buscando la sombra del ilustre político. Se le extrañará en el hogar ajeno como consejero sano, sencillo y humano, en los conflictos íntimos de la familia. La amistad le consagrará un recuerdo purísimo e imperecedero. Su nombre está inscripto ya en el calendario de las grandes figuras nacionales”.

Así fue. El recuerdo de Avellaneda sería para Wilde, purísimo e imperecedero. “No hay día que no recuerde alguna de sus frases o de sus palabras”, diría en 1894, y agregaría: “Yo sólo he comprendido cuánto lo quería después que ha muerto, ¡como uno sólo se apercibe que tiene entrañas cuando le duelen! ¡Irreemplazable!... Es lo único que puedo decir pensando en él”.

jueves, 16 de octubre de 2014

Roca y Wilde, una fructífera amistad. A propósito del centenario de la muerte de Julio A. Roca.

El 4 de septiembre de 1914, los amigos de Eduardo Wilde se reunieron en una misa de recuerdo en la Iglesia de la Merced. Se cumplía un año de su muerte. Allí estuvo Julio Roca y también Belisario Montero, quien más tarde recordaría: “Al terminar los oficios y salir de la iglesia, bajando los escalones del atrio me encontré con el General, que me tomó de la mano, visiblemente emocionado por la ceremonia fúnebre, se apoyó en mi brazo, y después de las primeras frases de acercamiento me dijo: ‘Ya vamos quedando pocos de los viejos amigos, para reunirnos y vernos en estas despedidas y recuerdos. Pero es mejor que seamos nosotros los que vengamos a despedirnos, y no que ellos nos despidan. Todo termina en egoísmo, mi doctor, aun ante lo irremediable. Mañana vendrán por nosotros, pero entretanto no debemos demostrar por la muerte ni desprecio, ni repugnancia, ni desdén, sino esperarla como una función natural de la misma vida’".
Roca murió pocos días después, hace 100 años, el 19 de octubre del 14. Tenía 71 años. El presidente Roque Sáenz Peña, enfermo desde hacía tiempo, había muerto en agosto, y lo había sucedido su vicepresidente, Victorino de la Plaza, que seguramente también estaba en aquella misa de La Merced.
Wilde, Sáenz Peña, Roca y Plaza fueron los últimos exponentes de una época brillante. Sáenz Peña, bastante más joven, fue el único de ellos que entendió el cambio de los tiempos. Lo prueba su famosa ley de sufragio universal.
Roca vivió sus últimos años amargado, añorando el poder perdido, aunque dijera lo contrario. Durante veinticinco años había sido la figura política más fuerte del país y no entendía eso de ser un ciudadano común.

Roca y Wilde se conocieron en la primera adolescencia, siendo alumnos pupilos del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. Tenían en común antepasados tucumanos, padres amigos, inteligencias claras, y por sobre todo un sentido del humor que no era parecido pero que se complementaba. Ambos fueron buenos alumnos, aunque Wilde era considerado más refinado.
Bien sabido es que algunas de las relaciones que se forman en los pupilajes son más fuertes que las relaciones entre hermanos de sangre.
Aquel colegio –en su lustro de oro- fue una de las experiencias más interesantes de la historia de la educación argentina. Tanto que un Wilde agradecido escribió en 1891: “Aún cuando el General Urquiza no hubiera hecho en su vida más que fundar el Colegio del Uruguay y mantenerlo, tendría bastante para su gloria”.
Y así es, porque allí –en medio de las guerras civiles- se congregó a un nutrido grupo de muchachos de todas las provincias argentinas, de los más diversos orígenes y características. Un equipo de profesores –en su mayoría extranjeros altamente capacitados-, liderados por el francés Alberto Larroque, tomaron a su cargo a esos muchachitos casi salvajes, sin conciencia de patria grande, y los convirtieron en ciudadanos argentinos ilustrados, “defensores impertérritos de la ley y de las instituciones patrias,” diría Larroque, “enemigos del desorden y de la anarquía, soldados de la libertad”, preparados para ejercer los más diversos oficios y profesiones.
Se les inculcó que ellos eran el batallón sagrado de la patria ideal, según contaba el ex alumno Francisco Fernández.
Este batallón sagrado de la patria ideal dio a la patria real dos generaciones brillantes, que formaron la parte provinciana de lo que se llamó la “Generación del 80”: dos futuros presidentes de la República, una docena de ministros y altos funcionarios de estado, presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia, varios gobernadores, decenas de legisladores y una legión de jueces, poetas, educadores, escritores y periodistas, grandes médicos y excelentes músicos. 
Los lazos de aquel internado tendrían una enorme importancia política en los años por venir. En julio de 1883, por ejemplo, cuando se debatía en el Congreso la ley de enseñanza laica, los ex alumnos del colegio del Uruguay copaban la escena: Roca era presidente y Wilde y Victorino de la Plaza sus ministros; Isaac Chavarría presidía la Cámara de Diputados secundado por Rafael Ruíz de los Llanos; Onésimo Leguizamón era líder de la bancada liberal.

Roca y Wilde, que partieron hacia sus respectivos destinos después que Pavón arrasara con ese magnífico experimento educativo, fueron fruto del colegio que los moldeo. Uno se fue a los regimientos de frontera, como militar, el otro a la Facultad de Medicina y al periodismo.
Se vieron poco en los siguientes veinte años, pero cuando pudieron se encontraron y siempre se escribieron. Hay una preciosa carta de Wilde, respondiendo a otra de Roca, de finales del año 1874, que muestra la profundidad del vínculo. Wilde era entonces médico y director del diario La República; Roca acababa de ganar la batalla de Santa Rosa, era ascendido a general a los 31 años y su nombre empezaba a sonar en los círculos políticos de Buenos Aires.
“Me debías esa carta –le dice Wilde a Roca– porque, antes que nadie, yo te había nombrado general en La República y el presidente no hizo más que plagiarme, cuando te nombró general de la República. He sentido todas las emociones de la tierra por ti, yo, a quien se tacha de no tener corazón, quizá precisamente porque lo tengo tan grande que caben en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos”. Luego le cuenta que fue viviendo los días que precedieron a Santa Rosa, imaginando lo mejor y lo peor, como si estuviera en la piel de Roca, y que cuando llegó la noticia de la victoria se dijo a sí mismo: “¡Vaya, por fin he ganado esta batalla! Y era verdad que la había ganado, según yo mismo porque por una de esas locuras de la imaginación, yo me sentía a mí, tú y te sentía a ti, yo; tal debió ser la semejanza de situaciones de nuestro ánimo. Esto no se entiende ¿no es verdad? Bueno, tanto mejor, es hecho para no entenderse”.
Así viviría Eduardo Wilde, en el futuro, todos los éxitos y fracasos de su amigo Julio, a quien sentía propio. Por eso en esa carta le aconsejaba no marearse con la victoria ni apresurar su carrera política. “Tu sabes –le decía– que yo no tengo gana de nada ni ambición de cosa alguna en este mundo y que creo además, que lo que ha de suceder está escrito; razones por las cuales estoy dotado de una libertad de hablar y de escribir la verdad, como pocos o como nadie. ¿Te diré a ti la verdad? Es muy justo; es un deber de amistad y es casi en mí, un principio estético. Esta gran figura que se levanta después de la batalla de Santa Rosa y que se llama Julio Roca, este táctico nuevo que concibe y ejecuta un plan con tanta habilidad y exactitud, dejando con la boca abierta a los dos millones de habitantes de la república, necesita que una palabra amiga llegue a su oído para decirle: no te dejes marear. (…) por la sencilla razón de que tú, en posesión de ti mismo, puedes dar una batalla de Santa Rosa día por medio y otra mejor que esa, una vez por semana. La mayor parte de los hombres políticos se esterilizan por apresuramiento. (…) Me parece que tú estás predestinado a ser árbitro de tres cuartos de la república, por lo menos. Para que lo seas en realidad, se necesita que te hagas el zonzo, que te rías, que hables necedades a veces (para nada se necesita más talento que para decir una tontera a tiempo) y sobre todo que no te dejes nombrar ministro ni administrador de cosa alguna, aun cuando sea del lucero del alba, pues todo será que seas algo de esto, para que lluevan sobre ti el descrédito y las injurias. Tente en tus trece hasta dentro de unos cuantos años, de que ya vendrá el tiempo en que con huesos duros y mayor experiencia que la que se necesita para robar gallinas, puedas acomodarle un garrotazo tras de la oreja a la política y convertirte en el hombre más útil de tu país. Yo quedaré de redactor de diarios como siempre, contando las hazañas de mis contemporáneos y sirviendo de blanco aparente a las defensas que debían llover sobre mis defendidos y aunque, en el fondo de mi alma, nunca te creeré otra cosa que un seductor de gallinas, pues era seducción la que ejercías sobre ellas, te ayudaré a gobernar haciendo sofismas sobre tus errores, para hacerlos pasar por actos meritorios”. La carta termina con esta posdata: “Trata de estar aquí lo más pronto posible, para que comamos empanadas, que no he probado desde que te fuiste, porque no sé dónde vive la negra tucumana que las hacía”.

Casi cuatro años más tarde, a principios de 1878, Avellaneda nombró a Roca ministro de Guerra, y así el seductor de gallinas entró, finalmente, en la política grande.
Para entonces, la famosa Conciliación entre los autonomistas y los mitristas había dividido el Partido Autonomista Nacional. Wilde, ya diputado nacional por el autonomismo, era uno de los opositores más críticos de la Conciliación, al igual que Onésimo Leguizamón, quien renuncio al ministerio de Justicia e Instrucción Pública, o Aristóbulo del Valle y Leandro Alem. A fines de 1878 se formó una comisión reorganizadora del partido, integrada por Sarmiento, Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini, Dardo Rocha, Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle y Eduardo Wilde, casi todos ellos contrarios a la política de Conciliación.
Poco después empezaban a discutirse las candidaturas para el recambio presidencial de 1880. La figura de Roca crecía a medida que conquistaba el desierto. En sus largos años de cuarteles había ido tejiendo relaciones sólidas, y su fuerza política en el interior crecía día a día: ya controlaba Córdoba, Mendoza, San Luis, Santa Fe, Entre Ríos, Salta, Tucumán. Desde la poderosa Córdoba lo ayudaban las relaciones de su familia política y, especialmente, su influyente concuñado Miguel Juárez Celman. En el resto del país, mucho tenían que ver aquellos vínculos de colegio, porque sus ex compañeros estaban esparcidos por los centros de poder de cada provincia. Tenía pocos partidarios en la ciudad de Buenos Aires, pero comenzaban a apoyarlo los estancieros bonaerenses que pensaban sacar réditos de la conquista del desierto.
El autonomismo porteño aún no lo tomaba en serio. Las adhesiones del partido se dividían entre Irigoyen, Sarmiento y, en menor medida, Dardo Rocha. Los ex partidarios de la Conciliación apoyaban a los que postulaban a Carlos Tejedor, gobernador y hombre fuerte de la provincia de Buenos Aires, que seguía siendo autonomista, pero cuya candidatura era resistida por la mayoría del partido. Entre los nacionalistas mitristas, que también tenían problemas internos, unos adherían a Tejedor y otros preferían al ministro Laspiur.
Sabemos como terminó esta historia, con la crisis de 1880, luchas civiles, capital en Belgrano y luego Capital Federal en Buenos Aires, y Roca asumiendo con su gran lema de “Paz y Administración”.

En un principio Wilde habría apoyado la candidatura de Bernardo de Irigoyen, tal vez porque creyera –al igual que otros amigos- que Roca debía ser el gran elector, pero aún no presidente. Cuando las cosas se complicaron y los tiempos se aceleraron, se puso claramente al servicio de la candidatura de su amigo. Escribió diversos artículos describiendo la vida y personalidad de Roca, para demostrar que era falso aquello de que Roca era un vulgar soldadote de provincias. Y fue él quien sumó a su amigo Dardo Rocha al pequeño círculo de políticos porteños que trabajaban para conseguir que los porteños aceptaran a Roca. Por eso, años después, Rocha se creyó con derecho a reclamar el pago de esos favores, tanto a Roca como a Wilde, y cuando estos favorecieron a Miguel Juárez Celman, se sintió traicionado.
Roca asumió en octubre del 80. Designó como ministros de Interior y de Justicia, Culto e Instrucción Pública a Antonio del Viso y Manuel D. Pizarro, senadores por Santa Fe y Córdoba, respectivamente, y así cumplió con dos de las provincias que lo impulsaron a la presidencia; a Bernardo de Irigoyen en Relaciones Exteriores, porque fue el mejor canciller de Avellaneda y porque así también cumplía con el partido porteño. En Hacienda mantuvo por unos meses a Santiago Cortínez, ministro de Avellaneda, y luego lo reemplazó por Juan José Romero (interventor de la provincia de Buenos Aires, quien entregó el gobierno a Dardo Rocha), y para Guerra y Marina eligió al experimentado Benjamín Victorica, yerno de Urquiza.
Este equipo debió comenzar por organizar –junto con el Congreso y la Provincia– el arduo traspaso de todos los organismos de la ciudad a la Nación: escuelas, universidad, policía, hospitales, sociedad de beneficencia, cárcel, parques, etc. Asimismo, debieron darle a la municipalidad una carta orgánica, y a la Nación, una moneda.

Wilde, que no tenía ambición de cosa alguna en este mundo, fue nombrado presidente de la comisión nacional de obras de salubridad, institución que ya integraba a nivel provincial. Era, por aquel entonces, el higienista más prestigioso de la ciudad.
¿Por qué, un año después, aceptó el ministerio de Instrucción Pública, Justicia y Culto?
Era liberal -liberal en serio-, miembro principal de cuanta institución o tertulia progresista había en Buenos Aires, Rosario o donde fuera. Y como liberal, lo asustó el camino que Roca tomaba en una materia que para él era fundamental: la relación Estado-Iglesia católica. Esto hoy no quiere decir nada, pero en aquella época quería decir que –dijera lo que dijera la Constitución– la Iglesia dirigía la educación y muchos aspectos de la vida privada de los argentinos, fueran ellos católicos, protestantes, judíos o simplemente agnósticos. El Ministro Pizarro era un católico conservador y pretendía celebrar un concordato con la Santa Sede para reglamentar el patronato, con el aval de Roca. Los concordatos firmados por Roma con Ecuador (de 1873), Nicaragua y El Salvador (de 1864), incluían cláusulas que cercenaban las libertades de cultos, de prensa y fundamentalmente, la de enseñanza.
Wilde, como el senador Aristóbulo Del Valle y muchos otros, eran contrarios a cualquier concordato: para ellos, en una república soberana el ejercicio del patronato debía reglamentarse por ley.
Por otra parte, muy pronto debería debatirse un proyecto de ley de enseñanza y Sarmiento, que debía prepararlo como presidente del consejo nacional de educación, se había peleado con todo el mundo y había sido despedido por Pizarro y Roca. Su reemplazante, Benjamín Zorrilla, no era precisamente liberal.
Esa era la situación cuando, después de una serie de peleas de Pizarro con Rocha y Del Valle, Roca debió relevar a su ministro.
Los católicos se ilusionaban con la posibilidad que el reemplazante fuera Tristán Achával Rodríguez, del mismo grupo político que Pizarro; los diarios sostenían que Roca nombraría al Dr. Pedro Antonio Pardo.
El presidente los sorprendió a todos: el ministro sería Eduardo Wilde, “el pensador más radical de este país”, según La Patria Italiana. Este había aceptado con la condición de que Roca lo apoyara en tres grandes reformas que él consideraba básicas y venía impulsando hacía tiempo: las leyes liberales de estado civil de las personas (registro civil y matrimonio civil), las de instrucción pública –especialmente la de instrucción primaria, gratuita, laica y obligatoria–, y la reorganización del sistema legal y judicial. Y, en cuanto a Culto, le advirtió también que él archivaría el proyecto de concordato con la Santa Sede.
Es por lo menos curioso que Roca haya reemplazado a un militante ultra católico por un militante ultra liberal. ¿Cuál era la posición de Roca? Roca era un pragmático en todo, y especialmente en estas materias, a pesar de tener una formación liberal. Aceptó las ideas de Pizarro por las mismas razones que aceptó a Pizarro: su compromiso con la corriente que lo llevo a la presidencia.
Veinticinco años más tarde, en 1907, Wilde escribiría (en carta a un amigo) las siguientes observaciones sobre la sicología de Roca:
“…Roca no tiene ideas preconcebidas, sino en formas de nebulosas; no es un precursor de los acontecimientos, aun cuando le ocurre ser su preparador real o aparente. No le gusta adelantarse a los sucesos; no los busca; los espera. Esto mismo hace con sus propias ideas: días enteros se pasa espiándolas, atisbándolas, a ver cual sale primero de su fuero interno.
En esos casos es un simple espectador de las escenas de su mente. Salvo excepciones, no tiene preferencias por determinadas fórmulas; él considera que proviniendo todas de un mismo centro, todas pueden exhibir los mismos títulos. (…)
Roca, en política, es un seguidor de la naturaleza; como si se tratara de cosas físicas, examina bien a dónde se dirige la corriente de los hechos inevitables; ve si el río trae o no camalotes y procede en consecuencia…”.
Tal vez la corriente de los hechos inevitables lo llevó a reemplazar al ultra católico por el ultra liberal. O tal vez, afianzado en su presidencia, con mucho más poder, puso a quien realmente quería en esa triple cartera. Al hombre y sus ideas, que representaron el ala izquierda de su gestión.

Wilde logró buena parte de lo que se propuso obtener en materia de educación: una ley de enseñanza laica y el Registro Civil. Fue una lucha durísima, en la que la mayoría de los amigos de Roca de la primera hora estuvieron en el frente opositor. Roca no les pidió que apoyaran aquellas leyes pero tampoco frenó a su ministro, a pesar de las presiones de la Iglesia y de esos mismos amigos, y a pesar de todo lo que fue sucediendo como consecuencia de aquella famosa ley de enseñanza laica. Los hechos ocurridos en Córdoba y en otras varias provincias, lo convencieron que se estaba atentando contra la Constitución y que la soberanía nacional estaba en juego. Por eso, cuando llegó la hora más dramática, no tuvo ninguna duda en firmar la expulsión del nuncio Mattera.

Durante toda aquella presidencia de Roca, Wilde fue su mano derecha, su hombre de consulta en todas las materias, el reemplazante de cualquiera de sus otros ministros en caso de licencia. Se frecuentaban tanto –en el trabajo y en la vida privada- que los diarios opositores solían exagerar con que iban juntos al baño. Lo acompañó como ministro hasta el final de la gestión y, probablemente a su pedido, aceptó seguir con el nuevo presidente, Miguel Juárez Célman, como ministro del Interior. En 1888 finalmente logró que se sancionara la ley de Matrimonio Civil, y poco más tarde renunció por divergencias con Juárez.

Después de la revolución del 90, que Roca patrocinó desde las sombras y que encontró a Wilde en viaje por el mundo, los amigos tuvieron también sus divergencias, bastante profundas. Como ministro del Interior de Carlos Pellegrini, Roca revocó algunos de los contratos firmados por Wilde para dotar a la ciudad de obras de salubridad. Por su parte, Wilde criticó el accionar político de Roca, especialmente en todo lo referente a sus oscuras negociaciones con Mitre para encumbrar a Luis Sáenz Peña.
Pasaron los años y los viajes y los distanciamientos. Cuando Roca regresó a la presidencia en 1898, nombró a su amigo presidente del departamento nacional de Higiene. Juntos viajaron al Brasil para la célebre visita a Campos Salles, y durante dos años la amistad volvió a ser tan estrecha que casi podría decirse que vivían buena parte de sus días juntos.
Wilde era para entonces una figura muy resistida por la prensa opositora que lo responsabilizaba de buena parte de los males del gobierno de Juárez Celman. Corresponden a aquellos años las famosas habladurías sobre el supuesto romance de Roca y Guillermina Oliveira Cézar de Wilde.
En fin…, en 1900 el presidente lo envió a Washington, como embajador a Estados Unidos y Méjico, y de allí a Bruselas y de allí a España.
La amistad siguió por correspondencia, con algunos encuentros en Europa, en los que Wilde cumpliría con el deseo que le expresaba en una carta de 1902: “Tengo hambre de hablar un mes seguido a razón de ocho horas por día contigo, bajo los árboles aquí en el Bois de la Cambre, o en Washington o en California o donde el diablo perdió el poncho”.

Al día siguiente de la muerte de Eduardo Wilde, en septiembre de 1913, Julio Roca le manifestó a Guillermina (por telegrama) su “profunda pena por la desaparición del espiritual y selecto amigo íntimo y compañero de toda mi vida…”.

martes, 7 de octubre de 2014

Individualmente talentosos; grupalmente incapaces...



En 1870 Eduardo Wilde decía, hablando de las valientes cualidades y brillantes defectos de los argentinos: “Tenemos la concepción fácil y pronta, las ideas apropiadas y oportunas, la inteligencia clara y lujosa, pero tenemos una gran pereza. Cuando nos ponemos a pensar producimos pronto y abundantemente, brillantísimas ideas, pero ¡cuánto cuesta ponerse a pensar! La vida es corta y el mejor modo de esperar la plácida muerte, es arrullarse con dulcísima indolencia, en una comarca en que la naturaleza se encarga de nutrirnos, con poco esfuerzo de nuestra parte”.

Borges, a Sarmiento, al Papa Francisco, a Favaloro, Leloir, Juan Carr, y tantos, tantísimos otros, muestran lo que nuestro país puede producir... individualmente.
Asombramos al mundo por tantos casos de talento o capacidad individual. 
Azoramos al mundo por nuestra incapacidad para organizarnos y funcionar como grupo.  

Escribo esto a propósito de la siguiente nota publicada hace un rato en INFOBAE.

Nicolás García Mayor tiene 35 años, es ingeniero industrial y fue nombrado uno de los 10 jóvenes sobresalientes del Mundo por su contribución a la niñez, la paz mundial y los derechos humanos
La historia de este joven bahiense, egresado de la Universidad Nacional de la Plata, es increíble: se recibió en 2001, tras vivir dos años en la sala de radiología de una clínica abandonada porque no tenía para pagar el alquiler.
En ese contexto ideó un sistema de urbanización inmediata para implementar en situaciones decatástrofes naturales como terremotos o inundaciones, que permitiría que las personas afectadas puedan ser refugiadas de manera casi instantánea, con la posibilidad de alimentarse y descansar mientras las autoridades trabajan para restaurar los daños y pueden volver a sus hogares.
"La idea es que sea una especie de cajita con alas laterales en la que se genera un espacio de unos 14 metros cuadrados donde pueden vivir hasta 10 personas. Los mismos módulos se encastran y así se pueden armar hospitales o escuelas", explicó García Mayor en diálogo con Eduardo Feinmann en Radio 10.
Luego de presentar el proyecto, el ingeniero industrial emigró a España y trabajó en diferentes empresas importantes de Barcelona, pero decidió volver al país: "Pasé de vivir en una clínica abandonada a tener una casa frente al Mediterráneo. Sentía que me estaba salvando yo solo y no podía estar lejos de mi familia ni de la Argentina, que para mí es algo muy fuerte porque se trata de un sentimiento muy fuerte que va más allá de cuando se juega un Mundial".
Tras retornar al país, García Mayor se instaló en su ciudad de origen y empezó de cero, hasta que en 2012 recibió un mail de la unidad de compra de la ONU para que presentara su vieja tesis/proyecto de ayuda humanitaria. Y a los 15 días lo invitaron a Washington para que lo explique ante distintas organizaciones.
La idea atrajo al mundo porque el sistema de urbanización de emergencia no sólo serviría para paliar los efectos de las catástrofes naturales, sino también sería un salvavidas para los más de 50 millones de refugiados que hay en el planeta a causa de los conflictos bélicos. 
"Aprendí inglés por el camino para poder exponer, y luego de disertar me dijeron que mi idea era increíble, que hace 20 años buscaban algo así y que querían una cantidad importante del producto", recordó el joven. "Les expliqué que era una tesis universitaria que buscaba apoyo, entonces me dijeron 'bueno, de esto se va a enterar el mundo porque queremos que vengas a la asamblea de la ONU para que lo conozcan todos los presidentes. Es algo de película", rememoró.
La historia sumó otro hecho conmocionante porque, antes de presentarse ante la ONU, el joven argentino recibió un mail de la nunciatura del Vaticano: "Me organizaron una audiencia con el Papa así que fui y charlé con Francisco; en un momento, mientras le comentaba el proyecto, me di cuenta de que estaba dialogando con el Papa en Roma y ahí fue como una pausa... Además él empezó a hablar y nos hizo llorar a todos".
El sistema CMax está confeccionado en propileno, aluminio y tela de poliester y consta de una estructura central rígida, dos alas de material flexible que al desplegarse cuadriplican su tamaño, y dos patas telescópicas que separan el piso de la superficie, reduciendo el pasaje de frío y humedad.
Cada módulo, que se puede armar en 11 minutos sin la necesidad de emplear herramientas, incluye un kit de supervivencia. Y mientras permanece plegado, el refugio puede apilarse porque es liviano, pequeño y fácil de almacenar.
Con el impulso del Sumo Pontífice, que lo instó a perseverar porque el mundo necesitaba mucha gente que piense en el otro y le dijo que el proyecto "ya estaba bendecido por Dios", García Mayor viajó a a los Estados Unidos y disertó en la asamblea de la ONU.
Luego de esa experiencia "increíble" el ingeniero volvió al país, donde por estos días sigue con su tarea al frente de una fundación que abastece de alimentos a comedores de Bahía Blanca, aunque ahora lo hace con la distinción de la Cámara Junior Internacional en el rubro "Contribución a la niñez, a la paz mundial y a los derechos humanos", que lo eligió como uno de los 10 jóvenes más sobresalientes del mundo. Todo por la misma tesis universitaria que dejó de ser un proyecto para convertirse en una solución que podría salvar a millones de personas en todo el planeta.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

Retrato de Sarmiento: “mitad bestia-mitad sublime” (Groussac).




Al mediodía del 21 de septiembre de 1888 llegaron a Buenos Aires los restos de Domingo Faustino Sarmiento, quien había muerto en el Paraguay el día 11. Fueron recibidos en el muelle, bajo una lluvia copiosa e incesante, por una muchedumbre encabezada por el presidente de la República.
El Ministro del Interior, Eduardo Wilde, fue el encargado de hablar en nombre del Gobierno. Luego de unos párrafos convencionales, dijo:
“La onda de la revolución meció su cuna, allá en los principios de nuestra independencia; su infancia y su juventud tuvieron por escenario comarcas sacudidas por los trastornos de la lucha; su virilidad siguió los conflictos de la guerra, y su edad madura contó sus días por los momentos angustiosos de la patria.
Lleva al morir el consuelo de ver su país próspero, organizado y poderoso, y su conciencia satisfecha le mostrará las conquistas alcanzadas con el concurso de su grande influjo.
Hombre de combate y de progreso, no tuvo desfallecimientos ni temores. Mezcló su suerte a todos los acontecimientos de la república: dioles impulso cuando comenzaron sin su anuencia, o los hizo brotar con su espíritu batallador e indomable.
No nació Sarmiento para la placidez y la ternura, aunque no faltaron en su vida situaciones patéticas ni fueron extrañas a su goce las notas melancólicas y sencillas del sentimiento delicado; su fuerte corazón se dejaba conmover de preferencia por los altos destinos de su tierra, y su cerebro vigorosamente organizado dedicó más bien su pensamiento a las arduas cuestiones de su tiempo.
Le debe la república el haber reivindicado como presidente el principio de autoridad, del cual hizo su doctrina en el mando, enseñándola a los pueblos desde las eminencias del poder y practicándola con tesón en las esferas del gobierno.
Su ambición fue el orden, su fantasma la anarquía, y su intensa preocupación librar a los argentinos de caudillos y demagogos, para los que no tuvo piedad ni perdón.
La atmósfera política tiene sus rumores sordos que anuncian la tempestad próxima a estallar, o los estremecimientos de la tormenta ahogada. Sarmiento los oía, en las capas inferiores de una población sin tradiciones, y comprendiendo que de allí provendría todo peligro, mantuvo ardiente su propaganda formidable contra todo aquel que osara levantarse para derrocar la autoridad constituida, en nombre de derechos ilegítimos, alimentados por la ignorancia y la barbarie de los campos o fomentados por la ensimismada altanería de las ciudades.
Como los hombres eminentes de la Prusia, comprendió que la educación del pueblo era la palabra poderosa de su engrandecimiento, y, único maestro que no fue jamás discípulo, hizo de la escuela el elemento primordial del orden público y la base inconmovible de la regeneración social.
No acordó solamente a la enseñanza su meditación y su saber: le consagró lo mejor de sus horas, y consiguió amalgamar la esencia de su ser con los procesos de la educación primaria.
No fue disciplinado ni metódico en su trabajo por el bien del Estado, pero sus actos determinaron siempre corrientes impetuosas que produjeron innegables beneficios.
No deja como Alberdi una doctrina sistemada de organización política; ni como Vélez Sarsfield un monumento jurídico; ni como Avellaneda las bases de la legislación sobre tierras;  pero su actividad siempre fecunda engendró un conjunto más trascendental y más valioso, pues no hay institución, reforma ni accidente de la vida democrática que no tenga rasgos de su genial talento y de su incansable energía.
Poseído de sí mismo, tuvo tan grande aprecio por sus dotes, que fuera atrevimiento ante sus ojos desconocerlo o moderarlo. Hombre de estado, con sedimento propio, no aprendía: enseñaba. Sus constantes y selectas lecturas le permitían asimilar la ciencia humana, pero las ideas al pasar por su cerebro se adaptaban a su índole, se transformaban y adquirían los tonos de su brillante y animosa originalidad.
Su literatura era autónoma y personal; abstrusa, enmarañada, viril y majestuosa, como la vegetación de las selvas escondidas en que los árboles corpulentos se entrelazan con las lianas a las malezas. Los documentos públicos debidos a su pluma, sus discursos parlamentarios, sus arengas inaugurales y sus escritos en la prensa, que representan la producción de cien pensadores, revelan los recursos de su genio. Sus obras meditadas contienen páginas hermosas en que campea el deleite y el buen gusto; algunas de ellas son modelos literarios que no han sido, por cierto, superados.
En la ruda polémica, sus frases despiadadas, a manera de moles de granito movidas por titanes, caían sobre el campo de la lucha, destrozando adversarios e inocentes, en tanto que él como una esfinge recibía los proyectiles lanzados a su cabeza, sin que jamás le hirieran.
En el cuadro de mi discurso, no cabe su retrato. Ninguna alocución que pronunciara estaría a su medida.
Sarmiento es una gloria de la República. Cuando pasen los años, y la historia, a la par de la leyenda, hable a las generaciones futuras describiendo su colosal figura; cuando el soplo de los tiempos lleve en sus alas el nombre venerado de este ilustre ciudadano, diez millones de argentinos lo repetirán con entusiasmo, y la patria que, como la religión, tiene sus santos, colocará en los altares la efigie del hombre que supo ilustrar su época y su pueblo con los destellos de su potente inteligencia.
El gobierno argentino tributa hoy los merecidos honores a su memoria, y el Presidente de la República que asiste a sus exequias lo recomienda a la gratitud de sus conciudadanos”.
Habló luego Pellegrini en nombre del Senado, y más tarde, después de una conmovedora procesión por las calles repletas de fieles, Aristóbulo Del Valle, Benjamín Zorrilla y varios otros lo despidieron en la tumba.
Los discursos inmaculados de Pellegrini y Del Valle, bellos y convencionales, fueron aplaudidos por toda la prensa y repetidos por la Historia. El de Wilde fue trascripto por muy pocos diarios: era demasiado realista y en la Argentina los héroes son de bronce perfecto o no son. El héroe de bronce no faltó un solo día a la escuela, pasara lo que pasara. El magnífico e indisciplinado héroe de Wilde fue el “único maestro que no fue jamás discípulo”, el que no aprendía, sino que enseñaba, el que podía lanzar frases despiadadas, que “caían sobre el campo de la lucha, destrozando adversarios e inocentes”.


viernes, 29 de agosto de 2014

¡Guarde el sable, mi general!


Una mujer es una mujer; un hombre, un hombre; un travesti, un travesti… y un general, un general. A propósito de una polémica que se dio en estos días, entre un periodista y una mujer “por adopción”, me acordé del siguiente caso.

En una de sus últimas sesiones del año 1882, el Senado había ascendido a Domingo F. Sarmiento a general de división, a instancias del presidente Julio A. Roca.
Es probable que Roca hubiera propuesto la medida para calmar los ánimos del gran viejo, despedido del Consejo Nacional de Educación por sus continuas y ya escandalosas peleas con sus pares del Consejo.
Eduardo Wilde, buen amigo del sanjuanino, bromeó, como tantos otros, con que el generalato era un juego de niños, una jocosidad del Senado, pues todo el mundo sabía que el general no era general.
Sarmiento se enteró y se las agarró con Wilde, entonces ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, a quien acusó de andar revisando sus títulos. El Ministro le respondió con una extensa y simpática nota publicada en La Tribuna Nacional, en la que recordaba la manía de Nicolás Avellaneda de llamar mi doctor a todo el mundo, desde su secretario hasta el portero. Hablando en tercera persona le decía que “El Ministro (…), que no ha hecho más que elogiar a Sarmiento como literato, sabe que esto de general y de doctor es una concesión, una especie de concesión tolerada. Bueno, dice él como todos, sí, es general, está bueno, legalmente es general pero, cualquiera sabe que no es tal general. Cuando un muchacho impertinente anda preguntando si ya le ha salido bigote y tirándose el vello, el padre y los amigos concluyen por decirle: sí, hombre, ya te ha salido, tienes un gran bigote”.
La broma enfureció a Sarmiento, quien enumeró sus batallas, se quejó que el ministerio hubiera publicado en un anexo de su Memoria anual las calumnias de concejales (escándalo del Consejo Nacional de Educación), y de paso dudó de los títulos de Wilde para ser ministro de Instrucción Pública, y de la capacidad de Roca para obligar a sus ministros a respetar a un general de la Nación.
El Ministro replicó con otro artículo que tituló jocosamente “¡Guarde el sable mi general!”, donde le decía que no recopilaba los Anexos ni los leía porque “el Ministro se horripila ante el sólo sonido de la palabra anexo, ¿cómo puede pensarse que encomiende a alguno de ellos la tarea delicadísima de deshonrar a las gentes?”. Y más adelante: “Mi general se ha mortificado mucho según se ve, por la broma a su generalato. No ha tenido razón; de todos los ataques que ha recibido, el más liviano ha sido ese. Y, francamente, si la broma ha sido mortificante, la culpa es del general que ha tomado a lo serio su título, sin pensar que para el caso lo mismo es ser general de broma que serlo de veras y por haber ganado batallas, hecho campañas y deshecho entuertos. El Ministro agredido por mi general, no pretende saber más de instrucción pública que lo que sabe cualquier hijo de vecino medianamente instruido. Con los simples rudimentos corrientes en plaza ha hecho un Consejo (de Educación) que marcha y que trabaja, mientras que mi general deshizo el que había, y si continúa en su puesto, no deja consejero ni maestro ni escuela ni títere con cabeza en toda la República. Todo a causa del maldito sable que mi general esgrime en cualquier circunstancia”. Luego de recordarle algunas víctimas de sus agresiones, agregaba: “Confiese mi general que entre tantos agredidos, alguno había de haber que le dirigiera por lo menos una broma que mi general debería agradecer, pues le ha dado ocasión para contar que ha ganado más batallas que el general Roca, que ha mandado más ejércitos y que ha enseñado más tácticas. ¡No se enoje mi general! Usted no siente los palos que arrima y se muestra de una susceptibilidad extrema por cualquier cosa que le dicen. Mi general no guarda consecuencia con nadie, ni tiene consideración por persona alguna! De buenas a primeras sus mejores amigos encuentran su propio nombre figurando en una lista de bandidos escrita por mi general, y cuando se quejan, mi general se declara ultrajado, proclama a todos los vientos que no respetan sus canas y habla de sus servicios al país, sin fijarse en que los tales servicios no son otra cosa que una paliza universal que dura ya cuarenta años por quitarme estas pajas. Los años, los servicios, la experiencia, merecen respeto, pero también obligan al que los tiene a guardar cierta compostura…”.


Ya he publicado en este blog, el 15.2.2011 (¡Feliz cumpleaños, Sarmiento!), una interesantísima semblanza sicológica de Sarmiento, que Wilde escribió en 1900. En septiembre, mes de Sarmiento, publicaré el discurso que el Ministro pronunció ante los restos del gran sanjuanino.

sábado, 9 de agosto de 2014

Centenario de la muerte de Sáenz Peña.

Hoy, 9 de agosto de 1914 se cumplen 100 años de la muerte del presidente Roque Sáenz Peña, aquel que abrió las urnas para el sufragio obligatorio, secreto y universal de varones.
Podría hablar de aquella importantísima ley, o de su heroica actuación en la Guerra del Pacífico, o de su magnífica labor en materia de derecho internacional público. Pero no, voy a dar testimonio de su simpático carácter, con esta carta “privada” que le mandó a su amigo Eduardo Wilde el 25 de enero de 1912, dos semanas antes de promulgar la ley de sufragio universal.

“Mi querido Eduardo:
Muy complacido he recibido tu carta, gentil y cariñosa como siempre. Los diarios me han atribuido, en efecto, la idea de visitar a mi grande y buen amigo el Rey don Alfonso XIII, y tú que conoces todos mis viejos afectos por la madre patria y su ilustre soberano, no dudarás de mi deseo de corresponder a la visita de la Infanta y a los extraordinarios homenajes de que fui objeto de parte de S. M. durante mi estada en esa. Mi recuerdo no puede ser más grato y guardo para el Rey Alfonso una amistad personal que no se borra ni se olvida. Va sin decir, que mis impresiones se acentuaron por la suntuosa y sincera acogida con que me recibieron Guillermina y tú (primero la belleza y el uniforme después, aunque el talento le dé brillo). Siempre recuerdo aquel hogar amigo en que viví expansivamente.
Con estas evocaciones y a pesar del deseo de renovarlas, yo no puedo moverme de aquí, porque estoy empeñado en una evolución que exige mi presencia y mi acción personalísima.
Me aseguras que te irás al cielo, y debo respetar tu itinerario, aunque me asaltan dudas
sobre lo que hará San Pedro cuando te presentes por alojamiento. En realidad no eres tú sino el consejo de la corte celestial quien ha de decidir de tu admisión. En cambio, creo que los presidentes se tienen ganado el cielo por las torturas sufridas en la tierra. Me dirás que los ministros también pasaron las suyas, pero tú no perdiste nunca tu buen humor y a mí me suele faltar ese compañero ameno de las horas fuertes. A través de esta pequeña filosofía, te debo mi opinión franca: tengo confianza en que los dos nos iremos al infierno.
Mucho agradezco el sincero ofrecimiento de Guillermina y de ti. Aunque la persistencia te dé rabia, la he de poner primero siempre, y ahora con mayor razón, porque de los tres moradores del palacete encantado, ella es la única que tiene ganado el cielo. ¿Por qué? Por haber sobrellevado tus rezongos en lo que atañe al régimen doméstico-financiero. He podido darme cuenta de cierta disparidad de tendencias y aspiro a ver triunfantes las de Guillermina. Quiere y debe mantener la representación con cierta suntuosidad, que pude observar y aplaudir.
Hace muy bien. No tienen hijos, de los parientes el único notable eres tú, como es excelsa la compañera que endulza tus días. ¿Qué mejor destino puedes dar a tus bienes que gastarlos en el hogar y en la patria? Me anticipo a tu monólogo: ‘Este Roque no puede con el genio: en lugar de poner orden en las finanzas de su país, viene a entrometerse en las mías. Guillermina, que no necesita estímulos para gastar, se va a desmoralizar con esta carta. Será menester que no la vea y sin otra ulterioridad irá a la caja de fierro para que no la conozca hasta después de mis días. Roque habrá perdido su tiempo y ésta será mi gran venganza’. Sea, pero si tal sucede, irá otra directa a la interesada.
Me ofreces romperme el cráneo por medio de tus mecánicos diplomados por el Ayuntamiento para matar a las gentes. El convite me parece excesivo y has podido suavizarlo. Tú tienes una profesión y has adquirido un diploma que te habilita para fines y resultados idénticos. ¿Qué necesidad tienes de estrellarme contra un poste? Te desconozco en el temperamento escogitado.
Otra vez mil gracias por tus sinceros ofrecimientos con afectuosos saludos de Rosita y míos para Guillermina y un apretón de manos de tu amigo
Roque Sáenz Peña”.

La carta respondía a una de Wilde, de un mes antes, 25 de diciembre de 1911, que decía así:

“Mi querido Sáenz Peña:
¡Qué buena carta me has escrito!
Ella me ha compensado de las cavilaciones que me causaba tu largo silencio.
Con gracia y acierto me preguntas si estoy seguro de que mi aburrimiento es local y si no lo llevaría a cualquier parte que fuera.
Creo que lo llevaría hasta el cielo, a donde iré seguramente por haber servido a la Divina Providencia, que tuvo a bien mandar el cólera y la fiebre amarilla a Buenos Aires.
Dicen aquí, los diarios, que vienes pronto a devolver la visita que hizo a la Argentina la
Infanta Isabel.
Si vienes y no te alojan oficialmente, te alojarás en casa; no entiendo que eso pueda ser de otro modo.
Vendrás con Rosa, naturalmente; les dejaré mi departamento completo sin que ello cause la menor incomodidad, pues arriba tengo otro igual. Nada faltará sin que nadie se moleste.
Tendrás un automóvil grande o chico, servido por mecánicos diestros y autorizados por el Ayuntamiento a matar gente, llevándosela por delante.
Te agradezco tu conversación con Bosch y con Figueroa; son como tú muy buenos amigos míos.
Pídote saludes a Rosita a nuestro nombre, cariñosamente, y a tu hija también. Guillermina te devuelve tus afectuosos recuerdos y yo te mando la ratificación de mi invariable amistad.

E.Wilde”

martes, 8 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (X) Final

El proyecto de ley vuelve al ruedo

En ese complicado junio de 1884, los diarios rochistas y muchos dirigentes opinaban que no había la calma política y social necesaria para volver a tratar el proyecto de ley de enseñanza laica (rechazado por el Senado) o el de Registro Civil, que esperaban en las comisiones de la Cámara de Diputados. Decían que si se reabría el debate, estallarían manifestaciones católicas, a la cordobesa, en todo el país.
Si los conservadores creían que el proyecto de enseñanza laica estaba muerto, los liberales más decididos pensaban que era ahora o nunca. Wilde y Onésimo Leguizamón organizaron la estrategia a seguir.
Recordemos brevemente los antecedentes: en octubre de 1881 llegó el primer proyecto del Senado o sea la aprobación de un decreto del Poder Ejecutivo, dejando interinamente en vigencia la ley de educación de la provincia de Buenos Aires hasta tanto se aprobara la nueva ley; que ese proyecto quedó en un cajón, sin consideración; que en 1882 la Comisión de Instrucción Pública trabajó con el superintendente Zorrilla sobre un proyecto de ley, que tampoco fue considerado; que, finalmente, la misma comisión presentó un proyecto en 1883 y éste fue reemplazado por el proyecto de los diputados liberales, que fue el que en definitiva se aprobó y envió al Senado para su revisión; que el Senado entendió que el suyo del 81 fue el proyecto original, por lo que declarándose Cámara iniciadora, insistió en su primitiva sanción, rechazando las modificaciones sin siquiera considerarlas. El proyecto volvió a la Cámara de Diputados y ésta lo giró a su comisión de Negocios Constitucionales.
Si bien podría demostrarse que todo el trámite del Senado era legalmente, y reglamentariamente, inconsistente, la cuestión a resolver era si Diputados insistía en su carácter de Cámara iniciadora o si encontraba un modo alternativo para alcanzar el objetivo: la aprobación de su proyecto. Si se insistía en la teoría de Cámara iniciadora se llegaría a un punto muerto, lo que implicaría, en los hechos, la derrota del proyecto. ¿Cuál era entonces la estrategia? Aceptar que el Senado era Cámara iniciadora e insistir, como Cámara revisora, en las modificaciones. El Senado necesitaría dos tercios para rechazarlas y el año pasado apenas había alcanzado una mayoría accidental.
Mientras Leguizamón operaba sobre los miembros de la comisión de Negocios Constitucionales de la Cámara de Diputados, Wilde se reunía con Mitre, cuyo diario había criticado duramente las medidas tomadas en la cuestión cordobesa. No podía esperar que Mitre apoyara al gobierno en esa cuestión, pero sí le podía pedir que sus pocos congresales no obstruyeran la labor de los liberales, es decir que La Nación y sus diputados no se plegaran a aquellos que consideraban que no era momento de seguir adelante con el proyecto de ley de enseñanza laica.
El viernes 20 de junio de 1884, después de una sesión de la Cámara de Diputados, Leguizamón recibió en su casa a un grupo de diputados: el bloque liberal roquista completo y varios otros liberales opositores. El anfitrión explicó a todos la estrategia que ya había acordado con los miembros liberales de la comisión de Negocios Constitucionales, quienes ratificaron lo expuesto por Leguizamón. Alguno quiso saber si tenían mayoría de dos terceras partes para insistir con el proyecto. Leguizamón contestó que aunque habían perdido algunos votos entre los rochistas, habían ganado otros entre católicos moderados, asustados por el fanatismo cordobés.
Así, se acordó que el lunes 23 se plantearía la cuestión sobre tablas.

La Cámara de Diputados decide insistir

El día 23 todo fue sucediendo de acuerdo con lo planeado. Esta vez, los liberales habían madrugado a los conservadores. Antes de la sesión, en antesalas, ya se había corrido la voz, y cuando ésta se inició, el presidente Rafael Ruiz de los Llanos informó  que la Comisión de Negocios Constitucionales había presentado un dictamen, que se imprimiría y repartiría. Inmediatamente, Emilio Civit mocionó para que el tema se tratara sobre tablas. Mariano Demaría cuestionó las razones de urgencia para el tratamiento sobre tablas, y se le respondió que la única urgencia era terminar el asunto de una vez por todas, para que no se siguieran agitando los ánimos inútilmente. Se leyó el despacho y a pesar de las protestas, se votó y se resolvió tratar el tema sobre tablas. El cordobés Olmedo, miembro de la Comisión de Negocios Constitucionales, relató los antecedentes, y dijo que a juicio de la comisión no era posible sostener que Diputados era iniciadora sin exponerse a un conflicto parlamentario de difícil solución, que impediría la sanción de una ley de vital importancia y “de urgentísima necesidad para el país”. Por ello, sostuvo, la Comisión entendía que la mejor solución era reconocer al Senado como iniciadora y volver a ocuparse de la ley. Se votó el dictamen de la comisión, que fue aprobado.
El liberal Ocampo mocionó para que la Cámara se pronunciara inmediatamente sobre aquel proyecto rechazado por la Cámara de Senadores sin correcciones ni modificaciones que ameritaran un nuevo estudio. El rochista Manuel Láinez, diputado recién electo, protestó argumentando que no podía votar un proyecto que no conocía por ser nuevo en la Cámara; que si lo obligaban, obviamente tendría que votar negativamente, porque ignoraba “las razones fundamentales que militen en su favor o en su contra”. Curioso argumento para un diputado-periodista que el año anterior presenció desde la barra todas las sesiones del debate, y que escribió en su diario, hasta el hartazgo, en favor de la ley.
Por supuesto, también se oponían los representantes católicos, quienes, como Láinez y otros rochistas, decían que el procedimiento los había tomado por sorpresa, pues no sabían que en esta sesión se pretendía “sancionar un proyecto de esta magnitud”, tratándolo sobre tablas en forma violenta y precipitada.
El santafecino Argento quiso traer a colación el conflicto cordobés que, según él, se extendería a todo el país: “Se ha declarado guerra a muerte a la Iglesia Católica, y a todos los que somos fieles a ella”. Le contestó Nicolás Calvo, un moderado que en el debate del año anterior había votado con los clericales, y que ahora, ante los hechos de Córdoba cambiaba su voto, pues “ya la cuestión no es de religión, es de soberanía nacional”. Y Adolfo Dávila, liberal independiente del gobierno: “No se trata de guerra a muerte, ni de defensa tenaz a la religión, ni de la religión. Se trata simplemente de dotar a la Capital de la República de un régimen escolar de acuerdo con los principios prevalecientes en el mundo, en materia de educación”. Afirmó que no podía hablarse de precipitación pues el proyecto se había debatido en el Congreso, se había difundido en folletos, y se había analizado y discutido en todos los ámbitos.
Finalmente, después de mucha discusión y protesta, se aprobó el tratamiento sobre tablas por amplísima mayoría y finalmente se votó si se insistía ante el Senado. Ganaron los liberales por cuarenta y ocho votos contra diez.
Sin embargo, Demaría pretendió introducir una nueva chicana procesal: si Llanos mandó el proyecto anterior al Senado en revisión era porque entendía que Diputados era Cámara iniciadora, y ahora no podía sancionarlo diciendo que el Senado era iniciadora, etc., etc. No tuvo suerte. Llanos informó que comunicaría al Senado que había reconocido que era Cámara originaria y Diputados revisora en segunda revisión, y que había sancionado por dos terceras partes de votos presentes, como se hacía en estos casos. Así lo hizo, ese mismo día.
Al día siguiente, el converso Manuel Láinez decía en El Diario: “La nueva ley es un caballo troyano. Entrará a las escuelas llevando escondidos en sus ijares todos los elementos disolventes, que antes de poco producirán en el cerebro embrionario del niño la atrofia consiguiente a la absorción de ideas diametralmente encontradas, cerebros en que los sacerdotes católicos y los pastores protestantes elegirán como el campo de batalla donde el vencedor ambiciona vivaquear en señal de triunfo…”.

La sanción en el Senado

En Diputados la cuestión había quedado terminada, pero aún faltaba la definitiva sanción del Senado. Antes de la sesión, que debía celebrarse el 26 de junio, hubo una reunión de un pequeño grupo de senadores: Juárez Celman, Cambaceres y alguno más. Allí el tema no era tan sencillo, porque había roquistas fervientes que eran furiosos opositores de la ley, y liberales rochistas, como Aristóbulo del Valle, que jamás votarían contra la ley, pero tampoco asistirían a una reunión roquista.
Wilde no necesitó ir a la sesión de Diputados, porque allí estaba el prestigioso Onésimo Leguizamón para dirigir las acciones. No ocurría lo mismo en el Senado. Juárez Celman y Cambaceres carecían de ese prestigio general, y Del Valle, ahora claro opositor, no estaba dispuesto a representar un papel que no le correspondía. Wilde había conversado con todos ellos, y por eso el 26 de junio decidió hacer guardia en antesalas desde el minuto cero, listo para ingresar al recinto cuando fuera necesario.
Si la otra sesión, aquella del 28 de agosto de 1883 fue vergonzosa, ésta fue su necesario correlato. Cuando se leyó la comunicación de Diputados, Juárez Celman pidió que se tratara sobre tablas, como era la práctica en asuntos que venían en segunda revisión. Protestó Igarzabal, pidiendo que pasara a la comisión de legislación, y Juárez insistió, goloso y vengativo, recordando que cuando se trajo a debate por primera vez, el Senado no quiso debatirlo ni esperar siquiera que estuviera presente el miembro informante de la Comisión, y que cuando éste se hizo presente, no se le permitió ir hasta su casa a buscar los apuntes que había preparado para fundar el dictamen: “Esto prueba que si entonces se creyó innecesario el debate, hay más razón para pensar del mismo modo ahora”.
Entonces pidió la palabra Manuel D. Pizarro, previamente dispuesto a sembrar confusión procesal, y comenzó una nueva ficción. Claro, Pizarro no era senador el año pasado y podía cuestionar a sus anchas la ridícula farsa que inició el Senado al considerar que el proyecto de ley de enseñanza de Diputados era una modificación de un proyecto totalmente diferente, nacido en el Senado. Simulaba no entender cómo un proyecto rechazado el año pasado podía volver este año. Y de paso decía que no conocía ni el proyecto del Senado ni el de Diputados, y se peleaba con Juárez Celman, quien le recordaba que lo había criticado por la prensa.
Finalmente, se aprobó por mayoría la moción de Juárez de tratar el tema sobre tablas, y siguió la farsa. Pizarro quería que se leyera el proyecto de ley de Diputados, que insistía en no conocer, y también el del Senado. El Secretario Benigno Ocampo le aclaraba que era un solo proyecto, modificado, que el Senado sólo debía insistir o no en el rechazo de las modificaciones. Pizarro decía que quería leer esa modificación, si era una, o modificaciones, si eran varias. Siguiéndole el juego, alguien le decía que los artículos modificados eran muchos (todos en realidad), y él respondía que entonces era otro proyecto, y seguía sembrando confusión.
Aristóbulo del Valle, quien el año pasado había advertido sobre los horrores procesales de la farsa iniciada por los senadores clericales, trataba de explicarle que si la Cámara de Diputados había reconocido la prerrogativa que el Senado reclamaba, y había considerado su propio proyecto como modificatorio del Senado, insistiendo en sus modificaciones, no había más que un solo proyecto, y, así la situación, por supuesto que las modificaciones eran muchas. Pizarro simulaba no entender: si eran muchas las modificaciones, formando un cuerpo de ley, señalaba, entonces era otro proyecto, y estaban en una situación equívoca ambas cámaras. Enmarañando lo ya enmarañado, iba demostrando cómo los distintos actos tomados por cada una de las cámaras se contradecían con las resoluciones tomadas por ellas mismas. Y seguía jugando, como buen jurista que era, a desentrañar esta ficción sin solución, y a medida que hablaba iba demostrando cuánto sabía de la génesis de este asunto, cuando en principio había dicho que no tenía idea de nada. Pedía un cuarto intermedio, sospechoso cuarto intermedio que podría servir para dejar a la Cámara sin quórum o para terminar de lograr su objetivo: la anulación de todo lo actuado.
Hubo un momento de tensión, donde parecía que todos bajaban los brazos, que Pizarro se imponía. Fue entonces que Wilde entró en el circo, dispuesto a tomar el toro por las astas: “Creo que le daré al señor Senador todas las explicaciones y satisfacciones necesarias, sin necesidad de cuarto intermedio, simplemente recordando los hechos que han tenido lugar, y mostrándoles que la situación, si tiene algo de anormal, esa normalidad emana de un procedimiento que empleó la mayoría del Senado el año pasado./ El señor Senador, siendo Ministro de Culto, mandó al Senado de la Nación un proyecto de ley, que era la ley de educación común de la provincia de Buenos Aires, ese proyecto de ley vino acompañado de un mensaje; ese mensaje traía un decreto; el decreto establecía que quedaba en vigencia la Ley de Educación de la Provincia de Buenos Aires. ¡Muy bien! El Senado aprobó ese decreto del Poder Ejecutivo, y convirtiéndolo por su parte en proyecto de ley, lo mandó a la Cámara de Diputados./ En la Cámara de Diputados se convirtió en una Ley de Educación, teniendo presente ese proyecto, y modificándolo fundamentalmente. Esa sanción de la Cámara de Diputados vino al Senado. El Senado no quiso tomar en cuenta una por una sus modificaciones; encontró que era mejor el proyecto que había remitido y, considerándose cámara iniciadora, dijo: insisto en mi primer proyecto y no considero el de la Cámara de Diputados sino como una modificación del mío./ Entonces es la Cámara de Senadores la que, por su propia declaración, ha establecido positivamente que ella es iniciadora, y que hay un proyecto en tramitación, el proyecto primitivo, es decir, la Ley de Educación de la Provincia de Buenos Aires./ ¿De qué se quejaría ahora, cuando la Cámara de Diputados dice: muy bien, hagamos el gusto al Senado, aun cuando creemos que no es Cámara iniciadora; y, aun cuando este es un proyecto nuevo, accedemos a que sea Cámara iniciadora, y entonces, insistimos en las modificaciones que hemos introducido: cosa hecha, sancionada, establecida, por el mismo Senado?/ Vienen las modificaciones al Senado y entonces no le toca sino decir esto: insisto o no insisto en las modificaciones anteriores./ Sería una cosa curiosa que el Senado se quejara ahora de una situación que él mismo ha creado y que estuviera descontento de que la Cámara de Diputados, yendo más allá de lo que es posible, si se puede decir, en deferencia, haya aceptado la situación que ha creado el mismo Senado.
No hay pues dos proyectos, sino uno solo, y lo que tiene que hacer el Senado es esto: insistir o no insistir./ Si se pidiera la lectura, señor Presidente, de las actas del año pasado, cada una de las peticiones que hace ahora uno de los señores senadores que se oponen a que se trate sobre tablas esta cuestión, serán contestadas por algunos de los discursos de los mismos señores que procedían entonces de un modo bien diferente del que proceden ahora”.
El ministro había ordenado la ficción y puesto las cosas en su lugar, y había salvado la ley. Ahora no había peligro de dar a Pizarro el cuarto intermedio, y se lo dieron.
Cuando volvieron, en lugar de votar inmediatamente, los senadores clericales quisieron dar el gran debate que no supieron dar el año anterior. Pero claro, no estaba Avellaneda, enfermo, y el pobre Igarzabal transitó, a destiempo, caminos trillados, rancios. Dijo que el proyecto de Diputados “nos lleva a lo desconocido”, que no era momento de ensayos nuevos, que el proyecto era inaceptable “porque va contra las creencias y los intereses bien entendidos del pueblo argentino”. Sostuvo que la libertad de cultos “no es para que vengan cuatro disidentes cambiando el tipo de nuestra educación nacional y a volvernos disidentes, como el abrir las puertas del país a todos los hombres del mundo que quieran venir a habitar este suelo, no es para que vengan a colonizarnos”. Respecto del artículo que autorizaba a los ministros religiosos a dar religión a los que quisieran recibirla antes o después de clase, dijo: “¡Qué curiosidad será ver al sacerdote católico, al mahometano, al judío, al mormón etc., etc., entrar a la escuela y recibir de esta Nación civilizada una sala en donde se le formarán los niños y las niñas de su adopción, para recibir la enseñanza religiosa, y aprender sus prácticas! (…) ¡Qué curioso será visitar esas escuelas y encontrarlas convertidas en museos, en los que al lado de Jesucristo esté Mahoma, Confucio, Smith, el gran profeta de los mormones, y en los que al lado del retrato de la madre de Jesucristo esté la divina Isis, el Buey Apis y las constelaciones!”. Aseguró que la ley que restauraría el paganismo y mostró, como Emilio Alvear, su xenofobia para con los inmigrantes extranjeros, que dentro de veinticinco años más serían mayoría y –¡horror!– nos gobernarían.
Finalmente, y felizmente, concluyó su discurso, y Pizarro agregó unas pocas palabras. Señaló, entre otras cosas, que las leyes se hacen para los pueblos y no los pueblos para las leyes, como en este caso, y terminó diciendo que esta ley iba a triunfar en el Senado, pero “hay triunfos que lloran”.
Se necesitaban quince de los veintidós senadores para rechazar la ley laica. Se consiguieron once, y Wilde respiró aliviado: si en lugar de dos tercios, se hubiera necesitado sólo mayoría, habría tenido que desempatar el vicepresidente, Madero, católico militante, y muy otra habría sido la suerte de una de las leyes más debatidas de nuestra historia parlamentaria.
Roca-Wilde la promulgaron el 8 de julio con el número 1420. Sin embargo, en los doce días que corrieron entre la sanción y la promulgación, los clericales hicieron todo lo humanamente posible para evitar la firma final de Roca. No lo lograron: Roca, como Calvo, ya había comprendido que a esta altura lo que estaba en juego no era una ley de educación sino la mismísima soberanía argentina.
A pesar de los agoreros, esa ley de educación obligatoria, gratuita y laica emergió victoriosa para alumbrar a varias generaciones de argentinos. Esa escuela laica, sin Dios, educaría a Jorge Bergoglio, nada menos que el Papa.
Las cruentas luchas, entre liberales y católicos, siguieron durante unos cuatro años más, en todos los ámbitos, públicos y privados. Onésimo Leguizamón murió repentinamente en 1886 a los 48 años, demasiado joven. Wilde siguió recibiendo tremendos ataques personales, pero logró que se sancionara y promulgara la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil (ya durante la presidencia de Juárez Celman), aunque no la reglamentación de relaciones entre Estado e Iglesia.

Los costos políticos fueron altos: el presidente tuvo que echar al nuncio Mattera, se suspendieron las relaciones con la Santa Sede, se levantaron varios obispos y vicarios en el Interior, y las maestras norteamericanas fueron atemorizadas por todo tipo de presiones. Etcétera, etcétera.