El siguiente texto corresponde a un capítulo de Eduardo Wilde, una historia argentina. Solo he excluido las referencias bibliográficas.
Cae la tarde del lunes 20 de
febrero de 1871. El hombre toma el maletín, baja de su coupé, despide al
cochero e intenta abrirse camino por entre el bochinche de la calle de Bolívar,
en un marco de banderas, guirnaldas, flores, agua y furia.
El aire está espeso de calor,
gritos y risotadas, el empedrado cubierto de cáscara de huevo, harina y
lentejas. Gentes de todas clases, edades, colores, naciones y formas festejan
el Carnaval, escondiendo sus identidades tras esas máscaras que dan permiso
para perder la compostura. Aquí niñas lánguidas de salón, con polvo de oro en
sus tocados descompuestos, italianas pulposas de largas melenas rubias,
adornadas con plumas desteñidas, y morenas pechugonas, puro diente blanco,
entregadas todas con igual pasión a la guerra salvaje de huevos, pomos,
bombitas y cubos cargados de agua. Por allí grupos que bailan enardecidos al
son de una banda de música, y, entrando por Independencia, una comparsa que
avanza colorinche, con prepotencia y algarabía. Los bárbaros y los bailarines
se detienen para aplaudir al centurión romano, al arlequín, al turco, al brujo,
y hacen rondas para aclamar con repetidos ¡bravo! ¡bravo! a Muerte, figura estrafalaria conocida
desde hace muchos carnavales como el mejor bailarín.
El hombre, ajeno a todo, apura el
paso; esquiva un huevazo, pero otro, disparado desde un balcón, le da de lleno
en el pecho. Se detiene, se saca el sombrero y con el ala se limpia la
chaqueta; alza la mirada y reconoce en la trinchera, bien provista de
municiones, a una guerrera que alguna vez amó. La morenita se tapa la boca,
divertida, y cuchichea con las amigas.
¡Que la inocencia les valga! murmura él por lo bajo, y sigue
adelante.
A medida que se aleja, el barullo
amaina y el crepúsculo va envolviendo la calle de claroscuros, pero todavía
deberá detenerse, en el cruce con la calle del Comercio, para dejar pasar los
despojos de una comparsa trasnochada que vuelve de otros barrios. La preside un
caballo fósil y aburrido, tirando con paso fúnebre un coche de plaza desvencijado
y abierto, desde el cual tres princesas con trajes pegajosos y flores marchitas
arrojan, en cámara lenta, los últimos cartuchos de harina y lentejas. Detrás,
un carro de mudanza forrado de coco rosado, miserablemente sucio, un bandó
chueco, un milord y, a la retaguardia, un birlocho retrasado con ruido de
hierros viejos, todos cargados de fantasmas bufos que dibujan cabriolas en la
penumbra.
La procesión, casi solemne, casi
dormida, le despierta una angustia honda que le ahoga la garganta y le afloja el
maletín. “La alegría y el carnaval son el
uno metido en el otro de una manera inseparable; no se puede separar el
carnaval de la alegría, porque ya no queda carnaval…”,
recuerda haber dicho alguna vez. Si el espíritu no está alegre, verá en el
carnaval una serie de escenas de un patetismo grotesco.
Aprieta el puño y sigue hasta
Bolivar 412, en cuyo zaguán ya lo espera Parides Pietranera.
–Esto es una locura… –dice por
todo saludo.
–Lo de adentro es otra locura,
Eduardo, pero de Dios... La niña más chica se está muriendo, la madre está cada
vez peor. ¿Has traído los medicamentos?
–Sí, aquí traigo lo que Lassarte
pudo conseguir. Vamos, hermano –responde abriendo la puerta cancel al patio
largo y quieto, poblado de ecos de quejidos callados y del crujido de la
pequeña fogata de alquitrán y madera que ha sido encendida para desinfectar la
casa.
Los vecinos se asoman al oír los
pasos de los médicos. Los pedidos de visitas se multiplican.
Golpean y entran en la pieza
marcada con el número ocho, una habitación exigua, sin ventilación, con tres
camitas de fierro, una mesa de pino y un baúl, donde duerme, come y vive la
familia Zunini. El ambiente, apenas iluminado por una vela triste, está espeso
de olores, el de la gallina que hierve en una olla, el de los sudores y el de
los vómitos negros acumulados en la palangana que Teresa, la niña mayor, va
vaciando en el pozo del patio del fondo.
–Dotore, al fin, mire… –don Giovanni lo recibe impaciente.
Intenta calmarlo con una palmada
y se hinca en el piso áspero de ladrillo para tocar suavemente la frente de la
pequeña que lo mira sin verlo, con los ojos opacos y sangrientos. Le toma el
pulso y la examina lentamente mientras el practicante Pietranera va anotando lo
que le dicta.
–Angelita, Angelita, ¿me oyes? –el
hombre escucha su propia voz, lejana, resonando en la habitación lúgubre,
mientras su alma se demora acariciando la manito amarilla, cubierta de
petequias. Sabe que la niña no contestará, sabe que su pulso se debilita
segundo a segundo, sabe que morirá esta misma noche sin que él ni la ciencia
puedan ayudarla.
Luego va hacia la otra cama y
examina con igual delicadeza a la madre, quien lo recibe temblando de fiebre y
con rezongos: el dolor de cabeza es insoportable y el de cintura también, los
calambres no la dejan dormir, los vómitos no ceden…, dice. Él le aplica unos
medicamentos, le arranca una sonrisa con una broma, y repite las instrucciones
higiénicas que la familia no debe olvidar.
La recorrida sigue por varias
piezas más, de este inquilinato y de otros varios, igualmente pobres,
igualmente heridos por la fiebre amarilla que germina en el barrio de San
Telmo, mientras a pocas cuadras la gente baila disfrazada, en los clubes y en
las calles, como si así pudieran aturdirse y esconderse de los agoreros que dicen
que hay epidemia y que puede extenderse al resto de la ciudad.
Ya clarean las primeras luces del
alba cuando llega a su casa y se echa, desvelado, a hojear La
República, el diario más popular (el único que tiene
venta callejera) que, sin embargo, es uno de los que todavía andan negando,
tozudamente, la visita de la peste peor.
De pronto, sacando fuerzas quien
sabe de donde, el hombre se incorpora, va al escritorio, busca una pluma y con
el pulso tembloroso de puro cansancio, escribe: “Da lástima verdaderamente ver a La República, un diario tan serio y tan popular,
empeñada en extraviar el juicio público, respecto a la epidemia del barrio de
San Telmo, admitiendo en sus columnas las ideas más raras e increíbles que se
puedan emitir sobre puntos de medicina. Si La República fuera uno de tantos diarios que pueden
pasar por inéditos, no nos tomaríamos el trabajo de escribir estas líneas; pero
ese diario tiene un número considerable de lectores y su baratura, poniéndolo
al alcance de todos, hace que entre la gente pobre, sea el más leído y, por
consiguiente, el que más influencia tiene sobre ella. De este modo, las
opiniones que La
República está
vertiendo deben ser consideradas como perjudiciales y lo son en efecto, pues
dando al público seguridades que no debe tener, en presencia de un peligro
real, incita al abandono, da margen al descuido y al olvido de ciertas reglas
higiénicas, cuya observancia aminora, al menos, las probabilidades de
enfermarse y disminuye la violencia de los ataques, en caso de enfermedad…”. Y
sigue y sigue, retrucando cada una de las barbaridades que se dicen sobre el
carácter, y hasta el nombre, de la enfermedad, enumerando los síntomas y
explicando en detalle los padecimientos de pacientes propios y ajenos.
Años después Eduardo Wilde
recordaría que aquel largo artículo suyo, publicado el 22 de febrero, demostró “que la enfermedad era fiebre amarilla
verdadera y de la mejor calidad”, y que la gente le creyó, tanto que al día
siguiente “el pánico cundió en Buenos
Aires, por la certidumbre respecto al carácter de la enfermedad, y por el
número de defunciones, que se multiplicaron”.
Hacía más de un mes que él, Pedro
Mallo y un puñado de colegas
habían denunciado los primeros casos de fiebre amarilla en la manzana de
Bolívar, Perú, San Juan y Cochabamba. Hacía semanas que venían advirtiendo
sobre el peligro de una epidemia, que a su vez negaban otros médicos, algunos
creyendo que era sólo un brote, como el del año anterior, y otros, directamente
negando que se tratara de fiebre amarilla. Los periódicos preguntaban e
informaban sobre casos conocidos; las autoridades municipales se empeñaban en
disimular la situación para evitar el pánico; el Consejo de Higiene Pública
lucía lento e ineficiente, y la
Comisión de Higiene de San Telmo hacía lo que podía.
Hacía quince días que esta última
comisión le había encargado la atención de los enfermos indigentes de San
Telmo, y hacía diez que reclamaba, desesperadamente, más médicos pues el número
de enfermos aumentaba día a día y la epidemia se extendía. “En los pocos días que me ha cabido el honor de servir a los enfermos
pobres de la Parroquia”,
decía el 10 de febrero, “he podido
convencerme de las enormes dificultades que se experimentan en la asistencia en
casas indigentes, aún proporcionándose todos los medicamentos y demás recursos
necesarios. En consecuencia es mi firme convicción que el único medio de llenar
las exigencias que la terrible epidemia provoca, es establecer un lazareto en
una de las muchas casas desocupadas que existen en la Parroquia, dotándolo
debidamente y poniéndolo en aptitud de recibir a todos los enfermos pobres, los
que muchas veces sucumben en su casa a pesar de los esfuerzos del médico de la Comisión, por falta de
cuidados inmediatos, por abandono hasta de los mismos parientes y falta de toda
persona que los atienda…”.
Si no se tomaba esa medida, agregaba, se vería obligado a renunciar al puesto.
Poco hizo la comisión parroquial
porque prevaleció la opinión del doctor Juan Ángel Golfarini, quien consideró
que la epidemia no era tal. La situación se agravó y, a pesar de sus renuncias
formales, Wilde siguió adelante, con la ayuda de otros médicos y de su
asistente, el practicante Pietranera.
A partir de aquellos días de
Carnaval la peste se fue envalentonando, saltando voraz de un barrio al otro,
derribando a su paso a pobres y ricos, familias enteras, en mansiones,
comercios, barracas, conventillos y ranchos. El mes terminó con casi 300
muertos, y en los primeros días de marzo comenzó la escalada infernal y el
caos: los médicos no alcanzaban, los hospitales no daban a basto, hubo que
improvisar lazaretos; los cementerios se fueron colmando y se ordenó abrir uno
nuevo, allá en la Chacarita
de los colegiales, y construir una vía férrea para trasladar cadáveres. La
gente pudiente abandonaba la ciudad; se desalojaban decenas de conventillos y
los inmigrantes, en su mayoría italianos que no tenían con qué reembarcarse,
vagaban por las calles sin techo. Los muertos de marzo fueron 5.000. Abril fue
peor, si cabe, con más de 7.500 víctimas (el domingo de Pascua, se registraron
501; en un día de principios del mes se sacaron setenta cadáveres de un solo
inquilinato). En las horas más trágicas no alcanzaban los coches ni los ataúdes
y los cuerpos envueltos en sábanas, o desnudos, eran apilados en las veredas,
donde los recogía el carro de la basura. Ya se había ido más de la mitad de la
población y las autoridades aconsejaban la evacuación general; se decretaba
asueto administrativo. Quedaban los miles y miles de enfermos, muchos de ellos
abandonados, y algunos dados por muertos y enterrados vivos. La pesadilla se
hacía interminable: Buenos Aires, oscura, quieta, agonizaba entre los gemidos
humanos y el quejido de las ruedas de los carros fúnebres. En mayo la peste se
fue yendo, pero no antes de dejar otros 850 cadáveres.
El saldo final fue de más de
14.000 muertos. Así y todo, la mayoría de los enfermos se salvó pues la fiebre
atacó a más de 50.000
personas de una población de menos de 80.000, porque el resto huyó.
La ciudad mostró, como nunca, sus
luces y sus sombras.
Multitudes que huían
desesperadamente hacia el campo en trenes atestados, carruajes, carretas y a
pie (algunos por la epidemia y otros por la julepidemia,
dice El Mosquito). Escenas
vergonzosas como la del presidente Sarmiento fugándose, en un vagón de lujo, al
igual que su vicepresidente y la mayoría de sus ministros. Gente que lucraba
alquilando ranchos rurales a precio de palacios, o cobrando a valor oro un kilo
de carne en una ciudad desabastecida, o aprovechando la ocasión para
enriquecerse con la venta de cajones y telas de luto. Gente que culpaba a los
italianos indigentes, sucios, promiscuos,
de todos los males. Médicos, la mayoría, que desertaban o recetaban desde sus
casas, farmacéuticos que cerraban sus farmacias; curanderos ilusionistas que hacían
fortunas con tratamientos mágicos. Desesperados que se suicidaban,
enloquecían o vagaban borrachos por las
calles, infames que saqueaban las casas de los que se habían ido, y miserables
aterrorizados que abandonaban a sus familiares enfermos. Negocios cerrados y
oficinas públicas casi desiertas.
Y, entre las autoridades
políticas (provinciales, municipales, parroquiales) y sanitarias que se
quedaron, cumpliendo con su deber, algunas disputas roñosas por un rédito político.
Aún la Comisión
Popular, aquel grupo de valientes ciudadanos que el 10 de
marzo se conformó para combatir la peste en nombre del pueblo (presidido en un
principio por Roque Pérez y luego por Héctor Varela), y que mucho hizo, mostró
sus miserias: varios de sus miembros malgastaron parte de su tiempo y energía
en rencillas de poder, entre sí y con otras autoridades; casi todos
participaron de la psicosis contra los italianos, a quienes desalojaban sin
piedad, con la ayuda de un piquete policial, y les quemaban sus pocos muebles,
enseres y ropas.
Sí, había que estar allí para
juzgar a unos y otros, pero la contra cara fue un ejército de ángeles que desplegaban
sus alas, día y noche, para entrar en casas, conventillos y lazaretos,
atendiendo enfermos, lavando sus cuerpos apestosos, consolando a los
moribundos, haciéndose cargo de enfermos abandonados, cobijando niños
huérfanos, alcanzando un plato de comida, consiguiendo medicamentos y ropa de
cama.
Ángeles o héroes fueron unos
pocos médicos, unos treinta (de los doscientos que atendían en la ciudad),
y otros cincuenta practicantes. Combatieron hasta agotar sus fuerzas, contra
viento y marea, sabiendo siempre que poco sabían de esta enfermedad y que en
cualquier momento podían caer ellos también. Aguantaron los embates de las
autoridades, muchos enfermaron y muchos quedaron tendidos en la batalla.
Ángeles fueron los curas de las diversas parroquias, que llevaron consuelo a
todos los rincones y refugiaron en sus iglesias a los indigentes desalojados.
Cincuenta de ellos cayeron en el ejercicio de su ministerio.
Hubo héroes vestidos de
periodistas, abogados, comerciantes, militares, farmacéuticos, enfermeros,
maestros, poetas, amas de casa. Heroico fue el jefe de policía, Enrique
O’Gorman, que atendió a la población con abnegación y sacrificio y logró que en
sus filas no hubieran deserciones, y heroico su hermano, el cura Eduardo
O’Gorman, que organizó un asilo para guarecer a los miles de huérfanos; héroe
el masón José Roque Pérez, quien luchó desde la Comisión Popular
hasta caer fulminado por la fiebre; ángel el maestro Evaristo Carriego, quien
convirtió su escuela en hospital, y heroína María Antonia Beláustegui de Cazón,
dama de la Sociedad
de Beneficencia, que, venciendo todos los prejuicios y escollos, se las arregló
para organizar un lazareto en una quinta de la calle Córdoba. Honrosa la
actitud de Bartolomé Mitre que no sólo se quedó y enfermó, sino que desde un
humilde puesto en la
Comisión Municipal, se ocupó de la instalación de campamentos
y refugios.
Hubo escenas conmovedoras, como
aquella que le tocó vivir a Carlos Guido y Spano, miembro ejemplar de la Comisión Popular.
En la noche del 12 de abril, uno de los días más dramáticos (427 víctimas),
mientras hacía guardia en la
Comisión, recibió la visita de una sacrificada sirvienta,
quien llegó hasta allí, desesperada y agotada de recorrer las calles desoladas,
buscando auxilio para enterrar a su patrona. La señora había muerto en total
indigencia, abandonada por parientes y amigos: era Luisa Díaz Vélez, la viuda
del bravo general Lamadrid, enemigo acérrimo de su padre, el general Guido. El
poeta sintió que tenía un deber con la historia y salió a la calle, dispuesto a
impedir que los restos de la desdichada mujer, envueltos en una sábana,
terminaran en la pila que recogería el
carro de la basura y fueran tirados en una fosa común. Luego de salvar
al cadáver de su segura suerte, recorrió durante horas la ciudad desierta hasta
encontrar un féretro y un coche decente. Cargó los restos y se los llevó, él mismo,
hasta el silencioso cementerio, donde cientos de bultos esperaban la madrugada
para ser enterrados; levantó al administrador y, terco, quebrando todas las
normas, lo convenció para que le facilitara una de las pocas sepulturas
reservadas para altos funcionarios. Allí, a la luz de un farol, el poeta
enterró a la compañera de Lamadrid: “Cuando
hube echado la última palada de tierra sobre aquellas reliquias me pareció que
mi madre me daba un beso en las tinieblas”.
Pobre Guido: después de la fiebre perdió a su propia mujer, Sofía Hines.
En fin, el horror de aquellos
días se suavizó con acciones como éstas, de hombres bien conocidos, y con la
acción de una legión de héroes anónimos que dieron todo lo que tenían, aun la
vida, por ayudar a sus semejantes.
Eduardo Wilde estaba allí,
combatiendo en primera fila junto con un grupo de sus amigos médicos y
practicantes. Pero tan destacada fue su actuación que El Mosquito del 12 de marzo lo retrata a doble página, a él solo,
intentando domar al demonio de la fiebre.
Combatió en el foco central de
San Telmo, con Golfarini, Mallo y los practicantes, hasta que a mediados de
marzo se reorganizó la asistencia médica y San Telmo pasó a cargo de la
flamante Comisión Médica, presidida por Santiago Larrosa –quien enfermó, sanó,
volvió a su puesto de lucha y debió lidiar con innumerables obstáculos–,
secundado por practicantes como Pietranera, Pirovano o Jacob Tezanos Pinto.
Eduardo dejó entonces de ser el
médico de los pobres de su barrio para pasar a ocuparse, él solo, de la
parroquia de Montserrat, pero no sólo atendió a los enfermos de esta parroquia,
sino a todos los que las diversas autoridades le encargaban, y a todos los que
los amigos le recomendaban, sin aceptar jamás remuneración alguna.
Trabajaba a toda hora, comiendo
poco, durmiendo de a ratitos, inclinándose cada día ante cientos de enfermos,
haciendo consultas con sus colegas, alegrándose con cada vida salvada,
sobreponiéndose a cada muerte, aún la de los amigos. Y a veces, claro, el
tiempo no le alcanzaba, y corriendo de un lado a otro, no cumplía con las
exigencias de la Comisión
de Higiene de Monserrat, que pretendía estricta puntualidad y exclusividad. El
1 de abril, harto de pedir ayudante y de recibir retos, hizo renuncia formal a
la parroquia (cedió a la
Comisión Popular el sueldo que le adeudaba el gobierno para
que lo empleara en socorrer a los enfermos indigentes), y siguió atendiendo a
todos a su manera. El Nacional y La
República defendieron su posición: “Pedir puntualidad a quien no descansa día y noche, y es un modelo de
asiduidad, es una ofensa, es desconocer el esfuerzo y el sacrificio del
distinguido médico, cuya conducta no puede ser más honorable. Impedirle que
cure a un amigo querido a dos cuadras de la parroquia, es una inhumanidad, es
un disparate, un absurdo incomprensible”.
Uno de esos queridos amigos que no estaba dispuesto a abandonar era Parides
Pietranera, compañero de tantas rondas, que agonizaba en el Hospital de
Hombres, en un cuartito húmedo y despojado.
El 4 de abril, jornada de 400
víctimas, Parides murió en sus brazos.
Tal fue su dolor, que abandonó
inmediatamente el edificio, caminó hasta su casa sin ver ni oír el drama de los
demás, y se echó en su cama a llorar todas las muertes que no había tenido
tiempo de llorar. Luego, recordando una promesa que le había hecho a su
compañero, vació su angustia y su rabia en esta carta que escribió a Manuel
Bilbao, director de La República y miembro
de la Comisión
Popular:
“Acaba de morir mi amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto
año de medicina, el noble, generoso y abnegado joven que ha caído después de
haber salvado la vida de tantos.
Esta desgracia me ha abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y
me hallo quebrado completamente de cuerpo y de espíritu.
El huracán de muerte que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar
ni la vida de los que más falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de
dejar una familia numerosa sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de
enfermos sin su médico.
Pietranera me ha pedido en sus últimos momentos que reclame para su
querida madre la pensión vitalicia que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí
en mi interior, aunque haciendo esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí
que no pensara en eso: ahora reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para
nada – tengo el corazón hecho pedazos – lo quería a ese muchacho como es
imposible querer a hombre alguno sobre la tierra.
Muchas veces en broma le decía que había de escribir un artículo
necrológico cuando él muriera –hoy ha llegado el caso y no puedo escribir nada.
Hágame usted el favor de escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo
desgraciado lo que era el pobre Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo
generoso, lo abnegado, lo tierno, lo cariñoso, lo amante de su familia que era
ese desdichado.
¿No es por Dios una lástima que muera en la flor de su edad, faltando
un año para ser médico, un joven tan lleno de esperanzas y tan querido por
todos? La resistencia humana tiene su límite, se puede soportar un trabajo
moral, una tensión de valor durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que
resista a semejantes pruebas; el valor se nos está acabando ya a todos en este
pueblo, se están muriendo nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo
ante semejantes desgracias me siento quebrado, enfermo.
Dispénseme que por hoy a lo menos no visite los enfermos que me ha
recomendado; pero hágame el servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”.
Bilbao cumplió inmediatamente. Al
día siguiente, Eduardo recibió una nota de la Comisión Popular,
firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde caería
también, y el secretario Matías Behety.
“La Comisión
ha sabido con profundo pesar que el practicante mayor Tomás Pietranera”, decía
la nota (¡Matías, tú conoces su nombre!,
ha de haber murmurado Eduardo irritado),
“que acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia
ha caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo
ministerio.
Las altas calidades morales que adornaban a ese joven, su consagración
al estudio de las ciencias, su amor por los desheredados y por los afligidos,
su dedicación constante al cumplimiento de los deberes que se había impuesto y
su ardiente y efusiva caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre
entre los bienhechores de la humanidad.
El cuerpo médico de Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con
tránsfugas y con cobardes, tiene también hombres de corazón generoso y
abnegado, sabrá tributar sin duda a la memoria del practicante Pietranera el
justo homenaje que merecen sus virtudes.
Entretanto, la
Comisión Popular, interpretando los sentimientos del pueblo
que la nombró, ha creído de su deber asociarse al dolor que ha causado en almas
sensible la temprana muerte de ese joven, que honró con su carácter y sus
talentos a la generación de su tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su
última sesión palabras de veneración para él y votado al mismo tiempo la suma
de veinte mil pesos para su señora madre, como una compensación de los afanes y
de los desvelos de su hijo a favor de los pobres atacados.
La comisión espera que usted se sirva trasmitir a aquella digna señora,
agobiada por el pesar de los mayores dolores, los sentimientos manifestados en
esta nota. Se remiten a usted los veinte mil pesos votados…”.
Una vez cumplido el primer
encargo (más tarde, el gobierno otorgó una pensión a la señora Pietranera),
Bilbao publicó en La República el
artículo necrológico que Eduardo le había pedido, transcribiendo su conmovedora
carta, y comunicando la compensación de la Comisión Popular.
De paso, el periódico informaba que “El
Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo
encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir
a Pietranera”.
Durante dos meses y medio, nada
ni nadie pudo apartarlo de su deber, pero la muerte de Pietranera fue una
herida demasiado honda para su sensibilidad. Sin embargo, se levantó y volvió a
la lucha al día siguiente.
Uno de los parientes que le tocó
visitar por aquellos días fue su cuñado Isidoro López, a quien no había vuelto
a ver desde el casamiento de Pastora en Yaví y que había sido elegido diputado
nacional por Salta. Lo detestaba, pero aún así lo asistió dos días, hasta que
no pudo más...
Para entonces, el aún desconocido
mosquito aedes aegypti, infectado con
la sangre de algún paciente, ya le había pasado el virus. A mediados de abril, Eduardo
sintió que la fiebre le subía hasta quemarle las sienes, que la espalda y la
cabeza se le partían de dolor, y supo que la fiebre amarilla había iniciado el
ataque en su propio cuerpo. El espejo comenzaba a mostrarle unos ojos
inyectados en sangre, en un rostro cada vez más amarillento; llegaban los
vómitos, por su cama desfilaban los rostros graves de Larrosa, Mallo, Golfarini,
Pirovano, Ardenghi, y en su mesa de noche se apilaban los remedios. A los dos
días todo calmó, pero él, y ellos, sabían que la mejoría no era tal, que la
maldición estaba juntando fuerzas para el ataque final. Y el ataque final
llegó, anunciándose con hemorragias. Después no supo más nada. No supo que los
médicos cargaron su cuerpo convulsionado en un carruaje y se lo llevaron, por
las calles desiertas, hasta el sanatorio de Ardenghi. No supo que, durante varios
días, el italiano Ardenghi y el venezolano Rafael Herrera Vegas lucharon para
salvarle la vida.
No lo supo porque él no estaba
allí, él viajaba a Tupiza, se lavaba la cara sucia en las aguas heladas de su
río, escalaba los cerros colorados y allá en la cima, sin mayor esfuerzo,
lograba atrapar la luna. Él corría barranca abajo, como un chicuelo, y bebía el
agua clara de las vertientes. Él volaba con el viento, ligero de equipaje,
hasta el bosque de Palala y se recostaba en la hierba para gozar de todos los
rumores de la naturaleza sana: del frote de las hojas de los árboles, de las
ramas que se cimbran, del arrullo de las torcazas. El tiempo era eterno y cada
tanto soñaba que su cuerpo apestado se debatía entre vómitos y hemorragias,
rodeado de médicos, en una cama de sanatorio de una ciudad moribunda.
Finalmente, la Divina Providencia
decidió regresarle el alma al cuerpo, a un cuerpo pálido, flaco, sin fuerzas.
La larga convalecencia, tan
deliciosa como aquella que Faustino había vivido después de la fiebre tifoidea,
la pasó en la quinta de los Estrada, en Flores. Se fue recobrando lentamente en
un gran dormitorio con ventanas cubiertas de jazmines, donde gozaba de los
suaves idilios que el viento cantaba entre las hojas de los árboles, y de los
libros que le leía su anfitrión, Ángel de Estrada. Entre esos libros se contaba
Recuerdos de Provincia, de Sarmiento,
y los de un autor que nunca había leído, pero que lo enamoró por siempre:
Charles Dickens, a quien consideraría un “coloso
del pensamiento, de la observación y del análisis”, y a quien llamaría “Dickens el inmortal, cuya pluma no ha
dejado un tipo humano sin retratar a lo vivo”.
Lo visitaban los amigos, y, entre
ellos, llegó un día Nicolás Avellaneda, uno de los pocos funcionarios
nacionales que se quedó en la ciudad, pero con quien casi no había tenido
tiempo de hablar desde que empezó la crisis.
–No se mueva, mi doctor,
descanse, que he de contarle un episodio que me tiene conmovido.
–No me cuente nada triste.
Cuénteme que anda leyendo… Hábleme de sus niños... O de los cerros de Tupiza,
donde creo que anduve para salvarme de la muerte… Mi madre, pobrecita, me dice
en una carta que le hizo una novena a María Santísima de las Mercedes para que
Díos me tuviera de su mano –los ojos de Wilde sonreían con pálida picardía–.
Parece que no me soltó, lo que demuestra que no es rencoroso con los
escépticos.
–Y así ha de ser. No, oiga lo que
quiero contarle. En uno de esos días terribles, estaba en mi dormitorio,
leyendo, cuando me anunciaron una visita que insistía en verme. Era un hombre,
que me dijo que su hermana, que acababa de morir, le había encargado que
pusiera en mis manos un paquetito. Lo abrí, reconocí la letra de mi padre en
unas hojas con versos, acaricié unos guantes que seguramente había usado, y
algo más… –la voz de Avellaneda se quebraba–, ahí estaba su retrato, el primero
que tengo de ese rostro venerado que vi por última vez a los cinco años, y que
durante años he hecho esfuerzos por recordar…
Sacó entonces de su bolsillo el
cuadrito cuidadosamente envuelto en un pañuelo blanco, y se lo acercó al
convaleciente, quien mientras observaba el rostro del retrato –jovial,
sanísimo–, extendía su mano larga, blanca y temblorosa, para apretar la del
querido doctor, tan fuerte como
podía. Los dos amigos quedaron en silencio, conmovidos, hasta que llegaron
otros y la conversación se volvió trivial.
Sus visitantes se cuidaban de
apenarlo con los últimos horrores. Pero supo que la fiebre había sido
finalmente vencida; que Herrera Vegas había enfermado, al igual que el querido
Aristóbulo del Valle, quien se salvó por muy poco y convalecía en Glew, pero
que varios amigos habían muerto, entre ellos Adolfo Argerich y también su
cuñado López; que
cuando la epidemia ya se había ido, habían enfermado Eleodoro Damianoviche y
Ardenghi.
En cuanto se sintió más fuerte,
comenzó a leer diarios y a irritarse con los periodistas y demás legos que
opinaban como médicos, ponderando o condenando tratamientos sin saber nada de
medicina; con los médicos que hacían generalizaciones sin fundamento, y con
todos los que se dejaban embaucar por charlatanes como aquel Gorris, tapicero
francés, que promediando la epidemia había logrado que la Comisión de Higiene
estudiara su tratamiento secreto y mágico (en base a enemas), o el tal
Guerrero, otro extranjero, que había obtenido cartas de recomendación de Héctor
Varela, Mansilla y Carriego, miembros de la Comisión Popular,
para su tratamiento en base a diuréticos. Ambos dejaron muchos muertos que,
según Wilde, bien muertos estaban, por confiar en esos personajes (“Hay indudablemente un letrero en el muelle
que dice a todos los que desembarcan: Aquí se cree todo”).
Sobre todo esto, y los
tratamientos que él mismo usó, escribió un artículo publicado en La
República el 30 de mayo, llevando dos cruces por toda
firma. Le contestó Uno que será médico,
quien presentaba sus dudas sobre algunos de los tratamientos aplicados por el
autor escondido detrás de las cruces, aclarando que se atrevía a replicarle con
algo de miedo pues, si bien su gracia lo delataba, “suele decirse que detrás de la cruz está siempre el diablo”, por
lo que, “mucho tememos no encontrarnos
con nuestro amigo E…, el diablo médico de nuestros tiempos”.
Eduardo, recuperando su buen humor, se dirigió entonces a “Señor don Futuro Médico” anticipándole que no quería pelearse con
él por materias científicas, sino conversar amigablemente, “pues reconozco en usted, a un gran compinche mío, famoso admirador de
Larra, propagador de Moratín, notable cuchufletero y decidor de refranes,
aventajado estudiante de medicina, ídem ídem de farmacia y otros títulos más”.
Era Martín Spuch, aquel
español con quien compartió casa en el Retiro. La pequeña polémica se dio en
ese tono amigable, y Wilde no sólo aclaró los remedios que aplicó, sino que
sugirió al Gobierno que convocara a un congreso médico para discutir
científicamente la pasada epidemia, y expresó su intención de escribir un
libro, cuaderno o folleto.
Ya totalmente restablecido,
volvió a la ciudad en junio, para encontrarse con una sociedad que poco a poco
despertaba de la pesadilla, con gente enlutada en cuerpo y alma, de ojos
opacos, sonrisas magras, mutilada de hijos, hermanos, padres. Los huidos habían
vuelto, pero ¿quién no tenía alguien por quien llorar? No era fácil recomponer
hogares, familias, trabajo, vida…; todo remitía al horror pasado.
¡Qué difícil fue volver a las
calles de su vecindario, donde tantas caritas rosadas habían desaparecido!
Sin embargo, hubo dos rostros que
sobrevivieron al espanto, y que le alegraron una tarde de noviembre: el de
Venturita Zavaleta, una niñita que él había ayudado a traer al mundo poco antes
de iniciarse la fiebre, y que esa tarde besaba como padrino en la iglesia de la Merced, y el de su madre,
Ventura Muñoz –mujer del juez Manuel Zavaleta–, cuya gracia desenfadada
comenzaba a perturbarlo.
A partir del 8 de diciembre se
expuso en el foyer del Teatro Colón
el cuadro Un episodio de la fiebre
amarilla del pintor Juan Manuel Blanes. La pintura naturalista, que
conmovió a todo Buenos Aires, expresaba sustancialmente el horror y el dolor:
representaba el momento en que Roque Pérez y Manuel Argerich entraban en un
cuarto de conventillo donde, tendido en el piso de ladrillo, se hallaba el
cadáver de una mujer joven, y junto a
ella, el hijito que intentaba alimentarse de su pecho muerto.
La gente hacía cola para ver la
obra, y los observadores ponderaban la distribución de la luz y demás
calidades, aunque algunos críticos le reprochaban que tuviera demasiados
ripios, es decir personas u objetos innecesarios para la escena. Uno de esos
ripios habría sido un muchachito que figura a un costado, detrás de Roque
Pérez, mirando a los recién venidos.
Wilde se conmovió, como todo el
mundo, pero no quiso escarbar en el dolor, y aprovechó para escribir un largo y
ameno artículo en La República que, cuando
no, generó polémica. No por sus apreciaciones sobre el cuadro, sino por su
introducción, donde volvía sobre temas que lo apasionaban: análisis de los
sentidos (especialmente oído y visión), sensaciones, gusto artístico, la
subjetividad y su negación de las ideas absolutas, etc., etc., cuestiones que
ya había tratado en tantos artículos periodísticos y en la polémica con Goyena.
Esta vez, quién quiso polemizar, en otro largo artículo, fue su compatriota, el
maestro boliviano Nicomedes Antelo, positivista, quien admiraba al joven
médico, pero encontraba que sus ideas eran temerarias. Eduardo contestó a sus
observaciones, aunque le pidió que no hicieran polémica porque nadie “convence jamás a otro en discusión, que
cuando el convencimiento llega al espíritu humano, es en virtud de un esfuerzo
automático y cuando más, a propósito de algo externo, oído, visto o palpado; es
decir, que siempre es uno que se convence a sí mismo”.
Sin embargo, su réplica, interesantísima, hasta contiene una lección de
fotografía.
Pero dejemos de lado la polémica
para ir a los párrafos sobre el cuadro de Blanes, porque toda su introducción
sólo servía para expresar la fascinación que le había producido la ilusión de
relieve del cuadro. Le parecía estar mirando un espejo en el cual se reflejaba
un grupo de personas y de objetos. “Su
relieve es admirable” dice, “es una
tan notable falsificación de la naturaleza, es una sofisticación de los sólidos
tan diestramente verificada, que no deja la menor duda que el pintor y la luz
han querido burlarse de los ojos humanos (…) las sombras suplen tan completa,
tan perfectamente a la composición de perspectivas, que el relieve salta de
cualquier modo que se mire el cuadro y cualquiera sea el número de ojos con que
se lo mire. Blanes ha tenido una feliz inspiración al colocar la luz detrás de
los personajes de su cuadro. Esta disposición favorece admirablemente el
relieve, que es la cualidad predominante en esa composición, verdadera obra
maestra bajo este punto de vista”.
Luego de detallar la ilusión de
solidez que le hacen los objetos y personas pintados, se refiere a los ripios que se reprochan a la obra, y se
pregunta: “¿En cuantas escenas de la vida
no hay objetos y personas que no son necesarias a la dicha escena? ¿Qué es un
curioso sino un sujeto inútil? ¿Y en qué escena, con tal que no sea enteramente
privada, falta un curioso? Si yo fuera pintor y pintara escenas a puerta
abierta, siempre pondría un curioso, uno cuyo papel fuera mirar, porque así es
lo natural”.
Esta confesión se haría innecesaria
para los lectores de Wilde cuya característica –y encanto– es poner luz en lo
que otros llamarían ripios. Veamos,
si no, los párrafos siguientes, donde Wilde, el curioso, curiosea al curioso
con exquisita sensibilidad.
“En el cuadro de Blanes hay también el indispensable curioso, en la
persona de un muchacho.
No sé si este muchacho es hijo de los finados o si es un simple
aficionado de la casa.
El demuestra haber llorado antes, pero su fisonomía en el momento,
pinta un solo sentimiento predominante, ante el cual desaparecen otros rasgos:
la curiosidad.
Este muchacho es por sí solo un poema.
Es cualquier muchacho que todos nosotros hemos visto.
Es uno de esos muchachos medio vagamundos, que se halla en el momento
extremadamente preocupado de saber qué es lo que pensarán aquellos señores de
los muertos.
Su ropa está denunciando su vida.
Él tiene toda la fisonomía de un pillete de playa y la despreocupación
propia de su edad y de su posición social.
Si ese muchacho no estuviera ahí, estaría jugando a los cobres.
Pero ocupaciones trascendentales lo detienen por el momento en casa. La
presencia de los muertos no le espanta; la curiosidad embarga toda su
inteligencia.
¿Qué hará este señor grueso? está diciendo. Y aquel otro que se asusta
¿qué estará por decir?
Y mientras averigua estos interesantísimos puntos, con una mirada
penetrantemente rebuscadora, juega con sus pies descalzos, tratando de embutir
el uno en el otro.
Esto último es característico.
A un muchacho que se encuentra delante de caballeros extraños y serios,
le estorban siempre las manos y los pies, a los cuales busca inútilmente
acomodo.
Su posición es una mezcla de temor, de respeto y de curiosidad. El teme
sobre todo perder un solo movimiento, un solo gesto, un solo suspiro de los
recién venidos.
¿Qué ira a hacer la
Justicia en esta casa? se pregunta y no se contesta.
Porque es evidentemente demostrado que para un muchacho de esta clase,
un hombre grueso, vestido de negro, acompañado de otro un poco más delgado y
también de negro, no puede representar otra cosa que la Justicia.
Decir que al muchacho ese sólo le falta hablar y caminar, está de más.
Yo siento que delante del cuadro haya una cuerda, que impide acercarse,
pues a no existir dicha cuerda yo me habría aproximado al muchacho para decirle
al oído, que se prenda cada ojal del chaleco en el botón correspondiente y no
en el de más arriba”.
Así, con el cuadro de Blanes
recordando el dolor, 1871 se iba, pero aún faltaba otra tragedia, la del vapor América que se incendio y naufragó,
mientras navegaba de Buenos Aires a Montevideo, en la víspera de Navidad, dejando
más de 150 muertos. Tuvo también sus escenas heroicas, como aquella que
protagonizó el italiano Luis Viale, que se despojó de su salvavidas para salvar
a una señora embarazada, y se hundió fatalmente en el río.
¿Había concluido el año maldito?
No, no, todavía no, faltaba un broche grotesco. En el último minuto de 1871
llegó desde Tandil un grupo de fundamentalistas, liderado por un Mesías gaucho
llamado Jerónimo Solané, que predicaba el exterminio de extranjeros y masones.
En las primeras horas de 1872, el malón de fanáticos asesinó a unas cuarenta
personas, entre argentinos y extranjeros, hombres, mujeres y niños.
Durante la epidemia, Eduardo había
librado la batalla de su vida. Décadas después diría que se necesita más valor “para entrar en una sala de enfermos de
fiebre amarilla que en una batalla: el primer acto es individual, el segundo es
colectivo y por lo tanto requiere menos entereza de ánimo”.
Su coraje fue reconocido por todos: la Municipalidad le dio una enorme medalla de oro,
en cuyo reverso se leía: “A los
servidores de la humanidad” y que recibieron todos los médicos actuantes; la Comisión Popular
y diversas sociedades le dieron certificados de honor. Pero, más importante,
una comisión de vecinos decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada
por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular
(entre ellos, Alberto Larroque) y tres profesionales cuya actuación se
consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo. Así, el 29
de julio la comisión de vecinos visitó, uno a uno, a los flamantes caballeros para colgarles al cuello una
pequeña cruz de hierro, y entregarles el título honorífico.
Eduardo solía ostentar su medalla
municipal con orgullo, y casi dos décadas más tarde la llevaría en sus maletas
en un largísimo viaje hasta Jerusalén. Allí, en el Santo Sepulcro, en cuyas
piedras “gastadas por los besos de los
fieles, y con frecuencia mojadas con sus lágrimas”, nos dice, “algunos ponen sobre la tumba rosarios,
imágenes u otros objetos para recogerlos en seguida, ya con el mérito de haber
estado en sitio tan venerado. Yo puse mi medalla de la fiebre amarilla”.
En 1909, el Viejo Wilde,
refiriéndose a la peste en una carta a Paul Groussac desde Madrid, recordaría: “Muchos de los episodios en que fui actor o
espectador son dignos de correr impresos; tal vez algún día los juntaré y
publicaré; mientras tanto voy a contarle uno que me entristece mucho cuando lo
recuerdo./ Yo vivía en la calle de Belgrano, cerca de la botica de Don Tomás
Lassarte, tan conocido; al lado de la botica había un conventillo en que la
familia de un vasco ocupaba varios cuartos; esta familia era formada por el
marido, la esposa, cuatro o cinco hijos y varios parientes. Solían los miembros
de ella, en mayor o menor número, sentarse en la puerta del conventillo y
cuando yo pasaba los saludaba al ver las caras de simpatía que me ponían; la
madre era una vasca hermosa, blanca, rosada, fornida y sus hijos gozaban de una
salud y una belleza rústica incomparables. Yo veía que tenían ganas de
mostrarme de alguna manera su afecto; por ejemplo: obsequiándome con un enfermo
para que lo curara; mas no había medio que se enfermara nadie en aquel hogar
donde reinaba una epidemia de robustez y buena salud. Pero llega la fiebre
amarilla, hay enfermos en la familia vasca, me llaman, voy, y apenas me
presento, la hermosa vasca me dice: ¡por fin lo vemos a usted en esta casa!...
más valiera que no me hubieran visto; a los ocho días de mi primer visita los
más de mis enfermos fallecieron, no obstante mis asiduos cuidados; fue inútil
todo esfuerzo contra el mal”.