El proyecto de ley vuelve al ruedo
En
ese complicado junio de 1884, los diarios rochistas y muchos dirigentes
opinaban que no había la calma política y social necesaria para volver a tratar
el proyecto de ley de enseñanza laica (rechazado por el Senado) o el de
Registro Civil, que esperaban en las comisiones de la Cámara de Diputados.
Decían que si se reabría el debate, estallarían manifestaciones católicas, a la cordobesa, en todo el país.
Si
los conservadores creían que el proyecto de enseñanza laica estaba muerto, los
liberales más decididos pensaban que era ahora o nunca. Wilde y Onésimo Leguizamón
organizaron la estrategia a seguir.
Recordemos
brevemente los antecedentes: en octubre de 1881 llegó el primer proyecto del
Senado o sea la aprobación de un decreto del Poder Ejecutivo, dejando
interinamente en vigencia la ley de educación de la provincia de Buenos Aires
hasta tanto se aprobara la nueva ley; que ese proyecto quedó en un cajón, sin
consideración; que en 1882 la
Comisión de Instrucción Pública trabajó con el
superintendente Zorrilla sobre un proyecto de ley, que tampoco fue considerado;
que, finalmente, la misma comisión presentó un proyecto en 1883 y éste fue
reemplazado por el proyecto de los diputados liberales, que fue el que en
definitiva se aprobó y envió al Senado para su revisión; que el Senado entendió que el suyo del 81 fue el
proyecto original, por lo que declarándose Cámara iniciadora, insistió en su
primitiva sanción, rechazando las modificaciones sin siquiera considerarlas. El
proyecto volvió a la Cámara de Diputados y ésta lo giró a su comisión de
Negocios Constitucionales.
Si
bien podría demostrarse que todo el trámite del Senado era legalmente, y
reglamentariamente, inconsistente, la cuestión a resolver era si Diputados
insistía en su carácter de Cámara iniciadora o si encontraba un modo
alternativo para alcanzar el objetivo: la aprobación de su proyecto. Si se
insistía en la teoría de Cámara iniciadora se llegaría a un punto muerto, lo
que implicaría, en los hechos, la derrota del proyecto. ¿Cuál era entonces la
estrategia? Aceptar que el Senado era Cámara iniciadora e insistir, como Cámara
revisora, en las modificaciones. El Senado necesitaría dos tercios para
rechazarlas y el año pasado apenas había alcanzado una mayoría accidental.
Mientras
Leguizamón operaba sobre los miembros de la comisión de Negocios
Constitucionales de la Cámara de Diputados, Wilde se reunía con Mitre, cuyo
diario había criticado duramente las medidas tomadas en la cuestión cordobesa.
No podía esperar que Mitre apoyara al gobierno en esa cuestión, pero sí le
podía pedir que sus pocos congresales no obstruyeran la labor de los liberales,
es decir que La Nación y sus
diputados no se plegaran a aquellos que consideraban que no era momento de
seguir adelante con el proyecto de ley de enseñanza laica.
El
viernes 20 de junio de 1884, después de una sesión de la Cámara de Diputados,
Leguizamón recibió en su casa a un grupo de diputados: el bloque liberal
roquista completo y varios otros liberales opositores. El anfitrión explicó a
todos la estrategia que ya había acordado con los miembros liberales de la
comisión de Negocios Constitucionales, quienes ratificaron lo expuesto por
Leguizamón. Alguno quiso saber si tenían mayoría de dos terceras partes para insistir
con el proyecto. Leguizamón contestó que aunque habían perdido algunos votos
entre los rochistas, habían ganado otros entre católicos moderados, asustados
por el fanatismo cordobés.
Así,
se acordó que el lunes 23 se plantearía la cuestión sobre tablas.
La Cámara de Diputados decide insistir
El
día 23 todo fue sucediendo de acuerdo con lo planeado. Esta vez, los liberales
habían madrugado a los conservadores. Antes de la sesión, en antesalas, ya se
había corrido la voz, y cuando ésta se inició, el presidente Rafael Ruiz de los
Llanos informó que la Comisión de Negocios
Constitucionales había presentado un dictamen, que se imprimiría y repartiría. Inmediatamente,
Emilio Civit mocionó para que el tema se tratara sobre tablas. Mariano Demaría cuestionó
las razones de urgencia para el tratamiento sobre tablas, y se le respondió que
la única urgencia era terminar el asunto de una vez por todas, para que no se
siguieran agitando los ánimos inútilmente. Se leyó el despacho y a pesar de las
protestas, se votó y se resolvió tratar el tema sobre tablas. El cordobés Olmedo,
miembro de la Comisión
de Negocios Constitucionales, relató los antecedentes, y dijo que a juicio de
la comisión no era posible sostener que Diputados era iniciadora sin exponerse
a un conflicto parlamentario de difícil solución, que impediría la sanción de
una ley de vital importancia y “de urgentísima necesidad para el país”.
Por ello, sostuvo, la
Comisión entendía que la mejor solución era reconocer al
Senado como iniciadora y volver a ocuparse de la ley. Se votó el dictamen de la
comisión, que fue aprobado.
El
liberal Ocampo mocionó para que la
Cámara se pronunciara inmediatamente sobre aquel proyecto rechazado
por la Cámara
de Senadores sin correcciones ni modificaciones que ameritaran un nuevo estudio.
El rochista Manuel Láinez, diputado recién electo, protestó argumentando que no
podía votar un proyecto que no conocía por ser nuevo en la Cámara; que si lo
obligaban, obviamente tendría que votar negativamente, porque ignoraba “las razones fundamentales que militen en su
favor o en su contra”. Curioso argumento para un diputado-periodista que el
año anterior presenció desde la barra todas las sesiones del debate, y que
escribió en su diario, hasta el hartazgo, en favor de la ley.
Por
supuesto, también se oponían los representantes católicos, quienes, como Láinez
y otros rochistas, decían que el procedimiento los había tomado por sorpresa,
pues no sabían que en esta sesión se pretendía “sancionar un proyecto de esta magnitud”, tratándolo sobre tablas
en forma violenta y precipitada.
El
santafecino Argento quiso traer a colación el conflicto cordobés que, según él,
se extendería a todo el país: “Se ha
declarado guerra a muerte a la Iglesia Católica, y a todos los que somos fieles
a ella”. Le contestó Nicolás Calvo, un moderado que en el debate del año
anterior había votado con los clericales, y que ahora, ante los hechos de
Córdoba cambiaba su voto, pues “ya la
cuestión no es de religión, es de soberanía nacional”. Y Adolfo Dávila,
liberal independiente del gobierno: “No
se trata de guerra a muerte, ni de defensa tenaz a la religión, ni de la
religión. Se trata simplemente de dotar a la Capital de la República de un régimen
escolar de acuerdo con los principios prevalecientes en el mundo, en materia de
educación”. Afirmó que no podía hablarse de precipitación pues el proyecto
se había debatido en el Congreso, se había difundido en folletos, y se había
analizado y discutido en todos los ámbitos.
Finalmente,
después de mucha discusión y protesta, se aprobó el tratamiento sobre tablas
por amplísima mayoría y finalmente se votó si se insistía ante el Senado.
Ganaron los liberales por cuarenta y ocho votos contra diez.
Sin
embargo, Demaría pretendió introducir una nueva chicana procesal: si Llanos
mandó el proyecto anterior al Senado en
revisión era porque entendía que Diputados era Cámara iniciadora, y ahora
no podía sancionarlo diciendo que el Senado era iniciadora, etc., etc. No tuvo
suerte. Llanos informó que comunicaría al Senado que había reconocido que era
Cámara originaria y Diputados revisora en segunda revisión, y que había
sancionado por dos terceras partes de votos presentes, como se hacía en estos
casos. Así lo hizo, ese mismo día.
Al
día siguiente, el converso Manuel Láinez decía en El Diario: “La nueva ley es
un caballo troyano. Entrará a las escuelas llevando escondidos en sus ijares
todos los elementos disolventes, que antes de poco producirán en el cerebro
embrionario del niño la atrofia consiguiente a la absorción de ideas
diametralmente encontradas, cerebros en que los sacerdotes católicos y los
pastores protestantes elegirán como el campo de batalla donde el vencedor
ambiciona vivaquear en señal de triunfo…”.
La sanción en el Senado
En
Diputados la cuestión había quedado terminada, pero aún faltaba la definitiva
sanción del Senado. Antes de la sesión, que debía celebrarse el 26 de junio,
hubo una reunión de un pequeño grupo de senadores: Juárez Celman, Cambaceres y
alguno más. Allí el tema no era tan sencillo, porque había roquistas fervientes
que eran furiosos opositores de la ley, y liberales rochistas, como Aristóbulo
del Valle, que jamás votarían contra la ley, pero tampoco asistirían a una
reunión roquista.
Wilde
no necesitó ir a la sesión de Diputados, porque allí estaba el prestigioso Onésimo
Leguizamón para dirigir las acciones. No ocurría lo mismo en el Senado. Juárez
Celman y Cambaceres carecían de ese prestigio general, y Del Valle, ahora claro
opositor, no estaba dispuesto a representar un papel que no le correspondía. Wilde
había conversado con todos ellos, y por eso el 26 de junio decidió hacer
guardia en antesalas desde el minuto cero, listo para ingresar al recinto
cuando fuera necesario.
Si
la otra sesión, aquella del 28 de agosto de 1883 fue vergonzosa, ésta fue su
necesario correlato. Cuando se leyó la comunicación de Diputados, Juárez Celman
pidió que se tratara sobre tablas, como era la práctica en asuntos que venían
en segunda revisión. Protestó Igarzabal, pidiendo que pasara a la comisión de
legislación, y Juárez insistió, goloso y vengativo, recordando que cuando se
trajo a debate por primera vez, el Senado no quiso debatirlo ni esperar
siquiera que estuviera presente el miembro informante de la Comisión, y que cuando
éste se hizo presente, no se le permitió ir hasta su casa a buscar los apuntes
que había preparado para fundar el dictamen: “Esto prueba que si entonces se creyó innecesario el debate, hay más
razón para pensar del mismo modo ahora”.
Entonces
pidió la palabra Manuel D. Pizarro, previamente dispuesto a sembrar confusión
procesal, y comenzó una nueva ficción. Claro, Pizarro no era senador el año
pasado y podía cuestionar a sus anchas la ridícula farsa que inició el Senado
al considerar que el proyecto de ley de enseñanza de Diputados era una
modificación de un proyecto totalmente diferente, nacido en el Senado. Simulaba
no entender cómo un proyecto rechazado el año pasado podía volver este año. Y
de paso decía que no conocía ni el proyecto del Senado ni el de Diputados, y se
peleaba con Juárez Celman, quien le recordaba que lo había criticado por la
prensa.
Finalmente,
se aprobó por mayoría la moción de Juárez de tratar el tema sobre tablas, y
siguió la farsa. Pizarro quería que se leyera el proyecto de ley de Diputados,
que insistía en no conocer, y también el del Senado. El Secretario Benigno
Ocampo le aclaraba que era un solo proyecto, modificado, que el Senado sólo
debía insistir o no en el rechazo de las modificaciones. Pizarro decía que
quería leer esa modificación, si era una, o modificaciones, si eran varias.
Siguiéndole el juego, alguien le decía que los artículos modificados eran
muchos (todos en realidad), y él respondía que entonces era otro proyecto, y
seguía sembrando confusión.
Aristóbulo
del Valle, quien el año pasado había advertido sobre los horrores procesales de
la farsa iniciada por los senadores clericales, trataba de explicarle que si la Cámara de Diputados había
reconocido la prerrogativa que el Senado reclamaba, y había considerado su
propio proyecto como modificatorio del Senado, insistiendo en sus
modificaciones, no había más que un solo proyecto, y, así la situación, por
supuesto que las modificaciones eran muchas. Pizarro simulaba no entender: si eran
muchas las modificaciones, formando un cuerpo de ley, señalaba, entonces era
otro proyecto, y estaban en una situación equívoca ambas cámaras. Enmarañando
lo ya enmarañado, iba demostrando cómo los distintos actos tomados por cada una
de las cámaras se contradecían con las resoluciones tomadas por ellas mismas. Y
seguía jugando, como buen jurista que era, a desentrañar esta ficción sin
solución, y a medida que hablaba iba demostrando cuánto sabía de la génesis de
este asunto, cuando en principio había dicho que no tenía idea de nada. Pedía
un cuarto intermedio, sospechoso cuarto intermedio que podría servir para dejar
a la Cámara
sin quórum o para terminar de lograr su objetivo: la anulación de todo lo
actuado.
Hubo
un momento de tensión, donde parecía que todos bajaban los brazos, que Pizarro
se imponía. Fue entonces que Wilde entró en el circo, dispuesto a tomar el toro
por las astas: “Creo que le daré al señor
Senador todas las explicaciones y satisfacciones necesarias, sin necesidad de
cuarto intermedio, simplemente recordando los hechos que han tenido lugar, y
mostrándoles que la situación, si tiene algo de anormal, esa normalidad emana
de un procedimiento que empleó la mayoría del Senado el año pasado./ El señor
Senador, siendo Ministro de Culto, mandó al Senado de la Nación un proyecto de ley,
que era la ley de educación común de la provincia de Buenos Aires, ese proyecto
de ley vino acompañado de un mensaje; ese mensaje traía un decreto; el decreto
establecía que quedaba en vigencia la
Ley de Educación de la Provincia de Buenos Aires. ¡Muy bien! El Senado
aprobó ese decreto del Poder Ejecutivo, y convirtiéndolo por su parte en
proyecto de ley, lo mandó a la
Cámara de Diputados./ En la Cámara de Diputados se convirtió en una Ley de
Educación, teniendo presente ese proyecto, y modificándolo fundamentalmente.
Esa sanción de la Cámara
de Diputados vino al Senado. El Senado no quiso tomar en cuenta una por una sus
modificaciones; encontró que era mejor el proyecto que había remitido y,
considerándose cámara iniciadora, dijo: insisto en mi primer proyecto y no
considero el de la Cámara
de Diputados sino como una modificación del mío./ Entonces es la Cámara de Senadores la que,
por su propia declaración, ha establecido positivamente que ella es iniciadora,
y que hay un proyecto en tramitación, el proyecto primitivo, es decir, la Ley de Educación de la Provincia de Buenos
Aires./ ¿De qué se quejaría ahora, cuando la Cámara de Diputados dice: muy bien, hagamos el
gusto al Senado, aun cuando creemos que no es Cámara iniciadora; y, aun cuando
este es un proyecto nuevo, accedemos a que sea Cámara iniciadora, y entonces,
insistimos en las modificaciones que hemos introducido: cosa hecha, sancionada,
establecida, por el mismo Senado?/ Vienen las modificaciones al Senado y
entonces no le toca sino decir esto: insisto o no insisto en las modificaciones
anteriores./ Sería una cosa curiosa que el Senado se quejara ahora de una
situación que él mismo ha creado y que estuviera descontento de que la Cámara de Diputados, yendo
más allá de lo que es posible, si se puede decir, en deferencia, haya aceptado
la situación que ha creado el mismo Senado.
No hay pues dos proyectos, sino uno
solo, y lo que tiene que hacer el Senado es esto: insistir o no insistir./ Si
se pidiera la lectura, señor Presidente, de las actas del año pasado, cada una
de las peticiones que hace ahora uno de los señores senadores que se oponen a
que se trate sobre tablas esta cuestión, serán contestadas por algunos de los
discursos de los mismos señores que procedían entonces de un modo bien
diferente del que proceden ahora”.
El
ministro había ordenado la ficción y puesto las cosas en su lugar, y había
salvado la ley. Ahora no había peligro de dar a Pizarro el cuarto intermedio, y
se lo dieron.
Cuando
volvieron, en lugar de votar inmediatamente, los senadores clericales quisieron
dar el gran debate que no supieron dar el año anterior. Pero claro, no estaba
Avellaneda, enfermo, y el pobre Igarzabal transitó, a destiempo, caminos
trillados, rancios. Dijo que el proyecto de Diputados “nos lleva a lo desconocido”, que no era momento de ensayos nuevos,
que el proyecto era inaceptable “porque
va contra las creencias y los intereses bien entendidos del pueblo argentino”.
Sostuvo que la libertad de cultos “no es
para que vengan cuatro disidentes cambiando el tipo de nuestra educación
nacional y a volvernos disidentes, como el abrir las puertas del país a todos
los hombres del mundo que quieran venir a habitar este suelo, no es para que
vengan a colonizarnos”. Respecto del artículo que autorizaba a los
ministros religiosos a dar religión a los que quisieran recibirla antes o
después de clase, dijo: “¡Qué curiosidad
será ver al sacerdote católico, al mahometano, al judío, al mormón etc., etc.,
entrar a la escuela y recibir de esta Nación civilizada una sala en donde se le
formarán los niños y las niñas de su adopción, para recibir la enseñanza
religiosa, y aprender sus prácticas! (…) ¡Qué curioso será visitar esas
escuelas y encontrarlas convertidas en museos, en los que al lado de Jesucristo
esté Mahoma, Confucio, Smith, el gran profeta de los mormones, y en los que al
lado del retrato de la madre de Jesucristo esté la divina Isis, el Buey Apis y
las constelaciones!”. Aseguró que la ley que restauraría el paganismo y
mostró, como Emilio Alvear, su xenofobia para con los inmigrantes extranjeros,
que dentro de veinticinco años más serían mayoría y –¡horror!– nos gobernarían.
Finalmente,
y felizmente, concluyó su discurso, y Pizarro agregó unas pocas palabras.
Señaló, entre otras cosas, que las leyes se hacen para los pueblos y no los
pueblos para las leyes, como en este caso, y terminó diciendo que esta ley iba
a triunfar en el Senado, pero “hay
triunfos que lloran”.
Se
necesitaban quince de los veintidós senadores para rechazar la ley laica. Se
consiguieron once, y Wilde respiró aliviado: si en lugar de dos tercios, se
hubiera necesitado sólo mayoría, habría tenido que desempatar el
vicepresidente, Madero, católico militante, y muy otra habría sido la suerte de
una de las leyes más debatidas de nuestra historia parlamentaria.
Roca-Wilde
la promulgaron el 8 de julio con el número 1420. Sin embargo, en los doce días
que corrieron entre la sanción y la promulgación, los clericales hicieron todo
lo humanamente posible para evitar la firma final de Roca. No lo lograron:
Roca, como Calvo, ya había comprendido que a esta altura lo que estaba en juego
no era una ley de educación sino la mismísima soberanía argentina.
A
pesar de los agoreros, esa ley de educación obligatoria, gratuita y laica
emergió victoriosa para alumbrar a varias generaciones de argentinos. Esa
escuela laica, sin Dios, educaría a
Jorge Bergoglio, nada menos que el Papa.
Las
cruentas luchas, entre liberales y católicos, siguieron durante unos cuatro
años más, en todos los ámbitos, públicos y privados. Onésimo Leguizamón murió repentinamente
en 1886 a los 48 años, demasiado joven. Wilde siguió recibiendo tremendos
ataques personales, pero logró que se sancionara y promulgara la ley de
Registro Civil y la de Matrimonio Civil (ya durante la presidencia de Juárez
Celman), aunque no la reglamentación de relaciones entre Estado e Iglesia.
Los
costos políticos fueron altos: el presidente tuvo que echar al nuncio Mattera,
se suspendieron las relaciones con la Santa Sede, se levantaron varios obispos
y vicarios en el Interior, y las maestras norteamericanas fueron atemorizadas
por todo tipo de presiones. Etcétera, etcétera.
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