Bochornosa sesión
La sesión del Senado del 28 de
agosto sería recordada como una de las jornadas más vergonzosas de nuestra
historia parlamentaria. Comenzó a las dos de la tarde; terminó a las ocho y
cuarto. Los católicos llegaron exultantes, blandiendo sus tres ases ganadores:
el efecto de las mujeres, el argumento de cámara iniciadora y los números en
orden. Se había sumado algún tibio a la causa católica y se había curado un
católico enfermo; los liberales enfermos o ausentes no pudieron llegar, y, como
por arte de magia, desapareció José R. Baltoré, miembro informante de la
mayoría de la Comisión,
que debía presentar y defender el proyecto aprobado en diputados, y que estuvo
en antesalas hasta minutos antes de la sesión.
Los liberales intentaron hacer
tiempo con cuestiones previas, pero cuando ya no alcanzó, el presidente Madero
puso a consideración el proyecto sancionado por
Diputados, e hizo leer los dos despachos, de mayoría y de minoría. En el
primero, de Baltoré y Cortés, se aconsejaba la aprobación sin modificaciones, “por las razones que dará el miembro
informante”, y en el segundo, de Nougués, se aconsejaba insistir en la
sanción del 8 de octubre de 1881, “por
las razones que expondrá oportunamente”. Mientras los liberales pedían que
el tratamiento se aplazara hasta que llegara el informante Baltoré, los
católicos se oponían arguyendo que la cuestión era sencilla y que no era la
primera vez que se trataba algo sin que estuviera el miembro informante.
El senador Aristóbulo del Valle,
apoyándose en su enorme prestigio, quiso desnudar la maniobra: “¿Si no viene el señor miembro informante de
la Comisión,
el Senado va a prescindir en asunto de una naturaleza tan grave como el
presente, del informe de la
Comisión? ¿Va a establecer este precedente, que no solamente
compromete el resultado de la cuestión actual, sino que crea un precedente
peligroso para nuestras deliberaciones posteriores? ¿Por qué, señor Presidente,
recurrir a estos medios que la honradez no acepta, para venir a prevalecerse de
mayorías accidentales, de circunstancias especiales que tienen alejado de la Capital a un Senador, de
la circunstancia más especial y más desgraciada aún, que tiene postrado en cama
a otro señor Senador, cuyas ideas son conocidas en contra de la opinión de la
mayoría accidental que, en este momento, pasando por sobre todas las formas,
quiere venir a la discusión de esta ley capital, la ley más importante quizá
que tendremos que discutir durante todo el período de nuestras sesiones, sin
llenar las formalidades más elementales de toda discusión amplia, cual es el
informe, no ya de la minoría de la
Comisión, sino de la mayoría? No por obtener el triunfo de
las ideas de unos u otros, sino por respeto a todos, por respeto a la seriedad
del cuerpo parlamentario en que estamos sentados, deben condenarse todos estos
procedimientos, una vez que son denunciados por mis labios en este momento. Yo
no defiendo el resultado de la doctrina a que voy a prestar mi apoyo, no; lo
que defiendo en este momento es el decoro del Senado”. Propuso un cuarto
intermedio para buscar a Baltoré, y si no se lo encontraba, la postergación de
la sesión.
Entre airadas protestas y
discusiones, se aprobó el cuarto intermedio, aunque no la postergación. Salió
un emisario a buscar a Baltoré, pero no estaba en su casa. Los católicos
pidieron entonces que presentara el proyecto Cortés, el otro miembro de la
mayoría de la Comisión,
pero éste dijo no estar preparado. Entonces pidieron escuchar el informe de la
minoría, lo que volvió a provocar el revuelo y las acusaciones cruzadas. Discutían
si el reglamento exigía que estuviera el informante de la mayoría; si se podía
discutir sin informe; si la ausencia de Baltoré había sido intencional, si
estaba enfermo, y hasta si había salido “a
dar un paseo higiénico”; si los liberales pretendían dilatar la cuestión,
si los clericales abusaban de su mayoría accidental.
Las disputas subían de tono y la
cosa comenzaba a ponerse violenta.
Para seguir haciendo tiempo, los
liberales pedían que se leyeran íntegramente los proyectos, que por supuesto
eran larguísimos. Los clericales, en cambio, querían ir directamente al grano,
sin la lectura reglamentaria, continuando en sesión permanente, hasta finalizar
el asunto. Del Valle exclamaba que nunca se había visto que se pretendiera
suprimir la lectura de un proyecto a debatirse, contra la opinión de casi la
mitad de la Cámara,
y proclamaba el derecho de la minoría a defenderse “de la opresión moral de que es víctima en estos momentos. Lo natural
es que se defienda, señor Presidente, o se quiere que, ¡sobre dominarnos con la
mayoría, todavía nosotros nos prestemos voluntariamente y tendamos el cuello!
Esa es precisamente la situación en que se nos coloca, por el abuso del número
en el caso presente. (…) ¡Por qué no hemos de declararlo! Estamos defendiéndonos,
sí, de la opresión de que somos víctimas en este momento”.
Así fueron pasando horas, y el
gran debate sobre la educación argentina se había transformado en una miserable
querella sobre mayorías y minorías y cuestiones de reglamento parlamentario. La
moción de supresión de la lectura del proyecto fue aprobada y Nougués expuso
los fundamentos de su dictamen. Trato de demostrar lo indemostrable: que el
proyecto del Senado de 1881 fue un proyecto de educación, que sobre él
trabajaron, modificándolo y luego sustituyéndolo, los miembros de las
comisiones de Instrucción Pública de Diputados de 1882 y 1883, y que por lo
tanto el Senado era cámara iniciadora. Pretendía así adoptar la ley de la
provincia sin modificaciones, pues consideraba que las diferencias se podían
resolver por reglamentación. En cuanto al tema de la enseñanza religiosa,
aconsejaba no introducir ninguna modificación y sostuvo que había hablado con
el presidente del Consejo Nacional de Educación, Zorrilla, quien era partidario
de dejar la enseñanza religiosa, tal como estaba prevista en la ley provincial.
Del Valle pidió que se leyera la
nota de remisión de la Cámara de Diputados que decía, oficialmente, que se
mandaba el proyecto en revisión, y advirtió que si se adoptaba la posición que
aconsejaba la minoría de la comisión, se estaría creando un conflicto entre las
dos cámaras. El proyecto del 81, que discutió el Senado, no era una ley de
educación. No fue enviado por el Poder Ejecutivo en ese carácter y no fue
despachado ni debatido en ese carácter. Fue uno de los tantos decretos
interinos que se dictaron con motivo de la federalización de la ciudad de
Buenos Aires. Finalmente, dijo que la gravedad de la cuestión procesal exigía
la suspensión del debate, fijándose otro día para discutirlo, con los estudios
y la preparación necesarios. Le respondió Avellaneda, para apoyar la posición
que sostenía que el Senado era cámara iniciadora.
Llega Baltoré
Fue entonces que,
sorpresivamente, apareció Baltoré en escena. La barra hizo tanto ruido que
Madero ordenó su desalojo. La sesión seguiría sin público.
Baltoré, abrumado y tembloroso,
trató de explicar su ausencia: que creyó que la cuestión no se trataría en esta
sesión; que este tema no estaba en el orden del día; que “Me encontraba enfermo, señor presidente, y aún lo estoy”, y que
era práctica en las cámaras que si el miembro informante no podía presentarse por
cualquier razón, no se tratara el asunto. Decía que quería cumplir con su
deber, pero no había traído sus papeles. Pedía que se suspendiera la sesión
hasta el día siguiente, en que presentaría su informe. Se votó y se rechazó la
suspensión por catorce votos contra trece.
Eduardo Wilde, convocado por Del
Valle, pidió la palabra para encarar la difícil empresa de convencer a Baltoré
que cumpliera con su deber: “Debo
comunicarle al señor Senador que no he estado presente en la Comisión cuando ella se
ocupó del asunto; que la Cámara
de Senadores no ha oído leer el proyecto de educación y que no ha oído un
informe completo respecto a los fundamentos que pueda tener tanto la decisión
de la mayoría como la decisión de la minoría. Por esto consideraba de la más grande
importancia el informe del señor Senador; por esto también le rogaría que
tuviera a bien exponer a la
Cámara los motivos que han obligado a la mayoría de la
comisión a aceptar el proyecto cuya sanción aconseja”. Baltoré se justificó
diciendo que le parecía inútil hablar sin los documentos que lo auxiliarían en
la tarea, “tarea que, debo confesarlo, es
fuerte para mí; pero si el señor Ministro insiste sobre la necesidad de ese
informe, voy a manifestar algunas de las razones principales que la Comisión tuvo para
aceptar el proyecto que se discute”. El senador Juárez Celman pidió que se
le permitiera ir a buscar los apuntes a su casa, pero su moción fue rechazada.
El patético Baltoré no tuvo más remedio que hablar y su discurso fue tan pobre
que alarmó a sus compañeros de bancada. Párrafos y párrafos de generalidades,
sin sentido concreto, alegando cada tanto que no recordaba muchos puntos de la
ley. Cuando intentó entrar en la cuestión principal, el de la enseñanza
religiosa, sus problemas de memoria se agravaron: su mente no podía elaborar ni
una sola idea iluminadora.
No ha de ser ésta una de las
sesiones que más se vanaglorie el Senado Argentino
Volvió entonces a hablar Wilde,
evidentemente apesadumbrado por el pavoroso ambiente y lo inútil de su empresa.
Comenzó con la cuestión de dirimir si el Senado era cámara iniciadora o
revisora, y, al igual que Del Valle, trató de explicar lo obvio, con los documentos
oficiales en la mano: el proyecto era originario de la Cámara de Diputados, y ésta
lo mandó expresamente en revisión. Por último, dijo que las enormes diferencias
entre un proyecto y otro no permitían creer que fueran modificaciones.
Luego habló de la enseñanza
laica, obligatoria y gratuita, haciendo una síntesis del discurso que había
pronunciado en la otra Cámara. A la media hora de exposición, pidió un cuarto
intermedio, que, según los clericales, era sólo para ganar tiempo y lograr que
la sesión se levantara. En verdad, ese habría sido el deseo de Wilde, Del Valle
y compañía, pero sabían que no lo lograrían, que los clericales no perderían
esta oportunidad de oro para hacer fracasar la ley de enseñanza laica, la Escuela sin Dios. Cuando volvieron, dijo: “Creo, señor presidente, que no ha de ser
ésta una de las sesiones que más se vanaglorie el Senado Argentino. En esta
sesión no se ha permitido leer el proyecto que se discute; se iba a prescindir
hasta del informe del miembro informante de la mayoría de la Comisión; se ha obligado
al miembro informante a dar un informe en una sesión para la cual no estaba
preparado, porque por declaraciones casi textuales de los señores Senadores, se
había creído que no se despacharía esta cuestión hoy. Se ejerce, pues, una
especie de presión con un fin que no se comprende, puesto que estas sanciones
de la Cámara
de Senadores deberían llevar el sello de la mayor llaneza, cordura y equidad;
pero puesto que el Senado ha resuelto continuar la sesión, yo me creo en la
obligación de concluir la exposición de los motivos que tengo para sostener el
proyecto de ley que ha venido de la
Cámara de Diputados”. Y siguió adelante, desarrollando sus
argumentos durante una hora más, para terminar con un renovado reproche a la Cámara de Senadores por la
precipitación con que quería votar, pasando por alto el debate de tantos
aspectos, y concluyó diciendo que la
Cámara “debe estar
fatigada de esta discusión cuya terminación conoce, y comprendo que tal vez
esta es una de las causas que influyen para que esté más fatigada”.
Esa fatiga, que era amargura, fue
la que impidió que los liberales Aristóbulo del Valle, Francisco Ortiz, Miguel Juárez
Celman o Antonino Cambaceres pidieran la palabra para exponer ideas: se habían
dado por derrotados antes de tiempo. No habían podido salir de las
escabrosidades del procedimiento.
Como nadie pidió la palabra,
Madero ordenó votar. Se rechazó el despacho de la mayoría de la comisión y se
aprobó el de la minoría. Del Valle pidió que se levantara la sesión, pero el
clerical Igarzabal propuso que antes se resolviera que el presidente comunicara
a la Cámara de Diputados que no se aceptaban las modificaciones al proyecto. Esta propuesta sirvió para despertar la
resistencia dormida, pues si se había resuelto que la Cámara era iniciadora,
había que discutir cada una de las modificaciones
que hizo Diputados, presuntamente revisora. Es decir, había que discutir todos
los artículos de la ley. Del Valle explicó que según el reglamento y la
Constitución, cuando un proyecto va de una Cámara a otra es discutido en
general, pero cuando es aprobado en general por ambas y vienen a discutirse las
enmiendas, no corresponde el rechazo en general, sino el rechazo de las
enmiendas introducidas por la otra Cámara.
A esta altura, en esta vergonzosa
sesión, la mayoría accidental estaba
dispuesta a todo, aun a negar lo que había votado: acusó a Del Valle de hacer
una errónea interpretación de los hechos, pues aquí no se había votado la
cuestión sobre si el Senado era Cámara iniciadora, y por lo tanto la Cámara no había declarado
que fuera iniciadora.
Los clericales sabían que si
permitían que se discutiera otro día las modificaciones, ese otro día podía
haber mayoría liberal, y la historia podía cambiar radicalmente. Por eso, ahora
acusaban a los liberales de incongruentes, por haber sostenido antes que la
iniciadora era Diputados, y decir ahora que la iniciadora era el Senado.
A pesar de las quejas de Del
Valle, Igarzabal logró que se aprobara su moción de informar el rechazo a la Cámara de Diputados. Así
terminó la vergonzosa sesión. Los católicos salieron exultantes; los liberales,
con las cabezas bajas. Temían un conflicto insoluble entre las cámaras.
Avellaneda se fue a su casa, con
su gran discurso sin pronunciar. Lo publicó después como La
Escuela sin
Religión y Sarmiento le contestó con otro que tituló: La
Escuela sin la Religión de mi mujer.
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