Si hubiera vivido, tal
vez habría un hospital con su nombre. Murió en un día de Pascuas de 1871,
cumpliendo con su deber en una ciudad devastada por la aterradora fiebre
amarilla.
Eduardo Wilde decía que
el médico que se atreve a entrar en un pabellón apestado de fiebre amarilla, es
tanto o más valiente que el soldado que entra en un campo de batalla.
Pietranera nació allá
por 1846 en Buenos Aires, aunque hay quien dice que fue en Entre Ríos. Lo
cierto es que se formó –como pupilo– en el histórico colegio de Concepción del
Uruguay. Allí lo conoció Wilde, quien lo quiso como a un hermano menor.
No pudo terminar su
secundaria en Entre Ríos porque fue expulsado en tiempos del mediocre rector Domingo Vico, quien, a poco de
asumir, debió sufrir un motín de naranjazos. Pietranera no sólo fue uno de los
cabecillas, sino también uno de los que galopó hasta San José para pedir la
intervención de Urquiza. Tal vez por eso, cuando en agosto de 1864 pidió al
ministro de Instrucción Publica una beca para concluir sus estudios en Buenos
Aires y poder “seguir en la larga
carrera que me he impuesto, cual es el estudio de la medicina”, el gobierno de
Mitre se la negó, alegando que el número de plazas estaba completo.
Finalmente, a puro
esfuerzo, pudo terminar sus estudios en el Nacional Buenos Aires e iniciar su
carrera médica. Compartió pobreza, estudios y estudiantinas con su “hermano”
Wilde y futuras celebridades como Ignacio Pirovano, Lucio Melendez, Ricardo
Gutierrez, Tomás Perón, Juan Bautista Gil, etcétera, etcétera.
Era un muchacho de figura
desgarbada y generosa cabellera, detrás de cuyos ojos mansos se escondía un
idealista dispuesto a jugarse por las buenas causas. Y la primera buena causa
le llegó temprano en la vida, cuando a fines de 1867, en plena guerra con el
Paraguay, estalló la bestia del cólera. La
devastadora epidemia dejó unos 8.000
muertos en Buenos Aires.
Muchos estudiantes
tuvieron un comportamiento ejemplar, tanto en la ciudad como en la campaña,
donde habían ido a refugiarse los porteños llevando el mal a cuestas. Mientras Wilde,
estudiante de cuarto año, dirigía el principal lazareto de la ciudad, porque no
se consiguió médico presente que se hiciera cargo, Pietranera, alumno de
segundo año, debió ir a Navarro. Ese pueblo, como tantos otros, había pedido
médicos a la capital y lo único que consiguió fue este estudiante de 22 años,
quien partió para hacerse cargo, él solo, de un dramático caos: las víctimas caían
de a cientos y aumentaban día a día, el único médico había desertado, los inteligentes que venían actuando estaban
enfermos de agotamiento, los cadáveres se dejaban tirados y muchos vecinos
sanos huían abandonando a sus parientes enfermos. Pietranera no se achicó:
trabajó semanas y semanas, sin descanso, atendiendo en el lazareto y acudiendo
a los desesperados llamados en casas y ranchos infestos, mugrientos, sanando,
consolando y ayudando a bien morir.
Terminada la epidemia,
los estudiantes siguieron con sus estudios. Wilde se recibió a principios de
1870 y rápidamente comenzó a adquirir prestigio y dinero. El solía decir –medio
en broma, medio en serio- que parte de su éxito se debía a que tenía un
apellido inglés, pues los porteños siempre preferían a los extranjeros. Y
contaba que su compañero Pietranera cuando quería impresionar traducía su
apellido al inglés, llamándose
Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como
médico.
A principios de 1871 Blackstone estaba por iniciar su sexto
año cuando llegó una nueva peste, fiebre amarilla, la peor tragedia que ha
vivido la ciudad de Buenos Aires: 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una
ciudad envuelta en caos, atendida por muy pocos médicos porque la mayoría huyeron
o se encerraron.
Wilde combatió en el
foco central de San Telmo, asistido por el practicante Pietranera, hasta que después
de un mes y medio de tremenda lucha, el muchacho cayó herido por la fiebre.
Murió en sus brazos el 4 de abril, día en que los muertos fueron 400.
Esa misma noche Wilde
escribió a Manuel Bilbao, director de La República y miembro de la Comisión
Popular, esta conmovedora carta:
“Acaba de morir mi
amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto año de medicina, el noble,
generoso y abnegado joven que ha caído después de haber salvado la vida de
tantos.
Esta desgracia me ha
abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y me hallo quebrado
completamente de cuerpo y de espíritu.
El huracán de muerte
que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar ni la vida de los que más
falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de dejar una familia numerosa
sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de enfermos sin su médico.
Pietranera me ha pedido
en sus últimos momentos que reclame para su querida madre la pensión vitalicia
que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí en mi interior, aunque haciendo
esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí que no pensara en eso: ahora
reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para nada – tengo el corazón hecho
pedazos – lo quería a ese muchacho como es imposible querer a hombre alguno
sobre la tierra.
Muchas veces en broma
le decía que había de escribir un artículo necrológico cuando él muriera –hoy
ha llegado el caso y no puedo escribir nada. Hágame usted el favor de
escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo desgraciado lo que era el pobre
Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo generoso, lo abnegado, lo tierno,
lo cariñoso, lo amante de su familia que era ese desdichado.
¿No es por Dios una
lástima que muera en la flor de su edad, faltando un año para ser médico, un
joven tan lleno de esperanzas y tan querido por todos? La resistencia humana
tiene su límite, se puede soportar un trabajo moral, una tensión de valor
durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que resista a semejantes pruebas;
el valor se nos está acabando ya a todos en este pueblo, se están muriendo
nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo ante semejantes desgracias
me siento quebrado, enfermo.
Dispénseme que por hoy
a lo menos no visite los enfermos que me ha recomendado; pero hágame el
servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”.
Bilbao cumplió
inmediatamente. Al día siguiente, Eduardo recibió una nota de la Comisión
Popular, firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde
caería él también.
“La Comisión ha sabido
con profundo pesar que el practicante mayor Pietranera”, decía la nota, “que
acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia ha
caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo ministerio.
Las altas calidades
morales que adornaban a ese joven, su consagración al estudio de las ciencias,
su amor por los desheredados y por los afligidos, su dedicación constante al
cumplimiento de los deberes que se había impuesto y su ardiente y efusiva
caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre entre los
bienhechores de la humanidad.
El cuerpo médico de
Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con tránsfugas y con cobardes, tiene
también hombres de corazón generoso y abnegado, sabrá tributar sin duda a la
memoria del practicante Pietranera el justo homenaje que merecen sus virtudes.
Entretanto, la Comisión
Popular, interpretando los sentimientos del pueblo que la nombró, ha creído de
su deber asociarse al dolor que ha causado en almas sensible la temprana muerte
de ese joven, que honró con su carácter y sus talentos a la generación de su
tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su última sesión palabras de
veneración para él y votado al mismo tiempo la suma de veinte mil pesos para su
señora madre, como una compensación de los afanes y de los desvelos de su hijo
a favor de los pobres atacados.
La comisión espera que
usted se sirva trasmitir a aquella digna señora, agobiada por el pesar de los
mayores dolores, los sentimientos manifestados en esta nota. Se remiten a usted
los veinte mil pesos votados…” .
Una vez cumplido el
primer encargo (más tarde, el gobierno otorgó una pensión a la señora
Pietranera), Bilbao publicó en La República el artículo necrológico que Eduardo
le había pedido, transcribiendo su conmovedora carta, y comunicando la
compensación de la Comisión Popular. De paso, el periódico informaba que “El
Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo
encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir
a Pietranera”.
Wilde volvió a la lucha
al día siguiente, pero pocos días más tarde él también fue gravemente atacado
por la fiebre que combatía. Se salvó y fue uno de los pocos médicos que recibió
todas las medallas y distinciones que se otorgaron a los héroes de la fiebre
amarilla.
Pietranera, en cambio,
quedó en el olvido.
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