El Congreso Pedagógico
Hacia fines de 1880 Julio A. Roca
asumió el gobierno, con Capital Federal en Buenos Aires. Había que resolver
distintas cuestiones que pasaban de la provincia a la nación, como la justicia
o la educación primaria.
Roca eligió al cordobés Manuel D.
Pizarro, militante católico, para hacerse cargo del triple ministerio de
Justicia, Instrucción Pública y Culto. Pero para equilibrar un poco las cosas,
designó a Sarmiento, ex director del Consejo General de Educación de la
provincia, como titular del mismo organismo a nivel nacional. Éste tendría a su
cargo proponer un proyecto de ley de enseñanza primaria para la Capital y
territorios nacionales. Mientras tanto, se aplicaría la ley provincial de
1874/1875. La medida fue resuelta por un decreto (incluyendo la creación del Consejo
Nacional de Educación), enviado al Senado para su ratificación. El Senado la
ratificó y la mandó a Diputados, donde quedó dormida.
Pizarro, a sugerencia de
Sarmiento, convocó a un congreso pedagógico, que se realizaría en 1882. Antes
de la apertura del Congreso Pedagógico, Sarmiento se peleó con la mayoría de
sus pares consejeros, y Roca lo relevó, reemplazándolo por Benjamín Zorrilla. A
su vez, a principios de 1882 Pizarro se peleó con los senadores Aristóbulo Del
Valle y Dardo Rocha, y Roca lo relevó.
Cuando todos creyeron que Roca
reemplazaría a Pizarro por alguien de similar ideología, el presidente dio la
sorpresa, designando ministro de la triple cartera a un liberal radical: Eduardo Wilde.
Fue entonces que comenzó el
Congreso Pedagógico, que presidió Onésimo Leguizamón, mientras el ministro se
iba de viaje con el presidente. Tanto Wilde como Leguizamón estaban convencidos
que el gran debate de la escuela laica debía darse en el parlamento, y no en un
congreso de maestras y pedagogos. Pero esto podía ser un ensayo interesante.
Sabían que entre los proyectos de resolución que ya se habían presentado,
figuraban dos que podrían iniciar la batalla religiosa: el de Raúl Legout
(educador francés, profesor del Colegio Nacional de Mendoza) proponía que al
dictarse la ley de educación común, los legisladores establecieran el principio
de gratuidad, obligatoriedad y laicidad de la enseñanza, y el de Nicanor
Larrain (Inspector de Escuelas de la provincia), pedía que se estableciera que “las escuelas del estado son esencialmente
laicas: las creencias religiosas son del dominio privado”.
Se inició el 8 de abril con una
reunión preparatoria en la que se resolvió admitir todos los trabajos que se
presentaran, sin censura previa. Tres días más tarde se celebró la primera
sesión, con gran discurso de Leguizamón (“La
escuela prepara al elector, porque la escuela forma al hombre moral y enseña al
ciudadano a conocer su propio papel en la vida pública de su país”) y se
eligieron dos vicepresidentes, Jacobo Varela y José Manuel de Estrada, rector
del Colegio Nacional, quienes, como integrantes de la mesa directiva, podían
hojear los trabajos presentados. Así, Estrada vio los de Legout y Larrain y
comenzó a llamar a los amigos para contrarrestar este ataque a la sagrada enseñanza religiosa.
Una enseñanza esencialmente
religiosa
El 12 de abril, los católicos
presentaron un proyecto que decía así: “Considerando
que la religión es el necesario fundamento de la educación moral; que la
sociedad argentina es una sociedad católica; que la Constitución Nacional
consagra en las instituciones este carácter de la sociedad; y que la llamada
laicidad de la enseñanza turbaría profundamente la concordia social: el
Congreso, en homenaje a Dios, a los derechos de la familia, a la ley y a la paz
pública, declara: que la escuela argentina debe dar una enseñanza esencialmente
religiosa”.
A partir de entonces, y durante
siete jornadas, el Congreso sesionó en dos planos distintos: el pedagógico, a
la luz del día, y el religioso, en las sombras, por si acaso.
En el plano pedagógico, se
presentaron algunos trabajos muy buenos y muchos bastante mediocres. Entre los
primeros, el del español José M. Torres, rector de la Escuela Normal de
Paraná, quien expuso sobre “La
reglamentación del ejercicio del derecho a enseñar y de la formación y
mejoramiento de los maestros”, y el del francés Paul Groussac, director de la Escuela Normal de
Tucumán, sobre “El estado actual de la
educación en la República,
sus causas y sus remedios”. Ambos trabajos dieron pie a debates más o menos
serios, innumerables peroratas, incidentes,
bochinches y planteos gremiales.
Los protagonistas de la discusión
religiosa eran otros que, en general, no intervenían en las discusiones
pedagógicas y, en algunos casos, ni siquiera estaban interesados en el
desarrollo del Congreso.
El 15 de abril, El Diario informó: “El proyecto imprudente de la enseñanza religiosa en las escuelas,
sigue preocupando a los Congresales. Se cree que sus autores lo retirarán, pero
hasta ahora no hay nada resuelto. Al levantarse cada sesión se forman grupos de
católicos y librepensadores, a tratar del asunto. El Dr. Avellaneda asistió
ayer al Congreso y se corría que había manifestado que si el proyecto en
cuestión se retiraba, él lo presentaría, aunque estuviera solo”.
Lo retiraran o no, el tema de la
enseñanza religiosa estaba planteado y sus pasiones hacían ruido en otros
ámbitos, como en el Colegio San José, sede de los religiosos; en el Colegio
Nacional, la casa de Estrada y sus laicos clericales; El Nacional, oficina de Sarmiento; el Club Liberal y las distintas logias masónicas.
Mientras se incorporaban al
Congreso más católicos para apoyar, eventualmente, a su bando, los liberales decidieron
enviar a la lucha a sus primeras espadas: Leandro N. Alem, Delfín Gallo, Roque
Sáenz Peña y Juan Ángel Golfarini.
Finalmente, cuando los ejércitos
ya estaban preparados para la batalla, llegó Wilde de su viaje y vino el
armisticio. El 19 de abril se presentó una moción para excluir de los debates
la cuestión de la enseñanza laica o religiosa. Fue aprobada por aclamación.
¿Por qué aceptaron los católicos? Tal vez porque viendo que cada día se
incorporaban más partidarios de la enseñanza laica, entendieron que en una
votación perderían irremediablemente. ¿Por qué depusieron las armas los
liberales más radicales? Tal vez porque sólo habían venido a presionar para que
la cuestión fuera dejada de lado. No era, sin duda, éste el ámbito para tratar
un tema tan delicado.
Las llamas de la cuestión
religiosa se habían apagado, aunque hubo algunos chispazos más: peleas
intrascendentes entre los grupos enfrentados. Así fue languideciendo el famoso
Congreso Pedagógico, que pasó a la historia como antecedente directo de la ley
de enseñanza laica. Los biógrafos de cada uno de sus protagonistas inventaron
grandes debates entre sus biografiados (Estrada, Goyena, Lamarca, Alem,
Leguizamón, Van Gelderen, masones y no masones, católicos o liberales) y los
del bando contrario. Nada de eso existió dentro del recinto, aunque afuera
intelectuales y periodistas debatieran la cuestión religiosa en los diarios.
Sarmiento, en El Nacional, defendía
un extremo; los católicos, en sus periódicos afines, defendían el otro. En el
medio había muchos que, como Manuel Láinez de El Diario, sostenían que la cuestión religiosa sólo podía ser
resuelta por el transcurso del tiempo, que no debía forzarse la enseñanza
laica. Creían que dejando pasar una o dos décadas, la separación de Iglesia y
Estado en la escuela decantaría naturalmente.
Eduardo Wilde manejó la situación
desde las sombras, conversando con Leguizamón y negociando con amigos liberales
y católicos para evitar la lucha franca en un ámbito tan inadecuado. Visitó el
Congreso, por única vez, el 8 de mayo, día de su Clausura, pronunciando un
bello discurso de elogio a la noble tarea de maestras y maestros de instrucción
primaria.
Los objetivos de su cartera de
Instrucción Pública eran muy claros: impulsar los proyectos de reforma de la
educación pública secundaria, aprobar los Estatutos Universitarios, e impulsar,
por ley, la enseñanza primaria obligatoria, gratuita y laica.
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