Se prepara el debate en Diputados
En su paso por la Comisión Nacional
de Educación, Sarmiento no había alcanzado a presentar un proyecto de ley de enseñanza
primaria para capital y territorios nacionales. Tampoco lo hizo su reemplazante,
Benjamín Zorrilla, ni el Ejecutivo. Pero después del Congreso Pedagógico,
Zorrilla se reunió con la comisión de Instrucción Pública de la Cámara de
Diputados, formada por católicos conservadores (Miguel Navarro Viola, el
sacerdote Rainero J. Lugones, Mariano Demaría, Ángel Sosa y Manuel D. Pizarro,
el ex ministro de Roca), para armar un proyecto que, por supuesto, mantenía la
enseñanza religiosa. El proyecto no se presentó al recinto en 1882, y en 1883
fue retocado por una nueva comisión de mayoría igualmente conservadora. En
junio de ese año fue presentado con su dictamen en la Cámara para ser tratado a
principios de julio. Su normativa era casi calcada de la ley de la provincia de
Buenos Aires de 1875, aquella ley que, por decreto de Roca-Pizarro, continuaba
en vigencia hasta tanto se sancionara una nueva norma.
El artículo tercero del proyecto incluía
moral y religión en el mínimum de
enseñanza, y decía: “Declárase necesidad
primordial la de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la
religión y las instituciones republicanas. Es entendido que el Consejo Nacional
de Educación está obligado a respetar en la organización de la enseñanza
religiosa las creencias de los padres de familia ajenos a la comunión católica”.
Los liberales, liderados por Wilde
en el Ministerio y Onésimo Leguizamón en Diputados, ya tenían un proyecto alternativo.
Sabían que podrían conseguir una mayoría y sabían que el debate sería áspero,
pero no contaban con una campaña en la que se involucraría a señoras, niños,
estibadores, Jesús, María y José.
Señores, ha llegado la hora de
vigilar!
Es que los militantes católicos
habían madrugado a los liberales. Aquella orden de no innovar en el Congreso
Pedagógico del 82 suponía que el tema sería tratado más serenamente en su
ámbito, el Congreso Nacional.
Los católicos habían llevado el
tema a los templos, los hogares y las calles. José Manuel de Estrada, Pedro
Goyena, Emilio Lamarca y demás clericales habían reunido a los suyos en la
Asociación Católica donde, el 21 de junio de 1883, Estrada gritaría a los
cuatro vientos: “La Asociación Católica de Buenos Aires trae la misión de unirnos,
y Cristo mora donde dos se congregan en su nombre: trae también una misión
activa y militante, y ella es gloriosa, porque el liberalismo precipita, con el
fragoroso torrente de sus contradicciones, la hora de vender la túnica y
comprar la espada! (…) ¡Y los que no
arrojen sobre nosotros el escarnio del gentil, nos fulminarán con la hipócrita
calumnia del fariseo, acriminándonos de turbar la paz religiosa, porque
enarbolamos, en medio de la siniestra quietud en que triunfa el liberalismo,
contra su bandera, la bandera de la
Iglesia! ¡Paz del silencio cobarde y del servil abandono, paz
de capitulaciones sacrílegas; esa es la paz que Cristo condenaba, diciendo en
los días de su predicación: no vine a traer la paz sino la guerra! Venimos a alarmar conciencias, a despertar
los dormidos, a reanimar pusilámines, a enardecer espíritus, a vincular
corazones: a disciplinarnos para las batallas del Señor! Generaciones enteras
han escondido la antorcha debajo del celemín. Mientras los creyentes han
dormido, el liberalismo ha velado. Hoy como ayer nos circunda, y nos ofrece, en
signo de paz, el beso de Gethsemani… Señores, ha llegado la hora de vigilar!.
La Asociación decidió que Goyena
comandaría la acción en el Congreso, ablandando los corazones de los diputados
provincianos más viejos; Alejo de Nevares, Lamarca y el mismo Estrada
comandarán la prédica desde el periódico La Unión,
y coordinarán esfuerzos con el obispo Aneiros y el nuncio Mattera; los demás,
todos, saldrían a buscar firmas para el multitudinario petitorio que
presentarán en Diputados el día en que comenzara a debatirse la ley de
Enseñanza. La orden incluía visitar a las señoras de diputados y senadores para
pedirles que presionaran a sus maridos para que volvieran al camino de Cristo.
Más importante aún, la
Asociación Católica se abriría a las señoras y los niños,
soldados principales de esta guerra santa. Funcionaría por las tardes como club
católico. Desde la Catedral,
Aneiros también dio órdenes a los curas para que no sólo condenaran la
enseñanza laica en las misas, sino que trabajaran sobre señoras y niñas en los
confesionarios. Y el nuncio Luis Mattera intentaría presionar sobre Roca.
Sólo la educación forma a los
pueblos
La discusión de la ley se inició
el 4 de julio de 1883. Presidía la sesión Miguel Navarro Viola, quien empezó
informando que le había llegado una petición de miles de personas, suplicando
que se sancionara “la cláusula del
proyecto de ley, sometido a su resolución, que incluye la enseñanza religiosa
en el programa de las escuelas populares”.
La cuestión produjo una larga
discusión de procedimiento y luego Mariano Demaría presentó el dictamen de la Comisión de Instrucción
Pública, que recomendaba la aprobación del proyecto de ley. Demaría, sabiendo
que Leguizamón presentaría otro proyecto, comenzó con una advertencia: “Los errores que hoy cometamos en esta ley
–si alguno se comete– han de
repercutir mañana, en toda la
Nación, y sacudirla violentamente”.
Luego de repasar algunas reformas
del proyecto de comisión respecto de la anterior ley provincial, entró de lleno
en el artículo tercero, de enseñanza religiosa, recordando que estaba copiado casi
literalmente del de la provincia de Buenos Aires, salvo que allí el mínimum de enseñanza era fijado por el
consejo de educación en el marco de la obligación de formar el carácter de los
hombres por la enseñanza de la religión. Le parecía prudente no modificarlo,
dejando: “las cosas en el estado en que
se encontraban, sin introducir cambios, que a fuerza de ser bruscos pueden ser
funestos”.
El encargado de responder a
Demaría fue Onésimo Leguizamón, gran orador, quien comenzó recordando
principios que todo el mundo conocía, pero que valía repetir:
“Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a
sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus
destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de
forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y
apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del
sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un
pueblo inconciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los
ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una
de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema
electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del
elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser
sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos
o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de
seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las
entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios,
jamás un verdadero elegido!”.
Leguizamón, luego de otras
consideraciones, explicó por qué entendía que el proyecto de la comisión “prescinde casi por completo del elemento científico en su organización” y por qué era
ambiguo en su contenido. Finalmente se metió en el punto álgido. “Todos sabemos, señor Presidente, que con
posterioridad al Cristianismo, la
Iglesia se abrogó el derecho exclusivo de enseñar a la
juventud”, comenzó, y dijo que así la Iglesia ejerció el derecho exclusivo
de “dirigir el corazón y la inteligencia
de la juventud; y es inútil agregar, que como una consecuencia natural de la
influencia que da la educación, sobre la sociedad entera, ella la ejerció desde
el hogar hasta el trono”. Recordó que aquel exclusivismo levantó con el
tiempo la resistencia del poder civil, historió lo ocurrido en Francia a través
de los siglos y llegó así a la teoría moderna: “La educación es obligatoria para todos los poderes sociales, a cada
uno en su esfera y según sus medios, pero bajo la dirección exclusiva del
Estado”. Habló luego de la gratuidad y obligatoriedad de la educación, y
agregó otro axioma: que la educación debía ser dada con arreglo a los
principios de la higiene, porque tiene como objeto esencial desarrollar
simultáneamente la inteligencia, la moral, la capacidad y los medios físicos
del niño. Luego señaló otras deficiencias del proyecto, y así, poco a poco, fue
destrozando el proyecto de la comisión, y finalmente se detuvo en lo más grave
que encontraba en el proyecto: el ya famoso artículo tercero, que juzgaba
inconstitucional, porque “estableciéndose
la enseñanza de la religión como mínimum de educación obligatoria en la República, ella viene a
ser obligatoria no sólo para la escuela pública, sino para la escuela
particular, y hasta en el hogar de los padres. (…) Si la Constitución Argentina
es tolerante, la escuela tiene necesariamente que ser tolerante. Si la Constitución ha
proclamado la libertad más absoluta de conciencia para los ciudadanos, la
escuela no puede venir a alterar los principios de la Constitución
borrándolos en la práctica y a hacer obligatoria la enseñanza de una religión
determinada en esa escuela a la que concurren los hijos de todos los
habitantes…”, dijo. Una ley en esas condiciones para toda la República sería una ley
violenta, y, especialmente odiosa, para Capital y territorios nacionales, pues
la mayor cantidad de disidentes vivían en la Capital, y las colonias de los
territorios nacionales habían sido proyectadas para colonos alemanes, ingleses,
holandeses, en su mayoría disidentes: “esta
ley, con esta condición, sería una ley de despoblación, perpetuadora del
desierto”. Si el maestro debía formar al hombre de acuerdo con la enseñanza
religiosa, por lógica el maestro debería ser católico, “y eso y declarar que la escuela pública ha sido creada para la
enseñanza de una exclusiva religión, es exactamente lo mismo!”. Por eso, dijo,
los pueblos más experimentados en la materia, aun aquellos donde dominaba la
creencia católica, decidieron no excluir por completo la enseñanza religiosa de
la escuela pública, pero dejarla en manos del sacerdote o ministro de cada
culto. “Yo sé bien, señor Presidente, que
apenas se presente el mencionado pensamiento, se levantarán de todas partes,
como ya ha sucedido, voces destempladas que griten: ¡La escuela atea! ¡La
escuela sin Dios!”.
Y aquí el liberal Leguizamón
agachó la cabeza, condescendiente, para decir que nadie quería una escuela
atea, que pensaba que todo hombre debía tener una creencia religiosa; que el
partido liberal sólo pretendía dejar a Dios donde Dios está, en todas partes, y
dejar que cada uno lo adore donde quiera, “con
tal que lo hagan en espíritu y en verdad, es decir, comprendiéndolo y amándolo
sinceramente, como lo proclamó Jesús, para que no lo olvidase la posteridad, en
la fuente de Samaria”. Finalizó declarando que como consecuencia de la
oposición radical que hacía al proyecto de la Comisión, su partido
presentaba un proyecto alternativo, firmado por diez diputados porque el
reglamento no le permitía más firmas.
El nuevo proyecto reemplazaba el
artículo 3 del proyecto de la Comisión por el siguiente artículo 8: “La enseñanza religiosa sólo podrá ser dada
en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes
cultos, a los niños en su respectiva comunión, y antes o después de las horas
de clase”. Sus firmantes fueron: Germán Puebla, Luis y Onésimo Leguizamón,
Luis Lagos García, Delfín Gallo, Carlos Bouquet, J. B. Ocampo, A. Benítez,
Ángel Rojas, J. M. Olmedo.
La barra aplaudió largamente a
Onésimo Leguizamón y así terminó la primera sesión de debate. Al día siguiente El Diario opinó que el verdadero jefe de
los clericales era monseñor Mattera, “que
bajo su plácida mansedumbre oculta sus dotes militantes servidos por una
astucia maquiavélica. Él es quien dirige todo ese movimiento que tiene hoy por
campo de batalla el Congreso”.
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