La escuela sin Dios
El gran debate siguió en la tarde
del 6 de julio de 1883. Era la segunda sesión. La estrategia católica de inundar el
Congreso con miles de firmas había provocado la reacción de los jóvenes
liberales, que llegaron en tropilla para ocupar la barra: los estudiantes de
Derecho, los de Ingeniería, los de Medicina, y los jóvenes del Colegio
Nacional, para horror de su rector.
En esa sala caldeada habló en
primer término Pedro Goyena, un hombre de oratoria bella y encantadora, elegido
por los suyos para contestar a Leguizamón.
Fue rápidamente al grano: “… en este proyecto se trata de uno de los
caracteres de la enseñanza, sin el cual ella es desgraciadamente incompleta, y
que, establecido en la ley o suprimido de ella, influirá decididamente en bien
o en mal de la República:
me refiero a la enseñanza de la religión”. La cuestión, para él, era si se
establecía o no la enseñanza de religión y moral en las escuelas. Recordó que
Leguizamón había dicho que si la Constitución era tolerante, la ley debe ser
tolerante y la escuela neutra, y respondió que este argumento tenía un error
básico pues la
Constitución no era neutra. Por otra parte, marcó una supuesta
contradicción de Leguizamón en eso de reconocer que Dios está en todas partes,
y al mismo tiempo empeñarse en excluir a Dios de las escuelas. Estos dos puntos
serían la base de su exposición.
Recordó que la Constitución comienza
por invocar a Dios, fuente de toda verdad y justicia; manda que el presidente
debe ser católico, que el gobierno sostendrá el culto católico, apostólico y
romano, que deberá promoverse la conversión de los salvajes al catolicismo, y,
finalmente, establece relaciones entre los poderes públicos y la Iglesia Católica.
Recordó también que todos los estatutos anteriores al 53 declaraban que la
religión católica apostólica y romana era la religión del Estado, y advirtió
que sostener el culto no sólo quiere
decir entregar a la Iglesia
una suma de dinero para costear el culto, sino que la Constitución admite
que es una Ley Fundamental de un país católico. Ese, dijo, fue el espíritu de
los constituyentes y el espíritu de nuestros grandes hombres, como San Martín o
Belgrano, que rindieron durante toda su vida “testimonios fervorosos de respeto a esa religión de la cual los
legisladores argentinos no pueden prescindir sin hacer injuria al sentimiento
nacional y olvidar los antecedentes de nuestra historia”.
Luego sostuvo que a la luz del derecho, de la doctrina, de la
especulación intelectual, no se concibe un Estado sin Dios. Analizó el
significado de Estado y concluyó que
éste no puede ser prescindente, o ateo. Rebatió la argumentación de que la
enseñanza de la religión corresponde a los padres y los sacerdotes porque, si
bien ellos tienen esa misión, debe contemplarse la situación de una enorme
cantidad de niños, hijos de padres ignorantes y pobres, privados de recibir
educación religiosa en el templo o las enseñanzas del catecismo. La escuela,
dijo, debía suplir esa falencia.
Terminó su discurso hablando como
un representante de la Iglesia Católica: “La Iglesia quiere la
enseñanza religiosa en la escuela, quiere que el catecismo se enseñe en todas
partes; y particularmente lo desea allí donde el clero es escaso, siendo su
vivo empeño que alcance a todos la luz de la verdad revelada”. Y luego: “Los hechos demuestran que allí donde ha
sido planteada la escuela sin Dios, los resultados han sido deplorables”,
para lo cual dio algunos ejemplos de Estados Unidos. Concluyó sosteniendo la “supremacía de los intereses morales sobre
el materialismo, que, se ha dicho en verdad, es una gran indigencia y un gran
infortunio”.
La misión del Estado
Le contestó, inmediatamente, el
abogado liberal Luis Lagos García. Dado que a esta altura de la discusión, la
cuestión se había reducido, para los católicos, a un solo punto –la educación
religiosa en las escuelas–, Lagos argumentó sobre ese solo tema. Comenzó por el
aspecto constitucional y negó que sostener
el culto católico signifique que esa será la religión del Estado. Sostener es costear los gastos que el
culto exige, arguyó. Si los antecedentes constitucionales establecían la
religión católica, apostólica y romana como religión del Estado, y la Constitución del 53
sólo decía sostener el culto, esto
sólo significaba que la
Constitución de 1853, “inspirada
en las ideas modernas, teniendo por objetivo la población, el progreso, el
adelanto del país en todo sentido, consideró conveniente, imprescindible, innovar
en ese punto, e innovó”; y una de las razones por las que se estableció el
sostenimiento del culto fue porque, en virtud de la ley de reforma del clero,
el Estado se apoderó de los bienes de la Iglesia.
Luego de algunas otras
consideraciones, se detuvo en lo que consideraba el argumento capital de
Goyena: que el presidente debía ser católico, apostólico y romano. Es cierto, dijo,
pero la Constitución
también obliga al presidente a sostener, obedecer y respetar los principios
consignados en ella, por lo cual será presidente católico, apostólico, romano y
constitucional, o sea que será sólo romano en parte. La Constitución prevé
que “Todos los habitantes del país tienen
el derecho de rendir públicamente a Dios culto, según su conciencia”,
mientras que la doctrina de la
Iglesia romana ha condenado la libertad de conciencia como
una “máxima falsa y absurda”
(Gregorio XVI); la
Constitución prevé la libertad de imprenta, y la doctrina de la Iglesia romana la califica
como una “libertad muy funesta y detestable”
(Gregorio XVI). Así Lagos desmenuzó estas contradicciones, y no se olvidó del Syllabus, compendio de las proposiciones
erróneas y condenadas por la
Iglesia, que entre otras, cuestionaba el progreso, el liberalismo
y la civilización moderna.
Así como no puede decirse que el
Estado argentino –no la Nación
argentina–, sea un estado católico, tampoco puede decirse que el Estado deba
tener una religión porque de lo contrario es un Estado ateo. Es la sociedad la
que no debe ser atea, no el Estado, su representante para fines determinados,
cuya misión es hacer reinar la justicia, hacer respetar los derechos y procurar
que los hombres vivan lo más felices que sea posible; no tiene por qué tener
una religión. Concordó con Goyena en que la sociedad debía tener una religión,
pero recordó que esa era una doctrina muy antigua, anterior al cristianismo: la
doctrina de Platón que decía que sería más fácil construir un edificio en el
aire que organizar una sociedad sin religión.
Analizó eso de la escuela sin Dios, la escuela atea, frases que juzgó de gran
efecto en el pueblo, pero inexactas y carentes de sentido. Dijo que para
rebatir esa afirmación, él podría decir que no sabía si la escuela que
pretendían crear era atea, pero sí sabía que era la establecida en Estados
Unidos, Bélgica, Holanda, Irlanda, Australia, Francia, y tantos países donde el
sentimiento religioso era profundo y arraigado. Pero, aseguró, el proyecto
presentado en sustitución del de la
Comisión no pretendía establecer una escuela atea: no es atea
la escuela en que se enseña moral, ni la que permite a los sacerdotes de las
distintas religiones ir allí a dar sus lecciones a los niños que pertenezcan a
cada una de ellas. En todo caso, sería una escuela neutra, no sectaria.
Más adelante analizó la situación
de la enseñanza religiosa en Europa, demostrando que en los países protestantes
que habían impuesto la enseñanza religiosa, los católicos y su Iglesia pedían
la escuela neutra: “La Iglesia ha sostenido la
enseñanza laica en Holanda, la ha sostenido en Irlanda, y no se ha opuesto a
ella en Estados Unidos ni en ninguno de aquellos países en donde ha creído que
la enseñanza de un dogma determinado en la escuela, lejos de serle favorable,
podía serle perjudicial”. Volvió luego a la doctrina de la Iglesia, al Syllabus y a los concordatos celebrados
por Pío IX con Ecuador (de 1873), Nicaragua y El Salvador (de 1864), leyó varias
cláusulas donde se prohibía la libertad de cultos, se cercenaba la libertad de
prensa y se establecía que “ningún
maestro o profesor podrá enseñar sin la aprobación del ministro diocesano”.
Desgranó otros concordatos, en los que la Iglesia imponía que la instrucción de toda la
juventud sea conforme a la doctrina de la religión católica; y retornó al
artículo tercero del proyecto de la
Comisión, en el que se pretendía convertir al maestro “en una especie de sacerdote laico, obligado
a enseñar un dogma determinado”, de lo que se deducía que “el maestro no sólo deberá ser católico,
sino que tendrá que estar sometido a la inspección y dirección del sacerdote y
del jefe del clero católico, porque sólo el clero católico, sólo los jefes del
culto católico, tienen autoridad suficiente para definir y explicar el dogma
católico”. Así explicó el peligro del artículo, que violaba la Constitución
y retrasaba el progreso de nuestra educación, que impedía que personas de
cultos disidentes que habían venido a establecer nuestras escuelas normales o a
formar parte de nuestras academias de ciencias, pudieran enseñar a la juventud
argentina; que, por consecuencia, traería innumerables intromisiones de la Iglesia, no sólo en la
designación de los maestros, sino también en el plan de estudios, en los libros
y textos de enseñanza, etcétera, etcétera.
Lagos terminó con el aplauso de
sus correligionarios.
Esa escuela formará niños ateos
A continuación habló Tristán Achával
Rodríguez. Comenzó, inesperadamente, criticando a Leguizamón por pretender que el
Estado vigilara la enseñanza en las escuelas particulares. Acusó a los
liberales de querer establecer la censura previa y “la esclavitud de la escuela sometida al dominio del Estado” y de
afectar la garantía constitucional de enseñar y aprender. “La abolición de la libertad de la escuela particular”, dijo, “ha sido precisamente en el mundo, el medio
más poderoso de absorción y despotismo; y contra esa doctrina es que se ha
levantado el principio y garantía constitucional establecidos de una manera
indestructibles, para siempre, en nuestro país”. Parecía defender las ideas
más caras al liberalismo, pero, en realidad, lo que defendía era la libertad de
enseñanza de los colegios religiosos Del Salvador y San José. Una semana más
tarde, en este mismo debate, el defensor de la libertad de pensamiento diría
que la Iglesia
es la depositaria de las verdades reveladas, que le corresponde la enseñanza de
la doctrina que de estas verdades fundamentales se desprende, y que esa Iglesia
debe impedir que la falsa interpretación o aplicación las corrompa, porque esas
verdades son la salvación del mundo y sobre ellas se debe levantar el edificio
moral y social de la actual civilización.
Pero hoy la estrategia es
defender la libertad de enseñanza de los colegios particulares. Sin embargo, al
hablar de la escuela atea, señala que “esa escuela formará niños ateos, formará una generación de hombres sin
principios sólidos, sin carácter, sin conciencia, débiles, que podrán llevar al
país a un precipicio (…) El ateo, hoy día, para mí, es casi un personaje de
carnaval, que se viste con un traje raro por lo antiguo, para llamar la
atención y divertir al respetable público…”.
Para Achaval no servía enseñar
moral, pues en esa materia los maestros no sabrían qué contestar cuando el niño
pregunte ¿Por qué no puedo matar? ¿Por qué debo obedecer?, etc., etc. Al igual
que Estrada o Goyena, no creía en la moral independiente de la religión. Hay
verdades que son inabordables para la ciencia, declamó, verdades que conocemos
porque “han sido enseñadas y reveladas de
lo Alto y directamente de Dios”. Así fue terminando, pidiendo que no se
aceptara otro proyecto que no fuera el de la Comisión. Se terminó la
sesión que seguiría en unos días.
La milicia romana ha entrado en
acción
Afuera, los dos periódicos
católicos y los numerosos diarios liberales apoyaban cada una de sus
posiciones. El Diario, por ejemplo, decía
que esta cuestión de la enseñanza religiosa, defendida “con tanto furor y encarnizamiento, no es un hecho aislado, y merece
ser tomada en cuenta como la primera manifestación seria de una larga lucha que
por desgracia va a conmover a nuestra sociedad…”; que para apreciar bien
los hechos, había que observar lo que pasaba en el mundo. En Europa y en
América, el clericalismo venía librando la gran batalla, “reuniendo sus elementos, acopiando sus armas, organizando sus
legiones. La milicia romana ha entrado en acción, y después de preparado el
terreno con cautela, se ha lanzado resueltamente al combate, en cumplimiento de
las ordenes emanadas del Vaticano”. La contienda, decía, comenzó con Pío IX
y su Syllabus, pero se profundizó con
León XIII, un pontífice muy combativo, que viendo morir a su iglesia,
divorciada del progreso, decidió actuar.
“El clericalismo en Europa no
descansa un momento, y en todas partes, en Inglaterra y en Alemania, como en
Austria y Francia, y en Italia y España trabaja y obra, no independientemente
sino con uniformidad, con disciplina rigurosa bajo las ordenes de hábiles
generales, teniendo un pensamiento definido y un objetivo fijo”. Agregaba El Diario que a pesar de algunos logros,
con Europa casi perdida, León XIII buscó tierra virgen, “más fácil de dominar y que prometa una conquista más fácil y más
duradera. (…) La consigna romana fue impartida para América y con ella nos
vinieron los Nuncios. ¡Oh, el que tenemos aquí, monseñor Mattera, es pichón de
raza! (…). Es un político italiano de la vieja y terrible escuela, astuto e
insinuante, diestro y maleable, capaz de todo con tal de obtener lo que se
propone. (…) El resultado de sus trabajos desde que llegó se ve recién ahora.
Ha disciplinado a los clericales, fundando diarios que defiendan las ideas
ultramontanas, hecho establecer un centro que sirva de cuartel general, y sin
aparecer en nada, sin mostrarse, disimulado por su carácter diplomático, pero
teniendo buen cuidado de apartar al Arzobispo por inútil, de echarlo a un lado
como estorbo….”. En Chile, el enviado del Papa había pretendido desconocer
el patronato del estado; en Uruguay, el mismo Mattera prohibía a las familias asistir
a funciones de caridad que no fueran católicas; en Ecuador gobernaba un tirano
fanático católico, inquisidor, sostenido por los frailes. El Vaticano pretendía
convertir a toda América en Ecuadores.
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