Mientras escribía mi biografía de
Wilde y molestaba a toda mi familia con referencias al personaje, totalmente
desconocido por la mayoría, un cuñado mío, médico, comentó que “hubo un loco,
en la facultad, que presentó una tesis sobre el Hipo”. No sabía que el loco era
ese sobre el que yo escribía. Cuento esto porque creo que la mayoría de médicos
y estudiantes tiene el mismo desconocimiento del doctor Wilde. Hubo otro loco
que dedicó su tésis al portero de la facultad. Ese loco se llamaba José
Ingenieros y su padrino de tesis era… el loco de Wilde.
Ramos Mejía, Montes de Oca,
Rawson, Meléndez, Castex, Fernández, Gutiérrez, Pirovano, son más conocidos
porque sus nombres han quedado inscriptos en los frentes de los hospitales de
la ciudad de Buenos Aires. Y mucho hicieron para merecer esta distinción. Pero,
¿porqué no hay hospital Wilde? Es raro teniendo en cuenta que puede
considerárselo el fundador del Hospital de Clínicas, que inauguró el Hospital
Rivadavia, que fue el principal higienista de su tiempo.
Tal vez porque era un loco, entre
comillas, y porque así como se burlaba de los políticos o los abogados, también
se burlaba de los médicos. Cierta vez, durante un viaje, al entrar a Irlanda,
le confiscaron un revolver que llevaba en la valija. Después de mucho reclamo
infructuoso, logró que se le devolvieran con un argumento digno del irlandés
Oscar Wilde: Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico!
Wilde nació en Bolivia, donde
vivía exilado su padre. Cursó su secundaria en el célebre colegio de Concepción
del Uruguay, compartiendo pupilaje con Julio A. Roca, Victorino de la Plaza y
muchos de los mejores exponentes de la después llamada generación del 80.
Después vino a Buenos Aires e ingresó en la facultad de Medicina. Pobre de
pobreza absoluta, vivía en pensiones de mala muerte y se pagaba sus estudios
trabajando en el hospital y en distintos medios periodísticos. Uno de esos
medios era El Mosquito, un periódico
satírico, donde el periodista-estudiante Wilde se hizo famoso como humorista. Cuando
dejó el Mosquito para dar sus últimos
exámenes de Medicina, el periódico lamentó su partida bromeando con que había
preferido “matar a sus semejantes con
drogas que hacerlos morir de risa”
Su mejor amigo en aquellos
tiempos juveniles era Ignacio Pirovano, compañero de correrías, bromas y
pobreza. Ambos dos se reían de todo pero daban exámenes brillantes.
Cuando llegó la guerra con el
Paraguay, allá por 1865, Pirovano y varios de sus compañeros se alistaron en el
ejército como practicantes. Wilde no pudo ir por ser boliviano, pero trabajó en
el hospital que se armó para curar a los heridos que llegaban de los campos de
batalla.
En 1868 cuando estalló la primera
gran epidemia de cólera, las autoridades no encontraron ningún médico que
aceptara hacerse cargo del lazareto y pusieron al estudiante Wilde como
encargado interno de los enfermos de cólera. Lo ayudaban Pirovano y otros
estudiantes, que habían vuelto del Paraguay.
Lucien Choquet, director del Mosquito, recordaría años después su
dedicación a los enfermos, “su atención,
su ternura para con los apestados y sobre todo aquel genio alegre y consolador
que hacía sonreír hasta los moribundos”. Y cuenta que un domingo,
que acompañó a Wilde el día entero, pudo ver cómo esa alegría consoladora
lograba reanimar a los pacientes. Trabajó allí incansablemente hasta el cólera
lo tumbó, pero no lo mató.
La tremenda epidemia, que dejó
unos 8.000 muertos en Buenos Aires, desnudó los graves problemas higiénicos que
sufría esta ciudad, cuya población crecía vertiginosamente con la llegada de
miles de inmigrantes: falta de provisión de agua en buenas condiciones,
abundancia de pozos contaminados, aguas estancadas, pésimos desagües, montones
de basuras abandonadas donde germinaban todo tipo de insectos; insuficiencia de
servicios hospitalarios y de cementerios; inmigrantes hacinados en viejas
casonas céntricas que sus dueños explotaban como conventillos, sin adaptación alguna, albergando a familias enteras
en cada habitación. Todos estos problemas de higiene pública habían sido
denunciados por Wilde en innumerables crónicas y artículos. Muchas veces
preguntó a las autoridades, públicamente, si acaso esperaban una epidemia para
actuar.
La peste también le dejó nuevas
inquietudes porque, como la mayoría de los practicantes que actuaron en el
Lazareto, aprovechó los datos tomados durante la atención de los enfermos y en
las casi setenta autopsias de coléricos que se hicieron. Aquellas observaciones
servirían para las tesis que cada uno de ellos presentaría en la Facultad de Medicina.
Pero, claro, Wilde reparó en un detalle bastante original: el hipo que solía
atacar al enfermo de cólera. Hasta entonces se creía que era un síntoma sobre
el cual podía fundarse un pronóstico favorable, y él encontró que cuando los
coléricos avanzados presentaban hipo, “ya
no había que esperar nada”. El tema le interesó y
empezó a discutirlo con su jefe y maestro, Manuel Augusto Montes de Oca, quien,
al igual que el doctor Guillermo Rawson, creía en la teoría de la señal
benéfica. Seguramente, Montes de Oca le sugirió que demostrara su hipótesis y
de ese debate nació su decisión de estudiar profundamente el fenómeno del hipo
–tan emparentado con la risa y el llanto– y, por qué no, convertirlo en el tema
de su tesis doctoral.
Ese es el origen de su tesis
sobre el Hipo, apadrinada por Montes
de Oca. Fue mucho más que una demostración de que el hipo era un accidente
respiratorio, y no accidente de digestión como se pensaba hasta entonces. Wilde
dedicó 140 páginas a todos los aspectos relacionados con la cuestión, y en un
capítulo titulado “Influencia de las
edades, de los sexos, de los temperamentos, de las constituciones y de los
estados en la producción del hipo”, se atrevió a escribir varias páginas
sobre la sicología, belleza y sensualidad de la mujer. Esas páginas –pura
poesía desvergonzada- serían hoy condenadas por el feminismo, pero que en 1870
le permitieron vender su tesis como si fuera un best-seller.
Cincuenta años después José
Ingenieros calificó la tesis como “ingeniosa y aguda, hermosamente escrita,
pertenece tanto a la medicina como a la filosofía, pues la doctrina fisiológica
se hermana en sus páginas con la sutil perspicacia de un psicólogo que observa
con altura”.
La tesis y su defensa recibieron
diploma de honor, y una medalla de oro de la Asociación Médica Bonaerense,
antecesora de esta institución.
Cuando fue a recibir la medalla,
en gran acto, dedicó su discurso a solidaridad a los médicos ricos que nada
hacían por aquellos que recién comenzaban. Médicos legisladores y médicos
ministros que pudieron haber hecho algo por la educación “y, sin embargo, preguntad a las bibliotecas cuántos volúmenes les
fueron enviados por ellos, a los museos si aumentaron su riqueza, a la Facultad si sus
profesores cuentan siquiera con la seguridad del pan de cada día, para poder
tomar de otro modo que como un accesorio, la enseñanza de la ciencia. Preguntad
a la Asociación
Médica si tiene siquiera un miserable rancho con techo de
paja, pero suyo, para no tener que pedir prestado el cuarto redondo en que
celebra sus sesiones. Abrid los armarios y veréis nadando uno que otro vetusto
volumen, echado más bien de casa de los ricos como inútil y ¡cosa rara,
considerado como muy digno de figurar en la biblioteca de una corporación como
la nuestra! Preguntad a las instituciones científicas cuántos de los médicos
millonarios que han muerto, han instituido un premio para el mejor y más pobre
de los estudiantes, o han dejado una suma con que hacer posible la educación de
tanto joven de talento, que no estudia porque sus recursos no se lo permiten”.
Alzando su medalla, denunció que
ese “pedazo de oro” que le habían
dado era la mitad del sueldo de un joven médico, cuya ganancia apenas le
alcanzaba para vivir, y pidió a la Asociación Médica que abriera concursos, que
fomentara la legítima ambición científica por todos los medios posibles. “Si los premios honoríficos no son bastante
poderosos para excitar al estudio, ya que el saber y el talento no van con
frecuencia unidos a la fortuna, propónganse recompensas que sean una remuneración
para el trabajo y el tiempo empleado”, pidiendo el apoyo de los gobiernos y
de los médicos ricos, y si nada se consigue “trabajemos
solos y hagamos con el acumulo de nuestra pobreza lo que no podemos hacer de
otro modo”. Instó a la institución, que cada día tenía más miembros, a
reunirse con más frecuencia, a moverse, a intercambiar ideas, a publicar sus
trabajos. “Tengamos fe, perseverancia y
propósitos firmes, y haremos una medicina argentina como hay una medicina
francesa, como hay una medicina alemana, como hay una medicina inglesa e
italiana, a pesar de que no hay más que una medicina universal”. Los
médicos tenían su Revista
Medico-Quirúrgica, pero, decía Wilde, “ni
la leemos, ni la escribimos, ni la comentamos, ni la tomamos en cuenta”.
Terminó su discurso con estos
conceptos sobre los argentinos en general, tan vigentes hoy como ayer: “Hemos heredado de nuestros padres por
razones de raza, valientes cualidades y brillantes defectos. Tenemos la
concepción fácil y pronta, las ideas apropiadas y oportunas, la inteligencia
clara y lujosa, pero tenemos una gran pereza. Cuando nos ponemos a pensar
producimos pronto y abundantemente, brillantísimas ideas, pero ¡cuánto cuesta
ponerse a pensar! La vida es corta y el mejor modo de esperar la plácida muerte,
es arrullarse con dulcísima indolencia, en una comarca en que la naturaleza se
encarga de nutrirnos, con poco esfuerzo de nuestra parte”.
Empezó atendiendo, según decía, “gratis para los pobres, por decisión mía, y
gratis para los que no son pobres, por decisión de ellos”. Le costó un poco
vencer el prejuicio de algunos de sus potenciales pacientes, los que dudaban
que un humorista pudiera ser buen médico, pero lo ayudó otro prejuicio bien
arraigado en la época, ese que decía que los mejores médicos eran los
extranjeros. El público, diría bromeando, “se
entrega en alma y vida a cualquier individuo que es o se llama médico, con tal
que sea extranjero, que tenga un nombre atravesado, que hable en un idioma que
no existe, que sea mal criado, torpe y sobre todo cobrador, carero y exigente,
condiciones indispensables para ser muy buen médico en Buenos Aires”.
Contaba que un amigo suyo, de apellido Pietranera, cuando quería impresionar
traducía su apellido al inglés, llamándose
Blackstone, nombre que, aseguraba,
le daría reputación y fortuna como médico. Y agregaba “Estas bromas que estamos escribiendo, encierran verdades tremendas y
el mismo que las escribe, si puede con su profesión tener una mediana comodidad
de vida, más que a todo, lo debe a llevar un apellido inglés, dando lugar a que
muchos se equivoquen y a que alguno haya llegado a preguntar ‘¿cómo es que
usted puede ser tan buen médico, si habla tan bien el castellano?’”.
El gobierno lo había nombrado
médico de sanidad del puerto y le había ofrecido una beca para perfeccionarse
en Europa. Debía viajar antes de septiembre de 1871, pero en marzo de ese año
estalló la fiebre amarilla, que dejó 14.000 muertos de 50.000 enfermos en una
ciudad devastada, atendida por pocos médicos porque la mayoría huyeron o se encerraron.
Wilde le dedicó alma y cuerpo, durante un mes, hasta que él también enfermó de
gravedad. Su heroica actuación mereció el reconocimiento de la Municipalidad,
que lo premió con medalla de oro; de la Comisión Popular y diversas sociedades,
que le dieron certificados de honor, y de una comisión de vecinos, que decidió
crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro,
integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión
Popular y tres profesionales cuya
actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo.
Después de ese tremendo infierno,
renunció a la beca de perfeccionamiento. El dinero ofrecido no le alcanzaba
para vivir en el viejo continente, y, todavía convaleciente, no se sentía
suficientemente fuerte como para emprender el viaje antes de septiembre. Si la
hubiera aprovechado, como lo hicieron Ignacio Pirovano o Ricardo Gutiérrez, tal
vez se habría especializado en salud pública o higiene pública. Estaba
convencido que el dinero mejor gastado era el que se emplea para evitar
enfermedades. Pero se quedó aquí y alternó su consultorio con la cátedra, la literatura,
el periodismo y la política. Desde el periodismo bregó incansablemente por
distintas obras de salubridad pública, desde la creación de parques hasta las
aguas corrientes, y por la sanidad privada, desde la nutrición infantil hasta
la gimnasia en las escuelas, como medicina preventiva. Estudió tanto las
distintas alternativas de obras sanitarias para la ciudad que sus
contemporáneos lo consideraban un experto en esa materia y en todo lo referente
a higiene urbana. En la década de 1870 fue presidente de la comisión de aguas
corrientes y fue incluido en cuanta comisión tuviera que ver con temas de
salud, como la que emplazó el primer Hospital Militar o la que creo el parque
de Palermo. En esa década escribió dos libros de medicina: un magnífico curso
de Higiene Pública, que no era sólo un libro de prevención y difusión, sino
también un programa de salud pública en todos sus aspectos. Y otro de Medicina
Legal. Sus libros y artículos
científicos eran tan amenos, que llegaban fácilmente al gran público, lo que en
materia de higiene era importante. En esa década publicó, además, una selección
relatos y artículos periodísticos, un texto de Química, y otros de álgebra y
gramática.
Comenzaba a dispersarse, por algo
fue uno de los pocos argentinos que perteneció a tres academias: la de
Medicina, la de Ciencias Físico Naturales y la de Lengua.
Poco a poco, la política fue
atrapándolo, aunque nunca perdió de vista la medicina. Como diputado nacional
y, especialmente, como ministro de Roca y Juárez Celman, y finalmente como presidente
del Departamento Nacional de Higiene.
En esa época los iban casi
diariamente al Congreso, a trabajar con las comisiones y a debatir en el
recinto proyectos propios o ajenos. Si bien Wilde es reconocido, por unos
pocos, como alma mater de las leyes
de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil, lo que le valió el odio
eterno del conservadorismo católico, y como actor principal, junto a
Avellaneda, de la Ley Universitaria, su firma y estilo está impreso en
muchísimas normas de gran importancia, y en materia de salud, en instituciones
como el Hospital de Clínicas, dependiente de la Universidad, que impulsó y
reglamentó en sus tiempos de ministro de Educación; los hospitales Rivadavia y
Militar (de Bolivar y Caseros), que ayudó a proyectar e inauguró; proyecto de
código sanitario, que impulsó pero quedó varado en la Cámara de Diputados, y
que habría evitado muchos conflictos en tiempos de epidemias; o la construcción
del crematorio de Chacarita. A él debemos las obras de aguas corrientes de la
ciudad de Buenos Aires, que logró impulsar contra todos los intereses
políticos.
Wilde fue tremendamente combatido
en su tiempo, y por eso la historia ha tergiversado sus obras y su actuación,
especialmente en esta cuestión de las obras de salubridad y de las epidemias de
cólera de 1889 y bubónica de 1898.
En sus ocho años de viajes por el
mundo, recorrió casi todos los hospitales de Europa, y dio a conocer los
adelantos de la ciencia y tecnología médica en diversas revistas especializadas
argentinas, siempre pensando en el progreso de la medicina argentina. Cada
ciudad que visitaba era objeto de su estudio ambiental y sanitario.
Jamás olvidó sus orígenes de estudiante pobre. Al final de
su vida, después de visitar el Instituto Solvay de Bélgica, pidió a sus íntimos
que después de su muerte crearan con
su dinero un pequeño instituto de fisiología del tipo del de Solvay, para
estudios teóricos y experimentales, construyendo en Buenos Aires un buen
edificio adecuado, que sirviera la mismo tiempo de alojamiento de jóvenes
estudiantes pobres del interior, dándoles todos los elementos necesarios para
proseguir y terminar sus estudios sin sufrir vergüenzas ni miserias. Ellos
pagarían la ayuda de su manutención material dedicando una parte de sus
actividades al servicio y al progreso científico del Instituto, y así la
pensión gratuita no deprimiría su dignidad, ni tendría el carácter de una
limosna.
Su viuda no cumplió con este
pedido, pero sí puso dinero y el producido de la venta de las obras completas
de Wilde para que la Facultad de Medicina de la UBA instituyera un premio anual
de medicina (premio Wilde al mejor trabajo-tesis: medalla, diploma y una suma
de dinero) que a los tropezones, con baches y modificaciones sigue existiendo.
Así como no hay hospital Eduardo
Wilde en esta ciudad, tampoco hay escuela pública que lo recuerde. Raro,
teniendo en cuenta que fue el gran campeón de la escuela primaria gratuita,
obligatoria, laica e higiénica, y que Borges haya dicho que fue uno de los
pocos argentinos que escribió más de una página perfecta.
Dónde puedo comprar el.libro?
ResponderEliminarGenial el texto.
ResponderEliminarGracias Está en libreria Casares sw Suipacha y Lavalle
ResponderEliminar