Las ciudades y los pueblos de las provincias argentinas
suelen bautizar sus avenidas principales con nombres de dirigentes nacionales. Veamos
las de mi pueblo: San Rafael, en Mendoza.
Es una ciudad de principios del siglo XX, heredera de una
colonia francesa.
Sus avenidas principales son bastante representativas de
las disposiciones históricas vigentes hasta hace cincuenta años.
No faltan “San Martín” o “Del Libertador”, un héroe que
toda Mendoza siente como propio. Pero los siguientes nombres principales son Bartolomé
Mitre e Hipólito Yrigoyen. Bastante menos céntricos, pero también en avenidas,
se lucen Rivadavia y Moreno. Belgrano es sólo calle, pero tiene el privilegio
de bordear la plaza principal, al igual que Carlos Pellegrini. Avellaneda y
Alsina tienen su prestigio, pero Urquiza o Roca han quedado bastante relegados,
en callecitas de poca monta. Sarmiento y Alberdi son avenidas, pero casi fuera
de la ciudad.
No discuto los criterios. ¡Qué va! Son los criterios
porteños, bastante unitarios por
cierto.
Los nombres locales, en la periferia, corresponden en su
mayoría a militares que actuaron en el regimiento establecido en esta zona que
fue de frontera hasta que Roca conquistó el desierto. Los fundadores de la
ciudad –Rodolfo Iselín y Julio Ballofett– no brillan pero están. Iselín tuvo en
un principio calle principal pero con el tiempo lo mandaron a los suburbios.
Sin embargo la escuela primaria de la plaza lleva su nombre. Ballofett fue
premiado con la calle (o ruta) que pasaba por su finca, lejos, camino a Rama
Caída. Pero la suerte quiso que con el devenir del progreso la calle se
convirtiera en estratégica avenida.
Todo esto lo cuento para señalar que el Dr. Teodoro J.
Schestakow, el hombre más bueno que vivió en esta tierra, no tiene más calle
que un pasaje de mala muerte. Es cierto que el hospital lleva su nombre, pero
costó bastante que aceptaran ponérselo.
Vivió dedicado al pueblo de San Rafael durante 62 años,
hasta el 29 de mayo de 1958 cuando murió casi centenario. Su funeral fue el
mayor acto multitudinario en honor a una persona del que se tenga recuerdo en
esta ciudad. Está enterrado en el cementerio local, en una tumba de tierra
según sus deseos, con una placa que dice: “Aquí
yace el Dr. Schestakow. Trabajó toda su vida. Descansa en paz”.
Había nacido el 3 de marzo de 1864[i] en el imperio de los
Zares, pero, curiosamente, no en Rusia sino en Finlandia, en ese tiempo anexada
a Rusia. Su pueblo de nacimiento fue Imatra, una localidad de la frontera con
Rusia.
Pertenecía a una familia numerosa que ocupaba una posición
social y económica destacada. Cursó sus estudios de liceo en Perm, una ciudad industrial
en el centro de Rusia, y sus estudios universitarios en la Facultad de medicina
de Kazan, donde se graduó de médico el 7 de junio de 1887. En la misma
universidad estudiaron, entre otros, Tolstoi y Lenin, quien entró en la
facultad de derecho en ese mismo año 1887.
Según Raúl Marcó del Pont, mientras estudiaba en Kazan fue acusado –junto
a otros muchachos– de participar de movimientos revolucionarios contra el Zar
Alejandro III y fue confinado a Siberia donde lo obligaron a ocuparse de la
educación de los hijos del representante local del gobierno. Luego, como las
acusaciones en su contra provenían de simples sospechas, lo mandaron a Oms, un
lugar más civilizado, donde el gobernador resultó ser amigo de su padre. Lo
liberaron bajo palabra de no actuar contra el Zar.
Pudo haber realizado una carrera cómoda, brillante y
destacada. Sin embargo, consecuente con su ideal superior de liberación y
justicia, sacrificó comodidades, fortuna y halagos para no traicionar sus
principios. Había prometido no luchar contra el gobierno, pero no podía vivir
en un pueblo tiranizado. Por eso, en 1889 abandonó Rusia sin rumbo fijo. Su
afán de aprenderlo todo lo llevó recorrer casi toda Europa, el cercano Oriente
y el norte de África. De paso, amplió sus estudios en hospitales de las más diversas
ciudades; luego se inscribió en los cursos de la Facultad de Lyon, y más tarde
en la de Ginebra donde revalidó su título en 1894. Su director de tesis fue el
célebre Jacques Louis Reverdin, uno de los padres de la cirugía contemporánea.
Recibió premios por sus trabajos de tesis en ambas universidades.
En
sus recorridas conoció a las más grandes figuras médicas de Europa, como
Pasteur y su asistente Pierre Roux (bacteriólogo, inmunólogo, descubridor del
suero antidifteria y cofundador del Instituto junto a su maestro Pasteur), o
gran cirujano suizo Emil Kocher.
Curiosamente,
hizo sus recorridas por los hospitales y universidades europeas en los mismos
años que Eduardo Wilde. Tal vez se hayan cruzado en alguna sala.
Estaba en Ginebra, ya listo para buscar un nuevo destino,
cuando alguien le habló de una pobre colonia francesa, allá en los confines de
América del Sur. Dicen que el colono Paul Matile, quien éste acababa de perder
dos hijos de fiebre tifoidea, mandó a sus parientes en Suiza una carta pidiendo
un médico joven para hacerse cargo de la apremiante situación médica de la
Colonia Francesa. Aquí sólo venía, de tanto en tanto, algún médico de Mendoza.
Teodoro Schestakow sólo pidió que se le pagara el pasaje.
Llegó en 1896, a los 33 años. Seguramente se asustó pues,
usando una frase de Abelardo Arias, nieto de Julio Ballofett, estas comarcas
eran puro polvo y espanto.
Si bien la Colonia era bastante pequeña, la población
diseminada por todo el entonces inmenso departamento alcanzaba a unos diez mil
habitantes.
Rodolfo Iselín lo hospedó en su casa y pronto lo instaló
en el único Hotel –el Unión– donde atendió hasta que tuvo un consultorio con
pequeño sanatorio en el predio donde hoy está en Banco Nación local, propiedad
de Iselín.
De esos primeros años de práctica se destacan tres hechos
científicos importantes:
En 1898 Schestakow fue el primer médico que empleó con
éxito en el país el suero antidiftérico logrando salvar muchas vidas y combatir
una tremenda epidemia.
Más tarde, en el comienzo de otra terrible epidemia, de
peste bubónica, supo diagnosticarla a tiempo y supo vencerla eficazmente
gracias a las medidas que él personalmente llevó a cabo, a costa de su propio
peculio.
Finalmente, cuando San Rafael fue asolada por la viruela,
solicitó a las autoridades sanitarias del país las vacunas necesarias para
combatirla. No le enviaron nada. “No
había vacunas; otro médico hubiera aislado los enfermos y se hubiera cruzado de
brazos dejando que la muerte diezmara la población”, dice el doctor
Francisco Yazlle en 1953, “El Dr.
Schestakow con su alto espíritu de responsabilidad y su saber unido a su
ingenio y al propósito de vencer, supo resolver el problema y salvar a la
población: inoculó la enfermedad a dos terneras donadas por su amigo Iselin y
así obtuvo el material para propagar la vacuna salvadora”[ii].
Muchas veces en estas tareas, que efectuaba
personalmente, expuso su propia vida para salvar las de los demás. Y agrega
Yazlle: “¡Y pensar que hubo quien
pretendió prohibirle ejercer la profesión! Cabe mencionar que desempeñó los
cargos de médico municipal, policial, provincial, nacional y hasta militar
durante largos periodos. Y todo con carácter ad-honorem”.
Los nacidos en San Rafael hemos crecido escuchando
historias, escritas y no escritas, sobre la actividad legendaria de este médico
y ser humano excepcional. A caballo o en carreta recorría los pedregosos,
interminables caminos, callejones y senderos, cruzando vados y ríos helados,
para atender a los dolientes de los distritos más alejados, hasta llegar a
General Alvear (a 90 km de San Rafael). Tenía casa propia y una frazada en cada
rancho, y cuando no le podían pagar ni con una gallina, él sacaba mercadería a
su cuenta en los almacenes para dársela a sus pacientes más pobres, los más
queridos.
Schestakow era comunista practicante y probablemente
ateo, pero buen seguidor de las enseñanzas de Jesús. Muchos habrían dado la
vida por él, y por allí se recuerda que cierta vez, mientras cabalgaba solo en
uno de sus larguísimos viajes, fue asaltado por bandidos. Cuando lo
reconocieron, los maleantes se descubrieron la cabeza, le pidieron disculpas y
se alejaron avergonzados. También se cuenta –no sé si será verdad o leyenda-
que cuando, ya grande, quiso volver a su patria, todo el pueblo se agolpó en la
estación, para impedir su partida.
Cada familia tiene su historia particular, y la mía
también. Mi abuelo Felipe Brown, un inglés que llegó en 1905, era amigo de
Schestakow. A pesar la diferencia de edad, compartían sentido del humor, trasnochadas
y larguísimas conversaciones. Andando lo tiempos, salvó la vida de mi madre que
de chica enfermó gravemente de fiebre tifoidea. Mi abuelo contaba que cierta
vez, estando en Buenos Aires, sufrió de alguna dolencia que no recuerdo y fue
allí a un especialista quien, luego de revisarlo, tomó de su biblioteca un
libro para buscar detalles de esa dolencia. Se sentó a consultarlo y mi abuelo
vio que el trabajo que leía era de Teodoro J. Schestakow.
El periódico local, El
Comercio, del 16 de octubre de 1953 informa sobre un homenaje que se rindió
a Schestakow, consistente en descubrir una placa de bronce en el frontispicio
del hospital que ya llevaba su nombre. El diario reproduce completo el discurso
del Dr. Francisco Yazlle, en nombre de la Sociedad Médica de San Rafael, frente
a un Schestakow de 90 años, que lo escuchaba atentamente sentado en su auto,
con la puerta abierta, a un metro de distancia. Estaba viejo y delicado de
salud, pero perfectamente lúcido.
Yazlle, emocionado, decía que la sociedad médica lo había
nombrado socio honorario, único hasta entonces, pues para todos ellos era,
además de su decano, un “verdadero sacerdote de la medicina”, un ejemplo de
vida.
Fue también un acto de desagravio. Años antes, algunos se
habían opuesto a poner su nombre al Hospital por ser un médico extranjero; es
más, hubo quienes iniciaron gestiones para prohibirle el ejercicio de la
medicina por la misma razón, buscando resquicios en leyes absurdas. Al parecer,
hacía mucho que no pisaba ese hospital que llevaba su nombre. Eran tiempos del
primer gobierno de Perón.
“En esta era de
tergiversación de valores –decía Yazlle–, en la que se recuerda y se admira más
fácilmente el nombre de un boxeador o de un caballo de carrera y se olvida o se
desconoce los de los grandes benefactores de la humanidad, resulta
reconfortante para el espíritu comprobar o participar de los actos de
reconocimiento a las figuras que constituyen auténticos valores”.
Y contaba que había sido muy difícil conseguir que
Schestakow accediera a ese simple acto de reconocimiento. “Su desinterés y su modestia fueron seria valla para obtener su
aprobación, y aun así, lo aceptó con la condición que él expresara el homenaje
al médico anónimo tal como cuando se rinde honores al soldado desconocido”.
Dirigiéndose directamente a Schestakow, Yazlle le aseguró
que no se lo homenajeaba por ser el primer médico de San Rafael, sino por sus
más de 60 años de actividad eficiente y progresista en beneficio de este
pueblo; por las miles de vidas que salvó, por la infinidad de ideas y gestiones
que realizó en favor de la higiene y la cultura de ese pueblo: “Bien sabemos que su espíritu altruista
nunca buscó el halago y la riqueza, ni le seduce la bambolla barata del elogio;
pero usted doctor Schestakow no puede evitar la entusiasta y sentida expresión
de gratitud que brota espontáneamente del corazón de todos y que le dicen:
gracias Dr. Schestakow por todo el bien que usted ha hecho en este magnífico y
pujante pueblo; y que es magnífico y pujante porque usted fue un puntal
importante que, junto con otros valientes y esforzados visionarios, supieron y
pudieron hacerlo así”
Yazlle recordó la abrumadora tarea que debió desarrollar
en un departamento tan extendido como San Rafael (y Alvear y Malargue), sin
caminos, casi sin medios de transporte, con una pésima higiene y sin los
materiales necesarios para poder actuar. Así debió ingeniárselas para resolver
los infinitos problemas que la medicina le planteaba. “Él todo lo suplió con el dínamo grande de su corazón generoso, con el
sentido de la responsabilidad que le cabía en este medio en que todo estaba por
hacerse. No tenía para él valor el tiempo, las inclemencias de la naturaleza:
si el enfermo necesitaba de él, iba a caballo, en sulky, en lo que tuviera más
a mano, pero iba. Sus puertas estaban abiertas, como abierto ha estado su
corazón y su mano. Sobran los antecedentes para afirmarles ahora de que el
menesteroso encontró en él además de la atención médica gratuita, el remedio y junto
con el remedio, los consejos paternales, la mano sobre el hombro y, no pocas
veces, hasta el dinero deslizándose en el bolsillo de aquel que encontró todo,
no en un consultorio, sin en la casa de un amigo”.
Así fue la larga vida de este médico ruso que habiendo
podido ser una eminencia reconocida mundialmente, eligió servir como un
sacerdote en un pueblo rural de los confines de Sud América.
El mejor homenaje que se le podría hacer sería lograr que
el hospital que lleva su nombre fuera digno de sus enseñanzas de vida.
[i] El año de nacimiento
surge de la Federación Universitaria de Cuyo; otros la sitúan en 1867.
[ii] El Comercio 16.10.1953.
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