La Nación del día de la fecha nos dice: “Hoy, LA NACION cumple 145 años de existencia. La fundó Bartolomé
Mitre, quien dos años atrás había entregado la presidencia de la Nación a
Domingo Faustino Sarmiento, a fin de continuar, sobre la proyección cultural de
un nuevo medio periodístico, sus luchas políticas”.
Si fundar La Nación es sacarle una palabra (en desuso) a un diario y
cambiarle el lema, entonces sí, el 4 de enero de 1870 se fundó La Nación.
La verdad es que el diario La
Nación Argentina, fue fundado en 1862 por José María
Gutiérrez, secretario privado de Mitre en Pavón, pero desde el mismo día de su
nacimiento respondió al general Bartolomé Mitre y fue conocido, simplemente,
como La Nación.
A partir del 4 de enero de 1870, La
Nación Argentina pasó a la propiedad de una sociedad
controlada por Bartolomé Mitre (Gutiérrez permaneció como socio minoritario
hasta 1879) y cuatro meses después se mudó, junto con la imprenta, a casa del
General (San Martín 144). Mitre suprimió la palabra Argentina de la denominación del periódico y, aunque pretendió
diferenciarse cambiándole la numeración y diciendo que La
Nación Argentina había sido “un puesto de combate”, mientras que La Nación
sería “tribuna de doctrina”, mantuvo
la misma línea editorial, las mismas luchas y al mismo belicoso José María
Gutiérrez como redactor. Como bien diría Sarmiento en 1878, Gutiérrez “ha de ser siempre el perverso que el
general Mitre tomó muchacho aún de secretario íntimo, de redactor de sus
diarios, de compañero de negocios, de matón y bravo, para morder y lacerar a
los otros…”.
En ese supuesto primer ejemplar
de La Nación, dice en su editorial: “El
nombre de este diario, en sustitución del que lo ha precedido, LA NACION, reemplazando
a LA NACION ARGENTINA, basta para señalar una transición, para cerrar una época
y para señalar nuevos horizontes del futuro./ LA NACION ARGENTINA era un puesto
de combate./ LA NACION será una tribuna de doctrina”. Y más adelante: “LA
NACION ARGENTINA fue una lucha. LA NACION será una propaganda”.
Vale destacar que cuando, en febrero de 1864, Héctor
Varela volvió a hacerse cargo de la dirección de La
Tribuna en
lugar de su hermano Mariano, también planteo un cambio en ese periódico
diciendo que combate era una palabra
del pasado y debate la del presente.
Eduardo Wilde se hizo conocido en
Buenos Aires, a los 18 años, como cronista del diario La Nación Argentina, hasta que lo echaron allá por 1865. Con los
años sería uno de los críticos más acérrimos de Bartolomé Mitre y La Nación. A su vez Mitre combatió a
Wilde como ninguno, a veces con malas artes, quizá porque nunca le perdonó artículos
mordaces o sarcásticos o simplemente humorísticos sobre su famoso diario. Artículos
como éste de 1874:
“Mitre ha sido todo por elección de sus compatriotas, hasta orador.
A él le han regalado una casa, una imprenta, un diario, muebles,
libros; hasta reputación de literato le han regalado, ¿qué más ambiciona un
hombre que ha sido todo y le regalan todo?
¿Qué le regalen también la presidencia otra vez?
Nosotros nos oponemos formalmente a eso.
Que le regalen una capilla con un altar, donde coloquen su imagen,
santo y bueno.(…)
Pero el general Mitre es una gloria nacional, dicen sus partidarios.
Será lo que quieran, las banderas de la catedral son también glorias
nacionales, y están guardadas sin que nadie intente sacarlas para llevarlas a
la cabeza de las reuniones populares.
La historia dirá si el general Mitre es una gloria nacional o no; lo
que nosotros decimos es que el general Mitre tendrá las más bellas cualidades del
mundo, pero que no es de actualidad, y que no mueve el corazón del pueblo, de
tal modo que quiera hacer de él por segunda vez su presidente.
El miserere del Trovador es una obra maestra en materia de música; no
hay oído rebelde, indómito o salvaje (…) que no se conmueva con esos acordes
celestiales que llenan de dulcísima angustia el corazón, mientras un llanto
benéfico humedece los ojos; (…) y sin embargo, el miserere del Trovador, cuando
abandonando el escenario de los teatros y la garganta de los artistas de
mérito, se hizo sonata de organito y recorría las calles lanzando sus quejidos
melancólicos tras de los nervios acústicos de cualquier filarmónico bárbaro;
cuando veinte vueltas de manubrio en cada esquina, dadas por la mano callosa de
un músico ambulante que puede ser vendedor de fruta o lustrador de botas en
cualquier tiempo, producen y desprestigian la divina pieza, el miserere del
Trovador sin dejar de ser la obra famosa del arte, se convierte en la
fastidiosa y repetida sonata que concluye por hacerle tapar los oídos al más entusiasta
admirador de Verdi.
Pues el general Mitre es (…) el miserere del Trovador, convertido en
sonata de organito.
Necesitamos pagarle al organista para que no la toque más…”.
O este de 1885:
“Todos saben sin duda, lo que es un diario de crédito; entonces no se
necesita definirlo.
Entre nosotros tenemos varios, pero hablaremos sólo de uno: La Nación.
Un diario es un hombre, el que lo dirige o lo inspira.
La Nación por lo tanto es D. Bartolo, como se le llana familiarmente al General
Mitre.
La Nación tiene, como su dueño, una tradición. Se fundó para sostener el
gobierno del General Mitre y debió su éxito primero a una nimiedad, al hecho de
poner en lo alto de la primera página la salida de los trenes, lo que lo asemeja
a una guía, y por lo tanto le daba grande importancia, pues por aquellos
tiempos no había guías en Buenos Aires, y secundariamente al vigor de su
redacción, que se hallaba a cargo de un hombre de talento, fanático por Mitre y
tan austero en su culto que era la copia fiel de las religiosas que se pasan
adorando a Dios toda su vida sin que Dios se acuerde de ellas para nada.
Después La Nación, La Nación Argentina, que así se llamaba, entró en deliquio, se
derritió, casi se fundió como empresa; y de evangelio que era, para salvarse
tuvo que convertirse en asunto de Bolsa. Se ideó un capital por acciones, se
inventó accionistas, se supuso que algunos pagaron sus acciones y se cobró su
cuota a los inocentes.
Al poco tiempo las acciones valían lo que valen las de las minas de
Amambay y Maracayú; cualquiera las podía regalar a cualquiera.
Esta catástrofe se atribuyó sin duda a que el título del diario era muy
largo, pues poco tiempo después vimos perder a ese título más de la mitad.
La Nación Argentina se quedó en Nación sola.
Por estas épocas el partido mitrista estaba en derrota y sus afiliados
se ocupaban de dos cosas:
1ª Leer La Nación era caso de conciencia.
2ª Tramar revoluciones.
No hablamos de una tercera ocupación, la de salir mal en todas las
empresas, porque eso no era un principio sino una consecuencia.
La Nación progresaba, se vendía como se vende la biblia en Inglaterra, y le
sucedía lo que le sucede a la misma biblia: nadie la entendía.
Pero eso no importaba.
Un mitrista, por aquellos días, no almorzaba antes de leer La Nación, como los curas que no almuerzan antes de decir misa.
Una vez leída La
Nación, ya estaban
listos para todo, briosos y contentos; el sastre les podía tomar medida, para
hacerles ropa, podían hacerse cortar el pelo; se resolvían a pasar por la casa
de sus novias, y se hallaban, en fin, en actitud de emprender las más grandes
conquistas y de discutir amplia e inútilmente todos los problemas sociales.
¿Ha leído Ud. La
Nación? se preguntaban
unos a otros en la calle.
Una mirada terrible era la sola contestación, una mirada que quería
decir: ‘¿Acaso no soy hombre?’
El hecho es que en aquella época, el partido mitrista era una religión
con todos sus atributos, y cada mitrista un devoto fanático, intransigente,
apasionado y sincero. Creer en Mitre era creer en Dios.
No importaba que Mitre perdiera todas las elecciones, fuera vencido en
todas las cuestiones y se alejara cada día más del Poder público; él era Dios,
quien como se sabe puede mandar epidemias, hambres, terremotos, inundaciones y
temblores sin que a nadie se le ocurra negar que Dios es bueno, justo y
misericordioso.
No eran los suscriptores quienes sostenían La Nación; era la fe, la creencia en un Mitre supremo creador y orador de todas
las cosas, aunque todas le salieran mal.
Esta idolatría ha continuado; la religión de Mitre ha perdido, es
cierto, la mayor parte de sus adeptos, pero todavía cuenta numerosos y
arrumbados sus creyentes que sostienen el culto y se desayunan con La Nación.
¿Cuál ha sido entre tanto el papel de ese gran diario en la política
del país?
El mismo que el de su actual propietario.
Sirvió un tiempo para mucho; hoy no sirve sino para anular a sus
allegados.
Nadie ha hecho carrera al lado de ‘Mitre’; sus prohombres han tenido el
triste privilegio de hundirse y de envejecerse estérilmente.
Ahí continúan atados a una tradición hombres de verdadero talento, que
no se atreven siquiera a hacer lo que les manda su conciencia y lo que les
dicta su convicción.
Pero están sanos y contentos, y se encuentran compensados con estar
sentados a la diestra de Dios padre todopoderoso, mientras la República marcha con una
velocidad vertiginosa.
Lo mismo ha sucedido con los colaboradores de La Nación.
El que entró allí de cajista, se ha muerto de cajista; el que entró de
noticiero, de cronista o de receptor de avisos, siguió, si no se murió o se
fue, de noticiero, de cronista o de receptor de avisos por los siglos de los
siglos. Amén.
Los redactores se han aburrido de esperar el santo advenimiento, y se
han esterilizado por docenas.
En aquella casa no hay porvenir, y en su puerta, mejor que en la del
infierno, podía escribirse: ‘¡Lasciate ogni speranza, oh voi che entrate!’.
¿La razón de esto? Muy sencilla. Dios es uno, y nadie puede ocupar su
sitio. (…)
Desde los primeros días del gobierno de Sarmiento, La Nación abrió campaña contra él, y la campaña más o menos violenta ha
continuado contra todos los gobiernos, manteniendo alejado de la vida pública,
por falta de habilidad, a un grupo de hombres tan numeroso y tan importante como
no lo hubo jamás en el país.
Ahora acaba La
Nación de dar otra
prueba de su falta de tino práctico. La Nación pudo
comprender que los miembros de su partido, principalmente los jóvenes, se
hallaban cansados de una abstención declamatoria sin horizontes.
Se iniciaba la lucha electoral. Tres candidatos se presentaron.
Los amigos de don Bartolo, antes de tomar el camino que a cada uno
conviniera, le pidieron su dictamen.
La Nación no tuvo una palabra de aliento para esos hombres que podían usar de
sus derechos políticos. No se trataba de inventar –no había más que elegir– así
venían los hechos.
La Nación continuó muda o indescifrable.
Consecuencia: el partido se deshizo: unos fueron con Juárez, otros con
Irigoyen, otros con Rocha.
Algunos se quedaron con Mitre para morir políticamente con él, privando
al país de contingente tan valioso como el de Eduardo Costa, Elizalde, Ocantos
y otros hombres que a fuerza de abstenerse van quedando como incrustaciones de
esa piedra inmóvil que se llama mitrismo.
La Nación se apercibe entonces de que la quietud y la oposición estéril no es
bastante alimento para los pocos adeptos que le quedan.
¿Qué hace entonces?
Inventa a Gorostiaga, busca a los clericales, reúne sus viejos
satélites, y en un sólo acto reniega de sus principios liberales, alienta a los
ultramontanos y continúa la eterna paralización bajo el epígrafe de
‘candidatura Gorostiaga’, cosa que ni el mismo candidato cree.
La razón de la impotencia de La Nación es
su falta de tino práctico; su manía de ir contra los hechos, su vanidoso amor
por las fórmulas vacías, sus utopías cambiantes, sus principios de ocasión que
cambian con el viento del día, su imprevisión, en una palabra. Sí, su imprevisión. Esta palabra debería
figurar en la casa, en el templo, quisimos decir, de La Nación, como un epitafio.
Don Bartolo es la víctima.
No ha previsto que los partidos para vivir necesitan renovar su oleaje.
No ha previsto que los jóvenes iban a ser hombres, y que los hombres
iban a ser viejos.
No ha previsto ni las revoluciones que ha hecho su partido.
Un buen día se le presentaban unos cuantos, y le decían con el mayor
respeto: ‘Señor, venimos a rogaros que aceptéis la imposición que os hacemos de
poneros al frente de una revolución que acabamos de fraguar’.
–Pero hombre, contestaba, si yo acabo de decir que el peor de los
gobiernos es mejor que la mejor de las revoluciones.
–No importa, le objetaban, esas son frases, la revolución os espera.
Y allá iba don Bartolo a la
Colonia, al Tuyú y a la Verde, seguido de nuestro buen amigo Elizalde con
una tremenda espada!
Otro día, en lo mejor de la actitud de protesta y después de haber
vapuleado de lo lindo a Tejedor, le dicen:
–Señor, es necesario sostener a Buenos Aires y a Tejedor contra el
gobierno nacional.
–Pero si Tejedor es localista, y la bandera de nuestro partido es
nacionalista.
–No importa, le contestaban; esas son frases.
Y allá va D. Bartolo a construir zanjas y trincheras que el único daño que
hicieron al enemigo fue servir de sepultura al honorable señor D. Víctor Belaustegui.
La Nación sería un diario de verdadera importancia si tuviera principios,
lógica, consecuencia, previsión y amor bien entendido por su partido.
Así como está, solo es una empresa comercial en la que Balbín hace de
las suyas, Morel reforma su gramática y los cajistas, noticieros y cronistas
ven pasar los años envejeciéndose en el santo temor de Dios”.
La Historia, escrita por los
mitristas, jamás perdonaría estas burlas.