El 25 de julio de 1927 se fue el gran poeta –y gran
patriota– Carlos Guido y Spano. Quiero recordarlo transcribiendo algunos
fragmentos de una bellísima carta que le mandó a Eduardo Wilde cuando éste publicó La Lluvia, su magnífico poema en prosa.
Fue durante la grave
crisis política de 1880. Wilde escribió su Lluvia
a fines de mayo, justamente en días de lluvias torrenciales, y empezó así:
“No hay tal vez un hombre
más amante de la lluvia que yo./ La siento con cada átomo de mi cuerpo, la
anido en mis oídos y la gozo con inefable delicia. / La primera vez que, según
mis recuerdos, vi en conciencia llover, fue después de una grave enfermedad, en
mi infancia…”.
Los párrafos siguientes pintaban
las mil facetas de la lluvia, las mil escenas del agua en cada rincón del
campo, de la ciudad, de la tierra, las montañas, los mares y el cielo. Contaba,
por primera vez, episodios de su niñez en Tupiza, donde recordaba la lluvia en
el colegio del Uruguay, en los patios de la facultad, en sus paseos por las
calles de Buenos Aires; donde su imaginación corría de aquí para allá
describiendo “el agua eterna, siempre
agua, viajando de la flor al océano, de la fosa a las nubes, del vapor al
hielo”, la lluvia golpeando los cristales de una ventana del convento de un
fraile muerto en vida, la lluvia acompañando a las niñas costureras en una
casita de los suburbios, a los recién casados, a los moribundos…
Sería éste uno de los tres relatos de Wilde que Borges
incluirá entre las “generosidades de la
literatura de esas que se igualan difícilmente”.
No eran tiempos de generosidades literarias, pues el mismo 1
de junio en que algún diario publicó La
Lluvia como folletín, el gobierno se enteraba de que el gobernador
bonaerense Carlos Tejedor estaba por desembarcar cinco mil fusiles y quinientos
mil cartuchos en el Riachuelo. La insurrección armada se había iniciado. En la
tarde del día siguiente, el Presidente subió a un coche y partió, con sus
colaboradores, rumbo a Chacarita, donde acampaba el Regimiento Primero de
Caballería; al otro día ya estaba instalado en el pueblo de Belgrano, y al otro
firmaba un decreto designando a esa aldea sede provisoria de las autoridades de
la Nación.
Pocos tuvieron tiempo y ánimo para leer La Lluvia, que
guardaron en un cajón para disfrutarla en horas mejores. Probablemente, ni el
mismo Eduardo Wilde la vio impresa.
Sin embargo hubo un hombre de barba larga, protagonista de
mil batallas, que hizo un alto en esa noche aciaga del 1 de junio, y se
permitió saborear, a la luz de un velador, aquel manjar de agua condimentado
con ternura, humor y desparpajo. Era el poeta Guido y Spano, en quien también
había calado hondo la lluvia y el sentimiento de esos días. Por eso, mientras
unos tomaban la ciudad, otros la abandonaban, otros dudaban y otros se reunían
a conjurar, él se sentó, como si aquí nada pasara, a escribir una carta titulada “Al Dr. Wilde, en días de tormenta”:
“Junio 2
Anoche, amigo, leí su
folletín: La lluvia.
Me ha refrescado.
Otros al final de su lectura no dejarán de santiguarse.
He escuchado a usted
como quien oye llover; no en el sentido extravagante dado a esa expresión, sino
como si fuese un pato de laguna: volátil de mi especial envidia.
Reconozco en V. un
hermano.
¿Acaso en la libertad,
en las ideas (que mucho me honraría) o un hermano de leche?
No señor, un verdadero
hermano de agua.
Tener una especie de
culto por la lluvia, invocarla, impregnarse en ella hasta los huesos,
sacrificar en cada rociada celestial, sin mirar para atrás, el sombrero y los
botines, las dos extremidades, los dos polos, la base y la corona de la figura
humana, es fraternizar subiéndose a las nubes entre relámpagos y truenos.
Establecida la
afinidad de nuestros gustos por todo lo que sea o se parezca a un chaparrón,
chubasco, llovizna, o levísima niebla, estoy en el caso de protestar con
franqueza, armado si necesario fuere de un pluviómetro, contra la pretensión
manifestada por V. de ‘amar la lluvia más que nadie’.
¡Alto ahí! Aquí está
su humilde servidor. Aunque me encontrase con el agua hasta el tobillo, no le
cedería en ese punto.
La lluvia es elemento
esencial de mi existencia. Un trigal no ha menester más para granar del riego
de las nubes, que yo para producir cualquier cosa.
Si no llueve, me seco.
De hombre, me transformo en un mazo de esparto. A ser barómetro, siempre
marcaría tiempo lluvioso. Detesto los hongos que crecen en forma de paraguas.
(…)
¡Viva el pampero!
¡Viva la tempestad!
La naturaleza tiene
muchas maneras de ataviarse en su trono inmortal. ¿Qué se diría de una
patricia, de una reina, que se levantase todos los días muy peinada por el
peluquero, muy puesta de diadema desde el amanecer y aderezada con los arreos
de su coloración?
La melena suelta, el
traje desaliñado, el peignoir, son accidentes preciosos del tocado femenino,
que recorre la gradación de todos los colores desde el blanco hasta el negro:
preliminares o finales de fiesta.
¿Nos parecerían tan
bellos los espectáculos del universo, y en particular las mujeres, si no
variasen tanto?
¡Siempre lo mismo!
¡Aguante V. eso!
Luz y sombra,
serenidad y borrasca, ecco.
Dejemos que la tierra,
el cielo, el mar, se oscurezcan o alegren, sonrían o rabien a sabor; y para
animar el cuadro, llueva entretanto pausadamente o a cántaros, que es lo que a
nosotros interesa, gozándome yo en ello con la más viva intensidad.
Para comprobarlo,
dejando otras razones, opondré al episodio de la niñez de V., tan gentilmente
narrado por su pluma, otro de cuando yo empezaba a ser núbil…” .
La larguísima carta sigue con un relato de una serie de
escenas que Guido vivió en Río de Janeiro, cuando era un adolescente sin más
ocupaciones que zambullirse en el mar o cazar mariposas. Cuenta que en una de
sus excursiones por los alrededores descubrió luz en una casa abandonada y supo
que la habitaba una hermosa recién llegada, a quien nadie visitaba, que apenas
se asomaba a la puerta por las tardes. Era una veinteañera, alta, “el seno levantado como el de Dulcinea de
Toboso, adornado de corales sobre un corpiño blanco; buen cuerpo, un poco
gruesa de cintura; morena, ojos grandes y negros, de esos que han echado al
infierno a tanta gente; pelo fuerte y lustroso, un aire en nada parecido al de
las vestales, medio decente, medio compadrito, y sobre todo el poderoso imán,
atribuido a una joven hermosa, libre al parecer, rodeada en un sitio amenísimo,
de soledad y de misterio”. El joven Guido abandonó la caza de mariposas
para ponerse al acecho de aquella incógnita paloma. Logró abordarla y le
arrancó una promesa de cita nocturna, que ella le confirmaría con una lámpara
prendida a media noche tras una ventanita alta, de vidrios pintados. Así, fue
preparando, cada minuto más conmovido, su primera experiencia amorosa, cuidando
que su padre, el General, no se diera cuenta de sus intenciones.
En bellísima prosa poética, Carlos Guido y Spano va pintando
el paisaje carioca y sus propias inquietudes tibias, mientras espera que se
encienda la luz que llama a la cita. Pero poco antes que dieran las doce en el
reloj del comedor familiar, la noche se cubrió de gruesos nubarrones.
“En esto un relámpago
vivísimo ilumina mi estancia, hasta entonces en completa tiniebla. Se oye un
trueno sordo y prolongado. Gruesas gotas de lluvia azotan las vidrieras cayendo
sobre la techumbre en golpes secos. A poco más, la lluvia aumenta, fresca,
sonora, deliciosa. Mi balcón está abierto. Ese olor a tierra mojada de que V.
habla, sólo comparable en lo riquísimo, diré con Alarcón, al de mujer, o al de
papel recién impreso, me penetra y satura.
El aire purificado por
el agua que cae en hilos finísimos, dorados por la luz del relámpago, ha
refrescado mi sangre. Mi imaginación se serena, mis pasiones se calman…”.
Siente el muchacho la cercanía de sus padres, las plegarias
de su inocente hermana, la honradez y la virtud esparcida por la casa
silenciosa. Aspira esas emanaciones místicas y se arrepiente de su pasión
sensual y libertina. Le parece que “el
amor es demasiado sublime para que sus caricias se ofrezcan deliberadamente en
holocausto a una diosa fácil y sin templo”. Y mientras tanto, llueve y
llueve.
“Salí al jardín a
recibir aquel bautismo de cielo, y cuando cubierto con una manta, volví a
entrar empapado a mi cuarto, vi lucir a lo lejos el fanal entre los vidrios de
colores. Estuve largo rato contemplándolo. No podía apartar los ojos de ese
faro encendido por la mano del amor fugitivo. Me atraía con fuerza
imponderable. ‘Ven’, parecía decirme, ‘¡aquí te esperan inefables placeres!’.
Sentíame flaquear; quizá ya iba a ceder, cuando oí la voz grave de mi padre que
me llamaba: ¡¡Carlos!!...”.
No hubo encuentro. Se pasó la noche en vela sintiendo llover
y haciéndole versos a la lluvia que apagó la llama impura. La carta sigue y
sigue, y termina así:
“Respecto del asunto
que tratamos, mi preocupación es constante; suelo llegar al fanatismo. Hoy
nomás, impresionado por el folletín de V., en vez de decirle a mi criado
‘tráeme chocolate’, le dije ‘traeme lluvia’ y bien puede ser que esta carta
amistosa no pase de una lluvia de desatinos.
Dispense V. si caigo
aquí como llovido. El tema que ha elegido es tan interesante que me ha animado
a dirigirle la presente, felicitándolo, y reclamando mi parte de admiración
hacia el fenómeno atmosférico, tratado por su pluma con tanta novedad y agudeza
de ingenio. Al colorirlo y ensalzarlo, recordando la influencia ejercida sobre
su ánimo, describe V. cuadros preciosos. El de la convalecencia, da ganas de
ponerse a golpear las puertas de la muerte, por solo el gusto de reverdecer
como el pasto comido y pisado por los caballos patrios. Asimismo se ha metido
V. desenfadadamente en honduras, penetrando y describiendo la alcoba de los
recién casados, y la actitud al desnudo del novio impenitente. (…)
Deseándole a V. un
buen aguacero y sendas duchas, le saluda su servidor y amigo. C. G. S.”.
La carta se publicó en La
Nación el 4 de junio, el mismo día en que comenzó el éxodo de políticos
hacia Belgrano. Probablemente pocos la hayan leído.
Hola, Maxine: Estoy viviendo en tu depto. Llevo aquí un par de días y no tendré tiempo de leer tus escritos, lo cual me molesta bastante. Como sabrás, me marcho el 16 de noviembre. Mi pareja vendrá a Baires antes y nos marchamos a Santiago de Chile a la feria del libro pues se están reeditando sus obras allí. Tanto a él como a mí nos gustaría conocerte, creo que tenemos mucho en común y que disfrutaríamos ambos de una buena charla en torno a estos tan queridos temas de identidad y de historia americana. Espero que te llegue este mensaje. Mi tfno: 15 61733593. Un afectuoso saludo. Dioni
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