A fines de 1889
Wilde visitó Tierra Santa, y esto es lo que escribió un sábado a la noche en Jerusalén:
“La noche está clara y helada; la luna comienza a
anunciarse iluminando un punto del horizonte; el viento, recién llegado de las
montañas de Judea, sopla rumorosamente en las calles y en los patios, mandando
sus tonos musicales a través de las puertas delgadas y de las ventanas
indefensas.
La ciudad de David, de Salomón y de Jesucristo yace
enterrada bajo las plantas de la modesta aldea, la moderna Jerusalem, durmiendo
el sueño eterno, arrullada por el canto monótono de la historia que repite su
nombre en los más lejanos confines de la tierra.
La escena es triste y desolada. Los judíos en su
barrio fangoso y oscuro celebran silenciosamente su sábado. Las campanas de las
iglesias católicas están calladas, en tanto que los cristianos se preparan para
oír su misa del domingo en el templo del Santo Sepulcro, convertido en posada
por unos cuantos peregrinos que duermen acostados en sus escaños o sobre la
tumba de los cruzados, esperando la madrugada del nuevo día para asistir al
oficio divino a las cinco de la mañana.
Ni un alma en las calles, ni una luz en las casas, ni
una voz que destruya el uniforme silencio. La población recogida guarda el
secreto de su existencia.
Uno que otro camello fatigado, estirando el pescuezo,
pernocta en la vía pública, aplastado en la tierra sobre sus rodillas callosas
y balanceando melancólicamente su largo labio pendiente, con el aspecto de una
inconsolable aflicción.
No hay río que corra ni árboles que se muevan, ni aves
que vuelen, ni hombres que caminen, ni siquiera perros que aúllen.
Imposible encontrar en el lúgubre espectáculo las
impresiones que la historia y la leyenda sembraron en los corazones de todos
los viajeros. Los ojos buscan en vano donde saciar la sed de emociones
alimentadas durante tantos años, y el oído espía los leves ruidos para darse el
pretexto de avivar el recuerdo de las más fecunda tragedia que la humanidad
relata.
El sentimiento de la desproporción invade y sin querer
se compara los inolvidables estremecimientos de la infancia y de la juventud,
forjados en la familia o en la escuela, a favor de la sagrada historia, con el
efecto actual de un escenario mudo, despojado de toda poesía, pobre de formas
que respondan a la esperanza fomentada y envuelto en una vulgaridad extraña
compuesta de elementos dislocados e incongruentes.
¡Jerusalem! ¡Jerusalem! ¿Dónde está el Jerusalem de
los sueños mezclados con el llanto de las vivas amarguras, de los eternos y
dolorosos recuerdos? ¡El Jerusalem visto en las noches largas del océano, a
través de las bulliciosas ciudades, o sobre los trenes sacudidos que conducen
al viajero de las apartadas tierras a visitar los viejos monumentos y los
sitios sagrados de las primeras partes habitadas!
Los siglos han pasado sobre los siglos, dejando como
sedimento en los corazones de mil millones de cristianos, la pesadumbre de los
grandes trastornos, traída por el relato de las luchas horrendas, de la batalla
sin fin, de la crueldad impía, consecuencia del conflicto social suscitado
alrededor de la Cruz.
La sangre derramada en toda la superficie de la tierra
enrojecería los mares. Ninguna comarca ni nación alguna en el largo período de
diez y ocho siglos, ha dejado de sufrir la repercusión de la terrible
contienda. Cien generaciones han nacido a la vida y han entrado en el sepulcro
de los tiempos, mientras los hombres de todas las creencias y de todas las
razas, han mantenido la lucha secular en medio de la perenne matanza.
Los pueblos se han echado sobre los pueblos para despedazarse, los tronos han
caído, los imperios se han destruido. Sembrados están los desiertos con los
huesos de los misioneros; la atmósfera fue mil veces oscurecida por el humo de
las hogueras en que se quemaba a los herejes.
La Europa ha sido un campo de batalla antes, durante y después
de la Edad Media;
el Asia legendaria se ha despoblado; la América fue conquistada en nombre de la Cruz y sus primitivos
habitantes perecieron ahogados en su propia sangre.
El África ha visto sucumbir el colosal poder de los
Egipcios, y de la espantosa tragedia que ha llenado el mundo, engendrada por
los acontecimientos de la pequeña y pobre Judea, sólo quedan como enseña en la
cuna del cristianismo, unos cuantos montones de ruinas, diseminadas en las
soledades de Palestina y encerrada entre murallas ahora irrisorias, una aldea
miserable, llamada Jerusalem, habitada por grupos destrozados, socialmente
inorgánicos, desnudos de ambición y de esperanzas, extraños los unos a los
otros, ajenos al sentimiento de nacionalidad y en la cual cada individuo parece
vivir de tránsito, huérfano de todo propósito, sin porvenir ni antecedente.
Constantinopla puede llamarse la ciudad de los perros,
Jerusalem la de los burros. Aquí forman asambleas numerosas estos excelentes
cuadrúpedos y proclaman a voces su presencia.
¡Qué modo de lamentarse tienen los burros de
Jerusalem!
En la noche callada, mientras todo tiende al reposo,
se llaman y se responden de barrio a barrio, con una voz estentórea,
horripilante, destemplada, llena de tonos alternados entre ridículos y
doloridos, sin compás, ni medida, ni graduación de sonidos, mezcla de
entonaciones, rechinamientos y ruidos graves, agudos y estridentes, concluyendo
por fin sus arias desconcertadas, cuando uno menos espera.
Otra institución muy digna de respeto es la de los
dromedarios y camellos; animales útiles, dóciles, pacientes, sobrios, fuertes e
incansables, como es de pública notoriedad.
No sé quién les daría por nombre ‘buques del desierto’.
Al verlos caminar se recuerda en verdad el movimiento
de un navío en el mar, cuando tiene las olas de proa a popa.
¡Pobres camellos, representantes de una época muerta!
Uno se acuerda mirándolos de los reyes de Nínive y Babilonia, de Cleopatra, una
reina guaranga, según me imagino, porque sus retratos se parecen a
una de mis amigas de cuando era estudiante en Buenos Aires y visitaba la
aristocracia de la calle Garay; de la Pirámides pintadas en las viñetas de los
silabarios y por fin de todas las cosas pasadas!
¡Pobres camellos! ¿Qué significarán esa cabeza
desorejada, alta, horizontal, en la historia de las transformaciones animales;
esos ojos tristes, huraños, con reflejos agresivos de desierto, de soledad, de
hambre, de sed, de desconfianza y de abandono fatalista; ese labio inferior
largo, flojo, ondulante, desdeñoso y apesadumbrado; ese enorme cuello de ave de
laguna, sin utilidad ni objeto; ese cuerpo escuálido, cubierto de pelo que no
se sabe si es lana, desnudo en parte, flaco, inopinada y desproporcionalmente;
esas gibas en el lomo, cuyo único fin es hacer difícil la construcción de
aparejos; esas patas largas con dos rodillas de aspecto montañoso, y esos pies
sin huesos, blandos, colchados y hechos para conducir cautelosamente un volumen
cuya gigantesca armazón aparta la idea de suavidad y de silencio?
¡Pobres camellos!, cuando los veo pasar conduciendo
sigilosamente su carga o su beduino, balanceando su cuello, gesticulando con su
labio, escondiendo las orejas rudimentarias, mirando con sus ojos muertos,
fúnebres, oscuros y redondos y batiendo su miserable y apocada cola, se me
representa por analogía la silueta de algún amigo desengañado, de algún
compañero traicionado, de un amante olvidado o de un filósofo viejo que ha
visto las infidencias de mil generaciones!
Los camellos son el último resto vivo de la antigua
civilización. Como la de los mastodontes, los megaterios y elefantes, su raza
también se extinguirá; pasarán con sus épocas como pasaron los reinos, los imperios,
las ciudades poderosas que vieron sus mayores, y quien sabe cuántos animales
más listos, más activos, más norteamericanos, vendrán a sustituirlos en el
comercio humano.
Su aire taciturno y desganado es un signo de muerte,
de aquella indiferencia propia de las razas cansadas de luchar por la vida y
que buscan las puertas del sepulcro. Por eso ya no existen sino en los pueblos
que se van hundiendo bajo las capas de la historia: en Turquía, en Palestina,
en Egipto!
¡Desventurada tierra santa! Todo en ella es árido y
desolado; no se ve sino rocas, promontorios y hondonadas sin agua ni verdura y
sólo de tiempo en tiempo, un montón de casas formando una aldea que semeja un
grupo de ruinas por el color uniforme de tierra de los techos y de los muros.
La razón fundamental de estas tristísimas realidades
es la falta de agua, por omisión de la Divina Providencia,
que condena al pueblo de Judea, es decir, al elegido del Señor, a morirse de
sed, soñando desde Abraham con manantiales repentinos como el de la roca tocada
por Moisés, con valles fértiles, como la tierra prometida y con pastos
abundantes para los ganados hambrientos.
¡El mar Muerto! Jamás se ha puesto un nombre más
apropiado. Muerto y enterrado en la colosal fosa de las montañas. Mar sin olas,
sin buques y sin peces, aislado, solitario y triste, separado del mundo,
escondido entre las rocas, inútil para el bien, insuficiente para dar agua a la
comarca, mezquino de sus vapores, aplastado por sí mismo como si fuera su
propia lápida, bajo el peso increíble de su masa densa. (…)
Mirando estos contrastes y considerando las distancias
y los desniveles, se me ocurría que si yo fuera Dios haría más en un día por la Palestina, que todo
cuanto han hecho en muchos siglos sus reyes y gobernantes.
Pondría en comunicación el mar Mediterráneo con el mar
Muerto; llenaría de agua todas las hondonadas comunicantes de la comarca, y
tendría en pocos años, un país fértil y rico, en vez del miserable y estéril
territorio que estoy mirando. El país se llenaría de lagos y mares internos; el
agua evaporada se convertiría en abundante lluvia; con ella nacerían árboles,
la tierra se alfombraría de flores y verdura; los bosques darían nacimiento a
ríos caudalosos, y la pobre Judea quedaría transformada en un paraíso donde
pacerían los ganados y vivirían los hombres en paz y abundancia; no como ahora,
hambrientos y en constante zozobra por la sed de cuanto vive.
Realmente, no sé cómo en vez del maná y del agua
sacada a palos de las peñas en antaño no dio el Señor a su pueblo favorito, un
poco de la sobrante en otras partes del mundo, cuando nada le costaba.
Un simple conducto al mar Mediterráneo y lo demás se
haría solo, con gran contentamiento del mar Muerto, quien no sabe hasta ahora
lo que es una marea, ni ha visto jamás un pescado ni un buque mercante”[i].
[i] EW, OC, v. XVI, Prometeo & Cía., En
Tierra Santa. El texto sufrió modificaciones en las sucesivas ediciones de Prometeo & Cía. La versión transcripta
es la última, de las Obras Completas.