Me atrevo a decir que la personalidad de historiadora
de la doctora Maxine Hanon es bastante poco común. Es una abogada que ha
ejercido su profesión con éxito y con entusiasmo, desde que se graduó en Buenos
Aires. Ha sido asociada de uno de los estudios prestigiosos de nuestro foro, y fue
también asesora jurídica de una de las importantes empresas argentinas de
seguros.
Pero al mismo tiempo que la abogacía la obligaba a
consumir códigos, a buscar jurisprudencias y a batallar en los tribunales, fue despuntando en la doctora
Hanon -como producto decantado de esas buenas lecturas a las que era devota
desde la niñez- una nítida vocación de investigadora de la historia argentina.
Procedió a darle salida. Se abrió paso en la
disciplina sola y sin más recursos intelectuales que su despierta inteligencia,
su amplia cultura y su impar olfato de investigadora: lo que no es poco.
Su primer libro, “El pequeño cementerio protestante de
la calle del Socorro”, ya revelaba la solidez de su trabajo de historiadora.
Vinieron luego los dos que no vacilo en calificar de fundamentales en la
temática que abarcan. El “Diccionario de británicos en Buenos Aires”, es un
monumental tomo de casi novecientas páginas, con más de cuatro mil reseñas
biográficas (rigurosamente investigadas en las fuentes) de ingleses que
llegaron al Plata antes de 1852, más un centenar de noticias sobre buques,
instituciones y festividades británicas porteñas. Nadie que estudie tales
asuntos puede dejar de consultar con enorme provecho este tomo.
El otro libro, “Buenos Aires desde las quintas de
Retiro a Recoleta (1580-1890)” es, según Arnaldo Cunietti Ferrando “un
verdadero fresco de la vida cotidiana porteña desde el siglo XVI hasta finales
del XIX”. Un verdadero “clásico del relato histórico de la ciudad de Buenos
Aires, “por sus agudas observaciones y conclusiones, la amenidad en el tratamiento
de los diversos temas y, sobre todo, por la documentación que lo acompaña,
fruto de una infatigable y apasionante investigación histórica”.
Además, entregó al público los amenos y originales
trabajos editados en “Todo es Historia” en “Historias de la Ciudad” y en
“Cuadernos de Numismática y Ciencias Históricas”, que le dieron justificado
prestigio.
Los solos títulos ya despiertan ganas de leerlos, y por
eso los enumero: “Doña Clara, inglesa brava”, “Las lavanderas, morenas y
federales”, “John Whitaker, un inglés socialista en tiempos de Rosas”, “De
relojes, gafas y daguerrotipos: la familia Helsby en Buenos Aires”, “De Londres
a Buenos Aires: la vida ejemplar de Santiago Wilde”, “El hotel de Faunch: un
cinco estrellas de 1825”,
“Los Basurco y Herrera, primitivos dueños de la Recoleta, San Telmo y otras
tierras de extramuros”.
Hay más: “Woodbine Parish y el tratado angloargentino
de 1825”,
“El combate de Retiro en las invasiones inglesas”, “Un francotirador en el
convento de la Recoleta: el temible padre Castañeda”, “La escuela inglesa de la
señora Hyne”, “La quinta de Altolaguirre, orígenes de la avenida Alvear” y
“Había una vez una plaza Fernando VII”.
Y ahora, redobla victoriosamente su apuesta de
historiadora, con el formidable libro en dos tomos cuya aparición nos congrega
esta tarde: “Eduardo Wilde. Una historia argentina”.
Es simbólico que la obra se presente en este recinto
tan cargado de historia. Este fue el escenario de las grandes batallas de Wilde
como diputado nacional y como ministro de la República en dos oportunidades.
Es una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de
que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una
biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que
rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.
Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres
sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado,
y mucho más: todo eso hiló las telas del tapiz cuidadosamente tejido y
desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.
Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos
pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje.
Historia, es decir ese sobrecogedor océano que para Mario Vargas Llosa se forma
con “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos,
coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos,
avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que
fue anticipado o vivido por los protagonistas”.
Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos
la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los
16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la
veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un
centenar como dos centenares de carillas.
Los títulos son escuetos y marcan la cronología: “Don
Diego”, “Faustino”, “Eduardo”, “El justiciero”, “El campeón liberal”, “Wilde”,
“El viajero”, “El viejo Wilde” y finalmente un “Epílogo”.
No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que
cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que
rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.
Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, en
Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844) y
con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo
Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.
Como libro de historia elaborado con todos los
requisitos, cuenta al pie de sus páginas con una abrumadora cantidad de
referencias documentales y bibliográficas.
Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado
-material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las
entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los fondos del
Archivo General de la Nación, en todos los periódicos de la época y por cierto
en la bibliografía.
El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento.
Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de perspicaz e
independiente investigadora que caracteriza a quien lo firma.
El texto contiene largas transcripciones en letra
cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas
calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al
lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle a
ese lector el gran favor de transcribir el texto citado, en su integridad -además
de comentarlo y de subrayarlo- para que él se entere allí mismo de lo que
hablamos.
Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de
un grande y originalísimo escritor, cuyo
estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además
de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.
Las transcripciones, entonces, eran absolutamente
necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo
Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de
talento y de bien entendido amor por su país, latían en el corazón de este gran
argentino.
Maxine Hanon es abogada, dije, y los años en la
profesión le sirven también para estructurar ordenadamente la tarea y la vida
de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco
permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas-
desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado
con sus ternuras, sus pequeñeces, sus tristezas y sus oscuridades.
Se abre paso así en cuestiones espinosas como los dos
matrimonios de Wilde, ámbito acerca del cual el fácil chiste y aún la calumnia
han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de
falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación
le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca
perderán el carácter de tales.
En su famoso prólogo a “Mendoza y Garay”, Paul
Groussac afirmó que en la disciplina histórica, “junto a la cultura general y
al acopio erudito, existe un arte de
historiar”. Es el que cada historiador usa para aplicar, “ora al desarrollo
del asunto, ora a cada problema particular, sus dotes de inteligencia,
discernimiento crítico y sagacidad. Fuera del talento supremo de expresión, que
a tan pocos concede la avara naturaleza”.
Así, la verdad, buscada y acaso encontrada en los
documentos, tras un laborioso deducir e inferir, “se integra en la expresión,
gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle solo línea y
color, cuando en realidad le infunde vida e potencia y en acto”.
Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su
“Eduardo Wilde”, y con verdadera maestría, eso que el maestro denominó “arte de
historiar”.
Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto
certero en las citas y en el lenguaje que demanda cada asunto. Está la
referencia ajustada y precisa que edifica la base de cada argumento. Se percibe
cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y
que lo salva de convertirse en imperioso o solemne.
Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la
trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a
su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.
Su libro está redactado con una audacia y con una
soltura que son un regalo para el lector: prosa rica y cautivadora, que solo
obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.
Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con
el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos tan
profundamente cimentados en la pesquisa documental, Maxine Hanon se permite, de
pronto, insertar líneas de ficción, perfectamente separadas e
individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a
la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo
de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad.
El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras
civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba
su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado
en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y
pendenciero ministro de Justicia e instrucción Pública de la primera
presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el
visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor;
esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se
cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”,
está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.
Así valoro esta obra, y considero todo un honor que su
autora me haya encargado presentarla ante ustedes. Recomiendo sin vacilar su
lectura. Será un deleite continuado para quienes quieran internarse -luces y
sombras inclusas- en la época en que se formó la Argentina moderna.
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