Buenas
tardes a todos y gracias por venir.
En
primer lugar, agradezco a la Academia Nacional de la Historia, a su presidente,
Miguel Ángel De Marco, a Carlos Páez de la Torre y a todos sus miembros, por haberme
permitido presentar este libro en este lugar. Este recinto tiene un valor muy
especial para mí: aquí sucedió buena parte de lo que cuento en el libro.
Muchos
me han preguntado si Wilde “da” para un libro de 1000 y pico de páginas.
Para
responder a la pregunta, si me permiten, voy a empezar por contar una historia personal.
La
primera vez que leí algo de Wilde, fue a los 17 años. Era Tini, la historia de la agonía de aquel chiquito que murió de crup.
Tanto me debe haber impresionado que recuerdo que copié el párrafo final del
cuento y lo pegué sobre mi mesa de luz. Poco después, mientras estudiaba la
vida de Roca en la
Biblioteca del Maestro, supe que ese escritor delicado había
sido ministro de Roca, y cayó en mis manos un tomo de sus obras completas: Cartas de Presidentes. Siempre me ha
gustado la letra chica de la Historia, y ese libro era una fiesta de letra
chica. Luego leí Aguas Abajo, sus
memorias de infancia. El libro es tan íntimo que me hice amiga de Wilde. Leía y
conversaba con el autor. Ahí está todo su humor, ternura e inteligencia, sus tres
características esenciales.
Empecé
a buscar sus obras completas, tarea dificilísima que me llevó años. Agradezco
el sótano de la librería de Fernández Blanco porque allí encontré buena parte
de los 19 tomos. En esos tomos, y luego en otros libros y prólogos que hablaban
de Wilde, fui descubriendo a un estadista y a la vez un hombre profundamente
amargado. ¿Qué pasó, me preguntaba, para que este personaje que a mí me parecía
tan agradable llegara a ser tan odiado? ¿Por qué todo ese rechazo que cuenta Florencio
Escardó en uno de los pocos libros dedicados a Wilde?
“Dicen
que no faltaron indignidades en su vivir; bástenos que no haya ninguna en sus libros.”, escribe
Borges en su precioso epílogo de Páginas
Muertas, una selección de cuentos de Wilde.
Me
propuse descubrir esas indignidades u
originalidades, según las calificaban
otros, y escribir una biografía que continuara su autobiográfica Aguas Abajo.
En
Cartas de Presidentes, leí en la
introducción que su viuda había donado todas sus cartas de distintos
presidentes –desde Mitre a Roque Sáenz Peña- a la Biblioteca Nacional,
pero seleccionando las que podían publicarse. Pensé que en las cartas no
publicadas encontraría los secretos que buscaba.
No
encontré las “Cartas de Presidentes” en la vieja Biblioteca de la calle México
ni en la nueva, pero, después de mucho averiguar, me dijeron que ese tipo de
documentación había pasado hacía muchos años al Archivo General de la Nación. Así llegué por
primera vez al Archivo. No encontré lo que buscaba, pero buscando en el fichero
de sucesiones la W
de Wilde me encontré con la W
de un tatarabuelo mío del que poco sabía, salvo que había vivido en una extensa
quinta de la Recoleta.
Dejé a Wilde de lado y me calcé los zapatos de mi tatarabuelo
inglés para recorrer otros caminos del pasado porteño: cementerios, quintas y
británicos. Pasaron los años, terminé mi Diccionario de Británicos y estaba ya
escribiendo una biografía de otro inglés –el fundador del British Packet-, cuando Wilde volvió para reclamarme lo que le debía.
Wilde
no creía en las biografías. Decía que Todas son falsas porque contienen no el retrato del
biografiado, sino su copia en el cerebro y las pasiones del biógrafo.
Además, le molestaban los panegíricos,
con héroes de puro bronce. Cuando murió Mitre, por ejemplo, al comentar su
apoteósico funeral, le decía a un amigo desde el exilio: "¿Por qué nadie ha hablado de los errores del general
durante su tiempo de gobernante o de opositor?/ Los radicales, por ejemplo,
habrían podido mencionar en sus discursos las revoluciones en que tomó parte
Mitre, llamándolas reivindicaciones de los derechos del pueblo, etcétera, etcétera
–los militares de los contrastes en el Paraguay, de La Verde y de campañas
desgraciadas –y eso, que estaba seguramente en la memoria de todos los que
asistían a la apoteosis, ha parecido intencionalmente apartado, dejando creer
que los panegiristas pensaban que las faltas eran muy graves y no debían ser
mencionadas, por no echar sombras sobre el escenario; cuando, al contrario,
mencionarlas habría sido necesario para dar al ensalzado formas humanas…”.
Vale
la pena leer su discurso en los funerales de Sarmiento, en 1888, para sentir
esas formas humanas. Mientras los
discursos de los demás mostraban a un Sarmiento inmaculado, Wilde combinó virtudes
y defectos. Por allí dice:
"Su
ambición fue el orden, su fantasma, la anarquía, y su intensa preocupación,
librar a los argentinos de caudillos y demagogos, para los que no tuvo piedad
ni perdón".
Y
más adelante:
"Como
los hombres eminentes de la
Prusia, comprendió que la educación del pueblo era la palabra
poderosa de su engrandecimiento, y, único maestro que no fue jamás discípulo,
hizo de la escuela el elemento primordial del orden público y la base
inconmovible de la regeneración social.
No
acordó solamente a la enseñanza su meditación y su saber: le consagró lo mejor
de sus horas, y consiguió amalgamar la esencia de su ser con los procesos de la
educación primaria.
No
fue disciplinado ni metódico en su trabajo por el bien del Estado; pero sus
actos determinaron siempre corrientes impetuosas que produjeron innegables
beneficios. (…) no hay institución, reforma ni accidente de la vida democrática
que no tenga rasgos de su genial talento y de su incansable energía.
Poseído
de sí mismo, tuvo tan grande aprecio por sus (propias) dotes, que fuera
atrevimiento ante sus ojos desconocerlo o moderarlo. Hombre de estado, con
sedimento propio, no aprendía: enseñaba".
Y
más adelante:
"En
la ruda polémica, sus frases despiadadas, a manera de moles de granito movidas
por titanes, caían sobre el campo de la lucha, destrozando adversarios e
inocentes, en tanto que él como una esfinge recibía los proyectiles lanzados a
su cabeza, sin que jamás le hirieran".
Cuando
murió otro amigo, Aristóbulo del Valle, un diario le pidió un estudio de su
personalidad. Wilde comenzó a esbozarlo, pero no lo terminó ni lo publicó, por
temor a ser malinterpretado. En la introducción de aquel estudio, decía,
justamente:
"Pienso
que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los
rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de
fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestros
juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación..."
A
pesar de la opinión de Wilde, me propuse escribir una biografía, pero me fui
encontrando con muchas dificultades. Su actuación en los más variados campos,
todos interesantes y algunos inexplorados, me obligaban a extenderme más de la
cuenta: los destinos de los emigrados de la época de Rosas, la historia del
Colegio del Uruguay, los detalles del periodismo combativo de la segunda mitad
del siglo XIX, la vida política y social de los estudiantes, las grandes
epidemias que castigaron a Buenos Aires, las luchas religiosas y las conquistas
liberales, la historia de la educación, la transformación de Buenos Aires, etcétera,
etcétera.
Entonces
decidí acompañar a Wilde por los caminos que él recorrió, convirtiendo mi
biografía en una suerte de historia socio-política de parte del siglo XIX. Una
historia por momentos amable y, por momentos, tremendamente densa,
contradictoria y angustiante, como es en verdad la historia argentina.
Como
el personaje fue un magnífico observador de la realidad y sus detalles, la
tarea se me hizo apasionante y el libro salió demasiado largo…
Volviendo
a las indignidades u originalidades, descubrí finalmente en
el Archivo las famosas cartas entregadas a la
Biblioteca, pero no encontré nada jugoso.
La
sicología de Wilde, que fue analizada por varios de sus contemporáneos, no era
fácil. Era riquísima en matices y, en apariencia, tremendamente contradictoria.
Él solía decir, de sí mismo, que su corazón era "tan grande que cabían en él
todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los
sentimientos humanos".
Cierta
vez, siendo un muchacho de 20 años, en los bravos tiempos de la presidencia de
Mitre, alguien le dijo que era un veleta porque variaba de idea política. Y contestó:
"…
yo acepto la clasificación porque en efecto soy una veleta que gira sobre el
punto fijo del bien, obedeciendo a una orden superior. Los vientos de la pasión
me señalan direcciones opuestas, pero como la veleta de los edificios, si dejo
de marcar uno, vuelvo al punto de partida cuando la fuerza de su voluntad me lo
exige.
Si
los vientos no existieran, la veleta no tendría razón de ser, como no la
tendría el corazón sin pasiones".
Y
más adelante:
"Ay!
del hombre cuyas ideas estuvieran siempre fijas en un solo punto!
(…).
Es tan fastidioso encontrar a un hombre preocupado de una sola cosa, como un
pueblo refrescado por un solo viento. (…) ¡Salud a la variedad de la veleta,
que es la vida del hombre!”.
La
cuestión era entonces encontrar cuál era ese punto fijo del bien para
Wilde. Después de leer las miles de páginas que escribió, de escucharlo en este
recinto, y de desprenderme de mis propios prejuicios, fui encontrando el eje de su veleta, que nada tenía de indigno.
Fue,
eso sí, la personalidad más controvertida y maltratada de su tiempo. Tal vez
porque en su lucha contra los fanatismos uso y abusó de dos armas que unidas
son letales: el humor y la inteligencia. O tal vez porque cometió el pecado de
llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una
sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas,
ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política.
Además,
su personalidad –y su humor– eran muy difíciles de comprender para sus
contemporáneos, algunos de los cuales lo consideraban un veleta en el sentido
más peyorativo de la palabra. Para otros –los más conservadores– era
simplemente el Diablo, ateo e
incrédulo, que había venido a la política para destruir a la Iglesia. Y él, por
supuesto, los alimentaba riéndose de todo lo convencional, desde el Himno Nacional
hasta los diez mandamientos.
Así,
por ejemplo, en un libro de viajes soltaba párrafos como éste:
“Yo soy envidioso, naturalmente; la envidia es la más
racional de las altas cualidades que un hombre puede tener. Si en lugar de
prohibirla en el Decálogo la hubieran puesto entre las virtudes teologales, esa
elevada pasión no sería tan perjudicada en sus derechos: ‘No codiciar los
bienes ajenos’, ‘no desear la mujer de su prójimo’. Esto es prohibir
precisamente lo más natural y lo más racional. ¿Querrá acaso el Decálogo que
uno codicie los males ajenos o que desee la mujer propia que, según nuestra
santa madre Iglesia, debe estar siempre a la mano?”
En otro viaje contaba que
al entrar a Irlanda le habían revisado las valijas y le exigían dejar el revólver
que llevaba. Explicó, sin suerte, que era un regalo de un amigo querido, que lo
había llevado por todo el mundo. Finalmente, ya harto, dijo algo así como –Mire,
señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico! Ante ese
argumento, el oficial le devolvió el revólver.
Este
tipo de comentarios humorísticos, que corrían de boca en boca, frecuentemente
adornados y debidamente aumentados, más los que directamente se inventaron,
fueron creando una leyenda negra que ocultó los rasgos más importantes de su
personalidad y de su obra: la política, la literaria y la científica.
Aníbal
Ponce, comentando los tiempos de sus luchas por la ley de enseñanza laica,
decía: “Una atmósfera diabólica lo rodeo desde entonces. Llegaron a contarse
cosas horribles de aquel hombre hermoso y rubio como una pintura de Ticiano, y
se llegó a ver la perversa sabiduría de la serpiente en sus límpidos ojos de
largas pestañas”.
Murió
en Europa, desterrado y amargado. La muerte, que suele calmar enconos, no lo
salvó del olvido: no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, ni
una plaza, ni una escuela ni un hospital. Negamos que la localidad que lleva su
apellido sea un homenaje a su persona. Los muros de su bóveda en Recoleta no
tienen una sola placa de bronce que muestre algún homenaje, de esos que sus
vecinos de tumba –con muchos menos méritos- lucen de a montones. La semana
pasada se cumplió el centenario de su muerte. No hubo una sola mención
periodística que lo recordara.
Varias
personas, al enterarse que escribía este libro, han comentado: “¡Ah, Wilde, el marido de Guillermina, la
amante de Roca!”. El summum del desprecio.
Buena
parte de lo que cuento en estas mil páginas tiene por escenario este recinto.
Por aquí pasó todo. Aquí, podríamos decir, se plantaron las bases de la Argentina republicana.
Cuando
leía, en el Archivo General de la
Nación, los diarios de sesiones de la Cámara de Diputados y del
Senado, de las décadas del 70 y del 80 del siglo XIX, y las crónicas
parlamentarias, olvidaba el tiempo y el espacio para escaparme mentalmente a
este lugar. Oía desde esa barra el eco de las voces de los grandes oradores.
Veía, en la media luz, la poderosa figura de Sarmiento levantando en alto sus
manos llenas de ira y verdades. Me deleitaba con la discusión apasionada de
ideas; me enojaba con la politiquería que entonces, como ahora, ensuciaba las
grandes batallas.
He
acompañado a Eduardo Wilde, para verlo actuar desde su banca de diputado, o
desde la de ministro, porque los ministros como él pasaban mucho tiempo en el
Congreso, defendiendo proyectos propios o ajenos.
Lo
he seguido en aquellos interminables debates por la ley de enseñanza laica, las
obras de salubridad o la ley de matrimonio civil. No fue un gran orador en el
sentido clásico de la palabra, pero su voz finita, silabeante, era más eficaz
que la de cualquiera de sus contendientes. No había poesía en sus discursos,
sino prosa bien estudiada, bien elaborada y claramente expuesta. Cuando le
tocaba debatir, lo hacía como el buen esgrimista que era. Un cronista que
presenció uno de sus famosos debates (que no era otro que Pedro B. Palacio, el futuro Almafuerte) decía: “Sereno y plácido, sin ir al
terreno que no le convenía pisar, traía al enemigo al terreno donde él era
fuerte, desde donde dominaba la situación, para anonadarlo allí con toda la
lógica de su argumentación sólida y bien nutrida".
Para
terminar, una anécdota sobre este recinto y la situación calamitosa de los
edificios de administración pública en
estos años fundacionales.
En
una sesión del Senado, en 1887, Aristóbulo del Valle criticaba el proyecto de
construir un nuevo Congreso.
Wilde,
al contestarle, le pregunta: "¿Qué diría el señor senador y toda la Cámara, si un extranjero
viniera a la barra de este congreso en el día que hay gran concurrencia de
diputados, (…), y viera que después de haberse asomado un señor diputado
buscando por todos lados donde tomar asiento, se diese vuelta y se retirase a
las antesalas por no encontrar sitio, y que recién cuando trae el sirviente una
silla encontrara colocación para sentarse a legislar. ¿Qué diría ese extranjero
de un país que no tiene un recinto donde quepan sus legisladores?"
Del
Valle le responde: "Diría, (…) lo que dice el extranjero que entra a la sala de los
comunes de Inglaterra, donde no caben la mitad de sus miembros: “En este
recinto tan estrecho, en este recinto incómodo, se ha asegurado y se ha salvado
la libertad de un pueblo”. No estaríamos en peores condiciones que los comunes
de Inglaterra. (…)"
Wilde
le replica: "Es muy bueno tener algún punto de contacto con los ingleses, pero en
esto de no tener asiento, no es muy agradable parecerse. (…) Yo desearía por el
contrario, que tuviéramos un gran palacio, tribunas elegantes, un edificio
magnífico, para ir allí a oír la voz potente y siempre elocuente del señor
senador Del Valle, porque es cierto que desde las alturas se difunden mejor los
principios, allí producen más efectos las grandes teorías y los grandes
preceptos, que hablando desde un asiento aplastado, y teniendo que hablar hacia
arriba.
No
tenemos, pues, una casa para el Congreso; las comisiones se hielan en cuartos
redondos; es imposible asistir y permanecer en ellos tres o cuatro horas. No
hay en todo el Congreso comodidad alguna para nadie. (…) Lo sabe todo el país, no hay casa para el
congreso; no hay casa para el gobierno nacional; (…) el ministerio de
instrucción pública está en una casa alquilada; el de relaciones exteriores
está también en una casa alquilada; el ministerio de hacienda apenas tiene
donde desenvolverse con sus numerosos empleados; la Corte Suprema ocupa
una casa alquilada, encima de unos almacenes; el correo está en otra casa
alquilada; las comisarías todas están en casas alquiladas; las escuelas recién
acaban de salir de casas alquiladas (…). Los juzgados de paz están en casas
alquiladas; las oficinas de rentas en casas alquiladas. ¡Milagro es que no
alquilemos cementerios y aduanas! Este será un estado muy agradable para hacer
poesía, pero no es un estado civilizado”.
Le
tocó a Wilde, como ministro a cargo de obras públicas, iniciar los proyectos de
construcción del Palacio del Congreso y del Palacio de Justicia.
En
fin, si tuviera que definir este libro, diría que es la historia de un hombre
brillante en un país bello y abundante, donde todo estaba por hacerse. El
hombre fue derrotado por los fanatismos y el país sigue a los tropezones…
Finalmente,
quiero agradecer a todos los que me ayudaron en la investigación. Y agradecer
particularmente a algunas personas: A Tomás Vallee por darme el tono de una
época; a Lucila González Urquiza y Roxie Hanon por acompañarme a Bolivia a
buscar la infancia de Wilde; a Guillermo San Román y señora por prestarme un
rincón en La Cumbre para escribir; a Nacho Allende y señora por su entusiasmo
contagioso; a Carlos Páez de la Torre, por su invalorable apoyo, y a Néstor
Barreiro por todo, pero, especialmente, por su paciencia.
Muchas
gracias.
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