Sin libertad de conciencia, no
hay libertad de pensar
El gran debate se reanudó el 11
de julio de 1883 (tercera sesión), con tantos espectadores que hasta se había
invadido el palco de prensa. Comenzó Emilio Civit, mendocino, liberal impulsivo
y sin pelos en la lengua. Fue directamente al grano, a la cláusula que motivaba
casi toda la discusión: la enseñanza de la religión en las escuelas. Trató en primer
lugar la hipótesis de la que partían los católicos: que la enseñanza de la
religión en la escuela estaba de acuerdo con nuestras tradiciones históricas y
nuestros antecedentes institucionales. Dijo que él había estudiado historia
argentina en los libros de eminentes pensadores, como López, Gutiérrez, Mitre,
y Estrada, y en nombre de todo lo aprendido, aseguraba que el proyecto de la
comisión que establecía la enseñanza religiosa era contrario a nuestros
antecedentes históricos y a la Constitución. Era contrario porque desde
nuestros orígenes el pueblo argentino había manifestado marcadas tendencias a
la libertad de conciencias; porque estos pueblos americanos no fueron
preparados por la Conquista
para recibir con agrado al catolicismo, sino todo lo contrario: “La conquista venía representada por la cruz
y por la espada; por el fanatismo y por la fuerza brutal; no por la paz y la
concordia cristianas. La cruz y la espada presentábanse juntas, creyendo que
juntas deberían luchar, que juntas debían vencer o ser vencidas. La lucha en el
terreno de la fuerza no podía ser dudosa: la conquista triunfó en esa parte, no
por el número de sus guerreros, sino por los mejores elementos de destrucción
de que disponía. La América
fue dominada, diezmados sus habitantes; y los que escaparon a la destrucción
general se sometieron por el terror, pero maldiciendo en silencio, allá en el
fondo de su conciencia, allá en lo íntimo de su corazón, ese yugo que se les
imponía, esa conquista que en cada hogar había sacrificado un miembro querido
–un padre, un esposo, un hermano–, esa conquista que sólo buscaba la dominación
de América, no para civilizarla, sino para explotarla en provecho de la
metrópoli y de los conquistadores, porque la Europa, como dice el historiador, jamás miró a la América, sino con ojos de
mercader. La religión, como he dicho, venía unida con la fuerza; y tenía, por
consiguiente, que soportar, forzosa y necesariamente, todas las consecuencias y
todas las odiosidades que aquella había creado. ¡La religión, cuyas armas deben
ser la piedad, la bondad, la caridad!”.
Ni siquiera se privó de citar al
profesor José Manuel Estrada, quien en alguna cátedra, dijo “Y pensar qué horrores, cual ninguna
conquista pudo superar, se cometieron en nombre del Altísimo, y por descreídos
ambiciosos que vendían a la mejor postura su misión de propagandistas
cristianos!”.
Siguió, apasionado, diciendo que
la religión triunfó con la conquista, pero triunfó en sus formas externas,
porque no lograron que entrara en el corazón del indígena, quien no podía tener
fe ni amar a un Dios en cuyo nombre se lo oprimía. La propaganda religiosa en
América no formó católicos, dijo, sino devotos, y para demostrarlo recordó la
crueldad con Tupac Amarú. Y luego palos a los jesuitas y a sus gobiernos dictatoriales
en las Misiones. Palos a las encíclicas que condenaron nuestra revolución,
declarándola un castigo de Dios, y rosas a los sacerdotes que contrariando esas
encíclicas fundaron la verdadera Iglesia argentina.
Los diputados liberales lo
escuchaban cada vez más incómodos, pues la idea no era combatir la religión
católica sino establecer la escuela laica.
Siguió un rato paseándose por
nuestra historia colonial y patria, con críticas a la Corona Española, loas a
Rivadavia y sus reformas liberales; palos a Rosas por sus medidas retrógradas
en materia de libertad de conciencia, y, especialmente, por llamar a los
jesuitas para entregarles la educación de la juventud e implantar nuevamente la
enseñanza exclusiva de la religión católica en la escuela. En cuanto a nuestras
tradiciones católicas y la actuación de nuestros máximos héroes, admitía que
Belgrano era buen católico, aunque no papista, y negaba que San Martín fuera
católico, sugiriendo que sólo usó la religión con fines políticos. Habló del
carácter masón de San Martín, Pueyrredón, Zapiola, Balcarce y varios otros que se
iniciaron en Cádiz, en la logia masónica de San Juan de Letrán, cuyas divisas
secretas estaban relacionadas con el liberalismo revolucionario español, y era
claramente antipapista.
Entre historia e historia, examinó
el argumento de que no podía enseñarse moral sin religión porque están
íntimamente ligadas, y citando a Guizot sostuvo que la filosofía demuestra que
la moral existe independientemente de la religión, que la distinción entre el
bien y el mal es una ley de la naturaleza misma del hombre. Agregó que los
principios morales son anteriores al cristianismo, y que si el niño preguntaba
al maestro por qué no debía mentir, éste le contestaría: “Tú no mentirás en nombre de tu dignidad, porque la mentira te
degradaría ante tus propios ojos y ante la opinión de tus semejantes”.
El belicoso diputado terminó
pidiendo que en nombre de la
Constitución, que ampara todas las libertades, se rechazara
el proyecto de la Comisión,
“porque sin libertad de conciencia, no
hay libertad de pensar, no hay libertad política ni libertad social”.
Votar contra Jesús
Le contestó Goyena, quien en
realidad venía preparado para contestar el discurso anterior de Lagos García,
pero no podía dejar pasar el discurso de Civit, y rebatió cada uno de los
hechos históricos a que se había referido el mendocino. Para él, a pesar de
todas las irregularidades de la Conquista, ella abrió el nuevo mundo a la
acción civilizadora del progreso, y si algo la dulcificó, fue la tarea del
catolicismo. Defendió la educación en los tiempos de la Colonia y a los curas
durante la Revolución; lo retó a Civit por faltarle el respecto a San Martín;
descalificó la enseñanza de la época de Rivadavia. Respecto de Rosas, señaló
que lo único que dulcificó la vida de las gentes en aquella tiranía sangrienta
y abominable fue la influencia de la religión.
Así, relatando los hechos
históricos, con una oratoria llena de poesía, Goyena fue hechizado a su
auditorio, y comenzaba a hacer vacilar a los tibios.
En su repaso histórico llegó a Vélez
Sarsfield, autor del código civil, quien al escribir sobre el matrimonio se
resistió a la influencia del creciente liberalismo y desechó el matrimonio
civil. Para Vélez el matrimonio debía ser religioso, pues, “un matrimonio puramente legal sólo puede satisfacer a los que no
tienen creencias, a los que no profesan culto alguno; y nuestro codificador los
consideraba como una excepción tan rara, como una irregularidad tan
extraordinaria y perjudicial, que los dejó fuera de la institución proyectada y
felizmente convertida en ley”. Goyena entendía que había quedado demostrado
que la tradición religiosa de la sociedad argentina se reflejaba en sus leyes y
en sus hombres eminentes, y terminó por lo tanto su contestación a Civit. Luego
de un cuarto intermedio, rebatió a Lagos García, comenzando por el artículo que
ordenaba sostener el culto católico, que para Lagos significaba la parte
exterior o material de la religión y para Goyena significaba toda la religión
católica, en cada uno de sus aspectos. Luego, respecto a la exigencia de que el
Presidente fuera católico, apostólico, romano, a lo que Lagos agregaba “y constitucional”, Goyena contestó que
no había dos maneras de ser católico y que la Iglesia había condenado, en
diversas oportunidades, la pretensión de crear distintos matices en el
catolicismo. “Las doctrinas designadas
con el nombre de catolicismo liberal han sido condenadas. No puede haber dentro
de la iglesia católicos liberales, católicos que pospongan la enseñanza y los
derechos de esta a la idolatría del Estado; y es un católico de esa clase, un
católico que considere al Estado superior a la religión, lo que el señor
diputado quiere hacer del presidente, al llamarlo católico constitucional”.
Si el presidente pertenecía a la Iglesia
Católica Apostólica Romana, debía estar sujeto a su divino
ministerio, “profesar todo lo que ella
profesa y enseña”, pues la
Constitución no le exige otra teología, otra moral que la
teología, la moral católica. El presidente, decía, debe estar realmente animado
del espíritu del catolicismo, como patrono e hijo de la Iglesia Católica,
en todos sus actos.
Luego defendió el Syllabus y, especialmente, la proposición
que condenaba que la enseñanza correspondiera al poder civil. “Nuestra Constitución (…) reconoce la misión
docente de la Iglesia,
y, por lo mismo, su derecho a intervenir en la educación de la juventud”. Al
analizar la proposición del Syllabus
que condenaba el liberalismo, Goyena dio su particular visión del resultado de las
leyes liberales: “Nace un niño: no hay
para qué buscar el sacerdote que lo bautice; basta que se inscriba en el
registro que lleva un oficial civil. El niño crece; llega la edad de educarlo:
vaya a una escuela donde ni siquiera se pronuncia el nombre de Dios. Él se ha
hecho hombre; va a ser padre de familia; se trata de su matrimonio; nada de
ritos ni ceremonias religiosas, nada de vínculos sagrados, nada de promesas
solemnes contritas bajo la invocación de Dios; que lo case el Juez de Paz; que
se extienda un simple contrato. Muere el hombre: el cementerio no es un lugar
religioso, como lo era hasta para los paganos; ahí está el enterratorio
municipal: es un depósito de basura, en ciertas condiciones de ornato y en
ciertas condiciones de higiene. Tal es el liberalismo condenado por la Iglesia. Es una
aplicación del materialismo, del ateismo en la vida civil, a las funciones del
Estado”.
El párrafo resume todo lo que era
materia de lucha entre católicos y liberales.
Siguió exponiendo en el mismo
orden de ideas, analizando el progreso, la civilización y la ciencia que “ha tomado una dirección extraviada, por la
influencia de un orgullo insensato”. Defendió luego los concordatos mencionados
por Lagos, pues eran la aplicación simple de la doctrina de la iglesia en
países católicos, en los que los obispos “han
de tener intervención oficial en la educación de la juventud. Esto es lo justo,
esto es lo racional”. De la misma manera justificó las encíclicas que
condenaban “las publicaciones inmorales y
perversoras, a los abusos escandalosos de la libertad de imprenta. (…) La
impunidad, que parece ser la tesis de los liberales de hoy día, es
completamente inadmisible, porque importaría abrir de par en par las puertas de
la inmoralidad, permitir el contagio de los vicios, y, como dice la Encíclica citada, dejar
esparcir venenos, venderlos, transportarlos públicamente y llegar hasta
tomarlos…”. Y continuó en sus loas al catolicismo: “¡Ser civilizado, en el sentido noble de la expresión, es ser
cristiano; la historia nos presenta los más notables adelantos de la ciencia y
de la sociedad, produciéndose bajo la influencia y el amparo de la Iglesia, de esta Iglesia a
la que se pretende calificar de enemiga de la ilustración y la prosperidad de
los pueblos!”.
Finalmente entró en la materia
específica del debate: si el maestro daría religión en la escuela pública o si
sólo se permitiría que los ministros de las diversas religiones dieran su
enseñanza fuera de las horas de clase. Dijo que bastaría admitir la enseñanza
moral para que se reconociera la enseñanza religiosa, porque no existe, en
filosofía, una moral independiente de la existencia de Dios: “Hablar de moral es hablar de Dios, y si se
admite que en la escuela se ha de enseñar moral, se reconoce ineludiblemente
que se ha de enseñar religión. Pero ¿qué religión? La respuesta es muy
sencilla: la religión católica, la religión nacional”. Y no es válido, sostuvo,
que se permita a los obispos dar su enseñanza fuera de las horas oficiales de
clase, porque así se desvincula esa enseñanza de la escuela. “Es inaceptable igualmente el proyecto,
porque el hecho de nivelar en un permiso común la enseñanza de las diversas
religiones, sólo se explica por el concepto de que para el Estado todas ellas
son iguales; y como es absurdo que todas sean verdaderas, importa colocar en la
misma categoría de las falsas religiones, aquella que los poderes públicos
deben sostener de acuerdo con lo establecido en la Constitución Nacional. El
proyecto de los señores diputados peca, pues, por inconstitucional, envuelve
una injuria gravísima contra la religión católica y es el primer paso para
implantar una legislación irreligiosa en las variadas relaciones de la vida
civil…”.
Es más, dijo que la enseñanza
religiosa no podía limitarse a tiempo y lugar, sino que “debe ser en todos los momentos y en todos los lugares; debe ser como
una atmósfera que envuelva siempre al niño; sólo así ejerce sobre el alma y
sobre la vida, toda su saludable acción”.
Unos párrafos más apelando al
sentimiento de los padres de familia y un final para los provincianos: “Señores: mañana regresareis a las
provincias que os enviaran a esta Cámara. Allí, donde la fe se conserva, os
preguntarán cuál es el principal trabajo legislativo del año. Hemos
descristianizado la escuela –será la respuesta si prevalece el proyecto de los
señores diputados. ¡Imaginad el efecto de esta noticia en el seno de las
familias; y no olvidéis que en estos asuntos debemos legislar inspirándonos en
las tradiciones del pueblo y sintiendo las palpitaciones de su corazón!”.
Las palabras de Goyena,
finalizando la sesión del día, arrancaron palmas entusiasmadas de los
católicos, palmas de tibios que habían prometido votar con los liberales, pero
que hoy vacilaban, y palmas de muchos liberales, que apreciaban los esfuerzos
de este hombre sinceramente convencido de lo que había dicho.
Un éxito peligroso
La arenga del líder católico fascinó
a muchos, pero no a los más lúcidos: Wilde, que estuvo en todas las sesiones, volvió
a su casa a trabajar toda la noche en su discurso, ya bastante maduro; Gallo fue
a la suya a retocar lo que pensaba decir; Leguizamón trabajó sobre aquellos
diputados en los que había renacido la duda. El colaborador más anticlerical de
El Diario, que firmaba Anacarsis, escribió alarmado un artículo
titulado ¿Dónde van?, para advertir que
los clericales estaban llevando el debate a un terreno peligroso. Los liberales
se dirigían a la razón, que no fascina; los clericales se dirigían al
sentimiento. “El espectáculo es bello.
Goyena, en toda la fuerza de su vigoroso talento, en toda la florescencia
alumbradora de su erudición, con la habilidad oratoria que ha obtenido como
fruto de una labor paciente e ilustrada, hace temblar los argumentos de los
contrarios, tocando en el cerebro las imágenes adormecidas de las tradiciones a
que están asociados los recuerdos siempre queridos, del hogar, el cariño y la
simpática ignorancia de nuestros antepasados./ Imágenes y recuerdos,
sensaciones olvidadas de abandono y de dulzura, todas se despiertan y
enderezan, ante su mágico llamado, pasando llorosos y trabajados delante de la
vista, con el ademán suplicante, inspirando compasión y lástima, porque es
inclinación natural, volverse hacia el lado más débil./ El talento del orador
es el que consigue este éxito peligroso. Él nos vivifica las ideas que en
nosotros viven asociadas a las memorias más dulces, y apartando con gesto
decidido todo lo que la vista moderna ha adquirido en razones, en
convencimiento, en lógica innegables, borra la noción del presente para
hacernos alentar con los anhelos celestes, la vida eterna y la engañosa
perspectiva de un Dios que premia la ignorancia”. Civit equivocaba el
camino, siguiéndoles el juego, y sin quererlo, lograba que se descarriara el
debate. No debía discutirse si el catolicismo era bueno o malo, sino si debía
hacerse obligatoria o no la enseñanza de la religión en la escuela. Era preciso
que los liberales no se dejaran llevar a ese terreno. “La cuestión está ganada y es imprudente exponerse a perderla,
comprometiendo los sentimientos de un pueblo todavía apegado a las añejas
preocupaciones”.
A pesar de lo que decía el
columnista del El Diario, la cuestión
estaba lejos de ser ganada. Había que ir paso a paso.