El 4 de septiembre de 1914, los
amigos de Eduardo Wilde se reunieron en una misa de recuerdo en la Iglesia de
la Merced. Se cumplía un año de su muerte. Allí estuvo Julio Roca y también
Belisario Montero, quien más tarde recordaría: “Al terminar los oficios y salir
de la iglesia, bajando los escalones del atrio me encontré con el General, que
me tomó de la mano, visiblemente emocionado por la ceremonia fúnebre, se apoyó
en mi brazo, y después de las primeras frases de acercamiento me dijo: ‘Ya
vamos quedando pocos de los viejos amigos, para reunirnos y vernos en estas
despedidas y recuerdos. Pero es mejor que seamos nosotros los que vengamos a
despedirnos, y no que ellos nos despidan. Todo termina en egoísmo, mi doctor,
aun ante lo irremediable. Mañana vendrán por nosotros, pero entretanto no
debemos demostrar por la muerte ni desprecio, ni repugnancia, ni desdén, sino
esperarla como una función natural de la misma vida’".
Roca murió pocos días después, hace
100 años, el 19 de octubre del 14. Tenía 71 años. El presidente Roque Sáenz
Peña, enfermo desde hacía tiempo, había muerto en agosto, y lo había sucedido
su vicepresidente, Victorino de la Plaza, que seguramente también estaba en
aquella misa de La Merced.
Wilde, Sáenz Peña, Roca y Plaza
fueron los últimos exponentes de una época brillante. Sáenz Peña, bastante más
joven, fue el único de ellos que entendió el cambio de los tiempos. Lo prueba
su famosa ley de sufragio universal.
Roca vivió sus últimos años
amargado, añorando el poder perdido, aunque dijera lo contrario. Durante
veinticinco años había sido la figura política más fuerte del país y no
entendía eso de ser un ciudadano común.
Roca y Wilde se conocieron en la
primera adolescencia, siendo alumnos pupilos del Colegio Nacional de Concepción
del Uruguay. Tenían en común antepasados tucumanos, padres amigos,
inteligencias claras, y por sobre todo un sentido del humor que no era parecido
pero que se complementaba. Ambos fueron buenos alumnos, aunque Wilde era considerado
más refinado.
Bien sabido es que algunas de las
relaciones que se forman en los pupilajes son más fuertes que las relaciones
entre hermanos de sangre.
Aquel colegio –en su lustro de
oro- fue una de las experiencias más interesantes de la historia de la
educación argentina. Tanto que un Wilde agradecido escribió en 1891: “Aún
cuando el General Urquiza no hubiera hecho en su vida más que fundar el Colegio
del Uruguay y mantenerlo, tendría bastante para su gloria”.
Y así es, porque allí –en medio
de las guerras civiles- se congregó a un nutrido grupo de muchachos de todas
las provincias argentinas, de los más diversos orígenes y características. Un
equipo de profesores –en su mayoría extranjeros altamente capacitados-,
liderados por el francés Alberto Larroque, tomaron a su cargo a esos
muchachitos casi salvajes, sin conciencia de patria grande, y los convirtieron
en ciudadanos argentinos ilustrados, “defensores impertérritos de la ley y de
las instituciones patrias,” diría Larroque, “enemigos del desorden y de la
anarquía, soldados de la libertad”, preparados para ejercer los más diversos
oficios y profesiones.
Se les inculcó que ellos eran el batallón
sagrado de la patria ideal, según contaba el ex alumno Francisco Fernández.
Este batallón sagrado de la patria ideal dio a la patria
real dos generaciones brillantes, que formaron la parte provinciana de lo que
se llamó la “Generación del 80”: dos futuros presidentes de la República, una docena de
ministros y altos funcionarios de estado, presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia, varios gobernadores, decenas de legisladores y una
legión de jueces, poetas, educadores, escritores y periodistas, grandes médicos
y excelentes músicos.
Los lazos de aquel internado
tendrían una enorme importancia política en los años por venir. En julio de
1883, por ejemplo, cuando se debatía en el Congreso la ley de enseñanza laica,
los ex alumnos del colegio del Uruguay copaban la escena: Roca era presidente y
Wilde y Victorino de la Plaza sus ministros; Isaac Chavarría presidía la Cámara
de Diputados secundado por Rafael Ruíz de los Llanos; Onésimo Leguizamón era
líder de la bancada liberal.
Roca y Wilde, que partieron hacia
sus respectivos destinos después que Pavón arrasara con ese magnífico
experimento educativo, fueron fruto del colegio que los moldeo. Uno se fue a
los regimientos de frontera, como militar, el otro a la Facultad de Medicina y
al periodismo.
Se vieron poco en los siguientes
veinte años, pero cuando pudieron se encontraron y siempre se escribieron. Hay
una preciosa carta de Wilde, respondiendo a otra de Roca, de finales del año
1874, que muestra la profundidad del vínculo. Wilde era entonces médico y
director del diario La República; Roca acababa de ganar la batalla de Santa
Rosa, era ascendido a general a los 31 años y su nombre empezaba a sonar en los
círculos políticos de Buenos Aires.
“Me debías esa carta –le dice
Wilde a Roca– porque, antes que nadie, yo te había nombrado general en La República y el
presidente no hizo más que plagiarme, cuando te nombró general de la República. He
sentido todas las emociones de la tierra por ti, yo, a quien se tacha de no
tener corazón, quizá precisamente porque lo tengo tan grande que caben en él
todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los
sentimientos humanos”. Luego le cuenta que fue viviendo los días que
precedieron a Santa Rosa, imaginando lo mejor y lo peor, como si estuviera en
la piel de Roca, y que cuando llegó la noticia de la victoria se dijo a sí
mismo: “¡Vaya, por fin he ganado esta batalla! Y era verdad que la había
ganado, según yo mismo porque por una de esas locuras de la imaginación, yo me
sentía a mí, tú y te sentía a ti, yo; tal debió ser la semejanza de situaciones
de nuestro ánimo. Esto no se entiende ¿no es verdad? Bueno, tanto mejor, es
hecho para no entenderse”.
Así viviría Eduardo Wilde, en el
futuro, todos los éxitos y fracasos de su amigo Julio, a quien sentía propio. Por
eso en esa carta le aconsejaba no marearse con la victoria ni apresurar su
carrera política. “Tu sabes –le decía– que yo no tengo gana de nada ni ambición
de cosa alguna en este mundo y que creo además, que lo que ha de suceder está
escrito; razones por las cuales estoy dotado de una libertad de hablar y de
escribir la verdad, como pocos o como nadie. ¿Te diré a ti la verdad? Es muy
justo; es un deber de amistad y es casi en mí, un principio estético. Esta gran
figura que se levanta después de la batalla de Santa Rosa y que se llama Julio
Roca, este táctico nuevo que concibe y ejecuta un plan con tanta habilidad y
exactitud, dejando con la boca abierta a los dos millones de habitantes de la
república, necesita que una palabra amiga llegue a su oído para decirle: no te
dejes marear. (…) por la sencilla razón de que tú, en posesión de ti mismo,
puedes dar una batalla de Santa Rosa día por medio y otra mejor que esa, una
vez por semana. La mayor parte de los hombres políticos se esterilizan por
apresuramiento. (…) Me parece que tú estás predestinado a ser árbitro de tres
cuartos de la república, por lo menos. Para que lo seas en realidad, se
necesita que te hagas el zonzo, que te rías, que hables necedades a veces (para
nada se necesita más talento que para decir una tontera a tiempo) y sobre todo
que no te dejes nombrar ministro ni administrador de cosa alguna, aun cuando
sea del lucero del alba, pues todo será que seas algo de esto, para que lluevan
sobre ti el descrédito y las injurias. Tente en tus trece hasta dentro de unos
cuantos años, de que ya vendrá el tiempo en que con huesos duros y mayor
experiencia que la que se necesita para robar gallinas, puedas acomodarle un
garrotazo tras de la oreja a la política y convertirte en el hombre más útil de
tu país. Yo quedaré de redactor de diarios como siempre, contando las hazañas
de mis contemporáneos y sirviendo de blanco aparente a las defensas que debían
llover sobre mis defendidos y aunque, en el fondo de mi alma, nunca te creeré
otra cosa que un seductor de gallinas, pues era seducción la que ejercías sobre
ellas, te ayudaré a gobernar haciendo sofismas sobre tus errores, para hacerlos
pasar por actos meritorios”. La carta termina con esta posdata: “Trata de estar
aquí lo más pronto posible, para que comamos empanadas, que no he probado desde
que te fuiste, porque no sé dónde vive la negra tucumana que las hacía”.
Casi cuatro años más tarde, a
principios de 1878, Avellaneda nombró a Roca ministro de Guerra, y así el seductor
de gallinas entró, finalmente, en la política grande.
Para entonces, la famosa Conciliación
entre los autonomistas y los mitristas había dividido el Partido Autonomista
Nacional. Wilde, ya diputado nacional por el autonomismo, era uno de los
opositores más críticos de la Conciliación, al igual que Onésimo Leguizamón,
quien renuncio al ministerio de Justicia e Instrucción Pública, o Aristóbulo
del Valle y Leandro Alem. A fines de 1878 se formó una comisión reorganizadora
del partido, integrada por Sarmiento, Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini,
Dardo Rocha, Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle y Eduardo Wilde, casi todos
ellos contrarios a la política de Conciliación.
Poco después empezaban a
discutirse las candidaturas para el recambio presidencial de 1880. La figura de
Roca crecía a medida que conquistaba el desierto. En sus largos años de
cuarteles había ido tejiendo relaciones sólidas, y su fuerza política en el
interior crecía día a día: ya controlaba Córdoba, Mendoza, San Luis, Santa Fe,
Entre Ríos, Salta, Tucumán. Desde la poderosa Córdoba lo ayudaban las
relaciones de su familia política y, especialmente, su influyente concuñado
Miguel Juárez Celman. En el resto del país, mucho tenían que ver aquellos
vínculos de colegio, porque sus ex compañeros estaban esparcidos por los
centros de poder de cada provincia. Tenía pocos partidarios en la ciudad de
Buenos Aires, pero comenzaban a apoyarlo los estancieros bonaerenses que
pensaban sacar réditos de la conquista del desierto.
El autonomismo porteño aún no lo
tomaba en serio. Las adhesiones del partido se dividían entre Irigoyen,
Sarmiento y, en menor medida, Dardo Rocha. Los ex partidarios de la Conciliación
apoyaban a los que postulaban a Carlos Tejedor, gobernador y hombre fuerte de
la provincia de Buenos Aires, que seguía siendo autonomista, pero cuya
candidatura era resistida por la mayoría del partido. Entre los nacionalistas
mitristas, que también tenían problemas internos, unos adherían a Tejedor y
otros preferían al ministro Laspiur.
Sabemos como terminó esta
historia, con la crisis de 1880, luchas civiles, capital en Belgrano y luego
Capital Federal en Buenos Aires, y Roca asumiendo con su gran lema de “Paz y
Administración”.
En un principio Wilde habría
apoyado la candidatura de Bernardo de Irigoyen, tal vez porque creyera –al
igual que otros amigos- que Roca debía ser el gran elector, pero aún no
presidente. Cuando las cosas se complicaron y los tiempos se aceleraron, se
puso claramente al servicio de la candidatura de su amigo. Escribió diversos
artículos describiendo la vida y personalidad de Roca, para demostrar que era
falso aquello de que Roca era un vulgar soldadote de provincias. Y fue él quien
sumó a su amigo Dardo Rocha al pequeño círculo de políticos porteños que
trabajaban para conseguir que los porteños aceptaran a Roca. Por eso, años
después, Rocha se creyó con derecho a reclamar el pago de esos favores, tanto a
Roca como a Wilde, y cuando estos favorecieron a Miguel Juárez Celman, se
sintió traicionado.
Roca asumió en octubre del 80.
Designó como ministros de Interior y de Justicia, Culto e Instrucción Pública a
Antonio del Viso y Manuel D. Pizarro, senadores por Santa Fe y Córdoba,
respectivamente, y así cumplió con dos de las provincias que lo impulsaron a la
presidencia; a Bernardo de Irigoyen en Relaciones Exteriores, porque fue el
mejor canciller de Avellaneda y porque así también cumplía con el partido
porteño. En Hacienda mantuvo por unos meses a Santiago Cortínez, ministro de
Avellaneda, y luego lo reemplazó por Juan José Romero (interventor de la
provincia de Buenos Aires, quien entregó el gobierno a Dardo Rocha), y para
Guerra y Marina eligió al experimentado Benjamín Victorica, yerno de Urquiza.
Este equipo debió comenzar por
organizar –junto con el Congreso y la Provincia– el arduo traspaso de todos los
organismos de la ciudad a la
Nación: escuelas, universidad, policía, hospitales, sociedad
de beneficencia, cárcel, parques, etc. Asimismo, debieron darle a la
municipalidad una carta orgánica, y a la Nación, una moneda.
Wilde, que no tenía ambición de
cosa alguna en este mundo, fue nombrado presidente de la comisión nacional de
obras de salubridad, institución que ya integraba a nivel provincial. Era, por
aquel entonces, el higienista más prestigioso de la ciudad.
¿Por qué, un año después, aceptó
el ministerio de Instrucción Pública, Justicia y Culto?
Era liberal -liberal en serio-,
miembro principal de cuanta institución o tertulia progresista había en Buenos
Aires, Rosario o donde fuera. Y como liberal, lo asustó el camino que Roca
tomaba en una materia que para él era fundamental: la relación Estado-Iglesia
católica. Esto hoy no quiere decir nada, pero en aquella época quería decir que
–dijera lo que dijera la Constitución– la Iglesia dirigía la educación y muchos
aspectos de la vida privada de los argentinos, fueran ellos católicos,
protestantes, judíos o simplemente agnósticos. El Ministro Pizarro era un
católico conservador y pretendía celebrar un concordato con la Santa Sede para
reglamentar el patronato, con el aval de Roca. Los concordatos firmados por
Roma con Ecuador (de 1873), Nicaragua y El Salvador (de 1864), incluían
cláusulas que cercenaban las libertades de cultos, de prensa y fundamentalmente,
la de enseñanza.
Wilde, como el senador Aristóbulo
Del Valle y muchos otros, eran contrarios a cualquier concordato: para ellos,
en una república soberana el ejercicio del patronato debía reglamentarse por
ley.
Por otra parte, muy pronto
debería debatirse un proyecto de ley de enseñanza y Sarmiento, que debía
prepararlo como presidente del consejo nacional de educación, se había peleado
con todo el mundo y había sido despedido por Pizarro y Roca. Su reemplazante,
Benjamín Zorrilla, no era precisamente liberal.
Esa era la situación cuando,
después de una serie de peleas de Pizarro con Rocha y Del Valle, Roca debió
relevar a su ministro.
Los católicos se ilusionaban con
la posibilidad que el reemplazante fuera Tristán Achával Rodríguez, del mismo
grupo político que Pizarro; los diarios sostenían que Roca nombraría al Dr.
Pedro Antonio Pardo.
El presidente los sorprendió a
todos: el ministro sería Eduardo Wilde, “el pensador más radical de este país”,
según La Patria
Italiana. Este había aceptado con la condición de que Roca lo
apoyara en tres grandes reformas que él consideraba básicas y venía impulsando
hacía tiempo: las leyes liberales de estado civil de las personas (registro
civil y matrimonio civil), las de instrucción pública –especialmente la de
instrucción primaria, gratuita, laica y obligatoria–, y la reorganización del
sistema legal y judicial. Y, en cuanto a Culto, le advirtió también que él
archivaría el proyecto de concordato con la Santa Sede.
Es por lo menos curioso que Roca
haya reemplazado a un militante ultra católico por un militante ultra liberal.
¿Cuál era la posición de Roca? Roca era un pragmático en todo, y especialmente
en estas materias, a pesar de tener una formación liberal. Aceptó las ideas de
Pizarro por las mismas razones que aceptó a Pizarro: su compromiso con la
corriente que lo llevo a la presidencia.
Veinticinco años más tarde, en
1907, Wilde escribiría (en carta a un amigo) las siguientes observaciones sobre
la sicología de Roca:
“…Roca no tiene ideas
preconcebidas, sino en formas de nebulosas; no es un precursor de los
acontecimientos, aun cuando le ocurre ser su preparador real o aparente. No le
gusta adelantarse a los sucesos; no los busca; los espera. Esto mismo hace con
sus propias ideas: días enteros se pasa espiándolas, atisbándolas, a ver cual
sale primero de su fuero interno.
En esos casos es un simple
espectador de las escenas de su mente. Salvo excepciones, no tiene preferencias
por determinadas fórmulas; él considera que proviniendo todas de un mismo
centro, todas pueden exhibir los mismos títulos. (…)
Roca, en política, es un seguidor
de la naturaleza; como si se tratara de cosas físicas, examina bien a dónde se
dirige la corriente de los hechos inevitables; ve si el río trae o no camalotes
y procede en consecuencia…”.
Tal vez la corriente de los
hechos inevitables lo llevó a reemplazar al ultra católico por el ultra
liberal. O tal vez, afianzado en su presidencia, con mucho más poder, puso a
quien realmente quería en esa triple cartera. Al hombre y sus ideas, que
representaron el ala izquierda de su gestión.
Wilde logró buena parte de lo que
se propuso obtener en materia de educación: una ley de enseñanza laica y el Registro
Civil. Fue una lucha durísima, en la que la mayoría de los amigos de Roca de la
primera hora estuvieron en el frente opositor. Roca no les pidió que apoyaran
aquellas leyes pero tampoco frenó a su ministro, a pesar de las presiones de la
Iglesia y de esos mismos amigos, y a pesar de todo lo que fue sucediendo como
consecuencia de aquella famosa ley de enseñanza laica. Los hechos ocurridos en
Córdoba y en otras varias provincias, lo convencieron que se estaba atentando
contra la Constitución y que la soberanía nacional estaba en juego. Por eso,
cuando llegó la hora más dramática, no tuvo ninguna duda en firmar la expulsión
del nuncio Mattera.
Durante toda aquella presidencia
de Roca, Wilde fue su mano derecha, su hombre de consulta en todas las materias,
el reemplazante de cualquiera de sus otros ministros en caso de licencia. Se
frecuentaban tanto –en el trabajo y en la vida privada- que los diarios
opositores solían exagerar con que iban juntos al baño. Lo acompañó como
ministro hasta el final de la gestión y, probablemente a su pedido, aceptó
seguir con el nuevo presidente, Miguel Juárez Célman, como ministro del
Interior. En 1888 finalmente logró que se sancionara la ley de Matrimonio
Civil, y poco más tarde renunció por divergencias con Juárez.
Después de la revolución del 90,
que Roca patrocinó desde las sombras y que encontró a Wilde en viaje por el
mundo, los amigos tuvieron también sus divergencias, bastante profundas. Como
ministro del Interior de Carlos Pellegrini, Roca revocó algunos de los
contratos firmados por Wilde para dotar a la ciudad de obras de salubridad. Por
su parte, Wilde criticó el accionar político de Roca, especialmente en todo lo
referente a sus oscuras negociaciones con Mitre para encumbrar a Luis Sáenz
Peña.
Pasaron los años y los viajes y
los distanciamientos. Cuando Roca regresó a la presidencia en 1898, nombró a su
amigo presidente del departamento nacional de Higiene. Juntos viajaron al
Brasil para la célebre visita a Campos Salles, y durante dos años la amistad
volvió a ser tan estrecha que casi podría decirse que vivían buena parte de sus
días juntos.
Wilde era para entonces una
figura muy resistida por la prensa opositora que lo responsabilizaba de buena
parte de los males del gobierno de Juárez Celman. Corresponden a aquellos años
las famosas habladurías sobre el supuesto romance de Roca y Guillermina
Oliveira Cézar de Wilde.
En fin…, en 1900 el presidente lo
envió a Washington, como embajador a Estados Unidos y Méjico, y de allí a
Bruselas y de allí a España.
La amistad siguió por
correspondencia, con algunos encuentros en Europa, en los que Wilde cumpliría
con el deseo que le expresaba en una carta de 1902: “Tengo hambre de hablar un
mes seguido a razón de ocho horas por día contigo, bajo los árboles aquí en el
Bois de la Cambre,
o en Washington o en California o donde el diablo perdió el poncho”.
Al día siguiente de la muerte de
Eduardo Wilde, en septiembre de 1913, Julio Roca le manifestó a Guillermina
(por telegrama) su “profunda pena por la desaparición del espiritual y selecto
amigo íntimo y compañero de toda mi vida…”.