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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

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martes, 27 de mayo de 2014

Wilde en Jerusalén

A fines de 1889 Wilde visitó Tierra Santa, y esto es lo que escribió un sábado a la noche en Jerusalén:

“La noche está clara y helada; la luna comienza a anunciarse iluminando un punto del horizonte; el viento, recién llegado de las montañas de Judea, sopla rumorosamente en las calles y en los patios, mandando sus tonos musicales a través de las puertas delgadas y de las ventanas indefensas.
La ciudad de David, de Salomón y de Jesucristo yace enterrada bajo las plantas de la modesta aldea, la moderna Jerusalem, durmiendo el sueño eterno, arrullada por el canto monótono de la historia que repite su nombre en los más lejanos confines de la tierra.
La escena es triste y desolada. Los judíos en su barrio fangoso y oscuro celebran silenciosamente su sábado. Las campanas de las iglesias católicas están calladas, en tanto que los cristianos se preparan para oír su misa del domingo en el templo del Santo Sepulcro, convertido en posada por unos cuantos peregrinos que duermen acostados en sus escaños o sobre la tumba de los cruzados, esperando la madrugada del nuevo día para asistir al oficio divino a las cinco de la mañana.
Ni un alma en las calles, ni una luz en las casas, ni una voz que destruya el uniforme silencio. La población recogida guarda el secreto de su existencia.
Uno que otro camello fatigado, estirando el pescuezo, pernocta en la vía pública, aplastado en la tierra sobre sus rodillas callosas y balanceando melancólicamente su largo labio pendiente, con el aspecto de una inconsolable aflicción.
No hay río que corra ni árboles que se muevan, ni aves que vuelen, ni hombres que caminen, ni siquiera perros que aúllen.
Imposible encontrar en el lúgubre espectáculo las impresiones que la historia y la leyenda sembraron en los corazones de todos los viajeros. Los ojos buscan en vano donde saciar la sed de emociones alimentadas durante tantos años, y el oído espía los leves ruidos para darse el pretexto de avivar el recuerdo de las más fecunda tragedia que la humanidad relata.
El sentimiento de la desproporción invade y sin querer se compara los inolvidables estremecimientos de la infancia y de la juventud, forjados en la familia o en la escuela, a favor de la sagrada historia, con el efecto actual de un escenario mudo, despojado de toda poesía, pobre de formas que respondan a la esperanza fomentada y envuelto en una vulgaridad extraña compuesta de elementos dislocados e incongruentes.
¡Jerusalem! ¡Jerusalem! ¿Dónde está el Jerusalem de los sueños mezclados con el llanto de las vivas amarguras, de los eternos y dolorosos recuerdos? ¡El Jerusalem visto en las noches largas del océano, a través de las bulliciosas ciudades, o sobre los trenes sacudidos que conducen al viajero de las apartadas tierras a visitar los viejos monumentos y los sitios sagrados de las primeras partes habitadas!
Los siglos han pasado sobre los siglos, dejando como sedimento en los corazones de mil millones de cristianos, la pesadumbre de los grandes trastornos, traída por el relato de las luchas horrendas, de la batalla sin fin, de la crueldad impía, consecuencia del conflicto social suscitado alrededor de la Cruz.
La sangre derramada en toda la superficie de la tierra enrojecería los mares. Ninguna comarca ni nación alguna en el largo período de diez y ocho siglos, ha dejado de sufrir la repercusión de la terrible contienda. Cien generaciones han nacido a la vida y han entrado en el sepulcro de los tiempos, mientras los hombres de todas las creencias y de todas las razas, han mantenido la lucha secular en medio de la perenne matanza.
Los pueblos se han echado sobre los pueblos para despedazarse, los tronos han caído, los imperios se han destruido. Sembrados están los desiertos con los huesos de los misioneros; la atmósfera fue mil veces oscurecida por el humo de las hogueras en que se quemaba a los herejes.
La Europa ha sido un campo de batalla antes, durante y después de la Edad Media; el Asia legendaria se ha despoblado; la América fue conquistada en nombre de la Cruz y sus primitivos habitantes perecieron ahogados en su propia sangre.
El África ha visto sucumbir el colosal poder de los Egipcios, y de la espantosa tragedia que ha llenado el mundo, engendrada por los acontecimientos de la pequeña y pobre Judea, sólo quedan como enseña en la cuna del cristianismo, unos cuantos montones de ruinas, diseminadas en las soledades de Palestina y encerrada entre murallas ahora irrisorias, una aldea miserable, llamada Jerusalem, habitada por grupos destrozados, socialmente inorgánicos, desnudos de ambición y de esperanzas, extraños los unos a los otros, ajenos al sentimiento de nacionalidad y en la cual cada individuo parece vivir de tránsito, huérfano de todo propósito, sin porvenir ni antecedente.
Constantinopla puede llamarse la ciudad de los perros, Jerusalem la de los burros. Aquí forman asambleas numerosas estos excelentes cuadrúpedos y proclaman a voces su presencia.
¡Qué modo de lamentarse tienen los burros de Jerusalem!
En la noche callada, mientras todo tiende al reposo, se llaman y se responden de barrio a barrio, con una voz estentórea, horripilante, destemplada, llena de tonos alternados entre ridículos y doloridos, sin compás, ni medida, ni graduación de sonidos, mezcla de entonaciones, rechinamientos y ruidos graves, agudos y estridentes, concluyendo por fin sus arias desconcertadas, cuando uno menos espera.
Otra institución muy digna de respeto es la de los dromedarios y camellos; animales útiles, dóciles, pacientes, sobrios, fuertes e incansables, como es de pública notoriedad.
No sé quién les daría por nombre ‘buques del desierto’.
Al verlos caminar se recuerda en verdad el movimiento de un navío en el mar, cuando tiene las olas de proa a popa.
¡Pobres camellos, representantes de una época muerta! Uno se acuerda mirándolos de los reyes de Nínive y Babilonia, de Cleopatra, una reina guaranga, según me imagino, porque sus retratos se parecen a una de mis amigas de cuando era estudiante en Buenos Aires y visitaba la aristocracia de la calle Garay; de la Pirámides pintadas en las viñetas de los silabarios y por fin de todas las cosas pasadas!
¡Pobres camellos! ¿Qué significarán esa cabeza desorejada, alta, horizontal, en la historia de las transformaciones animales; esos ojos tristes, huraños, con reflejos agresivos de desierto, de soledad, de hambre, de sed, de desconfianza y de abandono fatalista; ese labio inferior largo, flojo, ondulante, desdeñoso y apesadumbrado; ese enorme cuello de ave de laguna, sin utilidad ni objeto; ese cuerpo escuálido, cubierto de pelo que no se sabe si es lana, desnudo en parte, flaco, inopinada y desproporcionalmente; esas gibas en el lomo, cuyo único fin es hacer difícil la construcción de aparejos; esas patas largas con dos rodillas de aspecto montañoso, y esos pies sin huesos, blandos, colchados y hechos para conducir cautelosamente un volumen cuya gigantesca armazón aparta la idea de suavidad y de silencio?
¡Pobres camellos!, cuando los veo pasar conduciendo sigilosamente su carga o su beduino, balanceando su cuello, gesticulando con su labio, escondiendo las orejas rudimentarias, mirando con sus ojos muertos, fúnebres, oscuros y redondos y batiendo su miserable y apocada cola, se me representa por analogía la silueta de algún amigo desengañado, de algún compañero traicionado, de un amante olvidado o de un filósofo viejo que ha visto las infidencias de mil generaciones!
Los camellos son el último resto vivo de la antigua civilización. Como la de los mastodontes, los megaterios y elefantes, su raza también se extinguirá; pasarán con sus épocas como pasaron los reinos, los imperios, las ciudades poderosas que vieron sus mayores, y quien sabe cuántos animales más listos, más activos, más norteamericanos, vendrán a sustituirlos en el comercio humano.
Su aire taciturno y desganado es un signo de muerte, de aquella indiferencia propia de las razas cansadas de luchar por la vida y que buscan las puertas del sepulcro. Por eso ya no existen sino en los pueblos que se van hundiendo bajo las capas de la historia: en Turquía, en Palestina, en Egipto!
¡Desventurada tierra santa! Todo en ella es árido y desolado; no se ve sino rocas, promontorios y hondonadas sin agua ni verdura y sólo de tiempo en tiempo, un montón de casas formando una aldea que semeja un grupo de ruinas por el color uniforme de tierra de los techos y de los muros.
La razón fundamental de estas tristísimas realidades es la falta de agua, por omisión de la Divina Providencia, que condena al pueblo de Judea, es decir, al elegido del Señor, a morirse de sed, soñando desde Abraham con manantiales repentinos como el de la roca tocada por Moisés, con valles fértiles, como la tierra prometida y con pastos abundantes para los ganados hambrientos.
¡El mar Muerto! Jamás se ha puesto un nombre más apropiado. Muerto y enterrado en la colosal fosa de las montañas. Mar sin olas, sin buques y sin peces, aislado, solitario y triste, separado del mundo, escondido entre las rocas, inútil para el bien, insuficiente para dar agua a la comarca, mezquino de sus vapores, aplastado por sí mismo como si fuera su propia lápida, bajo el peso increíble de su masa densa. (…)
Mirando estos contrastes y considerando las distancias y los desniveles, se me ocurría que si yo fuera Dios haría más en un día por la Palestina, que todo cuanto han hecho en muchos siglos sus reyes y gobernantes.
Pondría en comunicación el mar Mediterráneo con el mar Muerto; llenaría de agua todas las hondonadas comunicantes de la comarca, y tendría en pocos años, un país fértil y rico, en vez del miserable y estéril territorio que estoy mirando. El país se llenaría de lagos y mares internos; el agua evaporada se convertiría en abundante lluvia; con ella nacerían árboles, la tierra se alfombraría de flores y verdura; los bosques darían nacimiento a ríos caudalosos, y la pobre Judea quedaría transformada en un paraíso donde pacerían los ganados y vivirían los hombres en paz y abundancia; no como ahora, hambrientos y en constante zozobra por la sed de cuanto vive.
Realmente, no sé cómo en vez del maná y del agua sacada a palos de las peñas en antaño no dio el Señor a su pueblo favorito, un poco de la sobrante en otras partes del mundo, cuando nada le costaba.
Un simple conducto al mar Mediterráneo y lo demás se haría solo, con gran contentamiento del mar Muerto, quien no sabe hasta ahora lo que es una marea, ni ha visto jamás un pescado ni un buque mercante”[i].




[i] EW, OC, v. XVI, Prometeo & Cía., En Tierra Santa. El texto sufrió modificaciones en las sucesivas ediciones de Prometeo & Cía. La versión transcripta es la última, de las Obras Completas.

viernes, 23 de mayo de 2014

HABIA UNA VEZ UNA PLAZA.... FERNANDO VII

Orígenes de la Plaza Libertad


Paraje del Fuerte Viejo

Buenos Aires, mediados del Siglo XVIII. En la Fortaleza gobierna José Andonaegui. La gente principal vive en los alrededores de la Plaza Mayor o en los de la Plaza Chica, en Santo Domingo. Los barrios recios del Norte, del otro lado del arroyo Matorras[1], se prolongan en arrabales de mala muerte. El Asiento del Retiro y los terrenos de los ingleses represaliados a la Compañía del Mar del Sur son tierra de nadie. Con precarios títulos, o sin ninguno, se han ido cercando quintas, ranchos, corrales y alguna pulpería con techo de paja. Caminos de barro para llegar al pueblo, y senderos tortuosos entre rancho y rancho. La barranca se baja a los saltos por donde se encuentre una huella. En el bajo las toscas, los pescadores que de a caballo se adentran en el río grande con sus enormes redes, mientras por las noches las sombras desembarcan bultos de contrabando que vienen de la Colonia del sacramento. Pululan los negros fugados y los vagos que se alimentan de huerta ajena y duermen bajo los sauces.

El límite confuso del ejido solo existe en los papeles, como los nombres oficiales de las calles que nadie recuerda. La gente vive en “la calle de Cueli[2], en “la de Pablo Thompson[3] o allá “en el barrio de don Alejandro”, por aquel Alejandro del Valle que va poniendo los pesos y el alma en una capillita que levanta bajo la advocación de Nuestra Señora del Socorro.
Los vecinos que residen en la hoy Avenida 9 de Julio y hacia las Cinco Esquinas -que todavía no son esquinas ni cinco- dicen que su barrio se llama “el paraje del Fuerte Viejo”.

¿Qué era y donde estaba aquel fuerte tan perdido en la historia que no ha dejado rastros?
Su origen debe buscarse en la Real Cédula del 26 de febrero de 1680 que dio respuestas a los problemas de seguridad y defensa de Buenos Aires; desechó la vieja idea de fortificar y circunvalar la ciudad con una gran muralla, y ordenó construir un fuerte de mayor capacidad que el existente en la Plaza Mayor o, a criterio del gobernador, levantarlo en el extremo Sur o Norte de la ciudad[4]. El gobernador José de Garro, tras larga deliberación, decidió “hacer dicha fortaleza en el paraje de San Sebastián, que cae en uno de los extremos de esta Ciudad a la parte del norte[5] Y en 1682 se inició su construcción con 400 hombres. En 1685 se suspendieron los trabajos para pedir mejor opinión a los técnicos de Cádiz que aconsejaron continuar con su fabricación, pero las obras eran caras y obligaban a cobrar mayores impuestos por lo que finalmente se abandonó. En 1703, siendo gobernador Alonso de Valdéz e Inclán, éste quiso ver el sitio donde sus antecesores habían iniciado la construcción pero se encontró con que las lluvias habían borrado casi todos sus rastros. Ya por entonces el lugar elegido se consideraba totalmente a trasmano e inútil para la defensa de la ciudad

Según Vicente Cutolo el fuerte habría estado exactamente en la manzana que hoy ocupa la Plaza Libertad, con portada sobre Paraguay entre Libertad y Cerrito[6]. Se basa el historiador en el plano trazado por el Cabildo Eclesiástico para las mensuras de las primeras parroquias linderas a la ciudad, un plano muy precario y muy posterior al fuerte, donde éste aparece en algún lugar de la costa norte, entre las hoy Cerrito y Libertad.
Sin embargo, creemos que el sitio donde se inició la construcción del fuerte no fue la hoy Plaza Libertad sino sobre la barranca, entre Arenales y Arroyo, 9 de Julio y las Cinco Esquinas.
Veamos. En el Plano titulado “Plan de la Ville de Buenos Ayres” (sin autor ni fecha), que dataría de 1745 y cuyo original se exhibe en el Museo del Banco Nación, podemos ver delineado nuestro fuerte, con forma pentagonal y marcado como “Ruine de L´Ancien Fort”. Ahora bien, si estudiamos detenidamente el plano encontraremos que el fuerte proyectado ocupaba tres manzanas desde aproximadamente 9 de Julio y Arenales hacia Cinco Esquinas, es decir a unas cuatro cuadras del sitio donde estuviera la Cruz de San Sebastián[7]. Esta ubicación coincide con varios documentos relacionados con terrenos de aquella zona  Así, cuando en 1730 un humilde Thoribio Sánchez pidió se le hiciera merced de la cuadra comprendida entre Carlos Pellegrini, Arenales, Juncal y Cerrito, dijo que el terreno que solicitaba estaba pegado al Fuerte Viejo. Andando los tiempos, en 1770,  Tomás Alcaráz pidió al gobernador Bucareli la cuadra ubicada entre Libertad, Cerrito, Arenales y Juncal, y dijo que estaba en el paraje que llaman el Fuerte Viejo. De igual manera, casi todos los terrenos aledaños a las Cinco Esquinas –y hasta Talcahuano- hacen referencia al Fuerte Viejo.
El sitio  ya era terreno poblado de ranchos y huertos en 1749 cuando el Padre  Fray Joaquín de la Soledad, Procurador del Real Hospital, pidió infructuosamente al Cabildo que se le hiciera merced del “terreno que llaman del Fuerte Viejo, para en el hacer fábrica de materiales y huertos[8].

El Hueco de Doña Engracia

Muy cerca de las ruinas del Fuerte Viejo nació hacia 1770 el hueco que durante más de medio siglo se conoció como el “hueco de doña Engracia” o “doña Gracia”[9].
¿Quién fue doña Engracia o Gracia? Posiblemente una mendiga parda que hacia 1770 apostó su rancho en un rincón de aquel hueco que no era de nadie. Carlos Ibarguren (h) conjetura que “Allí, entre una maraña de yuyos y tunales, cierta negra conocida por doña Engracia, levantó un rancho miserable: acaso un boliche que hiciera a las veces de  sórdida mancebía. A partir de entonces, el nombre de esa negra se extendió al agreste reducto de sus hazañas; y el ´Hueco de doña Engracia´, espontáneamente se incorporó a la nomenclatura ciudadana[10] Lo cierto es que para 1809 de doña Engracia ya no quedaba memoria, salvo su legendario nombre.

Y aquí empieza nuestra historia. Porque en julio de 1809 los vecinos del Socorro, capitaneados por don Fermín de Tacornal[11], se presentaron ante el Virrey  para pedir que el hueco de doña Gracia fuera transformado en plaza. Firmaban el petitorio Fermín de Tacornal, Pascual Diana, Salvador Salces, Norberto Cabral, Juan Reynoso, Juan Ximenez Antonio Lorenzo, Esteban Fuentes, Pascuala Correas, Bernarda Gutiérrez, Anselmo Piñero, José Rico, Fernando Otero, Pedro Martín Ibañez, Petrona Vega, Francisco Romero, Juan Bautista Morón, Antonio Castillo, Pedro Ponce de León, Lázaro López, Juan Vázquez, José S. García, Anselmo Farias, Hilario González, Matías Juerz (?), Francisco Giraldes, Miguel Carlin, Martín de Monasterio, Martín de Elordi, Juan Ferreda, ... Ilina. Algunos de estos vecinos serían futuros alcaldes de barrio, otros eran tan humildes que debieron pedir prestada una firma a ruego.
Y el escrito decía: “que desde tiempo inmemorial ha disfrutado el Público de la citada Plaza colocándose en ella muchas de las carretas que vienen de fuera hasta que de allí toman su destino, y la situación en que se halla la hace desde luego muy precisa y necesaria pues está respecto de la Plaza Nueva[12] en la distancia de siete cuadras, y de la grande o de la Victoria más de doce, pero como hasta el presente no se haya autorizado para plaza formal es la causa de que no se haya poblado como corresponde y establecido en ella un tráfico cual exige su posición, y conviniéndonos por lo tanto que se erija en Plaza para que con la seguridad de serlo se trate de su fomento y colocaciones de tiendas para el abasto a propósito de que pueda el vecindario surtirse del necesario con comodidad y sin las precisión de venirlo a buscar a mayores distancias, suplicamos a V. E. se digne oyendo previamente al Señor Síndico Procurador de Ciudad expedir al efecto la providencia oportuna precediendo en caso preciso la información correspondiente de no haberse conocido jamás aquel sitio con población ni sujeto a dominio alguno particular, y fijándose también carteles de convocatoria en los parajes públicos para que cualesquiera que se estime con derecho a el comparezca a deducirlo dentro del término que se le asignare bajo el apercibimiento de que pasado, sin haberlo hecho no será oído en manera alguna, y con la calidad que si lo esclareciere se le satisfará por su justo precio como a ello nos comprometemos, los ocurrentes, con el único objeto que no se prive al público del alivio que disfruta en aquella Plaza y las ventajas que resultan al vecindario del contorno, en que se habilite para tal para que de este modo puedan proporcionarse sin incomodidad de cuanto suele expenderse en las de su clase ...”. Es decír que se pedía que se instalara allí una plaza en el concepto que se daba a las plazas en aquel entonces: un sitio donde se vendían los comestibles y se realizaba el trato común de los vecinos y forasteros.

El Escribano Mayor del Virreinato, José Ramón de Basavilbaso, abrió expediente caratulado “Expediente promovido por los vecinos de la Parroquia del Socorro, sobre que se erija en Plaza el sitio conocido con el nombre del hueco de Doña Gracia[13]” y convocó a los más antiguos vecinos para que atestiguaran sobre la pertenencia del sitio. Así, Pablo Marquez, nacido y criado en el barrio, atestiguó que “jamás lo ha visto poblado ni ha sabido que tenga dueño”. Lo mismo dijeron Pedro Rivera, Eugenio Lamaestra, Francisco Ramos y Francisco Xavier Macera[14] El vecino Agustín Pérez de la Rosa agregó que había oído decir que el hueco era del Convento de Nuestra Señora de la Merced.
A su vez, el escribano del Cabildo, Justo José de Nuñez consultó los viejos papeles del repartimiento de Garay y los distintos arreglos y mensuras hasta 1612, para informar que de esos documentos no surgía que “el hueco denominado hoy de doña Engracia”  hubiera sido repartido o dado en merced a vecino alguno de aquel tiempo, ni tampoco que hubiera subsistido hasta entonces sin dueño. O sea que no encontró nada, salvo que el hueco estaba comprendido dentro de la traza de la Ciudad “cuya línea divisoria forma el costado del Oeste del mismo Hueco”.
Si bien los documentos consultados eran anteriores al Fuerte Viejo, nótese que no lo mencionan ni los antiguos testigos ni el escribano Nuñez. Tampoco lo menciona el Síndico Procurador del Cabildo, Julián de Leiva, que el 11 de mayo de 1810 dictaminó que aún cuando ningún documento anterior a 1612 le adjudicara propietario, él estaba persuadido que lo tenía porque todos los de su alrededor estaban poblados, “de lo que debe deducirse, y lo persuade la denominación de aquel hueco, que ha tenido dueño y que acaso lo tiene hoy también, aunque ignorante de sus derechos. Sin embargo como esta indolencia, que parece ser muy antigua, es opuesta al fin de las poblaciones, y por otra parte el crecimiento de esta Capital necesita que se multipliquen sus plazas para comodidad del vecindario, le parece al Síndico que sería muy conveniente darle el destino que solicitan los ocurrentes, bajo la calidad a que se avienen de satisfacer el importe que resulte de su tasación, al dueño que acredite serlo dentro del término que se le señale”. Y agregó Leiva que recomendaba destinar una parte del hueco “para construir en ella un Pósito que hace tanta falta, o cualquiera otra obra pública” que el Cabildo también debía pagar si aparecía dueño.
El Cabildo aprobó la moción de su Síndico –incluyendo el pósito o alhóndiga[15]- el día 18 de mayo de 1810 y lo pasó a Basavilbaso que su vez ordenó su traslado al Fiscal Manuel Villota el 21 de mayo.
Tanto Leiva como Villota como el Cabildo entero estaban ocupados en aquellos días con cuestiones algo más importantes que el hueco de doña Engracia. Durante los días siguientes nuestro expediente pudo haber sido mudo testigo de los electrizantes discursos  que se fueron sucediendo en la Sala Capitular del Cabildo, de los gritos que venían de Plaza, de los conciliábulos secretos y finalmente de la creación de la primera junta patria..
Villota –gran jurisconsulto- había defendido las posiciones del partido español y había votado por la permanencia de Cisneros. Este, nuestro expediente, fue seguramente uno de los últimos que despachó. El 18 de junio aprobó el informe de Leiva y el 22, sorpresivamente, fue desterrado junto con el Virrey Cisneros, embarcados en una fragata corsaria inglesa.. El pobre Leiva tampoco llegó a saber si la plaza se abrió o no porque al él también lo desterraron de Buenos Aires, aunque volvió años después.

La cuestión es que el expediente siguió su curso y terminó donde tenía que terminar, en las oficinas de la Junta. En esos días en que se decidía la suerte de la Revolución, entre el destierro del ex Virrey Cisneros y la ejecución del héroe de la Reconquista Santiago de Liniers, el 11 de julio de 1810 la Junta se hizo un ratito para aprobar la solicitud de los vecinos del Socorro y ordenar “se proceda inmediatamente al establecimiento de esta nueva Plaza, que se denominará de Fernando VII...”. Al pie estamparon sus firmas Saavedra, Castelli, Belgrano, Azcuenaga, Alberti, Matheu, Larrea.
Concluida la cuestión, en agosto los vecinos fueron suscribiendo sus respectivas fianzas obligándose con sus personas y bienes a pagar el terreno a cualquier eventual dueño que pudiera aparecer. Entre ellos destacamos a Antonio Alvarez de Jonte –futuro integrante del Segundo Triunvirato- que lo hizo en nombre de su señora madre. El 6 de noviembre Pedro Capdevila, Regidor Juez Diputado de Policía, ordenó que se delineara la Plaza y la parte del terreno para Pósito o Alhóndiga por el Maestro Mayor Juan Bautista Seguismundo, el mismo que en 1803 construyera la recova de la Plaza de la Victoria.
Finalmente, el 18 de enero de 1811, Seguismundo midió la plaza en 140 varas en cuadro y la  tasó en $ 1680. En su informe, el alarife se refiere a ella como “La Plaza titulada en honor de Nuestro Soberano el Señor Don Fernando 7º

Así fue como durante toda la guerra por la Independencia, Buenos Aires tuvo una plaza en honor al soberano que combatía. Pero ¿alguna vez los vecinos la habrán llamado Fernando VII, o habrá ganado la pulseada el fantasma de doña Engracia? Don Fernando estaba tan desprestigiado que sin duda ganó la partida la humilde vasalla parda.
Sea como fuere, a partir de 1822 se le impuso el nombre que por su fecha de nacimiento debió haber llevado siempre: Plaza Libertad.




[1] El arroyo de Matorras corría a la altura de Viamonte, torcía por Suipacha y seguía por Paraguay hasta desembocar en el río por la hoy Tres Sargentos.
[2] Marcelo T. de Alvear, en Retiro
[3] Maipú, en Retiro.
[4] Ver AGN IX 24-8-12, Reales Cédulas
[5] Citado por Rómulo Zabala y Enrique de Gandía en Historia de la Ciudad de Buenos Aires, Tomo I, MCBA 1980, pág. 383.
[6] Buenos Aires, historia de las calles y sus nombres, Editorial Elche, Buenos Aires 1994, Tomo II
[7] La cruz y ermita de San Sebastián, desaparecida antes de 1682, estuvo en Arenales y Maipú.
[8] Acta del Cabildo del 24.1.1749 (Actas del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, años 1745-1750)
[9] Plaza Libertad, entre Cerrito, Marcelo T. De Alvear, Libertad y Paraguay.
[10] La Casa de Ibarguren en la Calle Charcas, Buenos Aires, 1967, pág. 12
[11] Fermín de Tacornal, hijo único de Manuel Joaquín de Tacornal y Josefa Ville, fue destacado vecino del barrio y en 1800 primer Hermano Mayor de la  Cofradía Hermandad de las Animas de la Iglesia del Socorro..
[12] La Plaza Nueva o de “Amarita” estaba ubicada en la hoy Carlos Pellegrini, entre Sarmiento y Pte. Perón, el mismo sitio donde después estaría el Mercado del Plata
[13] AGN Tribunales Civiles S No. 2 - 1809
[14]Francisco Xavier Macera, sastre, fue marido de Margarita del Valle, hija del fundador del Socorro.
[15]El pósito es un local publico destinado a mantener acopio de granos, prestándolos en condiciones módicas, durante los meses de escasez. La alhóndiga, en cambio, almacena también otros comestibles.

Maxine Hanon para Historias de la Ciudad, 1999.