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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


CASARES
ALBERTO CASARES
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FERNÁNDEZ BLANCO
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1018.

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jueves, 30 de marzo de 2017

Los maestros primarios, según Eduardo Wilde.


Eduardo Wilde, Ministro de Instrucción Pública, fue el encargado de clausurar el apasionado y muy criticado Congreso Pedagógico de 1882. Fue el 8 de mayo de ese año.
Luego de ponderar especialmente la muy criticada pasión con que se había debatido, analizar la relación de la educación con la felicidad, diferenciar educación de instrucción, se demoró largamente en elogiar y celebrar la noble tarea de maestras y maestros de instrucción primaria, especialmente su enseñanza de la lectura:
“El individuo que nos enseña a leer, nos presenta a la humanidad, nos toma de la mano y nos pone en comunicación con todos los hombres que han escrito; con los grandes pensadores, de quienes hacemos amigos”, dijo, y recordó que las buenas novelas “llevan felicidad al hogar del pobre, del desvalido, del jornalero que apenas gana su vida”.
“En efecto, la costurera que pasa todo el día en su trabajo, y deja caer sus brazos fatigados a lo largo de su cuerpo, toma un libro, la novela, el folletín del diario, y olvida sus penurias, su frío, y quizá su hambre, poniéndose en comunicación con los héroes que auguran en las páginas que lee. El trabajador, en el desierto, que se retira cansado, y enciende su lumbre por la noche, solitario allí, en medio de los bosques, se pone en comunicación con el mundo entero por medio del libro. ¡Qué beneficio tan grande le hizo el que le enseñó a leer! “ (…)
“Y todos nosotros que, por lo que hemos leído, conocemos los conflictos de la humanidad, desde el diluvio universal hasta las batallas modernas, desde la destrucción de los estados antiguos hasta el hundimiento de las ciudades contemporáneas; nosotros que nos consolamos de nuestros infortunios leyendo las biografías de los hombres célebres por sus desgracias, ¡cuántos favores debemos al que nos enseñó a leer!”
“Por medio de la lectura, conocemos a Byron, a Shakespeare y sabemos qué pensaron del corazón humano. Pero aún más, por medio del libro nos escapamos de la tierra para ver las luces, el sol y las estrellas, los planetas y la vía láctea, corsé de mundos puesto en la cintura del universo. Y espaciando nuestra alma, la apartamos de las pequeñas miserias haciéndola navegar en el océano infinito. ¡Qué gran recurso saber leer!”
“No podemos mirar, por consiguiente, con aire desdeñoso e indiferente siquiera, una asamblea como esta, que tiene como propósito la primera enseñanza”.

Tomó partido por las maestras mujeres a quienes, por su sensibilidad y delicadeza, corresponde dirigir a los niños en sus primeros pasos y cuidar de la infancia. Tronó contra el viejo aforismo de “la letra con la sangre entra” porque en realidad la letra no entra, sino sale, y “porque el sistema del educacionista diestro consiste en adelantarse a lo que está pensando el niño para sugerirle algo nuevo y producir, por su efecto, casi mecánico, una evolución en su cerebro. Por eso, enseñar es, en realidad, aprender, y es necesario conocer mucho la cabeza del hombre, las tendencias del niño, los movimientos de su inteligencia, para poder enseñarle, para poder encaminarlo en el sendero en que él mismo ha de ser su propio maestro. (…) Nadie enseña nada a otro: lo que hace es evocar sus ideas (…) ¿Cómo se forma el gusto en materia de pintura por ejemplo? Enseñando obras de arte que han recibido ya la sanción de los competentes, y dejando que el observador encuentre por sí solo las bellezas, haciéndose a su vez competente./ No hay pues verdadera transmisión de ideas, o introducción de formas en la cabeza de los niños, sino más bien, por parte de los maestros, una adivinación de lo que el niño piensa, para ir adelantando y sugiriendo poco a poco un desarrollo. Esto es enseñar.”.