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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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lunes, 30 de junio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (III)

Se prepara el debate en Diputados

En su paso por la Comisión Nacional de Educación, Sarmiento no había alcanzado a presentar un proyecto de ley de enseñanza primaria para capital y territorios nacionales. Tampoco lo hizo su reemplazante, Benjamín Zorrilla, ni el Ejecutivo. Pero después del Congreso Pedagógico, Zorrilla se reunió con la comisión de Instrucción Pública de la Cámara de Diputados, formada por católicos conservadores (Miguel Navarro Viola, el sacerdote Rainero J. Lugones, Mariano Demaría, Ángel Sosa y Manuel D. Pizarro, el ex ministro de Roca), para armar un proyecto que, por supuesto, mantenía la enseñanza religiosa. El proyecto no se presentó al recinto en 1882, y en 1883 fue retocado por una nueva comisión de mayoría igualmente conservadora. En junio de ese año fue presentado con su dictamen en la Cámara para ser tratado a principios de julio. Su normativa era casi calcada de la ley de la provincia de Buenos Aires de 1875, aquella ley que, por decreto de Roca-Pizarro, continuaba en vigencia hasta tanto se sancionara una nueva norma.
El artículo tercero del proyecto incluía moral y religión en el mínimum de enseñanza, y decía: “Declárase necesidad primordial la de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la religión y las instituciones republicanas. Es entendido que el Consejo Nacional de Educación está obligado a respetar en la organización de la enseñanza religiosa las creencias de los padres de familia ajenos a la comunión católica”.
Los liberales, liderados por Wilde en el Ministerio y Onésimo Leguizamón en Diputados, ya tenían un proyecto alternativo. Sabían que podrían conseguir una mayoría y sabían que el debate sería áspero, pero no contaban con una campaña en la que se involucraría a señoras, niños, estibadores, Jesús, María y José.

Señores, ha llegado la hora de vigilar!

Es que los militantes católicos habían madrugado a los liberales. Aquella orden de no innovar en el Congreso Pedagógico del 82 suponía que el tema sería tratado más serenamente en su ámbito, el Congreso Nacional.
Los católicos habían llevado el tema a los templos, los hogares y las calles. José Manuel de Estrada, Pedro Goyena, Emilio Lamarca y demás clericales habían reunido a los suyos en la Asociación Católica donde, el 21 de junio de 1883, Estrada gritaría a los cuatro vientos: “La Asociación Católica de Buenos Aires trae la misión de unirnos, y Cristo mora donde dos se congregan en su nombre: trae también una misión activa y militante, y ella es gloriosa, porque el liberalismo precipita, con el fragoroso torrente de sus contradicciones, la hora de vender la túnica y comprar la espada! (…) ¡Y los que no arrojen sobre nosotros el escarnio del gentil, nos fulminarán con la hipócrita calumnia del fariseo, acriminándonos de turbar la paz religiosa, porque enarbolamos, en medio de la siniestra quietud en que triunfa el liberalismo, contra su bandera, la bandera de la Iglesia! ¡Paz del silencio cobarde y del servil abandono, paz de capitulaciones sacrílegas; esa es la paz que Cristo condenaba, diciendo en los días de su predicación: no vine a traer la paz sino la guerra! Venimos a alarmar conciencias, a despertar los dormidos, a reanimar pusilámines, a enardecer espíritus, a vincular corazones: a disciplinarnos para las batallas del Señor! Generaciones enteras han escondido la antorcha debajo del celemín. Mientras los creyentes han dormido, el liberalismo ha velado. Hoy como ayer nos circunda, y nos ofrece, en signo de paz, el beso de Gethsemani… Señores, ha llegado la hora de vigilar!.
La Asociación decidió que Goyena comandaría la acción en el Congreso, ablandando los corazones de los diputados provincianos más viejos; Alejo de Nevares, Lamarca y el mismo Estrada comandarán la prédica desde el periódico La Unión, y coordinarán esfuerzos con el obispo Aneiros y el nuncio Mattera; los demás, todos, saldrían a buscar firmas para el multitudinario petitorio que presentarán en Diputados el día en que comenzara a debatirse la ley de Enseñanza. La orden incluía visitar a las señoras de diputados y senadores para pedirles que presionaran a sus maridos para que volvieran al camino de Cristo. Más importante aún, la Asociación Católica se abriría a las señoras y los niños, soldados principales de esta guerra santa. Funcionaría por las tardes como club católico. Desde la Catedral, Aneiros también dio órdenes a los curas para que no sólo condenaran la enseñanza laica en las misas, sino que trabajaran sobre señoras y niñas en los confesionarios. Y el nuncio Luis Mattera intentaría presionar sobre Roca.

Sólo la educación forma a los pueblos

La discusión de la ley se inició el 4 de julio de 1883. Presidía la sesión Miguel Navarro Viola, quien empezó informando que le había llegado una petición de miles de personas, suplicando que se sancionara “la cláusula del proyecto de ley, sometido a su resolución, que incluye la enseñanza religiosa en el programa de las escuelas populares”.
La cuestión produjo una larga discusión de procedimiento y luego Mariano Demaría presentó el dictamen de la Comisión de Instrucción Pública, que recomendaba la aprobación del proyecto de ley. Demaría, sabiendo que Leguizamón presentaría otro proyecto, comenzó con una advertencia: “Los errores que hoy cometamos en esta ley –si alguno se comete han de repercutir mañana, en toda la Nación, y sacudirla violentamente”.
Luego de repasar algunas reformas del proyecto de comisión respecto de la anterior ley provincial, entró de lleno en el artículo tercero, de enseñanza religiosa, recordando que estaba copiado casi literalmente del de la provincia de Buenos Aires, salvo que allí el mínimum de enseñanza era fijado por el consejo de educación en el marco de la obligación de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la religión. Le parecía prudente no modificarlo, dejando: “las cosas en el estado en que se encontraban, sin introducir cambios, que a fuerza de ser bruscos pueden ser funestos”.
El encargado de responder a Demaría fue Onésimo Leguizamón, gran orador, quien comenzó recordando principios que todo el mundo conocía, pero que valía repetir:
“Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un pueblo inconciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios, jamás un verdadero elegido!”.
Leguizamón, luego de otras consideraciones, explicó por qué entendía que el proyecto de la comisión “prescinde casi por completo del elemento científico en su organización” y por qué era ambiguo en su contenido. Finalmente se metió en el punto álgido. “Todos sabemos, señor Presidente, que con posterioridad al Cristianismo, la Iglesia se abrogó el derecho exclusivo de enseñar a la juventud”, comenzó, y dijo que así la Iglesia ejerció el derecho exclusivo de “dirigir el corazón y la inteligencia de la juventud; y es inútil agregar, que como una consecuencia natural de la influencia que da la educación, sobre la sociedad entera, ella la ejerció desde el hogar hasta el trono”. Recordó que aquel exclusivismo levantó con el tiempo la resistencia del poder civil, historió lo ocurrido en Francia a través de los siglos y llegó así a la teoría moderna: “La educación es obligatoria para todos los poderes sociales, a cada uno en su esfera y según sus medios, pero bajo la dirección exclusiva del Estado”. Habló luego de la gratuidad y obligatoriedad de la educación, y agregó otro axioma: que la educación debía ser dada con arreglo a los principios de la higiene, porque tiene como objeto esencial desarrollar simultáneamente la inteligencia, la moral, la capacidad y los medios físicos del niño. Luego señaló otras deficiencias del proyecto, y así, poco a poco, fue destrozando el proyecto de la comisión, y finalmente se detuvo en lo más grave que encontraba en el proyecto: el ya famoso artículo tercero, que juzgaba inconstitucional, porque “estableciéndose la enseñanza de la religión como mínimum de educación obligatoria en la República, ella viene a ser obligatoria no sólo para la escuela pública, sino para la escuela particular, y hasta en el hogar de los padres. (…) Si la Constitución Argentina es tolerante, la escuela tiene necesariamente que ser tolerante. Si la Constitución ha proclamado la libertad más absoluta de conciencia para los ciudadanos, la escuela no puede venir a alterar los principios de la Constitución borrándolos en la práctica y a hacer obligatoria la enseñanza de una religión determinada en esa escuela a la que concurren los hijos de todos los habitantes…”, dijo. Una ley en esas condiciones para toda la República sería una ley violenta, y, especialmente odiosa, para Capital y territorios nacionales, pues la mayor cantidad de disidentes vivían en la Capital, y las colonias de los territorios nacionales habían sido proyectadas para colonos alemanes, ingleses, holandeses, en su mayoría disidentes: “esta ley, con esta condición, sería una ley de despoblación, perpetuadora del desierto”. Si el maestro debía formar al hombre de acuerdo con la enseñanza religiosa, por lógica el maestro debería ser católico, “y eso y declarar que la escuela pública ha sido creada para la enseñanza de una exclusiva religión, es exactamente lo mismo!”. Por eso, dijo, los pueblos más experimentados en la materia, aun aquellos donde dominaba la creencia católica, decidieron no excluir por completo la enseñanza religiosa de la escuela pública, pero dejarla en manos del sacerdote o ministro de cada culto. “Yo sé bien, señor Presidente, que apenas se presente el mencionado pensamiento, se levantarán de todas partes, como ya ha sucedido, voces destempladas que griten: ¡La escuela atea! ¡La escuela sin Dios!”.
Y aquí el liberal Leguizamón agachó la cabeza, condescendiente, para decir que nadie quería una escuela atea, que pensaba que todo hombre debía tener una creencia religiosa; que el partido liberal sólo pretendía dejar a Dios donde Dios está, en todas partes, y dejar que cada uno lo adore donde quiera, “con tal que lo hagan en espíritu y en verdad, es decir, comprendiéndolo y amándolo sinceramente, como lo proclamó Jesús, para que no lo olvidase la posteridad, en la fuente de Samaria”. Finalizó declarando que como consecuencia de la oposición radical que hacía al proyecto de la Comisión, su partido presentaba un proyecto alternativo, firmado por diez diputados porque el reglamento no le permitía más firmas.
El nuevo proyecto reemplazaba el artículo 3 del proyecto de la Comisión por el siguiente artículo 8: “La enseñanza religiosa sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños en su respectiva comunión, y antes o después de las horas de clase”. Sus firmantes fueron: Germán Puebla, Luis y Onésimo Leguizamón, Luis Lagos García, Delfín Gallo, Carlos Bouquet, J. B. Ocampo, A. Benítez, Ángel Rojas, J. M. Olmedo.

La barra aplaudió largamente a Onésimo Leguizamón y así terminó la primera sesión de debate. Al día siguiente El Diario opinó que el verdadero jefe de los clericales era monseñor Mattera, “que bajo su plácida mansedumbre oculta sus dotes militantes servidos por una astucia maquiavélica. Él es quien dirige todo ese movimiento que tiene hoy por campo de batalla el Congreso”.

viernes, 27 de junio de 2014

Génesis de la ley 1420 (II)

El Congreso Pedagógico

Hacia fines de 1880 Julio A. Roca asumió el gobierno, con Capital Federal en Buenos Aires. Había que resolver distintas cuestiones que pasaban de la provincia a la nación, como la justicia o la educación primaria.
Roca eligió al cordobés Manuel D. Pizarro, militante católico, para hacerse cargo del triple ministerio de Justicia, Instrucción Pública y Culto. Pero para equilibrar un poco las cosas, designó a Sarmiento, ex director del Consejo General de Educación de la provincia, como titular del mismo organismo a nivel nacional. Éste tendría a su cargo proponer un proyecto de ley de enseñanza primaria para la Capital y territorios nacionales. Mientras tanto, se aplicaría la ley provincial de 1874/1875. La medida fue resuelta por un decreto (incluyendo la creación del Consejo Nacional de Educación), enviado al Senado para su ratificación. El Senado la ratificó y la mandó a Diputados, donde quedó dormida.
Pizarro, a sugerencia de Sarmiento, convocó a un congreso pedagógico, que se realizaría en 1882. Antes de la apertura del Congreso Pedagógico, Sarmiento se peleó con la mayoría de sus pares consejeros, y Roca lo relevó, reemplazándolo por Benjamín Zorrilla. A su vez, a principios de 1882 Pizarro se peleó con los senadores Aristóbulo Del Valle y Dardo Rocha, y Roca lo relevó.
Cuando todos creyeron que Roca reemplazaría a Pizarro por alguien de similar ideología, el presidente dio la sorpresa, designando ministro de la triple cartera a un liberal radical: Eduardo Wilde.
Fue entonces que comenzó el Congreso Pedagógico, que presidió Onésimo Leguizamón, mientras el ministro se iba de viaje con el presidente. Tanto Wilde como Leguizamón estaban convencidos que el gran debate de la escuela laica debía darse en el parlamento, y no en un congreso de maestras y pedagogos. Pero esto podía ser un ensayo interesante. Sabían que entre los proyectos de resolución que ya se habían presentado, figuraban dos que podrían iniciar la batalla religiosa: el de Raúl Legout (educador francés, profesor del Colegio Nacional de Mendoza) proponía que al dictarse la ley de educación común, los legisladores establecieran el principio de gratuidad, obligatoriedad y laicidad de la enseñanza, y el de Nicanor Larrain (Inspector de Escuelas de la provincia), pedía que se estableciera que “las escuelas del estado son esencialmente laicas: las creencias religiosas son del dominio privado”.
Se inició el 8 de abril con una reunión preparatoria en la que se resolvió admitir todos los trabajos que se presentaran, sin censura previa. Tres días más tarde se celebró la primera sesión, con gran discurso de Leguizamón (“La escuela prepara al elector, porque la escuela forma al hombre moral y enseña al ciudadano a conocer su propio papel en la vida pública de su país”) y se eligieron dos vicepresidentes, Jacobo Varela y José Manuel de Estrada, rector del Colegio Nacional, quienes, como integrantes de la mesa directiva, podían hojear los trabajos presentados. Así, Estrada vio los de Legout y Larrain y comenzó a llamar a los amigos para contrarrestar este ataque a la sagrada enseñanza religiosa.

Una enseñanza esencialmente religiosa

El 12 de abril, los católicos presentaron un proyecto que decía así: “Considerando que la religión es el necesario fundamento de la educación moral; que la sociedad argentina es una sociedad católica; que la Constitución Nacional consagra en las instituciones este carácter de la sociedad; y que la llamada laicidad de la enseñanza turbaría profundamente la concordia social: el Congreso, en homenaje a Dios, a los derechos de la familia, a la ley y a la paz pública, declara: que la escuela argentina debe dar una enseñanza esencialmente religiosa”.
A partir de entonces, y durante siete jornadas, el Congreso sesionó en dos planos distintos: el pedagógico, a la luz del día, y el religioso, en las sombras, por si acaso.
En el plano pedagógico, se presentaron algunos trabajos muy buenos y muchos bastante mediocres. Entre los primeros, el del español José M. Torres, rector de la Escuela Normal de Paraná, quien expuso sobre “La reglamentación del ejercicio del derecho a enseñar y de la formación y mejoramiento de los maestros”, y el del francés Paul Groussac, director de la Escuela Normal de Tucumán, sobre “El estado actual de la educación en la República, sus causas y sus remedios”. Ambos trabajos dieron pie a debates más o menos serios, innumerables peroratas, incidentes,  bochinches y planteos gremiales.
Los protagonistas de la discusión religiosa eran otros que, en general, no intervenían en las discusiones pedagógicas y, en algunos casos, ni siquiera estaban interesados en el desarrollo del Congreso.
El 15 de abril, El Diario informó: “El proyecto imprudente de la enseñanza religiosa en las escuelas, sigue preocupando a los Congresales. Se cree que sus autores lo retirarán, pero hasta ahora no hay nada resuelto. Al levantarse cada sesión se forman grupos de católicos y librepensadores, a tratar del asunto. El Dr. Avellaneda asistió ayer al Congreso y se corría que había manifestado que si el proyecto en cuestión se retiraba, él lo presentaría, aunque estuviera solo”.
Lo retiraran o no, el tema de la enseñanza religiosa estaba planteado y sus pasiones hacían ruido en otros ámbitos, como en el Colegio San José, sede de los religiosos; en el Colegio Nacional, la casa de Estrada y sus laicos clericales; El Nacional, oficina de Sarmiento; el Club Liberal y las distintas logias masónicas.
Mientras se incorporaban al Congreso más católicos para apoyar, eventualmente, a su bando, los liberales decidieron enviar a la lucha a sus primeras espadas: Leandro N. Alem, Delfín Gallo, Roque Sáenz Peña y Juan Ángel Golfarini.
Finalmente, cuando los ejércitos ya estaban preparados para la batalla, llegó Wilde de su viaje y vino el armisticio. El 19 de abril se presentó una moción para excluir de los debates la cuestión de la enseñanza laica o religiosa. Fue aprobada por aclamación. ¿Por qué aceptaron los católicos? Tal vez porque viendo que cada día se incorporaban más partidarios de la enseñanza laica, entendieron que en una votación perderían irremediablemente. ¿Por qué depusieron las armas los liberales más radicales? Tal vez porque sólo habían venido a presionar para que la cuestión fuera dejada de lado. No era, sin duda, éste el ámbito para tratar un tema tan delicado.
Las llamas de la cuestión religiosa se habían apagado, aunque hubo algunos chispazos más: peleas intrascendentes entre los grupos enfrentados. Así fue languideciendo el famoso Congreso Pedagógico, que pasó a la historia como antecedente directo de la ley de enseñanza laica. Los biógrafos de cada uno de sus protagonistas inventaron grandes debates entre sus biografiados (Estrada, Goyena, Lamarca, Alem, Leguizamón, Van Gelderen, masones y no masones, católicos o liberales) y los del bando contrario. Nada de eso existió dentro del recinto, aunque afuera intelectuales y periodistas debatieran la cuestión religiosa en los diarios. Sarmiento, en El Nacional, defendía un extremo; los católicos, en sus periódicos afines, defendían el otro. En el medio había muchos que, como Manuel Láinez de El Diario, sostenían que la cuestión religiosa sólo podía ser resuelta por el transcurso del tiempo, que no debía forzarse la enseñanza laica. Creían que dejando pasar una o dos décadas, la separación de Iglesia y Estado en la escuela decantaría naturalmente.
Eduardo Wilde manejó la situación desde las sombras, conversando con Leguizamón y negociando con amigos liberales y católicos para evitar la lucha franca en un ámbito tan inadecuado. Visitó el Congreso, por única vez, el 8 de mayo, día de su Clausura, pronunciando un bello discurso de elogio a la noble tarea de maestras y maestros de instrucción primaria.

Los objetivos de su cartera de Instrucción Pública eran muy claros: impulsar los proyectos de reforma de la educación pública secundaria, aprobar los Estatutos Universitarios, e impulsar, por ley, la enseñanza primaria obligatoria, gratuita y laica. 

jueves, 26 de junio de 2014

Génesis de la ley 1420 (I)



Se podría comenzar con la Asamblea del año 13, con las reformas rivadavianas, con Alberdi y la Constitución de 1853, con las lecciones de Alejo Peyret y Alberto Larroque en el Colegio Nacional del Uruguay, o bien con los antecedentes europeos. Pero voy a empezar, directamente, con el año 1865, cuando las futuras figuras de la Generación del 80 eran muchachos rebeldes de 20 años.
En enero de ese año llegaba a Buenos Aires el Syllabus, documento anexo a la encíclica de Pío IX (de diciembre de 1864), que condenaba las modernas libertades de culto, enseñanza y conciencia, y la separación entre Iglesia y Estado.
La Nación publicó una severa y sarcástica crítica firmada por Mefistófeles[i], escrita por algún muchacho liberal. Ésta y otras condenas en la prensa, originaron un violento ataque del cura de la iglesia de Santo Domingo, quien –según decía un joven Eduardo Wilde en La Nación– incitaba al público contra el “periodista que cumpliendo una obligación sagrada, sostiene los principios que ha jurado, la libertad de cultos, la libertad de enseñanza, la libertad de pensamiento, las bases de la organización en las repúblicas”[ii].
Como es de suponer, la polémica generó la primera división entre muchos amigos íntimos de esa juventud. Liberales de pura cepa, como Wilde, Aristóbulo Del Valle y Lucio López, contra católicos devotos como José Manuel de Estrada, Emilio Lamarca y Pedro Goyena.
Desde entonces, los unos juraron militar por obtener leyes civiles liberales (enseñanza laica, Registro Civil, Matrimonio civil), y los otros, por la defensa de los postulados de la Iglesia.
Pasó, sin novedades, el gobierno de Bartolomé Mitre, y llegó el de Domingo F. Sarmiento, durante el cual se aprobó el Código Civil, bien conservador en estas materias. Sarmiento impulsó, puso de moda e inició el gran proyecto de educación primaria de las masas, pero no creyó que el país estaba preparado para la laicidad de la enseñanza, o tal vez no pudo porque su ministro de Instrucción Pública era el muy católico Nicolás Avellaneda.

Ley de enseñanza provincial

En mayo de 1874 la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires debatió el proyecto de enseñanza común, gratuita y obligatoria (en base al proyecto presentado en 1873 por Antonio Malaver, modificado por la Comisión de Legislación, tomando ideas de José Manuel de Estrada). La discusión llevó muchos meses y participaron, como diputados, Estrada y Wilde. Tuvieron una sola una diferencia de opinión, y fue sobre las materias básicas que debía incluir la educación primaria, pues el proyecto incluía, expresamente, la enseñanza de religión. Como el artículo en cuestión (tercero) generaba demasiada polémica, se aplazó su estudio y finalmente se suprimió dejando la decisión sobre el minimum de la enseñanza a cargo del Consejo General de Educación. Sin embargo, los dos amigos ya se las habían ingeniado para discutirla a través de la prensa.
La posición de Wilde fue claramente expresada en varios artículos de La República. Allí decía que se oponía a que la educación básica incluyera religión teniendo en cuenta la diversidad de creencias que había en la provincia. Afirmaba que la libertad de cultos y una afluencia creciente de inmigrantes exigían una ley de separación completa de la enseñanza y la religión para no excluir de las escuelas a aquellos niños que no pertenecían a la religión católica. Como proponía que la materia Religión fuera reemplazada por la de Moral, Estrada le contestó desde El Argentino que “la moral viene de Dios, según M. Renan, y que éste venera en Jesucristo su interprete purísimo y magistral”; que la moral es la moral religiosa y, por lo tanto, si no es discernible de la religión, la religión debe tener cabida en un plan completo de educación popular. Wilde replicó que no debía confundirse la religión positiva o revelada (catolicismo, por ejemplo, con sus dogmas, sus cultos y sus preceptos) con la moral, que existe independientemente de esa revelación y de esos dogmas: “No admitimos esa revelación ni ese dogma, ni ese culto con sus preceptos correspondientes, como objetos de la enseñanza escolar, que deben reservarse al cuidado de las familias, según lo prescribe la libertad de conciencia. No admitimos más revelación que la de la razón y la conciencia humana. Por consiguiente la moral, no es moral porque se encuentra formulada en el Evangelio, sino porque la hallamos innata en lo más recóndito de nuestra conciencia (…) En resumidas cuentas la escuela no debe pertenecer a ninguna secta; debe ser el órgano de la razón y de la conciencia universales. (…) Conclusión: el preceptor enseñará la moral, despojada de toda añadidura de religión positiva, llámese cristianismo, catolicismo o protestantismo, tal como la manifiesta la razón filosófica, y el sacerdote, interprete de la revelación sobrenatural, predicará a sus creyentes los dogmas y preceptos”[iii]. Y termina diciendo que la separación completa entre los dominios de la fe (el sentimiento) y la razón (demostración), es el único medio de formar realmente inteligencias viriles y corazones libres.
Cuando la ley fue al Senado provincial, éste modificó los artículos que se referían al mínimo de enseñanza y estableció que el Consejo General de Educación debía fijarlos  considerando la “necesidad esencial de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la religión y de las instituciones republicanas”, pero dejando constancia de que quedaba obligado a respetar “en la organización de la enseñanza religiosa las creencias de los padres de familia, ajenos a la comunión católica”.
La ley fue promulgada en septiembre de 1875, ya durante la presidencia de Avellaneda, y el primer director del Consejo General de Educación provincial fue Sarmiento. Aunque éste comulgaba con las ideas de separación de Iglesia y Estado en la escuela, poco margen le habían dejado para separar los campos.

El catecismo como solución a todo

En los años siguientes, la cuestión religiosa –como solía llamarse a la intervención de la Iglesia en las cuestiones civiles– volvió a filtrarse en distintos debates parlamentarios. Así, por ejemplo, en 1878, al discutirse la Ley de Libertad de Enseñanza, el diputado nacional Félix Frías rechazaba la enseñanza de algunas ciencias, diciendo: “Existe un librito, que se hace aprender a los niños, y sobre el cual se los interroga en la iglesia; leed ese librito que es el catecismo: hallareis en él una solución a todas las cuestiones, a todas, sin excepción. Preguntad al cristiano de dónde viene la especie humana, él lo sabe, dónde va, él lo sabe, cómo va, él lo sabe. Preguntad a ese pobre niño para qué existe en la tierra, y lo que será de él después de su muerte, y os dará una respuesta sublime. Origen del mundo, origen de la especie, cuestión de raza, destino del hombre en esta vida y en la otra, relaciones del hombre con Dios, deberes del hombre hacia sus semejantes, derechos del hombre sobre la creación, ese niño no ignora nada; y cuando sea grande no vacilará tampoco respecto del derecho natural, del derecho político, del derecho de gentes…”.[iv]
Los diputados nacionales liberales, como Wilde, Delfín Gallo o Miguel Cané, etc. –y el ministro de educación, Onésimo Leguizamón–, se horrorizaban ante estos discursos, con los que comulgaba la mayoría del Congreso, pero sabían que era sólo una cuestión de paciencia: ya les llegaría la hora.


[i] El seudónimo Mefistófeles fue usado en aquella época por Baltasar Moreno, pero no en La Nación Argentina.
[ii] EW, La Nación Argentina, 12.3.1865, Sermón perjudicial.
[iii] EW, La República, 2.6.1874.
[iv] Sesión del 7.8.1878, Diario de Sesiones, Cámara de Diputados de la Nación.

A 130 años de la sanción de la Ley 1420

El 26 de junio de 1884, en una tumultuosa sesión del Senado, se sancionó la ley de enseñanza obligatoria, gratuita y laica, después de más de un año de debates. Hubo un momento, en aquella tensa sesión, en que parecía que los católicos triunfaban en su rechazo con chicanas procesales. Aristóbulo del Valle y demás liberales bajaban los brazos. Fue entonces que Eduardo Wilde tomó la palabra, como un año antes en la Cámara de Diputados, para cambiar la historia y hacer que, finalmente, el proyecto se sancionara. Manuel D. Pizarro, líder de los católicos en el Senado, gritó: “hay triunfos que lloran”.
Roca-Wilde la promulgaron el 8 de julio con el número 1420.
He dedicado cientos de páginas de mi libro Eduardo Wilde, una historia argentina… a la gran lucha que libraron los liberales argentinos para obtener la ley de enseñanza laica, la del Registro Civil y la del matrimonio civil, además de una ley que regulara las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado, que no pudieron lograr.

Al cumplirse 130 años de aquellos hechos, intentaré resumir –en varias entregas– la historia de aquella ley fundamental.