Se podría comenzar con la
Asamblea del año 13, con las reformas rivadavianas, con Alberdi y la
Constitución de 1853, con las lecciones de Alejo Peyret y Alberto Larroque en
el Colegio Nacional del Uruguay, o bien con los antecedentes europeos. Pero voy
a empezar, directamente, con el año 1865, cuando las futuras figuras de la Generación del 80 eran muchachos rebeldes
de 20 años.
En enero de ese año llegaba a
Buenos Aires el Syllabus, documento
anexo a la encíclica de Pío IX (de diciembre de 1864), que condenaba las
modernas libertades de culto, enseñanza y conciencia, y la separación entre
Iglesia y Estado.
La Nación
publicó una severa y sarcástica crítica firmada por
Mefistófeles[i], escrita por algún
muchacho liberal. Ésta y otras condenas en la prensa, originaron un violento
ataque del cura de la iglesia de Santo Domingo, quien –según decía un joven Eduardo
Wilde en
La Nación– incitaba al
público contra el
“periodista que
cumpliendo una obligación sagrada, sostiene los principios que ha jurado, la
libertad de cultos, la libertad de enseñanza, la libertad de pensamiento, las
bases de la organización en las repúblicas”[ii].
Como es de suponer, la polémica
generó la primera división entre muchos amigos íntimos de esa juventud. Liberales
de pura cepa, como Wilde, Aristóbulo Del Valle y Lucio López, contra católicos
devotos como José Manuel de Estrada, Emilio Lamarca y Pedro Goyena.
Desde entonces, los unos juraron
militar por obtener leyes civiles liberales (enseñanza laica, Registro Civil,
Matrimonio civil), y los otros, por la defensa de los postulados de la Iglesia.
Pasó, sin novedades, el gobierno
de Bartolomé Mitre, y llegó el de Domingo F. Sarmiento, durante el cual se
aprobó el Código Civil, bien conservador en estas materias. Sarmiento impulsó, puso
de moda e inició el gran proyecto de educación primaria de las masas, pero no
creyó que el país estaba preparado para la laicidad de la enseñanza, o tal vez
no pudo porque su ministro de Instrucción Pública era el muy católico Nicolás
Avellaneda.
Ley de enseñanza provincial
En mayo de 1874 la Cámara de
Diputados de la provincia de Buenos Aires debatió el proyecto de enseñanza
común, gratuita y obligatoria (en base al proyecto presentado en 1873 por
Antonio Malaver, modificado por la
Comisión de Legislación, tomando ideas de José Manuel de
Estrada). La discusión llevó muchos meses y participaron, como diputados,
Estrada y Wilde. Tuvieron una sola una diferencia de opinión, y fue sobre las
materias básicas que debía incluir la educación primaria, pues el proyecto
incluía, expresamente, la enseñanza de religión. Como el artículo en cuestión
(tercero) generaba demasiada polémica, se aplazó su estudio y finalmente se
suprimió dejando la decisión sobre el minimum
de la enseñanza a cargo del Consejo General de Educación. Sin embargo, los
dos amigos ya se las habían ingeniado para discutirla a través de la prensa.
La posición de Wilde fue
claramente expresada en varios artículos de
La
República. Allí decía que se oponía a que la educación
básica incluyera religión teniendo en cuenta la diversidad de creencias que
había en la provincia. Afirmaba que la libertad de cultos y una afluencia
creciente de inmigrantes exigían una ley de separación completa de la enseñanza
y la religión para no excluir de las escuelas a aquellos niños que no
pertenecían a la religión católica. Como proponía que la materia
Religión fuera reemplazada por la de
Moral, Estrada le contestó desde
El Argentino
que
“la moral viene de Dios, según M.
Renan, y que éste venera en Jesucristo su interprete purísimo y magistral”;
que la moral es la moral religiosa y, por lo tanto, si no es discernible de la
religión, la religión debe tener cabida en un plan completo de educación
popular. Wilde replicó que no debía confundirse la religión positiva o revelada
(catolicismo, por ejemplo, con sus dogmas, sus cultos y sus preceptos) con la
moral, que existe independientemente de esa revelación y de esos dogmas:
“No admitimos esa revelación ni ese dogma,
ni ese culto con sus preceptos correspondientes, como objetos de la enseñanza escolar,
que deben reservarse al cuidado de las familias, según lo prescribe la libertad
de conciencia. No admitimos más
revelación que la de la razón y la conciencia humana. Por consiguiente la
moral, no es moral porque se encuentra formulada en el Evangelio, sino porque
la hallamos innata en lo más recóndito de nuestra conciencia (…) En resumidas
cuentas la escuela no debe pertenecer a ninguna secta; debe ser el órgano de la
razón y de la conciencia universales. (…) Conclusión: el preceptor enseñará la
moral, despojada de toda añadidura de religión positiva, llámese cristianismo,
catolicismo o protestantismo, tal como la manifiesta la razón filosófica, y el
sacerdote, interprete de la revelación sobrenatural, predicará a sus creyentes
los dogmas y preceptos”[iii]. Y termina diciendo que
la separación completa entre los dominios de la fe (el sentimiento) y la razón
(demostración), es el único medio de formar realmente inteligencias viriles y
corazones libres.
Cuando la ley fue al Senado
provincial, éste modificó los artículos que se referían al mínimo de enseñanza
y estableció que el Consejo General de Educación debía fijarlos considerando la “necesidad esencial de formar el carácter de los hombres por la
enseñanza de la religión y de las instituciones republicanas”, pero dejando
constancia de que quedaba obligado a respetar “en la organización de la enseñanza religiosa las creencias de los
padres de familia, ajenos a la comunión católica”.
La ley fue promulgada en
septiembre de 1875, ya durante la presidencia de Avellaneda, y el primer
director del Consejo General de Educación provincial fue Sarmiento. Aunque éste
comulgaba con las ideas de separación de Iglesia y Estado en la escuela, poco
margen le habían dejado para separar los campos.
El catecismo como solución a todo
En los años siguientes, la
cuestión religiosa –como solía llamarse a la intervención de la Iglesia en las
cuestiones civiles– volvió a filtrarse en distintos debates parlamentarios.
Así, por ejemplo, en 1878, al discutirse la Ley de Libertad de Enseñanza, el
diputado nacional Félix Frías rechazaba la enseñanza de algunas ciencias,
diciendo: “
Existe un librito, que se hace
aprender a los niños, y sobre el cual se los interroga en la iglesia; leed ese
librito que es el catecismo: hallareis en él una solución a todas las
cuestiones, a todas, sin excepción. Preguntad al cristiano de dónde viene la
especie humana, él lo sabe, dónde va, él lo sabe, cómo va, él lo sabe.
Preguntad a ese pobre niño para qué existe en la tierra, y lo que será de él
después de su muerte, y os dará una respuesta sublime. Origen del mundo, origen
de la especie, cuestión de raza, destino del hombre en esta vida y en la otra,
relaciones del hombre con Dios, deberes del hombre hacia sus semejantes,
derechos del hombre sobre la creación, ese niño no ignora nada; y cuando sea
grande no vacilará tampoco respecto del derecho natural, del derecho político,
del derecho de gentes…”.
[iv]
Los diputados nacionales
liberales, como Wilde, Delfín Gallo o Miguel Cané, etc. –y el ministro de
educación, Onésimo Leguizamón–, se horrorizaban ante estos discursos, con los
que comulgaba la mayoría del Congreso, pero sabían que era sólo una cuestión de
paciencia: ya les llegaría la hora.
[i] El seudónimo Mefistófeles fue usado en aquella época por Baltasar Moreno, pero
no en La Nación Argentina.
[ii] EW, La
Nación Argentina, 12.3.1865, Sermón perjudicial.
[iii] EW, La República,
2.6.1874.
[iv] Sesión del
7.8.1878, Diario de Sesiones, Cámara de
Diputados de la Nación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario