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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

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1018.

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martes, 8 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (X) Final

El proyecto de ley vuelve al ruedo

En ese complicado junio de 1884, los diarios rochistas y muchos dirigentes opinaban que no había la calma política y social necesaria para volver a tratar el proyecto de ley de enseñanza laica (rechazado por el Senado) o el de Registro Civil, que esperaban en las comisiones de la Cámara de Diputados. Decían que si se reabría el debate, estallarían manifestaciones católicas, a la cordobesa, en todo el país.
Si los conservadores creían que el proyecto de enseñanza laica estaba muerto, los liberales más decididos pensaban que era ahora o nunca. Wilde y Onésimo Leguizamón organizaron la estrategia a seguir.
Recordemos brevemente los antecedentes: en octubre de 1881 llegó el primer proyecto del Senado o sea la aprobación de un decreto del Poder Ejecutivo, dejando interinamente en vigencia la ley de educación de la provincia de Buenos Aires hasta tanto se aprobara la nueva ley; que ese proyecto quedó en un cajón, sin consideración; que en 1882 la Comisión de Instrucción Pública trabajó con el superintendente Zorrilla sobre un proyecto de ley, que tampoco fue considerado; que, finalmente, la misma comisión presentó un proyecto en 1883 y éste fue reemplazado por el proyecto de los diputados liberales, que fue el que en definitiva se aprobó y envió al Senado para su revisión; que el Senado entendió que el suyo del 81 fue el proyecto original, por lo que declarándose Cámara iniciadora, insistió en su primitiva sanción, rechazando las modificaciones sin siquiera considerarlas. El proyecto volvió a la Cámara de Diputados y ésta lo giró a su comisión de Negocios Constitucionales.
Si bien podría demostrarse que todo el trámite del Senado era legalmente, y reglamentariamente, inconsistente, la cuestión a resolver era si Diputados insistía en su carácter de Cámara iniciadora o si encontraba un modo alternativo para alcanzar el objetivo: la aprobación de su proyecto. Si se insistía en la teoría de Cámara iniciadora se llegaría a un punto muerto, lo que implicaría, en los hechos, la derrota del proyecto. ¿Cuál era entonces la estrategia? Aceptar que el Senado era Cámara iniciadora e insistir, como Cámara revisora, en las modificaciones. El Senado necesitaría dos tercios para rechazarlas y el año pasado apenas había alcanzado una mayoría accidental.
Mientras Leguizamón operaba sobre los miembros de la comisión de Negocios Constitucionales de la Cámara de Diputados, Wilde se reunía con Mitre, cuyo diario había criticado duramente las medidas tomadas en la cuestión cordobesa. No podía esperar que Mitre apoyara al gobierno en esa cuestión, pero sí le podía pedir que sus pocos congresales no obstruyeran la labor de los liberales, es decir que La Nación y sus diputados no se plegaran a aquellos que consideraban que no era momento de seguir adelante con el proyecto de ley de enseñanza laica.
El viernes 20 de junio de 1884, después de una sesión de la Cámara de Diputados, Leguizamón recibió en su casa a un grupo de diputados: el bloque liberal roquista completo y varios otros liberales opositores. El anfitrión explicó a todos la estrategia que ya había acordado con los miembros liberales de la comisión de Negocios Constitucionales, quienes ratificaron lo expuesto por Leguizamón. Alguno quiso saber si tenían mayoría de dos terceras partes para insistir con el proyecto. Leguizamón contestó que aunque habían perdido algunos votos entre los rochistas, habían ganado otros entre católicos moderados, asustados por el fanatismo cordobés.
Así, se acordó que el lunes 23 se plantearía la cuestión sobre tablas.

La Cámara de Diputados decide insistir

El día 23 todo fue sucediendo de acuerdo con lo planeado. Esta vez, los liberales habían madrugado a los conservadores. Antes de la sesión, en antesalas, ya se había corrido la voz, y cuando ésta se inició, el presidente Rafael Ruiz de los Llanos informó  que la Comisión de Negocios Constitucionales había presentado un dictamen, que se imprimiría y repartiría. Inmediatamente, Emilio Civit mocionó para que el tema se tratara sobre tablas. Mariano Demaría cuestionó las razones de urgencia para el tratamiento sobre tablas, y se le respondió que la única urgencia era terminar el asunto de una vez por todas, para que no se siguieran agitando los ánimos inútilmente. Se leyó el despacho y a pesar de las protestas, se votó y se resolvió tratar el tema sobre tablas. El cordobés Olmedo, miembro de la Comisión de Negocios Constitucionales, relató los antecedentes, y dijo que a juicio de la comisión no era posible sostener que Diputados era iniciadora sin exponerse a un conflicto parlamentario de difícil solución, que impediría la sanción de una ley de vital importancia y “de urgentísima necesidad para el país”. Por ello, sostuvo, la Comisión entendía que la mejor solución era reconocer al Senado como iniciadora y volver a ocuparse de la ley. Se votó el dictamen de la comisión, que fue aprobado.
El liberal Ocampo mocionó para que la Cámara se pronunciara inmediatamente sobre aquel proyecto rechazado por la Cámara de Senadores sin correcciones ni modificaciones que ameritaran un nuevo estudio. El rochista Manuel Láinez, diputado recién electo, protestó argumentando que no podía votar un proyecto que no conocía por ser nuevo en la Cámara; que si lo obligaban, obviamente tendría que votar negativamente, porque ignoraba “las razones fundamentales que militen en su favor o en su contra”. Curioso argumento para un diputado-periodista que el año anterior presenció desde la barra todas las sesiones del debate, y que escribió en su diario, hasta el hartazgo, en favor de la ley.
Por supuesto, también se oponían los representantes católicos, quienes, como Láinez y otros rochistas, decían que el procedimiento los había tomado por sorpresa, pues no sabían que en esta sesión se pretendía “sancionar un proyecto de esta magnitud”, tratándolo sobre tablas en forma violenta y precipitada.
El santafecino Argento quiso traer a colación el conflicto cordobés que, según él, se extendería a todo el país: “Se ha declarado guerra a muerte a la Iglesia Católica, y a todos los que somos fieles a ella”. Le contestó Nicolás Calvo, un moderado que en el debate del año anterior había votado con los clericales, y que ahora, ante los hechos de Córdoba cambiaba su voto, pues “ya la cuestión no es de religión, es de soberanía nacional”. Y Adolfo Dávila, liberal independiente del gobierno: “No se trata de guerra a muerte, ni de defensa tenaz a la religión, ni de la religión. Se trata simplemente de dotar a la Capital de la República de un régimen escolar de acuerdo con los principios prevalecientes en el mundo, en materia de educación”. Afirmó que no podía hablarse de precipitación pues el proyecto se había debatido en el Congreso, se había difundido en folletos, y se había analizado y discutido en todos los ámbitos.
Finalmente, después de mucha discusión y protesta, se aprobó el tratamiento sobre tablas por amplísima mayoría y finalmente se votó si se insistía ante el Senado. Ganaron los liberales por cuarenta y ocho votos contra diez.
Sin embargo, Demaría pretendió introducir una nueva chicana procesal: si Llanos mandó el proyecto anterior al Senado en revisión era porque entendía que Diputados era Cámara iniciadora, y ahora no podía sancionarlo diciendo que el Senado era iniciadora, etc., etc. No tuvo suerte. Llanos informó que comunicaría al Senado que había reconocido que era Cámara originaria y Diputados revisora en segunda revisión, y que había sancionado por dos terceras partes de votos presentes, como se hacía en estos casos. Así lo hizo, ese mismo día.
Al día siguiente, el converso Manuel Láinez decía en El Diario: “La nueva ley es un caballo troyano. Entrará a las escuelas llevando escondidos en sus ijares todos los elementos disolventes, que antes de poco producirán en el cerebro embrionario del niño la atrofia consiguiente a la absorción de ideas diametralmente encontradas, cerebros en que los sacerdotes católicos y los pastores protestantes elegirán como el campo de batalla donde el vencedor ambiciona vivaquear en señal de triunfo…”.

La sanción en el Senado

En Diputados la cuestión había quedado terminada, pero aún faltaba la definitiva sanción del Senado. Antes de la sesión, que debía celebrarse el 26 de junio, hubo una reunión de un pequeño grupo de senadores: Juárez Celman, Cambaceres y alguno más. Allí el tema no era tan sencillo, porque había roquistas fervientes que eran furiosos opositores de la ley, y liberales rochistas, como Aristóbulo del Valle, que jamás votarían contra la ley, pero tampoco asistirían a una reunión roquista.
Wilde no necesitó ir a la sesión de Diputados, porque allí estaba el prestigioso Onésimo Leguizamón para dirigir las acciones. No ocurría lo mismo en el Senado. Juárez Celman y Cambaceres carecían de ese prestigio general, y Del Valle, ahora claro opositor, no estaba dispuesto a representar un papel que no le correspondía. Wilde había conversado con todos ellos, y por eso el 26 de junio decidió hacer guardia en antesalas desde el minuto cero, listo para ingresar al recinto cuando fuera necesario.
Si la otra sesión, aquella del 28 de agosto de 1883 fue vergonzosa, ésta fue su necesario correlato. Cuando se leyó la comunicación de Diputados, Juárez Celman pidió que se tratara sobre tablas, como era la práctica en asuntos que venían en segunda revisión. Protestó Igarzabal, pidiendo que pasara a la comisión de legislación, y Juárez insistió, goloso y vengativo, recordando que cuando se trajo a debate por primera vez, el Senado no quiso debatirlo ni esperar siquiera que estuviera presente el miembro informante de la Comisión, y que cuando éste se hizo presente, no se le permitió ir hasta su casa a buscar los apuntes que había preparado para fundar el dictamen: “Esto prueba que si entonces se creyó innecesario el debate, hay más razón para pensar del mismo modo ahora”.
Entonces pidió la palabra Manuel D. Pizarro, previamente dispuesto a sembrar confusión procesal, y comenzó una nueva ficción. Claro, Pizarro no era senador el año pasado y podía cuestionar a sus anchas la ridícula farsa que inició el Senado al considerar que el proyecto de ley de enseñanza de Diputados era una modificación de un proyecto totalmente diferente, nacido en el Senado. Simulaba no entender cómo un proyecto rechazado el año pasado podía volver este año. Y de paso decía que no conocía ni el proyecto del Senado ni el de Diputados, y se peleaba con Juárez Celman, quien le recordaba que lo había criticado por la prensa.
Finalmente, se aprobó por mayoría la moción de Juárez de tratar el tema sobre tablas, y siguió la farsa. Pizarro quería que se leyera el proyecto de ley de Diputados, que insistía en no conocer, y también el del Senado. El Secretario Benigno Ocampo le aclaraba que era un solo proyecto, modificado, que el Senado sólo debía insistir o no en el rechazo de las modificaciones. Pizarro decía que quería leer esa modificación, si era una, o modificaciones, si eran varias. Siguiéndole el juego, alguien le decía que los artículos modificados eran muchos (todos en realidad), y él respondía que entonces era otro proyecto, y seguía sembrando confusión.
Aristóbulo del Valle, quien el año pasado había advertido sobre los horrores procesales de la farsa iniciada por los senadores clericales, trataba de explicarle que si la Cámara de Diputados había reconocido la prerrogativa que el Senado reclamaba, y había considerado su propio proyecto como modificatorio del Senado, insistiendo en sus modificaciones, no había más que un solo proyecto, y, así la situación, por supuesto que las modificaciones eran muchas. Pizarro simulaba no entender: si eran muchas las modificaciones, formando un cuerpo de ley, señalaba, entonces era otro proyecto, y estaban en una situación equívoca ambas cámaras. Enmarañando lo ya enmarañado, iba demostrando cómo los distintos actos tomados por cada una de las cámaras se contradecían con las resoluciones tomadas por ellas mismas. Y seguía jugando, como buen jurista que era, a desentrañar esta ficción sin solución, y a medida que hablaba iba demostrando cuánto sabía de la génesis de este asunto, cuando en principio había dicho que no tenía idea de nada. Pedía un cuarto intermedio, sospechoso cuarto intermedio que podría servir para dejar a la Cámara sin quórum o para terminar de lograr su objetivo: la anulación de todo lo actuado.
Hubo un momento de tensión, donde parecía que todos bajaban los brazos, que Pizarro se imponía. Fue entonces que Wilde entró en el circo, dispuesto a tomar el toro por las astas: “Creo que le daré al señor Senador todas las explicaciones y satisfacciones necesarias, sin necesidad de cuarto intermedio, simplemente recordando los hechos que han tenido lugar, y mostrándoles que la situación, si tiene algo de anormal, esa normalidad emana de un procedimiento que empleó la mayoría del Senado el año pasado./ El señor Senador, siendo Ministro de Culto, mandó al Senado de la Nación un proyecto de ley, que era la ley de educación común de la provincia de Buenos Aires, ese proyecto de ley vino acompañado de un mensaje; ese mensaje traía un decreto; el decreto establecía que quedaba en vigencia la Ley de Educación de la Provincia de Buenos Aires. ¡Muy bien! El Senado aprobó ese decreto del Poder Ejecutivo, y convirtiéndolo por su parte en proyecto de ley, lo mandó a la Cámara de Diputados./ En la Cámara de Diputados se convirtió en una Ley de Educación, teniendo presente ese proyecto, y modificándolo fundamentalmente. Esa sanción de la Cámara de Diputados vino al Senado. El Senado no quiso tomar en cuenta una por una sus modificaciones; encontró que era mejor el proyecto que había remitido y, considerándose cámara iniciadora, dijo: insisto en mi primer proyecto y no considero el de la Cámara de Diputados sino como una modificación del mío./ Entonces es la Cámara de Senadores la que, por su propia declaración, ha establecido positivamente que ella es iniciadora, y que hay un proyecto en tramitación, el proyecto primitivo, es decir, la Ley de Educación de la Provincia de Buenos Aires./ ¿De qué se quejaría ahora, cuando la Cámara de Diputados dice: muy bien, hagamos el gusto al Senado, aun cuando creemos que no es Cámara iniciadora; y, aun cuando este es un proyecto nuevo, accedemos a que sea Cámara iniciadora, y entonces, insistimos en las modificaciones que hemos introducido: cosa hecha, sancionada, establecida, por el mismo Senado?/ Vienen las modificaciones al Senado y entonces no le toca sino decir esto: insisto o no insisto en las modificaciones anteriores./ Sería una cosa curiosa que el Senado se quejara ahora de una situación que él mismo ha creado y que estuviera descontento de que la Cámara de Diputados, yendo más allá de lo que es posible, si se puede decir, en deferencia, haya aceptado la situación que ha creado el mismo Senado.
No hay pues dos proyectos, sino uno solo, y lo que tiene que hacer el Senado es esto: insistir o no insistir./ Si se pidiera la lectura, señor Presidente, de las actas del año pasado, cada una de las peticiones que hace ahora uno de los señores senadores que se oponen a que se trate sobre tablas esta cuestión, serán contestadas por algunos de los discursos de los mismos señores que procedían entonces de un modo bien diferente del que proceden ahora”.
El ministro había ordenado la ficción y puesto las cosas en su lugar, y había salvado la ley. Ahora no había peligro de dar a Pizarro el cuarto intermedio, y se lo dieron.
Cuando volvieron, en lugar de votar inmediatamente, los senadores clericales quisieron dar el gran debate que no supieron dar el año anterior. Pero claro, no estaba Avellaneda, enfermo, y el pobre Igarzabal transitó, a destiempo, caminos trillados, rancios. Dijo que el proyecto de Diputados “nos lleva a lo desconocido”, que no era momento de ensayos nuevos, que el proyecto era inaceptable “porque va contra las creencias y los intereses bien entendidos del pueblo argentino”. Sostuvo que la libertad de cultos “no es para que vengan cuatro disidentes cambiando el tipo de nuestra educación nacional y a volvernos disidentes, como el abrir las puertas del país a todos los hombres del mundo que quieran venir a habitar este suelo, no es para que vengan a colonizarnos”. Respecto del artículo que autorizaba a los ministros religiosos a dar religión a los que quisieran recibirla antes o después de clase, dijo: “¡Qué curiosidad será ver al sacerdote católico, al mahometano, al judío, al mormón etc., etc., entrar a la escuela y recibir de esta Nación civilizada una sala en donde se le formarán los niños y las niñas de su adopción, para recibir la enseñanza religiosa, y aprender sus prácticas! (…) ¡Qué curioso será visitar esas escuelas y encontrarlas convertidas en museos, en los que al lado de Jesucristo esté Mahoma, Confucio, Smith, el gran profeta de los mormones, y en los que al lado del retrato de la madre de Jesucristo esté la divina Isis, el Buey Apis y las constelaciones!”. Aseguró que la ley que restauraría el paganismo y mostró, como Emilio Alvear, su xenofobia para con los inmigrantes extranjeros, que dentro de veinticinco años más serían mayoría y –¡horror!– nos gobernarían.
Finalmente, y felizmente, concluyó su discurso, y Pizarro agregó unas pocas palabras. Señaló, entre otras cosas, que las leyes se hacen para los pueblos y no los pueblos para las leyes, como en este caso, y terminó diciendo que esta ley iba a triunfar en el Senado, pero “hay triunfos que lloran”.
Se necesitaban quince de los veintidós senadores para rechazar la ley laica. Se consiguieron once, y Wilde respiró aliviado: si en lugar de dos tercios, se hubiera necesitado sólo mayoría, habría tenido que desempatar el vicepresidente, Madero, católico militante, y muy otra habría sido la suerte de una de las leyes más debatidas de nuestra historia parlamentaria.
Roca-Wilde la promulgaron el 8 de julio con el número 1420. Sin embargo, en los doce días que corrieron entre la sanción y la promulgación, los clericales hicieron todo lo humanamente posible para evitar la firma final de Roca. No lo lograron: Roca, como Calvo, ya había comprendido que a esta altura lo que estaba en juego no era una ley de educación sino la mismísima soberanía argentina.
A pesar de los agoreros, esa ley de educación obligatoria, gratuita y laica emergió victoriosa para alumbrar a varias generaciones de argentinos. Esa escuela laica, sin Dios, educaría a Jorge Bergoglio, nada menos que el Papa.
Las cruentas luchas, entre liberales y católicos, siguieron durante unos cuatro años más, en todos los ámbitos, públicos y privados. Onésimo Leguizamón murió repentinamente en 1886 a los 48 años, demasiado joven. Wilde siguió recibiendo tremendos ataques personales, pero logró que se sancionara y promulgara la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil (ya durante la presidencia de Juárez Celman), aunque no la reglamentación de relaciones entre Estado e Iglesia.

Los costos políticos fueron altos: el presidente tuvo que echar al nuncio Mattera, se suspendieron las relaciones con la Santa Sede, se levantaron varios obispos y vicarios en el Interior, y las maestras norteamericanas fueron atemorizadas por todo tipo de presiones. Etcétera, etcétera. 

lunes, 7 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (IX)

A la Comisión de Negocios Constitucionales

El 29 de agosto de 1883, mientras se debatía en Diputados el presupuesto de Culto –con innumerables cuestionamientos de uno y otro lado–, llegó la nota del Senado, del día anterior, con el rechazo de “las modificaciones introducidas por la Cámara al proyecto de ley, sobre educación común, del 8 de octubre de 1881 que fue pasado en revisión” a Diputados. Quedó por tanto planteado el conflicto entre cámaras: cuál era la revisora y cuál, la originaria. Se produjo un larguísimo debate en el que los clericales, por supuesto, querían que estudiara el tema la comisión de Instrucción Pública (integrada en su mayoría por clericales) y los liberales, la de Negocios Constitucionales. Los liberales ganaron la partida, pero los católicos quedaron felices: entendían que un conflicto entre Diputados y el Senado podía llevar años en resolverse.
Lo sabían los genuinos liberales del Club Liberal, que, desde la misma noche en la que el Senado rechazó el proyecto, venían preparando una enorme manifestación en apoyo de la ley de enseñanza laica.

¿Qué le pasó a Sarmiento?

La gran manifestación liberal, del 16 de septiembre, fue multitudinaria y a la vez exótica, la contratara de la manifestación de las damas de la alta sociedad en el Senado.
Por primera vez, el pueblo inmigrante se había involucrado en un asunto político local. Asustaba. Tal vez por eso el desprecio del venerable Sarmiento, que amaba la inmigración, pero no a los hombres de carne y hueso que la componían. Veamos.
La idea del Club Liberal era hacer un gran desfile que partiría de Plaza Lorea y avanzaría por las calles principales, pasando por el Congreso y por la Casa Rosada rumbo al Paseo de Julio, y hasta el monumento a Giuseppe Mazzini, donde se pronunciarían los discursos. Se anunciaron invitaciones a todo el mundo: asociaciones, clubes, logias, institutos, facultades, colegios, prensa periódica, sociedades nacionales y extranjeras. Entre estas, se cursó una a Sarmiento, en su carácter de Gran Maestre de la Masonería, para que la hiciera extensiva a todas las logias. Y Sarmiento rehusó el convite sin demasiada explicación, lo que provocó una grave agitación dentro de las filas masónicas. Lo que menos le gustó al sanjuanino fue que su nombre apareciera en los diarios como Gran Maestre de una sociedad tal vez no secreta, pero sí discreta.
Después de una serie de reuniones secretas y no tan secretas, Otto E. Recke, secretario general de la Masonería Argentina, contestó formalmente que por estatutos las logias no podían tomar parte en cuestiones religiosas o políticas, aunque sí lo podían hacer sus miembros en carácter particular.
La crisis masónica contagió a otras entidades, que también rechazaron la invitación como institución: el Círculo Médico y la Bolsa de Comercio. De cualquier manera, la manifestación, que por estos hechos debió aplazarse una semana, contó con la adhesión de decenas de logias, nacionales y extranjeras, como la de Amigos de Náufragos, Comité Masónico Directivo Italiano al Río de la Plata, La Cruz del Sur, Estrella del Oriente, Estela del Sur, Hijos de Italia, Egalité e Humanité, Moralidad, etc. También adhirieron los estudiantes de derecho, medicina e ingeniería, los estudiantes del Colegio Nacional, las asociaciones La France, Unione e Benevolenza, Centro Gallego, La Aurora, Unión de la Boca, Unión Suiza, La Defensa, Stella de Italia, Nacionale Italiana, Monterosso al Mare, Sociedad Filantrópica de los Sastres, Armonía de La Boca, Sociedad Tipográfica Bonaerense, Sociedad del Carmen, Sociedad de los 100, Sociedad España, Centro Republicano, Italia, Patria Laboro, La Defensa, Circolo Mazzoni, Alianza Republicana, Centro de Cigarreros, Liberali Tesinesi, Stella del Sur, Sociedad Cosmopolita, Estrella de Roma, Reduci dalli Patria Bataglie, Associazione Industriale Italiana, la unión de operarios italianos, las sociedades de Amigos de la Educación Popular de Montevideo, una docena de sociedades de socorros mutuos y sociedades agrarias del interior de la provincia de Buenos Aires, a más de otras de diversas provincias.
El resultado fue una imponente marcha que, a pedido de los organizadores, no tuvo gritos, sino sólo palmeteo de manos y estandartes con grandes letras, explicando el motivo de la manifestación.
La masonería esperó un par de semanas para resolver sus problemas internos: Sarmiento fue reemplazado en el elevado cargo de Gran Maestre por Leandro N. Alem.

Córdoba, la ultramontana.

Así fue concluyendo el año 1883, que tuvo mucha lucha y poco resultado concreto. A la enorme victoria de la ley de enseñanza en Diputados, siguió su vergonzosa derrota en el Senado. A la pacífica aprobación del proyecto de ley de Registro Civil en el Senado, siguió la inercia en Diputados, que no lo incluyó en sus sesiones de prórroga. Ambos proyectos deberían esperar a 1884.
A partir de abril de ese año, comenzó un semestre político de intensa lucha política y político-religiosa, que se inició en Córdoba. No es mi intención ocuparme aquí de los hechos ocurridos en Córdoba, ni las respuestas del Gobierno Nacional, salvo en lo que se relaciona con la educación primaria.
Aunque la resistencia clerical cordobesa ya venía gestándose desde que se supo que se establecería allí una Escuela Normal con maestras protestantes, la crisis comenzó a hacer eclosión cuando el joven Ramón Cárcano presentó su tesis de derecho en la vieja universidad: De los hijos adulterinos, incestuosos y sacrílegos. Antes que el nuevo abogado diera su examen final el 14 de abril, la tesis salió del ámbito académico para meterse en el púlpito –un canónigo la tachó de atea e impía–, y en el obispado.
El Vicario Capitular monseñor Gerónimo Clara, a cargo del obispado vacante, indignado por la tesis, la próxima apertura de la Escuela Normal y las publicaciones de la prensa liberal de la ciudad,  elaboró una extensa carta pastoral dirigida al clero y a los fieles de su diócesis, que ordenó leer el domingo 27 de abril en la misa mayor de la Catedral, y fijar en las puertas de todas las iglesias.
Respecto de la Escuela Normal la pastoral decía que siendo las maestras protestantes, la escuela sería protestante, y por lo tanto recordaba a los padres católicos que no podían mandar sus hijas a esa escuela. Abundaba en citas canónicas, como esta circular, aprobada por León XIII: “Se hacen reos de enormísimos pecados los padres y madres que verdaderamente crueles para con las almas de sus hijos, les envían a las escuelas protestantes; y aun mucho peor, si les obligan a acudir a ellas”. Declaraba terminantemente que si la nueva Escuela Normal, dirigida por maestras protestantes, abría sus puertas, a “ningún padre católico es lícito enviar sus hijas a semejante Escuela”, y los exhortaba vehementemente a “cumplir la gravísima obligación que por las leyes naturales y divinas les incumbe educarlas e instruirlas en las celestiales verdades del Catolicismo, cuya fuerza sobrenatural rehabilitó y dignificó maravillosamente a la mujer, que vivía en la más abyecta condición en el seno del paganismo, y la elevó a la excelsa grandeza de que goza en las sociedades cristianas, de cuya altura ha decaído muy notablemente en los pueblos protestantes”. Además, vindicaba “el inalienable derecho de la Iglesia para intervenir en la educación de la juventud y en el régimen de los establecimientos de pública enseñanza”.
El gobernador de Córdoba mandó la pastoral al ministro Wilde para que adoptara las medidas que juzgara conveniente. Después de una serie de notas, dictámenes, gestiones de Roca para calmar ánimos, etc., etc., se destituyó a un grupo de profesores universitarios de Córdoba que había apoyado la pastoral, y el 6 de junio se firmó un decreto destituyendo al vicario Clara.
El conflicto cordobés volvió a encender las hogueras en Buenos Aires, y, especialmente, en el Senado Nacional, donde el 7 de junio Manuel D. Pizarro, flamante senador, exclamaba descompuesto: “La situación de la República es grave… muy grave!/ Que cada cual cumpla su deber en la medida de sus fuerzas morales!/ Yo cumplo el mío como entiendo y puedo!/ La situación de la República, repito, es grave, muy grave, señor presidente: sus caminos son desconocidos, su porvenir oscuro!...”. Más grave aún le pareció la situación de la República cuando el Gobierno destituyó a José Manuel Estrada de su cátedra de derecho constitucional y administrativo de la Universidad de Buenos Aires (Estrada había dicho y escrito que cuando el Estado se levanta a pisotear los derechos sacrosantos de la Iglesia, los católicos están por Dios y no por el César), y cuando el Poder Ejecutivo protestó las bulas del Papa que afectaban nuestro derecho de Patronato, y exigió al flamante obispo cordobés, Tissera, un juramento republicano.
Para peor, el Partido Autonomista Nacional, que sostenía a Roca, se dividió entre roquistas y rochistas. La división produjo la pérdida de varias espadas laicas y el cambio de frente de varios periódicos, como El Diario o El Nacional.

Memoria sobre educación.

Entre tanto, Eduardo Wilde preparó la memoria anual de su triple ministerio, que ocupó trescientas páginas de un libro impreso, más otras quinientas de anexos. La memoria de Culto fue el documento más importante que emitió un gobierno argentino en esa materia, preparando la definitiva reglamentación de las relaciones de Estado e Iglesia.  No viene al caso analizarla, como tampoco la de Justicia, ni la de instrucción secundaria y universitaria.
La Memoria relativa a Educación primaria se inicia con una defensa del trípode que sirve de base a la legislación sobre instrucción popular: instrucción obligatoria, gratuita y laica. Sostenía que el Estado es el único que puede llenar semejante programa porque es el único que puede sancionar a quien no cumple con la obligatoriedad, el único que tiene medios eficientes para proveer la gratuidad. Finalmente, como toda educación obligatoria y gratuita es, forzosamente, uniforme y universal, debe ser al mismo tiempo laica, “porque todo carácter confesional determina exclusiones”. El ministro era conciente de los problemas que, según algunos autores de la época (Herbert Spencer, entre otros), generaba la instrucción popular obligatoria y si bien no los negaba, hacía hincapié en sus ventajas: “La instrucción general eleva el nivel moral de las masas; es decir, eleva la Nación. El individuo instruido tiene su capital en sí mismo; capital que, salvo excepciones, escapa a las causas generales de destrucción. Todo conocimiento, como toda profesión, es un punto de apoyo, un espaldar en la vida con cuya ayuda, el que lo posee se sustrae a las contingencias de la desgracia; es una forma de la independencia, la más segura, la menos expuesta a ser perdida. La instrucción da al hombre una conciencia más neta de su personalidad y de sus deberes y habilitándolo para muchas funciones, no le quita esencialmente la aptitud para aquellas que no reclaman más que la aplicación de las fuerzas físicas dirigidas por la inteligencia general y sin disciplina. (…) Ella moraliza en general, porque dando al hombre una idea razonada de su dignidad le muestra bajo aspectos odiosos la contravención y el crimen. Ella desarrolla los sentimientos de pudor y de altruismo y modera las pasiones animales. Saca al hombre de la soledad individual y despliega ante sus sentidos el espectáculo del mundo oculto en sus detalles para el ignorante. (…) Ella nos saca del estado salvaje y primitivo en que todos venimos a la tierra y nos entrega como elemento fecundo a la sociedad; forma, crea resortes nuevos porque desarrolla aptitudes para conocer las cosas…”. Más adelante, al explicar por qué entendía que la educación es fuente de todos los progresos sociales, planteaba la utilidad de la educación para producir bienes y servicios, y se demoraba en loas a la industria y al progreso.
Luego diferenciaba la palabra instrucción, que se refiere a la preparación intelectual, de educación, que se refiere a la formación del carácter, y corresponde más especialmente a la familia. Señalaba que entre los elementos de modelación de carácter se encuentran los principios religiosos y ellos constituyen un campo peligroso para la acción del Estado, porque el Estado no es juez ni árbitro para decidir cuáles principios religiosos son los mejores, y aun cuando pudiera elegirlos no puede imponerlos porque su población es cosmopolita. Sólo puede imponer los principios de moral universal.
Repetía conceptos de su discurso en la Cámara de Diputados, y transcribía un discurso que acababa de dar Roca al inaugurar nuevas escuelas en la Capital, y que terminaba diciendo: “¿Cómo podríamos aspirar al mejoramiento de nuestras instituciones, realizar el ideal del progreso y gobernarnos con sabiduría si no acudimos todos con patriótico anhelo a educar las multitudes ignorantes, poniéndolas en aptitud de tomar la parte que les corresponde en la dirección de los negocios públicos con la conciencia de lo que hacen?”. Uno de los puntos más interesantes de este discurso se refería a la problemática que surgía de la creciente inmigración: “es necesario tomar serias precauciones para amalgamar esos elementos extraños, y argentinizar los vástagos que los viejos troncos han de producir, en teatro más amplio, más vasto y más libre, so pena de vernos expuestos a perder nuestra índole y carácter como Nación, que es el nervio del poder y de la grandeza de los pueblos”. Para esto no había otro medio que la escuela, bien organizada, bien dirigida y bien provista, al alcance de todo el mundo, “rodeada de prestigio y querida por todos los gremios de la comunidad”.

En la parte específica de su Memoria, el ministro daba cuenta, entre otros temas, de la inauguración reciente de catorce edificios para escuelas, destacando que eran las primeras de una larga lista de escuelas proyectadas, aquí y en el Interior; del Censo Escolar de la República, que todavía mostraba un buen porcentaje de analfabetismo, “lo que será en todo tiempo una mancha en el cuadro seductor de nuestros progresos”, pero que demostraba también que la Argentina era el país latinoamericano más adelantado en materia de educación. Insistía en la necesidad  de construir en todo el país buenos edificios de escuelas, cómodos, apropiados e higiénicos, y destacaba los ejemplos de la provincia de Buenos Aires, que con planos sencillos y a costo relativamente bajo, construiría 42 escuelas con el auxilio de la Nación, y de La Rioja, una de las provincias más pobres, que edificaría, también ayudada por el Estado Nacional, escuelas en todos sus pueblos de cabecera. 

domingo, 6 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (VIII)

Bochornosa sesión

La sesión del Senado del 28 de agosto sería recordada como una de las jornadas más vergonzosas de nuestra historia parlamentaria. Comenzó a las dos de la tarde; terminó a las ocho y cuarto. Los católicos llegaron exultantes, blandiendo sus tres ases ganadores: el efecto de las mujeres, el argumento de cámara iniciadora y los números en orden. Se había sumado algún tibio a la causa católica y se había curado un católico enfermo; los liberales enfermos o ausentes no pudieron llegar, y, como por arte de magia, desapareció José R. Baltoré, miembro informante de la mayoría de la Comisión, que debía presentar y defender el proyecto aprobado en diputados, y que estuvo en antesalas hasta minutos antes de la sesión.
Los liberales intentaron hacer tiempo con cuestiones previas, pero cuando ya no alcanzó, el presidente Madero puso a consideración el proyecto sancionado por  Diputados, e hizo leer los dos despachos, de mayoría y de minoría. En el primero, de Baltoré y Cortés, se aconsejaba la aprobación sin modificaciones, “por las razones que dará el miembro informante”, y en el segundo, de Nougués, se aconsejaba insistir en la sanción del 8 de octubre de 1881, “por las razones que expondrá oportunamente”. Mientras los liberales pedían que el tratamiento se aplazara hasta que llegara el informante Baltoré, los católicos se oponían arguyendo que la cuestión era sencilla y que no era la primera vez que se trataba algo sin que estuviera el miembro informante.
El senador Aristóbulo del Valle, apoyándose en su enorme prestigio, quiso desnudar la maniobra: “¿Si no viene el señor miembro informante de la Comisión, el Senado va a prescindir en asunto de una naturaleza tan grave como el presente, del informe de la Comisión? ¿Va a establecer este precedente, que no solamente compromete el resultado de la cuestión actual, sino que crea un precedente peligroso para nuestras deliberaciones posteriores? ¿Por qué, señor Presidente, recurrir a estos medios que la honradez no acepta, para venir a prevalecerse de mayorías accidentales, de circunstancias especiales que tienen alejado de la Capital a un Senador, de la circunstancia más especial y más desgraciada aún, que tiene postrado en cama a otro señor Senador, cuyas ideas son conocidas en contra de la opinión de la mayoría accidental que, en este momento, pasando por sobre todas las formas, quiere venir a la discusión de esta ley capital, la ley más importante quizá que tendremos que discutir durante todo el período de nuestras sesiones, sin llenar las formalidades más elementales de toda discusión amplia, cual es el informe, no ya de la minoría de la Comisión, sino de la mayoría? No por obtener el triunfo de las ideas de unos u otros, sino por respeto a todos, por respeto a la seriedad del cuerpo parlamentario en que estamos sentados, deben condenarse todos estos procedimientos, una vez que son denunciados por mis labios en este momento. Yo no defiendo el resultado de la doctrina a que voy a prestar mi apoyo, no; lo que defiendo en este momento es el decoro del Senado”. Propuso un cuarto intermedio para buscar a Baltoré, y si no se lo encontraba, la postergación de la sesión.
Entre airadas protestas y discusiones, se aprobó el cuarto intermedio, aunque no la postergación. Salió un emisario a buscar a Baltoré, pero no estaba en su casa. Los católicos pidieron entonces que presentara el proyecto Cortés, el otro miembro de la mayoría de la Comisión, pero éste dijo no estar preparado. Entonces pidieron escuchar el informe de la minoría, lo que volvió a provocar el revuelo y las acusaciones cruzadas. Discutían si el reglamento exigía que estuviera el informante de la mayoría; si se podía discutir sin informe; si la ausencia de Baltoré había sido intencional, si estaba enfermo, y hasta si había salido “a dar un paseo higiénico”; si los liberales pretendían dilatar la cuestión, si los clericales abusaban de su mayoría accidental.
Las disputas subían de tono y la cosa comenzaba a ponerse violenta.
Para seguir haciendo tiempo, los liberales pedían que se leyeran íntegramente los proyectos, que por supuesto eran larguísimos. Los clericales, en cambio, querían ir directamente al grano, sin la lectura reglamentaria, continuando en sesión permanente, hasta finalizar el asunto. Del Valle exclamaba que nunca se había visto que se pretendiera suprimir la lectura de un proyecto a debatirse, contra la opinión de casi la mitad de la Cámara, y proclamaba el derecho de la minoría a defenderse “de la opresión moral de que es víctima en estos momentos. Lo natural es que se defienda, señor Presidente, o se quiere que, ¡sobre dominarnos con la mayoría, todavía nosotros nos prestemos voluntariamente y tendamos el cuello! Esa es precisamente la situación en que se nos coloca, por el abuso del número en el caso presente. (…) ¡Por qué no hemos de declararlo! Estamos defendiéndonos, sí, de la opresión de que somos víctimas en este momento”.
Así fueron pasando horas, y el gran debate sobre la educación argentina se había transformado en una miserable querella sobre mayorías y minorías y cuestiones de reglamento parlamentario. La moción de supresión de la lectura del proyecto fue aprobada y Nougués expuso los fundamentos de su dictamen. Trato de demostrar lo indemostrable: que el proyecto del Senado de 1881 fue un proyecto de educación, que sobre él trabajaron, modificándolo y luego sustituyéndolo, los miembros de las comisiones de Instrucción Pública de Diputados de 1882 y 1883, y que por lo tanto el Senado era cámara iniciadora. Pretendía así adoptar la ley de la provincia sin modificaciones, pues consideraba que las diferencias se podían resolver por reglamentación. En cuanto al tema de la enseñanza religiosa, aconsejaba no introducir ninguna modificación y sostuvo que había hablado con el presidente del Consejo Nacional de Educación, Zorrilla, quien era partidario de dejar la enseñanza religiosa, tal como estaba prevista en la ley provincial.
Del Valle pidió que se leyera la nota de remisión de la Cámara de Diputados que decía, oficialmente, que se mandaba el proyecto en revisión, y advirtió que si se adoptaba la posición que aconsejaba la minoría de la comisión, se estaría creando un conflicto entre las dos cámaras. El proyecto del 81, que discutió el Senado, no era una ley de educación. No fue enviado por el Poder Ejecutivo en ese carácter y no fue despachado ni debatido en ese carácter. Fue uno de los tantos decretos interinos que se dictaron con motivo de la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Finalmente, dijo que la gravedad de la cuestión procesal exigía la suspensión del debate, fijándose otro día para discutirlo, con los estudios y la preparación necesarios. Le respondió Avellaneda, para apoyar la posición que sostenía que el Senado era cámara iniciadora.

Llega Baltoré

Fue entonces que, sorpresivamente, apareció Baltoré en escena. La barra hizo tanto ruido que Madero ordenó su desalojo. La sesión seguiría sin público.
Baltoré, abrumado y tembloroso, trató de explicar su ausencia: que creyó que la cuestión no se trataría en esta sesión; que este tema no estaba en el orden del día; que “Me encontraba enfermo, señor presidente, y aún lo estoy”, y que era práctica en las cámaras que si el miembro informante no podía presentarse por cualquier razón, no se tratara el asunto. Decía que quería cumplir con su deber, pero no había traído sus papeles. Pedía que se suspendiera la sesión hasta el día siguiente, en que presentaría su informe. Se votó y se rechazó la suspensión por catorce votos contra trece.
Eduardo Wilde, convocado por Del Valle, pidió la palabra para encarar la difícil empresa de convencer a Baltoré que cumpliera con su deber: “Debo comunicarle al señor Senador que no he estado presente en la Comisión cuando ella se ocupó del asunto; que la Cámara de Senadores no ha oído leer el proyecto de educación y que no ha oído un informe completo respecto a los fundamentos que pueda tener tanto la decisión de la mayoría como la decisión de la minoría. Por esto consideraba de la más grande importancia el informe del señor Senador; por esto también le rogaría que tuviera a bien exponer a la Cámara los motivos que han obligado a la mayoría de la comisión a aceptar el proyecto cuya sanción aconseja”. Baltoré se justificó diciendo que le parecía inútil hablar sin los documentos que lo auxiliarían en la tarea, “tarea que, debo confesarlo, es fuerte para mí; pero si el señor Ministro insiste sobre la necesidad de ese informe, voy a manifestar algunas de las razones principales que la Comisión tuvo para aceptar el proyecto que se discute”. El senador Juárez Celman pidió que se le permitiera ir a buscar los apuntes a su casa, pero su moción fue rechazada. El patético Baltoré no tuvo más remedio que hablar y su discurso fue tan pobre que alarmó a sus compañeros de bancada. Párrafos y párrafos de generalidades, sin sentido concreto, alegando cada tanto que no recordaba muchos puntos de la ley. Cuando intentó entrar en la cuestión principal, el de la enseñanza religiosa, sus problemas de memoria se agravaron: su mente no podía elaborar ni una sola idea iluminadora.

No ha de ser ésta una de las sesiones que más se vanaglorie el Senado Argentino

Volvió entonces a hablar Wilde, evidentemente apesadumbrado por el pavoroso ambiente y lo inútil de su empresa. Comenzó con la cuestión de dirimir si el Senado era cámara iniciadora o revisora, y, al igual que Del Valle, trató de explicar lo obvio, con los documentos oficiales en la mano: el proyecto era originario de la Cámara de Diputados, y ésta lo mandó expresamente en revisión. Por último, dijo que las enormes diferencias entre un proyecto y otro no permitían creer que fueran modificaciones.
Luego habló de la enseñanza laica, obligatoria y gratuita, haciendo una síntesis del discurso que había pronunciado en la otra Cámara. A la media hora de exposición, pidió un cuarto intermedio, que, según los clericales, era sólo para ganar tiempo y lograr que la sesión se levantara. En verdad, ese habría sido el deseo de Wilde, Del Valle y compañía, pero sabían que no lo lograrían, que los clericales no perderían esta oportunidad de oro para hacer fracasar la ley de enseñanza laica, la Escuela sin Dios. Cuando volvieron, dijo: “Creo, señor presidente, que no ha de ser ésta una de las sesiones que más se vanaglorie el Senado Argentino. En esta sesión no se ha permitido leer el proyecto que se discute; se iba a prescindir hasta del informe del miembro informante de la mayoría de la Comisión; se ha obligado al miembro informante a dar un informe en una sesión para la cual no estaba preparado, porque por declaraciones casi textuales de los señores Senadores, se había creído que no se despacharía esta cuestión hoy. Se ejerce, pues, una especie de presión con un fin que no se comprende, puesto que estas sanciones de la Cámara de Senadores deberían llevar el sello de la mayor llaneza, cordura y equidad; pero puesto que el Senado ha resuelto continuar la sesión, yo me creo en la obligación de concluir la exposición de los motivos que tengo para sostener el proyecto de ley que ha venido de la Cámara de Diputados”. Y siguió adelante, desarrollando sus argumentos durante una hora más, para terminar con un renovado reproche a la Cámara de Senadores por la precipitación con que quería votar, pasando por alto el debate de tantos aspectos, y concluyó diciendo que la Cámara “debe estar fatigada de esta discusión cuya terminación conoce, y comprendo que tal vez esta es una de las causas que influyen para que esté más fatigada”.
Esa fatiga, que era amargura, fue la que impidió que los liberales Aristóbulo del Valle, Francisco Ortiz, Miguel Juárez Celman o Antonino Cambaceres pidieran la palabra para exponer ideas: se habían dado por derrotados antes de tiempo. No habían podido salir de las escabrosidades del procedimiento.
Como nadie pidió la palabra, Madero ordenó votar. Se rechazó el despacho de la mayoría de la comisión y se aprobó el de la minoría. Del Valle pidió que se levantara la sesión, pero el clerical Igarzabal propuso que antes se resolviera que el presidente comunicara a la Cámara de Diputados que no se aceptaban las modificaciones al proyecto. Esta propuesta sirvió para despertar la resistencia dormida, pues si se había resuelto que la Cámara era iniciadora, había que discutir cada una de las modificaciones que hizo Diputados, presuntamente revisora. Es decir, había que discutir todos los artículos de la ley. Del Valle explicó que según el reglamento y la Constitución, cuando un proyecto va de una Cámara a otra es discutido en general, pero cuando es aprobado en general por ambas y vienen a discutirse las enmiendas, no corresponde el rechazo en general, sino el rechazo de las enmiendas introducidas por la otra Cámara.
A esta altura, en esta vergonzosa sesión, la mayoría accidental estaba dispuesta a todo, aun a negar lo que había votado: acusó a Del Valle de hacer una errónea interpretación de los hechos, pues aquí no se había votado la cuestión sobre si el Senado era Cámara iniciadora, y por lo tanto la Cámara no había declarado que fuera iniciadora.
Los clericales sabían que si permitían que se discutiera otro día las modificaciones, ese otro día podía haber mayoría liberal, y la historia podía cambiar radicalmente. Por eso, ahora acusaban a los liberales de incongruentes, por haber sostenido antes que la iniciadora era Diputados, y decir ahora que la iniciadora era el Senado.
A pesar de las quejas de Del Valle, Igarzabal logró que se aprobara su moción de informar el rechazo a la Cámara de Diputados. Así terminó la vergonzosa sesión. Los católicos salieron exultantes; los liberales, con las cabezas bajas. Temían un conflicto insoluble entre las cámaras.

Avellaneda se fue a su casa, con su gran discurso sin pronunciar. Lo publicó después como La Escuela sin Religión y Sarmiento le contestó con otro que tituló: La Escuela sin la Religión de mi mujer

viernes, 4 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (VII)

Sin apoyarse en un dogma revelado, la humanidad no marchó jamás

En la última sesión, del 14 de julio, los católicos vinieron más dispuestos a tumbar al ministro Wilde que a combatir la enseñanza laica. En antesalas, Achával había dicho, a quien quisiera oírlo, que su discurso desenmascararía a Wilde y producirá su caída. Comenzó el cura Rainero Lugones, sosteniendo que dar religión fuera de las horas de clase era lo mismo que no dar religión; que enseñar es civilizar y civilizar es ilustrar la inteligencia “por el conocimiento de la verdad y la rectitud de la voluntad por el amor y la práctica del bien”; que la voluntad se encamina al bien por la enseñanza de la moral, o sea los principios fundamentales de lo recto y de lo justo;  que el hombre está sometido a esos principios de lo recto y de lo justo, y es precisamente Dios, el legislador, quien lo somete. “Dios hizo libre al hombre primero, y agregó después la ley, le mostró los preceptos, las leyes, las reglas de la moral, como la ley de su vida, para que pudiese conservar, salvar y ejercer aun su misma libertad. Este es el orden de la creación”. Dijo que había que desconocer la historia de la humanidad y la naturaleza humana para decir que basta con que tengamos un instinto del bien, pues la historia demuestra que “sin apoyarse en un dogma revelado, la humanidad no marchó jamás”. Señaló que para enseñar moral, moral universal porque la moral es una sola, es imprescindible invocar la autoridad de Dios, “es menester que la inteligencia y la voluntad se pongan en relación con la revelación, o sea el hombre en relación con su Creador, en comunicación con Dios, que es lo que se llama estar en la religión”. Enseñar moral es, en definitiva, enseñar religión. Si para enseñar moral se prescinde de la religión, “¿cómo se ha de enseñar moral en las escuelas? ¿Por la autoridad del maestro? ¿Y cuál es la autoridad del maestro? ¡La autoridad del señor ministro de Culto que lo nombra! Allí está su verdadero origen, allí hemos de ir a dar; y no es extraño ya que se sostenga también que el Gobierno tiene la misión de enseñar”. Agregó que si el maestro era el autorizado a enseñar las verdades fundamentales, y no en nombre de la religión, sería el Gobierno el que fijaría esas verdades. “En una palabra, la conciencia de las generaciones que se levantan ha de ser arrancada de las manos de la autoridad religiosa para ponerla en manos del Gobierno; ha de ser sustraída de lo que se llama el peso de la autoridad de un Concilio Ecuménico, por ejemplo, para ser puesta en manos del señor ministro del Culto”.
Ese fue su argumento principal: demostrar que se quería reemplazar la autoridad religiosa por la autoridad del Gobierno, y que no se podía enseñar moral sin la ayuda de la religión.
Cuando terminó, el liberal Luis Leguizamón mocionó para que se cerrara el debate y se votase. Pero Achával Rodríguez quiso volver a hablar, y también se anotó el presidente Navarro Viola. Los católicos intentaban hacer tiempo pues algunos diputados habían pedido licencia para después de esta sesión.

El maestro ha de ser religioso, ha de ser católico

Achaval Rodríguez comenzó acusando a Wilde de haber echado por tierra “la fe, la Iglesia y cuanto hay de más caro y más sagrado para la mayoría de nuestro pueblo”, y a los liberales por pretender derrumbar instituciones como la Religión y la Iglesia que son superiores a la Constitución. Sostuvo que “la religión es indispensable en la vida de la humanidad” y desarrolló el concepto. Habló de la fe religiosa y del sentimiento “que en sus más limitadas manifestaciones se llama amor, que cuando sube y se dilata más, se llama patriotismo y que cuando elevándose y purificándose más aún, llega a los pies del Altísimo, se llama Religión!”. Aseguró que si en el hombre hay inteligencia habrá ciencia en la humanidad y si en el hombre hay fe y amor habrá religión; que los pueblos no pueden prescindir de la religión y, por lo tanto, tampoco el Estado puede prescindir de ella. El Estado debía tener una religión, y no podía prescindir de las verdades religiosas. Por lo tanto, el Estado debía vincular su legislación con la religión del pueblo, es decir, la religión católica.
Si la Iglesia era la depositaria de las verdades reveladas por el Salvador, le correspondía la enseñanza de la doctrina que de estas verdades fundamentales se desprende. La Iglesia, arca de las verdades fundamentales del Nuevo Testamento, debía impedir que la falsa interpretación o aplicación las corrompiese, porque esas verdades eran la salvación del mundo y sobre ellas se debía levantar el edificio moral y social de la civilización.
Para defender sus proposiciones, examinó el Syllabus y defendió la infalibilidad del Papa con este magnífico párrafo: “Cristo, el hijo de Dios, prometió a su Iglesia que jamás sería alterada la verdad revelada que en ella guardaba como depósito sagrado. Cristo ha establecido al Pontífice como jefe de su Iglesia y como su órgano para interpretar las fórmulas de la revelación; y Dios, con su divina providencia, hará que cuando el Pontífice esté en peligro de hacer una falsa interpretación, hará… cualquier cosa! Hará que le parta un rayo, que le sobrevenga un retorcijón de barriga y muera, antes de que tal suceda! He aquí lo que significa la infalibilidad del Papa. No es que se opere en la cabeza del Pontífice un cambio frenológico; es que Dios pondrá los medios que tiene en su infinita providencia para impedir que salga de aquella boca un error de interpretación, que altere en la doctrina la verdad revelada”. El dogma de que el Papa es infalible podría reformularse como “el Papa no errará, Dios se lo impedirá”. Defendió la negación de la libertad de cultos que hacía el Syllabus, aunque admitió que los Estados la declararan por conveniencia.
El fanatismo de Achával Rodríguez se volvía alarmante. Al examinar la relación entre la Iglesia y la ciencia, afirmó que cuando el Génesis dice que Dios primero hizo la luz y luego el Sol, la ciencia lo discutió, pero que luego se supo que fue así. “¡Cómo!” gritaron varios diputados y hubo una larga discusión –entre Achaval y Leguizamón– sobre ciencia y verdades reveladas.
Finalmente entró en el tema de la enseñanza religiosa: dijo que la escuela primaria es necesariamente el complemento del hogar y la educación del niño debe ser integral, debe despertar y cultivar el sentimiento religioso, además de desarrollar las facultades de la inteligencia; que cuando el maestro le hablara del origen del hombre o del mundo, necesariamente debería tener conocimientos religiosos para no decirles que venimos de la nada, que el mundo se hizo de la nada o que somos pura carne: “¿Qué dirá de los destinos del hombre? ¿Qué dirá de su origen y formación? ¿Dirá que según la ciencia de Darwin somos monos convertidos en hombres, seres irracionales perfeccionados, que no tenemos mejor destino que cualquiera otro de la escala inferior?”. Sostuvo que el problema no se solucionaba con la enseñanza de la religión, dada por un sacerdote fuera de horas de clase.
Recordó que en el proyecto de la Comisión había dos artículos, uno de asignatura especial y otro que decía: “se declara necesidad primordial el formar el carácter del hombre por la enseñanza religiosa y cívica”, lo cual quería decir que “el maestro ha de ser religioso, ha de tener religión”, porque un maestro sin religión o indiferente es un peligro para los niños. El maestro debía ser católico por una cuestión democrática, y era que la mayoría del pueblo es católica, y que siendo el pueblo católico, quería que sus hijos fueran buenos católicos. Agregó que si en el país no había suficientes maestros y querían traer norteamericanos, deberían ser norteamericanos católicos. Más aun: “El maestro no debe ser solamente religioso en la enseñanza religiosa. La enseñanza de la geología, la enseñanza de la filosofía, etc., deben estar basadas sobre las grandes verdades de la revelación. Cuando se le enseña a un niño que tiene un espíritu y un cuerpo, se le enseña religiosamente. Cuando el maestro hable al discípulo del mundo, de la materia, le ha de enseñar como han sido creados, conforme a las verdades reveladas, que son verdades religiosas”.
Terminó Achaval Rodríguez y, finalmente, después de muchas discusiones, se votó.

Media sanción

El proyecto de la Comisión resultó rechazado por 43 votos a 10. La barra estalló en aplausos y vivas. Luego se votó el proyecto de los liberales, y fue aprobado por 40 votos contra 10.
Comenzó inmediatamente la discusión en particular, porque los liberales estaban empeñados en dejar aprobado el artículo de enseñanza laica antes de irse a sus casas. Pero cuando entró en discusión ese famoso artículo 8º, el católico Dámaso Centeno volvió a la carga, y repitió los remanidos argumentos de Achával Rodríguez y Goyena, agregando que si se permitía enseñar en la escuela todos los cultos se iba a llevar confusión al alma de los niños, se los iba a formar escépticos; que el artículo podía llevar a graves luchas religiosas y que los diputados firmantes no habían dado cuenta de estos peligros; que no se podía dar entrada a la escuela pública a ministros de todos los cultos porque no se podía equiparar al sacerdote católico que traía las ilustres tradiciones de San Martín con otros protestantes que no traían más que recuerdos tristes. No tuvo suerte: el artículo 8 del proyecto Leguizamón fue aprobado sin modificaciones.
Finalmente, se levantó la sesión. Los diputados habían estado en el recinto más de siete horas. El resto del articulado del proyecto se fue aprobando, con bastantes modificaciones, en los días siguientes. El 23 de julio, a las once y media de la noche, se aprobó el último artículo, y pasó al Senado.
Primera batalla ganada. Pero la guerra recién comenzaba, aunque muchos liberales festejaran como si la ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria ya fuera un hecho.

Manifestaciones por aquí y por allá

Festejaban triunfalistas los diputados, los intelectuales, la prensa liberal, las colectividades extranjeras, y los jóvenes. El 21 de julio hubo una gran manifestación de estudiantes que, avanzando por Florida y llena de entusiasmos, marchó hasta la casa de Wilde para agradecer al Ministro (desde su balcón éste les dijo que nuestro suelo estaba abierto para todos los que quisieran habitarlo, y que, cualquiera fueran sus creencias, podían venir al país seguros de que la tolerancia era en nosotros un deber); luego hasta lo de Leguizamón, donde los esperaban los diputados liberales, y, finalmente, a lo de Sarmiento, a quien saludaron como representante de la prensa liberal.
En el mes que corrió desde la aprobación en Diputados y la primera sesión de debate en el Senado, pasó de todo. José Manuel de Estrada se hizo echar del rectorado del Colegio Nacional para provocar manifestaciones católicas, y lo logró. El 29 de julio hubo una nutrida reunión del Club Católico en homenaje a Estrada, quien pronunció un fogoso discurso incitando a la guerra cruda, sin cuartel y sin reposo. Allí se firmó un documento de aplauso y apoyo al católico, como profesor y rector, y como periodista, “por haber defendido valientemente en el diario LA UNIÓN contra un Gobierno que ha renegado de las tradiciones más santas del Pueblo Argentino, los dogmas y principios de la religión católica.”. El grupo marchó luego, con una banda de música y vivas a Estrada, hasta la imprenta La Unión y la casa de Emilio Lamarca, donde hubo nuevas proclamas y promesas de defender a muerte al catolicismo y a sus líderes.
El ambiente estaba tan enrarecido que había luchas callejeras entre los bandos juveniles. En los colegios de San José y El Salvador, se discriminaba a los colegiales hijos de liberales, y en las calles aledañas de los mismos colegios, los muchachos liberales asaltan a los colegiales católicos. En el Nacional hubo escaramuzas entre unos y otros. Por el lado de las mujeres, la cosa estaba igualmente complicada: un grupo de muchachas recorría las casas diciendo que por disposición del Papa gozarían de indulgencia quienes se suscribieran al diario católico La Unión (La Voz de la Iglesia ya había hecho algo parecido); una comisión de señoras católicas, presidida por Petrona Coronel de Lamarca y patrocinada por Nicolás Avellaneda, también recorría las casas, buscando firmas para un documento que ellas, personalmente, presentarán al Senado. Por su parte, los curas seguían trabajando en sus misas y confesionarios para que las damas presionaran a sus hombres senadores. Un senador de una provincia norteña recibió un telegrama que decía así: “No olvides los preceptos que nos enseñaron nuestros padres. Somos católicos. No votes contra Jesucristo”.
Vale destacar que las estocadas de esta guerra cruda y sin cuartel pegaban, y bien duro, en la intimidad de Eduardo Wilde, pero como él no quiso mezclar las cosas, dejo de lado esas cuestiones tratadas en detalle en mi Eduardo Wilde, una historia argentina…

Las mujeres en el Senado

En el Senado nada fue como lo habían previsto los liberales, aunque no Wilde, quien sabía que Avellaneda se pondría al frente de la resistencia y que habría chicanas para doblegar la mayoría liberal. Esa mayoría, algo endeble por la presión de las mujeres y por el prestigio de Avellaneda, podía tambalear si se incrementaban los pedidos de licencia que ya habían empezado a correr.
El 25 de agosto de 1883, día de sesión del Senado, se vio, en la plaza de Mayo, un espectáculo sin precedentes. Numerosos grupos de mujeres llegaban a las puertas del Congreso Nacional, el más afamado de los clubes de hombres. Sus líderes fueron recibidas por los senadores Nicolás Avellaneda y Diego de Alvear. En las antesalas –no pasarían de allí–, las señoras les entregaron un petitorio firmado por novecientas cincuenta y siete mujeres. Ya no estaban físicamente allí cuando se inició la sesión, pero su presencia se hizo sentir, y mucho. Diego de Alvear hizo que se leyera la petición femenina por la educación pública católica de los niños. Y como la firmaban, según dijo, damas “que representan, no solamente los nombres históricos del país, sino lo que tiene la República de más notable”, pidió que todos se levantaran en señal de respeto.
La moción fue apoyada y, como si fuera algo muy serio, el presidente Francisco Madero la puso en discusión. Se aprobó y como algunos no se pusieron de pie para acatar la resolución, Alvear gritó: “¡Qué se consigne en acta los nombres de los señores senadores que, no obstante la sanción del Senado para hacer esta manifestación, se han quedado sentados, no acatando su resolución!”.

Después de esta payasada, que duró un buen rato, comenzaría una farsa que duraría dos sesiones. 

jueves, 3 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (VI)

Las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión

Eduardo Wilde habló el 13 de julio de 1883. El Congreso era un mundo de gente de todos los ámbitos. Habló durante cuatro horas, con un pequeño cuarto intermedio.
No era un orador en el sentido clásico de la palabra. Exponía como si lo estuviera haciendo en un ámbito académico o entre amigos, sin declamaciones, sin exclamaciones. Comenzó, como todos, con lisonjas para cada uno de los oradores que había escuchado, y explicó por qué era deber del Gobierno tomar parte en esta cuestión. De paso, contestó a aquellos que sostenían que como Ministro de Culto, no podía defender la laicidad. “Vengo aquí como ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. La cuestión que se debate afecta dos de estos ramos: la Instrucción Pública y el Culto./ Puede alguien creer que la situación de un ministro del Culto es más difícil que lo que a primera vista parece, por una mala concepción de los deberes que se le imponen, según las doctrinas que cada uno alimenta./ Yo voy a declarar qué es lo que creo de mi deber como ministro de Estado en el Departamento del Culto e Instrucción Pública./ Soy ministro de una nación republicana que ha consagrado sus principios en su Carta Fundamental y que tiene una colección de leyes que marcan el camino a todos sus poderes públicos, a todas las ramas de su administración./ No creo que el ministro de Culto de una nación como la nuestra esté encargado de propagar la fe, ni de ser su apóstol, ni de enseñar una religión, ni de proteger un culto en detrimento de otros, ni de extenderse en materias religiosas más allá de lo que las leyes y la Constitución le permiten extenderse, ni de restringir aquello que la Constitución y las leyes no restringen./ Entonces, pues, el deber de un ministro en estas condiciones, es el deber del ciudadano de una república que tiene bien establecidas sus instituciones./ Si la misión del ministro del Culto fuera propagar la fe, enseñar la religión, sostener más allá de los límites que he indicado, las creencias de la mayoría, ¿cuál sería, pregunto, la misión de los ministros de la religión, el arzobispo, el clero? (…) El ministro del Culto es intermediario para las relaciones que establece el patronato, entre el Presidente de la República y la autoridad eclesiástica. Su misión está limitada a mantener esos vínculos en los términos que la Constitución y las leyes lo establecen./ Alguna vez ha llegado a mis oídos un rumor, señor Presidente, al cual no he dado más valor que el que tiene. Alguien ha dicho que había cierta contradicción entre las ideas liberales y las funciones reservadas al ministro del Culto. No creo que haya llegado el caso de hacer una defensa personal. Las opiniones que un ministro manifiesta no son nunca individuales; son del Gobierno. Por lo tanto, las creencias y las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión y a la sanción y nadie tiene el derecho de prejuzgar sobre ellas…”.

El Estado no tiene religión

Tomó el tema desde tres puntos de vista: la faz de los principios, la de los antecedentes nacionales y la de las conveniencias sociales.
Para comenzar por el principio, analizó, en sentido general, qué es un Estado y qué es una Iglesia. Fue desmenuzando conceptos, tal como se concebían en 1883. El Estado une los hombres entre sí; la Iglesia une los hombres a Dios; el Estado se dirige a las colectividades; la Iglesia se dirige a los individuos, aunque pueda tomar la forma colectiva. La religión, que une íntimamente al individuo con Dios, “no da lugar a responsabilidades ni establece relaciones ni vinculaciones colectivas ante él, aun cuando las establezca entre los miembros de un mismo credo, para los fines terrenales que la Iglesia procura”; el Estado, en cambio, dirige la vida de las asociaciones, responsabiliza los grupos y lo hace todo con la acción de conjunto. Siendo distintos los fines de Iglesia y de Estado, hay independencia recíproca. El Estado une a los hombres para que “se ayuden en la lucha por la vida, para que hagan posible el trabajo, y por lo tanto, el sostenimiento de los grupos y de los individuos que lo forman”; la religión une a los hombres a Dios “para fines más elevados y que traspasan los límites de este mundo”. Los Estados tienen fronteras; la religión no las tiene. El Estado está en la tierra; la religión “trata de sacar de la tierra al hombre, donde para ella no está sino por accidente, para llevarlo a regiones superiores”. Sin embargo, estas dos concepciones habían tenido siempre una relación estrecha: como ni la Iglesia ni el Estado nacieron de golpe, las ideas de Iglesia y de Estado se fueron formando poco a poco en la humanidad. En la temprana edad de la vida del hombre y de los pueblos, hay una necesidad de creer en algo, de explicarse su origen y la razón de las cosas: ese es el primer germen de toda religión. Por el otro lado, como el hombre no vive solo, se reúne en grupo y así va formándose el primer embrión del Estado. La creencia religiosa subsiste en el individuo miembro del grupo social. Crece el grupo, se acentúa la creencia religiosa, y las dos concepciones –una para los fines de la vida práctica, la otra para la vida interna–, se van confundiendo, dando a los pueblos primitivos el carácter de verdaderas teocracias. El Gobierno sometido a la creencia fue anterior al Estado en su concepto moderno. Con el progreso de los grupos sociales, los hombres de diversas creencias se agruparon para un fin político; de ahí vienen las divisiones, el Estado interconfesional y la distinción marcada entre Iglesia y Estado. El que divulga religión pasa las fronteras del Estado, sin tener en cuenta si sus adeptos son monárquicos o republicanos, su acción no contradice los fines políticos del Estado; el Estado, en cambio, no puede extenderse si no es por la conquista.
En su metódico examen, Wilde pasó por Roma, cuyo imperio formidable conquistó pueblos de diferente religión y organización: fue tolerante en materia religiosa, pero sobre los dioses de esos pueblos colocó a un dios superior, su Júpiter Capitolino. Es decir, dominó por la espada y la religión. Habló de Jesús y su doctrina, una doctrina que nació independiente del Estado: “Mi reino no es de este mundo”, decía, dando a entender que no quería tener nada que ver con lo temporal: “Su misión era de paz y su propósito el de poner el espíritu de Dios en el corazón del hombre”. Con su fórmula “Dad al César lo que es del César” mandaba respetar la autoridad y los derechos del Estado. Jesús no se anunció como fundador de reinos, sino como revelador de una doctrina que, no emanando del Estado, no tomaba la forma del derecho humano. Así, la religión cristiana nació independiente, a diferencia de las religiones anteriores, que unían creencia y fuerza y hacían del Estado una teocracia. Pero su Iglesia no se conformó con renunciar a las cosas de este mundo: su buena doctrina fue extendiéndose, el poder de sus sacerdotes fue aumentando, los papas tuvieron autoridad terrenal. Así, el mundo de entonces se encontró con dos grandes poderes: el del Emperador –jefe del Estado y de la Iglesia pagana al mismo tiempo–, y el del Papa u obispo principal “que tenía una autoridad independiente en esencia de aquella, pero sumamente ligada a ella en los hechos”. El Imperio fue cayendo, por decrepitud, junto con las religiones paganas, mientras la Iglesia cristiana, vigorosa y nueva, crecía, y su culto se extendía por todo el mundo. “De ahí vino la supremacía de los papas y de los obispos, y, poco a poco, la absorción, puede decirse, del poder social por el poder de la Iglesia. Nuevamente, las ideas de Iglesia y Estado se confundieron, y sobrevinieron las persecuciones por causas religiosas: el poder público se puso al servicio de las creencias para subyugar las conciencias. Esta situación, que duró siglos, no podía durar para siempre: los emperadores y los reyes, cuyo poder se amenazaba y minaba, empezaron a sentirse incomodados con la subordinación impuesta, y comenzaron a hacer distinciones, dejando que la Iglesia triunfara en las creencias y en la conciencia del individuo, y tomando lo temporal para el gobierno político.
Después de un largo proceso, y por la evolución de las ideas, en la época moderna se presentó con toda claridad la diferencia entre Iglesia y Estado, y nos encontramos con el concepto verdadero del gobierno político: el principio moderno es el Estado interconfesional. “¿Por qué? Porque los hombres siendo iguales en deberes ante el Estado, tienen que ser iguales en derechos; y uno de los derechos es la libertad de conciencia, derecho proclamado por la ciencia política y reconocido a la par de todo otro derecho. La libertad de conciencia es actualmente respetada en todos los Estados”.
Leyó cláusulas de las leyes fundamentales de una serie de países europeos, que demostraban que en los estados modernos civilizados el principio de libertad de conciencia y la libertad de cultos estaban asegurados. La libertad de conciencia, dijo, no es una regla de derecho, “es una propiedad, una calidad inherente al hombre”, que debe garantizarse como se garantiza la vida. Así, también, debe garantizarse la libertad de cultos que es la manifestación externa de esa libertad, y para ser protegida requiere caer bajo jurisdicción del Estado. El único límite a la garantía es que un culto no debe estorbar a otro: si hay derecho para “el libre ejercicio del culto de unos, lo hay también para impedir que esa libertad se convierta en obstáculo para el culto de otros”. Esta libertad, que figuraba desde hace largo tiempo entre los principios de los pueblos civilizados, recién entró propiamente en el derecho público después de que Federico el Grande dijo: “En mi reino cada uno se salva a su manera”. Quedó establecida en el derecho de todas las naciones, y así cesaron o se moderaron las persecuciones, críticas, ultrajes y exclusiones por causas religiosas. Sin embargo, todavía la sociedad moderna tenía que resolver algunos problemas, o consecuencias de esa libertad. Por ejemplo, en Inglaterra se debatía la forma del juramento ligándola a la libertad de conciencia, y muchos sostenían que “ninguna traba, en ninguna forma y bajo ningún pretexto, aun cuando sea como fórmula”, podía oponerse a esa libertad.
A pesar de haber quedado establecida la libertad de creencia y de cultos, y la independencia entre la Iglesia y el Estado, dijo, en este debate se había repetido, una y otra vez, que no se concebía un Estado sin religión: “Hay aquí una confusión de ideas. La sociedad debe ser considerada bajo dos puntos de vista diferentes: como grupo humano, haciendo abstracción de todo propósito colectivo, compuesto de individuos que pueden tener creencias uniformes o variadas; y como agrupación o asociación destinada a formar un organismo con fines políticos, llamado Estado”. En la agrupación de individuos para fines políticos y puramente temporales, “la creencia no puede ser una base indispensable para el fin de la asociación”. El Estado, como tal, no puede tener una religión, pero eso no significa que los individuos no la tengan. La Religión es una concepción enteramente individual; requiere una cabeza, una inteligencia, la unidad moral en fin. Nadie se puede asociar para tener una religión”. Si se toma como personificación del Estado a sus representantes –poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial–, se entiende que esas personas ejercen un poder delegado, y como nadie puede delegar aquello de lo que no puede desprenderse –sus creencias, su libertad de conciencia–, el Estado no tiene ni puede tener religión. El Estado forma ciudadanos; la Iglesia forma creyentes. Hay una diferencia de propósitos, pero esos propósitos pueden ser comunes para algunos fines de la vida práctica, y ahí es donde se producen algunas contradicciones.
Habló sobre esas contradicciones, dando el ejemplo de la libertad de conciencia, base fundamental del Estado moderno, que la Iglesia Católica condenaba en diversas encíclicas y en el Syllabus, que condenaba expresamente “La libertad de abrazar y de profesar la religión que repute verdadera según la luz de su razón”. Y preguntó: “¿Cómo no ha de ser elemental que cada hombre pueda mantener las creencias que su razón le indica como verdaderas? ¿Con qué las juzga? Con la razón que tiene. ¿Y qué ha de hacer el hombre sino creer lo que su razón le presenta como verdadero? Esto no es de derecho antiguo ni moderno; es anterior a todo derecho escrito: ¡es de concepción humana!”.
Respecto de las contradicciones entre el derecho público adoptado por las naciones y las disposiciones de la Iglesia, tomó el ejemplo de varias cláusulas de los concordatos de Pío IX con Ecuador, Nicaragua y El Salvador, que eran totalmente contradictorias con la Constitución Argentina y nuestras leyes. Analizó también las contradicciones entre la religión católica y la ciencia, que algunos se empeñaban en negar, y señaló que dicha contradicción era evidente porque “¿cómo no han de ser opuestas las ciencias y la religión en sus afirmaciones, cuando la misma ciencia está en contradicción consigo misma, con diferencia de años, no de siglos siquiera? ¿Cómo se puede pretender que la religión católica nacida hace mil ochocientos ochenta y tres años, pudiera prever, adivinar lo que iba a suceder en la ciencia de estos tiempos? ¿Cómo puede exigirse de una religión dogmática, que proclame principios y haga afirmaciones contrarias a las creencias de los hombres que vivían en el tiempo que ella nació, y que tenían como verdades las nociones de su época?”. Fue examinando los adelantos de las diversas ciencias y todo lo que seguramente adelantaría, pues, por ejemplo, “el cielo de ahora no es cielo de antes ni el cielo de mañana. (…) La ley del progreso tiene que verificarse forzosamente; y el progreso está en todo”. Por eso, “La ciencia de hoy debe estar en contradicción, tiene que estar en contradicción, no puede menos que estar en contradicción con ciertas afirmaciones de la Iglesia. Y yo, cuando veo los esfuerzos sobrehumanos que se hacen para acomodar cosas que no pueden estar acomodadas, ¡me quedo absorto! No hay acomodo posible; ciencia y religión son dos cosas distintas que caben, sin embargo, separadas, en la mente del hombre: se puede creer una cosa, cuando se trata de religión, y estar convencido perfectamente de otra, cuando se trata de ciencia; lo uno afecta los sentimientos, lo otro a la razón preparada por el estudio”.
Todo cambia, dijo, aun la religión católica fue cambiando a través de los siglos –no en la esencia de sus dogmas sino en la interpretación que de ellos se hace–, porque no hay institución que pueda encasillarse en sus primitivos principios, en la pureza de sus dogmas, pues esto es contrario a las leyes de desenvolvimiento de la naturaleza.
Volviendo a Estado y religión, señaló que aun cuando la religión católica se manifestara en contradicción con algunas de las declaraciones de los Estados modernos, eso no implicaba que debiera perseguírsela ni impedir su culto o propagación. Una creencia que habla de Dios, que trata de penetrar con el espíritu de Dios en el corazón humano, que habla de caridad y de amor al prójimo “es una creencia necesariamente simpática”. La religión cristiana, que ha tomado los sentimientos más nobles del corazón humano para nutrirlos, “es un pedazo de la religión natural, puede decirse. Su moral contiene los más grandes principios proclamados en todas las épocas”.
Vale destacar que Wilde, como Goyena o Leguizamón, sabía que aquí no sólo se discutía una ley de educación laica: se debatían las relaciones entre la Iglesia y el Estado, e, implícitamente, la ley de registro civil y la de matrimonio civil, la reglamentación del patronato y cualquier concordato con la Santa Sede. Es decir, se discutía la separación de la Iglesia Católica de roles que competen al Estado argentino, que para los liberales impedía la necesaria inmigración y obstaculizaba el progreso de la nación.

La Iglesia libre en el Estado libre

Más adelante, examinó los roles del Estado y de la Iglesia con relación al ciudadano. Recordó que se había dicho alguna vez que la Iglesia domina el espíritu del individuo y el Estado su cuerpo, lo cual le parecía una barbaridad porque la primera sólo domina sus creencias religiosas, y el Estado no quiere autómatas: quiere individuos responsables, con su inteligencia y su ilustración, y por eso quiere hacerlos educar. La teoría de la Iglesia dueña de las almas estuvo en boga en las épocas de su supremacía eclesiástica, pero como los representantes del poder político no admitieron jamás de buena gana esa supremacía, poco a poco fueron desprendiéndose de ese yugo. Analizó también la Reforma y su papel en la vida de los Estados. Dijo que la Reforma fue hábil porque siendo débil en un principio, se puso bajo la protección de los gobiernos y así reconoció al Estado cierta supremacía: sirvió para acentuar la independencia y el poder de los Estados. A pesar de la Reforma, los Estados siguieron unidos a una o más iglesias nacionales. Estados Unidos rompió definitivamente esa tradición, estableciendo la separación y considerando a los cultos existentes como meras “sociedades de religión”.
Esa separación, consagrada en la ley norteamericana, llegó a Europa y se radicó allí algo modificada, “huyendo un tanto de la separación absoluta que conduce a la indiferencia sobre cosas que no pueden ser indiferentes al Estado: se conserva los vínculos y se llega por fin a la proclamación del verdadero principio moderno, proclamado en estas grandes palabras de Cavour: ‘La Iglesia libre en el Estado libre’”. Wilde subrayó la frase, porque esa era la aspiración del Poder Ejecutivo (aunque la suya propia tal vez fuera Las Iglesias libres en el Estado libre) y había hablado dos horas de los antecedentes para llegar a este punto: “Bajo este principio caben todas las aspiraciones. La Iglesia domina las creencias: el Estado domina las funciones políticas”; no se estorban, se reconocen: sus respectivas jurisdicciones no se mezclan. En este contexto de independencia, consagrada por los Estados modernos, analizó qué derecho tiene el Estado sobre la Iglesia y ésta sobre aquel en los países más civilizados.
Aceptó que el Estado pueda proteger una religión mayoritaria, favorecer el ejercicio de su culto, hacer respetar sus fiestas, etc., etc., sin salirse del derecho público ni afectar la libertad de conciencia, pero no podrá obligar a los ciudadanos disidentes a practicar el culto de la mayoría. La Iglesia libre en el Estado libre no permite que el Estado invada las atribuciones de la Iglesia ni que ésta absorba al Estado. Pero esto no quita al Estado su supremacía en cuanto a lo temporal, y, por lo tanto, su derecho de vigilancia. El patronato no es más que una forma de protección y de intervención en los asuntos de la Iglesia. El Estado subvenciona a la Iglesia, dignifica su clero, suministra fondos para sus templos, pero está obligado a vigilar. La Iglesia tiene indudablemente plena jurisdicción en cuanto a su doctrina, en tanto su acción no sea contraria a la Constitución y a las leyes. El Estado, a su vez, sin inmiscuirse en la doctrina, debe impedir que so pretexto de la religión, “se profese públicamente principios contrarios al orden social, y que los individuos, encastillándose en sus creencias, se sustraigan a la ley civil y se conviertan en demagogos o en predicadores de ideas subversivas, dando origen a desobediencias y revoluciones y fomentando la anarquía en nombre de los derechos de la conciencia íntima”, pues la fe y la religión no protegen al clero y los creyentes contra el Estado, cuando éste impone obligaciones destinadas a poner orden en la sociedad. Así, el Estado debe vigilar la educación eclesiástica que se da en los seminarios, pues éste los costea y paga a sus profesores, y porque le interesa la formación de un clero ilustrado; “no puede mirar con indiferencia una enseñanza que prescinda, como ha sucedido, del progreso de las naciones y fomente el divorcio entre el clero y el mundo”.
Luego de dedicar unos párrafos a la jurisdicción disciplinaria de la Iglesia, dio por concluida la exposición sobre los principios generales.

Alberdi y la religión en Las Bases

Analizó entonces los antecedentes nacionales, detallando los ensayos constitucionales desde la Revolución de Mayo, hasta a la Constitución de 1853. Demostró, leyendo las  cláusulas constitucionales, que si los anteriores documentos establecieron una religión de Estado, la Constitución de 1853 “omite la expresión, no por olvido o descuido como alguien ha dicho, sino intencionalmente y sustituyéndola por otra totalmente diferente. Algo más: esa Constitución en sus diversos artículos atingentes a la materia, armoniza con la expresión aceptada en sustitución de la antigua, y prueba con eso el perfecto conocimiento con que procedieron sus autores”. Wilde fue más allá de lo que fueron otros oradores –católicos y liberales–, porque en lugar de tomar artículos aislados, analizó el equilibrio y la coordinación entre las diversas disposiciones. Y en cuanto a la disposición que ordenaba sostener el culto católico, tomó Las Bases de Alberdi, que contenía un proyecto de Constitución que establecía (artículo 3º): La Confederación adopta y sostiene el culto católico, y garantiza la libertad de los demás…”. Esa redacción no fue aceptada por la Convención Constituyente. (Alberdi sostenía en Las Bases que la Constitución “debe mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe protegerla por la libertad”, por la tolerancia y sin exclusiones de otros cultos cristianos. Y agregaba: “será necesario pues, consagrar al catolicismo como religión de Estado”, pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos).
Si la mayoría de las proposiciones de Alberdi fueron admitidas en la Constitución, reflexionó Wilde, “la no aceptación de su artículo acerca de la religión del Estado no puede ser mirada sino como una reforma intencional”.

La Constitución quiere población para la República

Luego, haciendo un alto en el plan trazado, y para distenderse un poco, contestó el discurso de Emilio de Alvear. Tomó sus frases grandilocuentes e ideas, y las fue destruyendo, una a una. Por ejemplo, sobre aquello de que a él no le interesaban los antecedentes de la historia remota ni quería Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas, el ministro comentó: “‘No quiero ni Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas’ significa: ‘No quiero protestantes ni inquisidores’. Pero el señor Diputado me perdonará que le observe que si él no quiere protestantes en la República, la Constitución que él venera y respeta tanto, los quiere; porque la Constitución quiere población para la República, y desgraciadamente para los que tienen ideas opuestas, el número de protestantes es muy grande en el mundo, y su facultad de poblar, de producir y de engrandecer las naciones es manifiesta, sin que nadie la ponga en duda”.
Desechó los argumentos basados en los antepasados y los héroes: “No significa nada que Belgrano y San Martín, por ejemplo, hayan creído una cosa. Lo que sería necesario probar es, además, que ha sido en virtud de sus creencias que obraron de tal o cual manera, que ha sido en virtud de sus creencias que fueron republicanos patriotas y benéficos para su país. Sólo así tendrían valor los argumentos”. Nada importaba si los héroes salieron de tal o cual escuela, en la que se haya enseñado tal o cual religión, puesto que de una misma escuela salen creyentes y no creyentes: “Miles de creyentes se puede citar que han salido de escuelas donde no se enseñaba religión; y miles de incrédulos, salidos de seminarios en donde no se enseñaba más que religión”.
Alvear había dicho que nada importaba lo que habían pensado los convencionales del 53 respecto del artículo “El Gobierno Federal sostiene el culto católico…”, que lo que importaba era lo que habían sancionado, pues “opinión no es sanción”, y que sostener un culto significaba identificarse con él. Para Wilde, en este caso era importante saber qué habían opinado, puesto que la redacción que en definitiva se sancionó fue elegida sobre otra que sí adoptaba la religión católica; sostener no quiere decir adoptar, ni implica ninguna identificación. La palabra adopta, contenida en el artículo propuesto por Alberdi fue omitida.

Obligatoria, gratuita, laica, higiénica y gradual

Después de discutir un rato con Achaval Rodríguez –como lo había hecho antes con Goyena y otros que lo interrumpían–, Wilde entró en el tema específico: la obligatoriedad, gratuidad y laicidad de la ley. A esas condiciones agregó que la escuela debía ser graduada e higiénica.
Respecto de la obligatoriedad y de aquellos que decían que el Estado, dentro de sus deberes limitados, no puede “quitar a los padres el derecho que tienen sobre sus hijos”, les recordó que el Estado debe proveer a las necesidades de todos sus habitantes, hasta el límite de sus medios. “Si un padre martiriza a un niño, el Estado debe dar su protección a ese niño; no puede el padre, en nombre de sus derechos, dejar morir a sus hijos de frío o hambre”. Así como la ley de herencia obliga al padre a dejar cierta parte a sus hijos, u otras leyes imponen ciertos deberes, como el servicio militar, aun en contra del deseo de un padre, el Estado, con el mismo derecho, puede y debe imponer la obligación de instruirse, porque ello importa un bien para la Nación.
“El Estado tiene obligación de formar ciudadanos, se ha dicho ya; no tiene la obligación de formar judíos, ni de formar católicos, pues a ello se oponen los fines del Estado y la libertad de cultos proclamada”. La escuela debe enseñar ideas universales, no dogmas, que no son universales.
Al enumerar las materias que debe imponer la ley, Wilde repitió, como siempre lo había hecho, la necesidad de enseñar instrucción física: “Haga un cuerpo vigoroso, haga que la sangre circule con vigor en el cerebro, que el individuo sea sano por el ejercicio y buena función de los órganos, y habrá hecho que sus conciudadanos tengan buenas ideas. (…) La enseñanza integral tiene por objeto tomar al individuo íntegramente, desde su moral hasta sus pies, y educarlo en todo, en sus ideas y en su cuerpo, para que sea fuerte, para que conozca las cosas, para que se dé cuenta de los principios, para que sea moral, vigoroso y honrado”.
Respecto de la gratuidad (por igualdad cívica), dijo que ya nadie la discutía, salvo aquellos que defendían los intereses de instituciones privadas. Sostuvo que utilizar el argumento de libertad de enseñanza contra la gratuidad, es como decir “no hagáis bien al pueblo, porque atacáis la especulación a su costa”.
Hora de hablar de la escuela laica: “Así como la escuela gratuita, señor presidente, hace posible la escuela obligatoria, esta trae forzosamente la laica”.
Dividió el examen de la cuestión en dos partes: los programas de enseñanza y los profesores. Es decir: ¿Quedaba suprimida la enseñanza religiosa de los programas comunes para todos los alumnos? ¿El profesor no necesitaba pertenecer a una comunidad determinada?
Respecto de la primera pregunta, la cuestión estaba casi agotada. “No se puede hacer división en las escuelas; no se debe separar al niño protestante del católico”. No se podía discriminar a los niños, había que evitar que un maestro fanático, señalara y persiguiera a los que no eran de su religión. Y no era cierto que en el proyecto de la Comisión se garantizara la libertad de los padres de hijos no católicos, “puesto que es imposible sustraer al niño de la atmósfera de la escuela, e impedir que obre sobre él la influencia del medio en que se desarrolla”.
En cuanto a los maestros, le parecía evidente que “no se les debe exigir creencia determinada, porque esto sería forzarlos a aceptar, por las necesidades de la vida, la creencia que adoptaran las autoridades encargadas de la dirección de las escuelas, el dogma o la doctrina que se hubiera determinado enseñar en ellas”, se les exigiría ser católicos y no sólo católicos, sino buenos católicos, y aún más, “sabios católicos, que conocieran bien el dogma; que estuvieran bien perpetrados del espíritu de la doctrina, porque sin conocerla, no podrían insinuarlo en el espíritu de los jóvenes  alumnos”. Sería difícil, además, encontrar maestros idóneos en religión y a la vez competentes en los demás ramos. Tal exigencia sería no solo inconveniente, sino contraria a la Constitución, que consagra el derecho de todos, sin más condiciones que su idoneidad, a aspirar a los empleos, y la completa libertad de enseñar y aprender. A estas dos dificultades, la constitucional y la administrativa, se sumaba otra: tendría que someterse a los profesores a un examen, al cual deberían concurrir los representantes de la Iglesia, puesto que el profesor debería conocer la doctrina católica, y sólo ellos estarían habilitados para dar un certificado de competencia en esa materia. De allí resultaría también que en el programa de las Escuelas Normales debería figurar la enseñanza de la religión, para formar maestros capaces de trasmitirla a los niños. ¿Hasta dónde irían estas exigencias?, se preguntó, y como ejemplo recordó que el arzobispo acababa de protestar, ante el ministerio, por la contratación de maestras norteamericanas. “Las escuelas normales están bajo la jurisdicción del ministerio de Instrucción Pública; y el pueblo de la República ha visto como se ha condenado lo que ya es una tradición entre nosotros, señor Presidente: el haber procurado buscar, para las escuelas normales, maestras en Estados Unidos; ¡condenación que se ha hecho bajo la suposición de que esas maestras podían ser protestantes!”. Wilde confesó que ni se le ocurrió pensar en la religión de las maestras, que lo único que quiso fue “dotar al país de maestras normales, simplemente; maestras capaces de formar profesoras. (…) Es claro que garantiendo la Constitución el derecho de enseñar y aprender, la pretensión de que no puedan ser maestros sino los católicos, es insubsistente, y nulo el derecho del arzobispo para mezclarse en un acto del Poder Ejecutivo llevado a cabo con perfecto derecho”.
Examinó luego los antecedentes contemporáneos de los países europeos para demostrar, como ya lo hicieran otros liberales, que las posiciones en defensa de la enseñanza laica o de la religiosa habían sido una cuestión de mayorías o minorías.
Y, al igual que otros liberales, explicó por qué entendía que se podía enseñar moral con independencia de la religión. La única variación estaba en la sanción,  “poniendo en un caso la reprobación de la conciencia y en el otro la reprobación de Dios”. La moral, dijo, ha existido antes de toda forma concreta de culto y las virtudes cristianas son virtudes universales proclamadas más o menos extensamente por Zoroastro, 3000 años antes de Jesucristo, por Confucio 500 años antes y por Meng Tseu 300 años antes de la era cristiana. La supresión de la enseñanza religiosa dada por el maestro, en las escuelas, no quería decir, ni supresión de la enseñanza moral, ni supresión de la enseñanza religiosa, ni que la escuela sea atea; la enseñanza puede darse por el sacerdote, por el que tiene esa misión.
Pidió, finalmente, a los diputados aprobar el proyecto liberal, y pidió que la enseñanza fuera laica para no cerrar las puertas a la corriente de inmigrantes de cuya influencia necesitábamos  para el engrandecimiento de la Nación.
Los liberales aplaudieron, y, según consigna el diario de sesiones, “la barra, poniéndose de pie, aplaude al orador por largo rato”.
La votación sería al día siguiente.
Wilde se fue satisfecho. Sabía que lo que había hecho tendría enorme trascendencia: por primera vez el Gobierno argentino había dicho públicamente que el Estado no tiene religión, que la Iglesia no tiene nada que hacer en nuestras cuestiones temporales, y que establecer la enseñanza religiosa en nuestras escuelas era atentar contra todas las libertades y derechos consignados en la Constitución.

Wilde le había hecho hacer a Roca lo que no se animaron a hacer los liberales Mitre y Sarmiento, y torció el camino clerical que el mismo Roca emprendió con Pizarro.