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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

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jueves, 3 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (VI)

Las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión

Eduardo Wilde habló el 13 de julio de 1883. El Congreso era un mundo de gente de todos los ámbitos. Habló durante cuatro horas, con un pequeño cuarto intermedio.
No era un orador en el sentido clásico de la palabra. Exponía como si lo estuviera haciendo en un ámbito académico o entre amigos, sin declamaciones, sin exclamaciones. Comenzó, como todos, con lisonjas para cada uno de los oradores que había escuchado, y explicó por qué era deber del Gobierno tomar parte en esta cuestión. De paso, contestó a aquellos que sostenían que como Ministro de Culto, no podía defender la laicidad. “Vengo aquí como ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. La cuestión que se debate afecta dos de estos ramos: la Instrucción Pública y el Culto./ Puede alguien creer que la situación de un ministro del Culto es más difícil que lo que a primera vista parece, por una mala concepción de los deberes que se le imponen, según las doctrinas que cada uno alimenta./ Yo voy a declarar qué es lo que creo de mi deber como ministro de Estado en el Departamento del Culto e Instrucción Pública./ Soy ministro de una nación republicana que ha consagrado sus principios en su Carta Fundamental y que tiene una colección de leyes que marcan el camino a todos sus poderes públicos, a todas las ramas de su administración./ No creo que el ministro de Culto de una nación como la nuestra esté encargado de propagar la fe, ni de ser su apóstol, ni de enseñar una religión, ni de proteger un culto en detrimento de otros, ni de extenderse en materias religiosas más allá de lo que las leyes y la Constitución le permiten extenderse, ni de restringir aquello que la Constitución y las leyes no restringen./ Entonces, pues, el deber de un ministro en estas condiciones, es el deber del ciudadano de una república que tiene bien establecidas sus instituciones./ Si la misión del ministro del Culto fuera propagar la fe, enseñar la religión, sostener más allá de los límites que he indicado, las creencias de la mayoría, ¿cuál sería, pregunto, la misión de los ministros de la religión, el arzobispo, el clero? (…) El ministro del Culto es intermediario para las relaciones que establece el patronato, entre el Presidente de la República y la autoridad eclesiástica. Su misión está limitada a mantener esos vínculos en los términos que la Constitución y las leyes lo establecen./ Alguna vez ha llegado a mis oídos un rumor, señor Presidente, al cual no he dado más valor que el que tiene. Alguien ha dicho que había cierta contradicción entre las ideas liberales y las funciones reservadas al ministro del Culto. No creo que haya llegado el caso de hacer una defensa personal. Las opiniones que un ministro manifiesta no son nunca individuales; son del Gobierno. Por lo tanto, las creencias y las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión y a la sanción y nadie tiene el derecho de prejuzgar sobre ellas…”.

El Estado no tiene religión

Tomó el tema desde tres puntos de vista: la faz de los principios, la de los antecedentes nacionales y la de las conveniencias sociales.
Para comenzar por el principio, analizó, en sentido general, qué es un Estado y qué es una Iglesia. Fue desmenuzando conceptos, tal como se concebían en 1883. El Estado une los hombres entre sí; la Iglesia une los hombres a Dios; el Estado se dirige a las colectividades; la Iglesia se dirige a los individuos, aunque pueda tomar la forma colectiva. La religión, que une íntimamente al individuo con Dios, “no da lugar a responsabilidades ni establece relaciones ni vinculaciones colectivas ante él, aun cuando las establezca entre los miembros de un mismo credo, para los fines terrenales que la Iglesia procura”; el Estado, en cambio, dirige la vida de las asociaciones, responsabiliza los grupos y lo hace todo con la acción de conjunto. Siendo distintos los fines de Iglesia y de Estado, hay independencia recíproca. El Estado une a los hombres para que “se ayuden en la lucha por la vida, para que hagan posible el trabajo, y por lo tanto, el sostenimiento de los grupos y de los individuos que lo forman”; la religión une a los hombres a Dios “para fines más elevados y que traspasan los límites de este mundo”. Los Estados tienen fronteras; la religión no las tiene. El Estado está en la tierra; la religión “trata de sacar de la tierra al hombre, donde para ella no está sino por accidente, para llevarlo a regiones superiores”. Sin embargo, estas dos concepciones habían tenido siempre una relación estrecha: como ni la Iglesia ni el Estado nacieron de golpe, las ideas de Iglesia y de Estado se fueron formando poco a poco en la humanidad. En la temprana edad de la vida del hombre y de los pueblos, hay una necesidad de creer en algo, de explicarse su origen y la razón de las cosas: ese es el primer germen de toda religión. Por el otro lado, como el hombre no vive solo, se reúne en grupo y así va formándose el primer embrión del Estado. La creencia religiosa subsiste en el individuo miembro del grupo social. Crece el grupo, se acentúa la creencia religiosa, y las dos concepciones –una para los fines de la vida práctica, la otra para la vida interna–, se van confundiendo, dando a los pueblos primitivos el carácter de verdaderas teocracias. El Gobierno sometido a la creencia fue anterior al Estado en su concepto moderno. Con el progreso de los grupos sociales, los hombres de diversas creencias se agruparon para un fin político; de ahí vienen las divisiones, el Estado interconfesional y la distinción marcada entre Iglesia y Estado. El que divulga religión pasa las fronteras del Estado, sin tener en cuenta si sus adeptos son monárquicos o republicanos, su acción no contradice los fines políticos del Estado; el Estado, en cambio, no puede extenderse si no es por la conquista.
En su metódico examen, Wilde pasó por Roma, cuyo imperio formidable conquistó pueblos de diferente religión y organización: fue tolerante en materia religiosa, pero sobre los dioses de esos pueblos colocó a un dios superior, su Júpiter Capitolino. Es decir, dominó por la espada y la religión. Habló de Jesús y su doctrina, una doctrina que nació independiente del Estado: “Mi reino no es de este mundo”, decía, dando a entender que no quería tener nada que ver con lo temporal: “Su misión era de paz y su propósito el de poner el espíritu de Dios en el corazón del hombre”. Con su fórmula “Dad al César lo que es del César” mandaba respetar la autoridad y los derechos del Estado. Jesús no se anunció como fundador de reinos, sino como revelador de una doctrina que, no emanando del Estado, no tomaba la forma del derecho humano. Así, la religión cristiana nació independiente, a diferencia de las religiones anteriores, que unían creencia y fuerza y hacían del Estado una teocracia. Pero su Iglesia no se conformó con renunciar a las cosas de este mundo: su buena doctrina fue extendiéndose, el poder de sus sacerdotes fue aumentando, los papas tuvieron autoridad terrenal. Así, el mundo de entonces se encontró con dos grandes poderes: el del Emperador –jefe del Estado y de la Iglesia pagana al mismo tiempo–, y el del Papa u obispo principal “que tenía una autoridad independiente en esencia de aquella, pero sumamente ligada a ella en los hechos”. El Imperio fue cayendo, por decrepitud, junto con las religiones paganas, mientras la Iglesia cristiana, vigorosa y nueva, crecía, y su culto se extendía por todo el mundo. “De ahí vino la supremacía de los papas y de los obispos, y, poco a poco, la absorción, puede decirse, del poder social por el poder de la Iglesia. Nuevamente, las ideas de Iglesia y Estado se confundieron, y sobrevinieron las persecuciones por causas religiosas: el poder público se puso al servicio de las creencias para subyugar las conciencias. Esta situación, que duró siglos, no podía durar para siempre: los emperadores y los reyes, cuyo poder se amenazaba y minaba, empezaron a sentirse incomodados con la subordinación impuesta, y comenzaron a hacer distinciones, dejando que la Iglesia triunfara en las creencias y en la conciencia del individuo, y tomando lo temporal para el gobierno político.
Después de un largo proceso, y por la evolución de las ideas, en la época moderna se presentó con toda claridad la diferencia entre Iglesia y Estado, y nos encontramos con el concepto verdadero del gobierno político: el principio moderno es el Estado interconfesional. “¿Por qué? Porque los hombres siendo iguales en deberes ante el Estado, tienen que ser iguales en derechos; y uno de los derechos es la libertad de conciencia, derecho proclamado por la ciencia política y reconocido a la par de todo otro derecho. La libertad de conciencia es actualmente respetada en todos los Estados”.
Leyó cláusulas de las leyes fundamentales de una serie de países europeos, que demostraban que en los estados modernos civilizados el principio de libertad de conciencia y la libertad de cultos estaban asegurados. La libertad de conciencia, dijo, no es una regla de derecho, “es una propiedad, una calidad inherente al hombre”, que debe garantizarse como se garantiza la vida. Así, también, debe garantizarse la libertad de cultos que es la manifestación externa de esa libertad, y para ser protegida requiere caer bajo jurisdicción del Estado. El único límite a la garantía es que un culto no debe estorbar a otro: si hay derecho para “el libre ejercicio del culto de unos, lo hay también para impedir que esa libertad se convierta en obstáculo para el culto de otros”. Esta libertad, que figuraba desde hace largo tiempo entre los principios de los pueblos civilizados, recién entró propiamente en el derecho público después de que Federico el Grande dijo: “En mi reino cada uno se salva a su manera”. Quedó establecida en el derecho de todas las naciones, y así cesaron o se moderaron las persecuciones, críticas, ultrajes y exclusiones por causas religiosas. Sin embargo, todavía la sociedad moderna tenía que resolver algunos problemas, o consecuencias de esa libertad. Por ejemplo, en Inglaterra se debatía la forma del juramento ligándola a la libertad de conciencia, y muchos sostenían que “ninguna traba, en ninguna forma y bajo ningún pretexto, aun cuando sea como fórmula”, podía oponerse a esa libertad.
A pesar de haber quedado establecida la libertad de creencia y de cultos, y la independencia entre la Iglesia y el Estado, dijo, en este debate se había repetido, una y otra vez, que no se concebía un Estado sin religión: “Hay aquí una confusión de ideas. La sociedad debe ser considerada bajo dos puntos de vista diferentes: como grupo humano, haciendo abstracción de todo propósito colectivo, compuesto de individuos que pueden tener creencias uniformes o variadas; y como agrupación o asociación destinada a formar un organismo con fines políticos, llamado Estado”. En la agrupación de individuos para fines políticos y puramente temporales, “la creencia no puede ser una base indispensable para el fin de la asociación”. El Estado, como tal, no puede tener una religión, pero eso no significa que los individuos no la tengan. La Religión es una concepción enteramente individual; requiere una cabeza, una inteligencia, la unidad moral en fin. Nadie se puede asociar para tener una religión”. Si se toma como personificación del Estado a sus representantes –poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial–, se entiende que esas personas ejercen un poder delegado, y como nadie puede delegar aquello de lo que no puede desprenderse –sus creencias, su libertad de conciencia–, el Estado no tiene ni puede tener religión. El Estado forma ciudadanos; la Iglesia forma creyentes. Hay una diferencia de propósitos, pero esos propósitos pueden ser comunes para algunos fines de la vida práctica, y ahí es donde se producen algunas contradicciones.
Habló sobre esas contradicciones, dando el ejemplo de la libertad de conciencia, base fundamental del Estado moderno, que la Iglesia Católica condenaba en diversas encíclicas y en el Syllabus, que condenaba expresamente “La libertad de abrazar y de profesar la religión que repute verdadera según la luz de su razón”. Y preguntó: “¿Cómo no ha de ser elemental que cada hombre pueda mantener las creencias que su razón le indica como verdaderas? ¿Con qué las juzga? Con la razón que tiene. ¿Y qué ha de hacer el hombre sino creer lo que su razón le presenta como verdadero? Esto no es de derecho antiguo ni moderno; es anterior a todo derecho escrito: ¡es de concepción humana!”.
Respecto de las contradicciones entre el derecho público adoptado por las naciones y las disposiciones de la Iglesia, tomó el ejemplo de varias cláusulas de los concordatos de Pío IX con Ecuador, Nicaragua y El Salvador, que eran totalmente contradictorias con la Constitución Argentina y nuestras leyes. Analizó también las contradicciones entre la religión católica y la ciencia, que algunos se empeñaban en negar, y señaló que dicha contradicción era evidente porque “¿cómo no han de ser opuestas las ciencias y la religión en sus afirmaciones, cuando la misma ciencia está en contradicción consigo misma, con diferencia de años, no de siglos siquiera? ¿Cómo se puede pretender que la religión católica nacida hace mil ochocientos ochenta y tres años, pudiera prever, adivinar lo que iba a suceder en la ciencia de estos tiempos? ¿Cómo puede exigirse de una religión dogmática, que proclame principios y haga afirmaciones contrarias a las creencias de los hombres que vivían en el tiempo que ella nació, y que tenían como verdades las nociones de su época?”. Fue examinando los adelantos de las diversas ciencias y todo lo que seguramente adelantaría, pues, por ejemplo, “el cielo de ahora no es cielo de antes ni el cielo de mañana. (…) La ley del progreso tiene que verificarse forzosamente; y el progreso está en todo”. Por eso, “La ciencia de hoy debe estar en contradicción, tiene que estar en contradicción, no puede menos que estar en contradicción con ciertas afirmaciones de la Iglesia. Y yo, cuando veo los esfuerzos sobrehumanos que se hacen para acomodar cosas que no pueden estar acomodadas, ¡me quedo absorto! No hay acomodo posible; ciencia y religión son dos cosas distintas que caben, sin embargo, separadas, en la mente del hombre: se puede creer una cosa, cuando se trata de religión, y estar convencido perfectamente de otra, cuando se trata de ciencia; lo uno afecta los sentimientos, lo otro a la razón preparada por el estudio”.
Todo cambia, dijo, aun la religión católica fue cambiando a través de los siglos –no en la esencia de sus dogmas sino en la interpretación que de ellos se hace–, porque no hay institución que pueda encasillarse en sus primitivos principios, en la pureza de sus dogmas, pues esto es contrario a las leyes de desenvolvimiento de la naturaleza.
Volviendo a Estado y religión, señaló que aun cuando la religión católica se manifestara en contradicción con algunas de las declaraciones de los Estados modernos, eso no implicaba que debiera perseguírsela ni impedir su culto o propagación. Una creencia que habla de Dios, que trata de penetrar con el espíritu de Dios en el corazón humano, que habla de caridad y de amor al prójimo “es una creencia necesariamente simpática”. La religión cristiana, que ha tomado los sentimientos más nobles del corazón humano para nutrirlos, “es un pedazo de la religión natural, puede decirse. Su moral contiene los más grandes principios proclamados en todas las épocas”.
Vale destacar que Wilde, como Goyena o Leguizamón, sabía que aquí no sólo se discutía una ley de educación laica: se debatían las relaciones entre la Iglesia y el Estado, e, implícitamente, la ley de registro civil y la de matrimonio civil, la reglamentación del patronato y cualquier concordato con la Santa Sede. Es decir, se discutía la separación de la Iglesia Católica de roles que competen al Estado argentino, que para los liberales impedía la necesaria inmigración y obstaculizaba el progreso de la nación.

La Iglesia libre en el Estado libre

Más adelante, examinó los roles del Estado y de la Iglesia con relación al ciudadano. Recordó que se había dicho alguna vez que la Iglesia domina el espíritu del individuo y el Estado su cuerpo, lo cual le parecía una barbaridad porque la primera sólo domina sus creencias religiosas, y el Estado no quiere autómatas: quiere individuos responsables, con su inteligencia y su ilustración, y por eso quiere hacerlos educar. La teoría de la Iglesia dueña de las almas estuvo en boga en las épocas de su supremacía eclesiástica, pero como los representantes del poder político no admitieron jamás de buena gana esa supremacía, poco a poco fueron desprendiéndose de ese yugo. Analizó también la Reforma y su papel en la vida de los Estados. Dijo que la Reforma fue hábil porque siendo débil en un principio, se puso bajo la protección de los gobiernos y así reconoció al Estado cierta supremacía: sirvió para acentuar la independencia y el poder de los Estados. A pesar de la Reforma, los Estados siguieron unidos a una o más iglesias nacionales. Estados Unidos rompió definitivamente esa tradición, estableciendo la separación y considerando a los cultos existentes como meras “sociedades de religión”.
Esa separación, consagrada en la ley norteamericana, llegó a Europa y se radicó allí algo modificada, “huyendo un tanto de la separación absoluta que conduce a la indiferencia sobre cosas que no pueden ser indiferentes al Estado: se conserva los vínculos y se llega por fin a la proclamación del verdadero principio moderno, proclamado en estas grandes palabras de Cavour: ‘La Iglesia libre en el Estado libre’”. Wilde subrayó la frase, porque esa era la aspiración del Poder Ejecutivo (aunque la suya propia tal vez fuera Las Iglesias libres en el Estado libre) y había hablado dos horas de los antecedentes para llegar a este punto: “Bajo este principio caben todas las aspiraciones. La Iglesia domina las creencias: el Estado domina las funciones políticas”; no se estorban, se reconocen: sus respectivas jurisdicciones no se mezclan. En este contexto de independencia, consagrada por los Estados modernos, analizó qué derecho tiene el Estado sobre la Iglesia y ésta sobre aquel en los países más civilizados.
Aceptó que el Estado pueda proteger una religión mayoritaria, favorecer el ejercicio de su culto, hacer respetar sus fiestas, etc., etc., sin salirse del derecho público ni afectar la libertad de conciencia, pero no podrá obligar a los ciudadanos disidentes a practicar el culto de la mayoría. La Iglesia libre en el Estado libre no permite que el Estado invada las atribuciones de la Iglesia ni que ésta absorba al Estado. Pero esto no quita al Estado su supremacía en cuanto a lo temporal, y, por lo tanto, su derecho de vigilancia. El patronato no es más que una forma de protección y de intervención en los asuntos de la Iglesia. El Estado subvenciona a la Iglesia, dignifica su clero, suministra fondos para sus templos, pero está obligado a vigilar. La Iglesia tiene indudablemente plena jurisdicción en cuanto a su doctrina, en tanto su acción no sea contraria a la Constitución y a las leyes. El Estado, a su vez, sin inmiscuirse en la doctrina, debe impedir que so pretexto de la religión, “se profese públicamente principios contrarios al orden social, y que los individuos, encastillándose en sus creencias, se sustraigan a la ley civil y se conviertan en demagogos o en predicadores de ideas subversivas, dando origen a desobediencias y revoluciones y fomentando la anarquía en nombre de los derechos de la conciencia íntima”, pues la fe y la religión no protegen al clero y los creyentes contra el Estado, cuando éste impone obligaciones destinadas a poner orden en la sociedad. Así, el Estado debe vigilar la educación eclesiástica que se da en los seminarios, pues éste los costea y paga a sus profesores, y porque le interesa la formación de un clero ilustrado; “no puede mirar con indiferencia una enseñanza que prescinda, como ha sucedido, del progreso de las naciones y fomente el divorcio entre el clero y el mundo”.
Luego de dedicar unos párrafos a la jurisdicción disciplinaria de la Iglesia, dio por concluida la exposición sobre los principios generales.

Alberdi y la religión en Las Bases

Analizó entonces los antecedentes nacionales, detallando los ensayos constitucionales desde la Revolución de Mayo, hasta a la Constitución de 1853. Demostró, leyendo las  cláusulas constitucionales, que si los anteriores documentos establecieron una religión de Estado, la Constitución de 1853 “omite la expresión, no por olvido o descuido como alguien ha dicho, sino intencionalmente y sustituyéndola por otra totalmente diferente. Algo más: esa Constitución en sus diversos artículos atingentes a la materia, armoniza con la expresión aceptada en sustitución de la antigua, y prueba con eso el perfecto conocimiento con que procedieron sus autores”. Wilde fue más allá de lo que fueron otros oradores –católicos y liberales–, porque en lugar de tomar artículos aislados, analizó el equilibrio y la coordinación entre las diversas disposiciones. Y en cuanto a la disposición que ordenaba sostener el culto católico, tomó Las Bases de Alberdi, que contenía un proyecto de Constitución que establecía (artículo 3º): La Confederación adopta y sostiene el culto católico, y garantiza la libertad de los demás…”. Esa redacción no fue aceptada por la Convención Constituyente. (Alberdi sostenía en Las Bases que la Constitución “debe mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe protegerla por la libertad”, por la tolerancia y sin exclusiones de otros cultos cristianos. Y agregaba: “será necesario pues, consagrar al catolicismo como religión de Estado”, pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos).
Si la mayoría de las proposiciones de Alberdi fueron admitidas en la Constitución, reflexionó Wilde, “la no aceptación de su artículo acerca de la religión del Estado no puede ser mirada sino como una reforma intencional”.

La Constitución quiere población para la República

Luego, haciendo un alto en el plan trazado, y para distenderse un poco, contestó el discurso de Emilio de Alvear. Tomó sus frases grandilocuentes e ideas, y las fue destruyendo, una a una. Por ejemplo, sobre aquello de que a él no le interesaban los antecedentes de la historia remota ni quería Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas, el ministro comentó: “‘No quiero ni Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas’ significa: ‘No quiero protestantes ni inquisidores’. Pero el señor Diputado me perdonará que le observe que si él no quiere protestantes en la República, la Constitución que él venera y respeta tanto, los quiere; porque la Constitución quiere población para la República, y desgraciadamente para los que tienen ideas opuestas, el número de protestantes es muy grande en el mundo, y su facultad de poblar, de producir y de engrandecer las naciones es manifiesta, sin que nadie la ponga en duda”.
Desechó los argumentos basados en los antepasados y los héroes: “No significa nada que Belgrano y San Martín, por ejemplo, hayan creído una cosa. Lo que sería necesario probar es, además, que ha sido en virtud de sus creencias que obraron de tal o cual manera, que ha sido en virtud de sus creencias que fueron republicanos patriotas y benéficos para su país. Sólo así tendrían valor los argumentos”. Nada importaba si los héroes salieron de tal o cual escuela, en la que se haya enseñado tal o cual religión, puesto que de una misma escuela salen creyentes y no creyentes: “Miles de creyentes se puede citar que han salido de escuelas donde no se enseñaba religión; y miles de incrédulos, salidos de seminarios en donde no se enseñaba más que religión”.
Alvear había dicho que nada importaba lo que habían pensado los convencionales del 53 respecto del artículo “El Gobierno Federal sostiene el culto católico…”, que lo que importaba era lo que habían sancionado, pues “opinión no es sanción”, y que sostener un culto significaba identificarse con él. Para Wilde, en este caso era importante saber qué habían opinado, puesto que la redacción que en definitiva se sancionó fue elegida sobre otra que sí adoptaba la religión católica; sostener no quiere decir adoptar, ni implica ninguna identificación. La palabra adopta, contenida en el artículo propuesto por Alberdi fue omitida.

Obligatoria, gratuita, laica, higiénica y gradual

Después de discutir un rato con Achaval Rodríguez –como lo había hecho antes con Goyena y otros que lo interrumpían–, Wilde entró en el tema específico: la obligatoriedad, gratuidad y laicidad de la ley. A esas condiciones agregó que la escuela debía ser graduada e higiénica.
Respecto de la obligatoriedad y de aquellos que decían que el Estado, dentro de sus deberes limitados, no puede “quitar a los padres el derecho que tienen sobre sus hijos”, les recordó que el Estado debe proveer a las necesidades de todos sus habitantes, hasta el límite de sus medios. “Si un padre martiriza a un niño, el Estado debe dar su protección a ese niño; no puede el padre, en nombre de sus derechos, dejar morir a sus hijos de frío o hambre”. Así como la ley de herencia obliga al padre a dejar cierta parte a sus hijos, u otras leyes imponen ciertos deberes, como el servicio militar, aun en contra del deseo de un padre, el Estado, con el mismo derecho, puede y debe imponer la obligación de instruirse, porque ello importa un bien para la Nación.
“El Estado tiene obligación de formar ciudadanos, se ha dicho ya; no tiene la obligación de formar judíos, ni de formar católicos, pues a ello se oponen los fines del Estado y la libertad de cultos proclamada”. La escuela debe enseñar ideas universales, no dogmas, que no son universales.
Al enumerar las materias que debe imponer la ley, Wilde repitió, como siempre lo había hecho, la necesidad de enseñar instrucción física: “Haga un cuerpo vigoroso, haga que la sangre circule con vigor en el cerebro, que el individuo sea sano por el ejercicio y buena función de los órganos, y habrá hecho que sus conciudadanos tengan buenas ideas. (…) La enseñanza integral tiene por objeto tomar al individuo íntegramente, desde su moral hasta sus pies, y educarlo en todo, en sus ideas y en su cuerpo, para que sea fuerte, para que conozca las cosas, para que se dé cuenta de los principios, para que sea moral, vigoroso y honrado”.
Respecto de la gratuidad (por igualdad cívica), dijo que ya nadie la discutía, salvo aquellos que defendían los intereses de instituciones privadas. Sostuvo que utilizar el argumento de libertad de enseñanza contra la gratuidad, es como decir “no hagáis bien al pueblo, porque atacáis la especulación a su costa”.
Hora de hablar de la escuela laica: “Así como la escuela gratuita, señor presidente, hace posible la escuela obligatoria, esta trae forzosamente la laica”.
Dividió el examen de la cuestión en dos partes: los programas de enseñanza y los profesores. Es decir: ¿Quedaba suprimida la enseñanza religiosa de los programas comunes para todos los alumnos? ¿El profesor no necesitaba pertenecer a una comunidad determinada?
Respecto de la primera pregunta, la cuestión estaba casi agotada. “No se puede hacer división en las escuelas; no se debe separar al niño protestante del católico”. No se podía discriminar a los niños, había que evitar que un maestro fanático, señalara y persiguiera a los que no eran de su religión. Y no era cierto que en el proyecto de la Comisión se garantizara la libertad de los padres de hijos no católicos, “puesto que es imposible sustraer al niño de la atmósfera de la escuela, e impedir que obre sobre él la influencia del medio en que se desarrolla”.
En cuanto a los maestros, le parecía evidente que “no se les debe exigir creencia determinada, porque esto sería forzarlos a aceptar, por las necesidades de la vida, la creencia que adoptaran las autoridades encargadas de la dirección de las escuelas, el dogma o la doctrina que se hubiera determinado enseñar en ellas”, se les exigiría ser católicos y no sólo católicos, sino buenos católicos, y aún más, “sabios católicos, que conocieran bien el dogma; que estuvieran bien perpetrados del espíritu de la doctrina, porque sin conocerla, no podrían insinuarlo en el espíritu de los jóvenes  alumnos”. Sería difícil, además, encontrar maestros idóneos en religión y a la vez competentes en los demás ramos. Tal exigencia sería no solo inconveniente, sino contraria a la Constitución, que consagra el derecho de todos, sin más condiciones que su idoneidad, a aspirar a los empleos, y la completa libertad de enseñar y aprender. A estas dos dificultades, la constitucional y la administrativa, se sumaba otra: tendría que someterse a los profesores a un examen, al cual deberían concurrir los representantes de la Iglesia, puesto que el profesor debería conocer la doctrina católica, y sólo ellos estarían habilitados para dar un certificado de competencia en esa materia. De allí resultaría también que en el programa de las Escuelas Normales debería figurar la enseñanza de la religión, para formar maestros capaces de trasmitirla a los niños. ¿Hasta dónde irían estas exigencias?, se preguntó, y como ejemplo recordó que el arzobispo acababa de protestar, ante el ministerio, por la contratación de maestras norteamericanas. “Las escuelas normales están bajo la jurisdicción del ministerio de Instrucción Pública; y el pueblo de la República ha visto como se ha condenado lo que ya es una tradición entre nosotros, señor Presidente: el haber procurado buscar, para las escuelas normales, maestras en Estados Unidos; ¡condenación que se ha hecho bajo la suposición de que esas maestras podían ser protestantes!”. Wilde confesó que ni se le ocurrió pensar en la religión de las maestras, que lo único que quiso fue “dotar al país de maestras normales, simplemente; maestras capaces de formar profesoras. (…) Es claro que garantiendo la Constitución el derecho de enseñar y aprender, la pretensión de que no puedan ser maestros sino los católicos, es insubsistente, y nulo el derecho del arzobispo para mezclarse en un acto del Poder Ejecutivo llevado a cabo con perfecto derecho”.
Examinó luego los antecedentes contemporáneos de los países europeos para demostrar, como ya lo hicieran otros liberales, que las posiciones en defensa de la enseñanza laica o de la religiosa habían sido una cuestión de mayorías o minorías.
Y, al igual que otros liberales, explicó por qué entendía que se podía enseñar moral con independencia de la religión. La única variación estaba en la sanción,  “poniendo en un caso la reprobación de la conciencia y en el otro la reprobación de Dios”. La moral, dijo, ha existido antes de toda forma concreta de culto y las virtudes cristianas son virtudes universales proclamadas más o menos extensamente por Zoroastro, 3000 años antes de Jesucristo, por Confucio 500 años antes y por Meng Tseu 300 años antes de la era cristiana. La supresión de la enseñanza religiosa dada por el maestro, en las escuelas, no quería decir, ni supresión de la enseñanza moral, ni supresión de la enseñanza religiosa, ni que la escuela sea atea; la enseñanza puede darse por el sacerdote, por el que tiene esa misión.
Pidió, finalmente, a los diputados aprobar el proyecto liberal, y pidió que la enseñanza fuera laica para no cerrar las puertas a la corriente de inmigrantes de cuya influencia necesitábamos  para el engrandecimiento de la Nación.
Los liberales aplaudieron, y, según consigna el diario de sesiones, “la barra, poniéndose de pie, aplaude al orador por largo rato”.
La votación sería al día siguiente.
Wilde se fue satisfecho. Sabía que lo que había hecho tendría enorme trascendencia: por primera vez el Gobierno argentino había dicho públicamente que el Estado no tiene religión, que la Iglesia no tiene nada que hacer en nuestras cuestiones temporales, y que establecer la enseñanza religiosa en nuestras escuelas era atentar contra todas las libertades y derechos consignados en la Constitución.

Wilde le había hecho hacer a Roca lo que no se animaron a hacer los liberales Mitre y Sarmiento, y torció el camino clerical que el mismo Roca emprendió con Pizarro. 

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