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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


CASARES
ALBERTO CASARES
Suipacha 521 - (1008) - Buenos Aires
Sr. Alberto Casares
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FERNÁNDEZ BLANCO
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1018.

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domingo, 22 de septiembre de 2013

Presentación de “Eduardo Wilde. Una historia argentina” por el Dr. Carlos Páez de la Torre




Me atrevo a decir que la personalidad de historiadora de la doctora Maxine Hanon es bastante poco común. Es una abogada que ha ejercido su profesión con éxito y con entusiasmo, desde que se graduó en Buenos Aires. Ha sido asociada de uno de los estudios prestigiosos de nuestro foro, y fue también asesora jurídica de una de las importantes empresas argentinas de seguros.
Pero al mismo tiempo que la abogacía la obligaba a consumir códigos, a buscar jurisprudencias y a batallar en  los tribunales, fue despuntando en la doctora Hanon -como producto decantado de esas buenas lecturas a las que era devota desde la niñez- una nítida vocación de investigadora de la historia argentina.
Procedió a darle salida. Se abrió paso en la disciplina sola y sin más recursos intelectuales que su despierta inteligencia, su amplia cultura y su impar olfato de investigadora: lo que no es poco.
Su primer libro, “El pequeño cementerio protestante de la calle del Socorro”, ya revelaba la solidez de su trabajo de historiadora. Vinieron luego los dos que no vacilo en calificar de fundamentales en la temática que abarcan. El “Diccionario de británicos en Buenos Aires”, es un monumental tomo de casi novecientas páginas, con más de cuatro mil reseñas biográficas (rigurosamente investigadas en las fuentes) de ingleses que llegaron al Plata antes de 1852, más un centenar de noticias sobre buques, instituciones y festividades británicas porteñas. Nadie que estudie tales asuntos puede dejar de consultar con enorme provecho este tomo.
El otro libro, “Buenos Aires desde las quintas de Retiro a Recoleta (1580-1890)” es, según Arnaldo Cunietti Ferrando “un verdadero fresco de la vida cotidiana porteña desde el siglo XVI hasta finales del XIX”. Un verdadero “clásico del relato histórico de la ciudad de Buenos Aires, “por sus agudas observaciones y conclusiones, la amenidad en el tratamiento de los diversos temas y, sobre todo, por la documentación que lo acompaña, fruto de una infatigable y apasionante investigación histórica”.
Además, entregó al público los amenos y originales trabajos editados en “Todo es Historia” en “Historias de la Ciudad” y en “Cuadernos de Numismática y Ciencias Históricas”, que le dieron justificado prestigio.
Los solos títulos ya despiertan ganas de leerlos, y por eso los enumero: “Doña Clara, inglesa brava”, “Las lavanderas, morenas y federales”, “John Whitaker, un inglés socialista en tiempos de Rosas”, “De relojes, gafas y daguerrotipos: la familia Helsby en Buenos Aires”, “De Londres a Buenos Aires: la vida ejemplar de Santiago Wilde”, “El hotel de Faunch: un cinco estrellas de 1825”, “Los Basurco y Herrera, primitivos dueños de la Recoleta, San Telmo y otras tierras de extramuros”.
Hay más: “Woodbine Parish y el tratado angloargentino de 1825”, “El combate de Retiro en las invasiones inglesas”, “Un francotirador en el convento de la Recoleta: el temible padre Castañeda”, “La escuela inglesa de la señora Hyne”, “La quinta de Altolaguirre, orígenes de la avenida Alvear” y “Había una vez una plaza Fernando VII”.
Y ahora, redobla victoriosamente su apuesta de historiadora, con el formidable libro en dos tomos cuya aparición nos congrega esta tarde: “Eduardo Wilde. Una historia argentina”.
Es simbólico que la obra se presente en este recinto tan cargado de historia. Este fue el escenario de las grandes batallas de Wilde como diputado nacional y como ministro de la República en dos oportunidades.
Es una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.
Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado, y mucho más: todo eso hiló las telas del tapiz cuidadosamente tejido y desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.
Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje. Historia, es decir ese sobrecogedor océano que para Mario Vargas Llosa se forma con “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas”.
Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los 16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un centenar como dos centenares de carillas.
Los títulos son escuetos y marcan la cronología: “Don Diego”, “Faustino”, “Eduardo”, “El justiciero”, “El campeón liberal”, “Wilde”, “El viajero”, “El viejo Wilde” y finalmente un “Epílogo”.
No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.
Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, en Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844) y con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.
Como libro de historia elaborado con todos los requisitos, cuenta al pie de sus páginas con una abrumadora cantidad de referencias documentales y bibliográficas.
Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado -material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los fondos del Archivo General de la Nación, en todos los periódicos de la época y por cierto en la bibliografía.
El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento. Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de perspicaz e independiente investigadora que caracteriza a quien lo firma.
El texto contiene largas transcripciones en letra cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle a ese lector el gran favor de transcribir el texto citado, en su integridad -además de comentarlo y de subrayarlo- para que él se entere allí mismo de lo que hablamos.
Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de un  grande y originalísimo escritor, cuyo estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.
Las transcripciones, entonces, eran absolutamente necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de talento y de bien entendido amor por su país, latían en el corazón de este gran argentino.
Maxine Hanon es abogada, dije, y los años en la profesión le sirven también para estructurar ordenadamente la tarea y la vida de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas- desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado con sus ternuras, sus pequeñeces, sus tristezas y sus oscuridades.
Se abre paso así en cuestiones espinosas como los dos matrimonios de Wilde, ámbito acerca del cual el fácil chiste y aún la calumnia han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca perderán el carácter de tales.
En su famoso prólogo a “Mendoza y Garay”, Paul Groussac afirmó que en la disciplina histórica, “junto a la cultura general y al acopio erudito, existe un arte de historiar”. Es el que cada historiador usa para aplicar, “ora al desarrollo del asunto, ora a cada problema particular, sus dotes de inteligencia, discernimiento crítico y sagacidad. Fuera del talento supremo de expresión, que a tan pocos concede la avara naturaleza”.
Así, la verdad, buscada y acaso encontrada en los documentos, tras un laborioso deducir e inferir, “se integra en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle solo línea y color, cuando en realidad le infunde vida e potencia y en acto”.
Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su “Eduardo Wilde”, y con verdadera maestría, eso que el maestro denominó “arte de historiar”.
Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto certero en las citas y en el lenguaje que demanda cada asunto. Está la referencia ajustada y precisa que edifica la base de cada argumento. Se percibe cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y que lo salva de convertirse en imperioso o solemne.
Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.
Su libro está redactado con una audacia y con una soltura que son un regalo para el lector: prosa rica y cautivadora, que solo obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.
Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos tan profundamente cimentados en la pesquisa documental, Maxine Hanon se permite, de pronto, insertar líneas de ficción, perfectamente separadas e individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad.
El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y pendenciero ministro de Justicia e instrucción Pública de la primera presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor; esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”, está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.

Así valoro esta obra, y considero todo un honor que su autora me haya encargado presentarla ante ustedes. Recomiendo sin vacilar su lectura. Será un deleite continuado para quienes quieran internarse -luces y sombras inclusas- en la época en que se formó la Argentina moderna.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Presentación Wilde, una historia argentina... en el recinto del antiguo Congreso de la Nación.


Buenas tardes a todos y gracias por venir.
En primer lugar, agradezco a la Academia Nacional de la Historia, a su presidente, Miguel Ángel De Marco, a Carlos Páez de la Torre y a todos sus miembros, por haberme permitido presentar este libro en este lugar. Este recinto tiene un valor muy especial para mí: aquí sucedió buena parte de lo que cuento en el libro.

Muchos me han preguntado si Wilde “da” para un libro de 1000 y pico de páginas.
Para responder a la pregunta, si me permiten, voy a empezar por contar  una historia personal.
La primera vez que leí algo de Wilde, fue a los 17 años. Era Tini, la historia de la agonía de aquel chiquito que murió de crup. Tanto me debe haber impresionado que recuerdo que copié el párrafo final del cuento y lo pegué sobre mi mesa de luz. Poco después, mientras estudiaba la vida de Roca en la Biblioteca del Maestro, supe que ese escritor delicado había sido ministro de Roca, y cayó en mis manos un tomo de sus obras completas: Cartas de Presidentes. Siempre me ha gustado la letra chica de la Historia, y ese libro era una fiesta de letra chica. Luego leí Aguas Abajo, sus memorias de infancia. El libro es tan íntimo que me hice amiga de Wilde. Leía y conversaba con el autor. Ahí está todo su humor, ternura e inteligencia, sus tres características esenciales.
Empecé a buscar sus obras completas, tarea dificilísima que me llevó años. Agradezco el sótano de la librería de Fernández Blanco porque allí encontré buena parte de los 19 tomos. En esos tomos, y luego en otros libros y prólogos que hablaban de Wilde, fui descubriendo a un estadista y a la vez un hombre profundamente amargado. ¿Qué pasó, me preguntaba, para que este personaje que a mí me parecía tan agradable llegara a ser tan odiado? ¿Por qué todo ese rechazo que cuenta Florencio Escardó en uno de los pocos libros dedicados a Wilde?
“Dicen que no faltaron indignidades en su vivir; bástenos que no haya ninguna en sus libros., escribe Borges en su precioso epílogo de Páginas Muertas, una selección de cuentos de Wilde.
Me propuse descubrir esas indignidades u originalidades, según las calificaban otros, y escribir una biografía que continuara su autobiográfica Aguas Abajo.
En Cartas de Presidentes, leí en la introducción que su viuda había donado todas sus cartas de distintos presidentes –desde Mitre a Roque Sáenz Peña- a la Biblioteca Nacional, pero seleccionando las que podían publicarse. Pensé que en las cartas no publicadas encontraría los secretos que buscaba.
No encontré las “Cartas de Presidentes” en la vieja Biblioteca de la calle México ni en la nueva, pero, después de mucho averiguar, me dijeron que ese tipo de documentación había pasado hacía muchos años al Archivo General de la Nación. Así llegué por primera vez al Archivo. No encontré lo que buscaba, pero buscando en el fichero de sucesiones la W de Wilde me encontré con la W de un tatarabuelo mío del que poco sabía, salvo que había vivido en una extensa quinta de la Recoleta. Dejé a Wilde de lado y me calcé los zapatos de mi tatarabuelo inglés para recorrer otros caminos del pasado porteño: cementerios, quintas y británicos. Pasaron los años, terminé mi Diccionario de Británicos y estaba ya escribiendo una biografía de otro inglés –el fundador del British Packet-, cuando Wilde volvió para reclamarme lo que le debía.

Wilde no creía en las biografías. Decía que Todas son falsas porque contienen no el retrato del biografiado, sino su copia en el cerebro y las pasiones del biógrafo.
Además, le molestaban los panegíricos, con héroes de puro bronce. Cuando murió Mitre, por ejemplo, al comentar su apoteósico funeral, le decía a un amigo desde el exilio: "¿Por qué nadie ha hablado de los errores del general durante su tiempo de gobernante o de opositor?/ Los radicales, por ejemplo, habrían podido mencionar en sus discursos las revoluciones en que tomó parte Mitre, llamándolas reivindicaciones de los derechos del pueblo, etcétera, etcétera –los militares de los contrastes en el Paraguay, de La Verde y de campañas desgraciadas –y eso, que estaba seguramente en la memoria de todos los que asistían a la apoteosis, ha parecido intencionalmente apartado, dejando creer que los panegiristas pensaban que las faltas eran muy graves y no debían ser mencionadas, por no echar sombras sobre el escenario; cuando, al contrario, mencionarlas habría sido necesario para dar al ensalzado formas humanas…”.
Vale la pena leer su discurso en los funerales de Sarmiento, en 1888, para sentir esas formas humanas. Mientras los discursos de los demás mostraban a un Sarmiento inmaculado, Wilde combinó virtudes y defectos. Por allí dice:
"Su ambición fue el orden, su fantasma, la anarquía, y su intensa preocupación, librar a los argentinos de caudillos y demagogos, para los que no tuvo piedad ni perdón".
Y más adelante:
"Como los hombres eminentes de la Prusia, comprendió que la educación del pueblo era la palabra poderosa de su engrandecimiento, y, único maestro que no fue jamás discípulo, hizo de la escuela el elemento primordial del orden público y la base inconmovible de la regeneración social.
No acordó solamente a la enseñanza su meditación y su saber: le consagró lo mejor de sus horas, y consiguió amalgamar la esencia de su ser con los procesos de la educación primaria.
No fue disciplinado ni metódico en su trabajo por el bien del Estado; pero sus actos determinaron siempre corrientes impetuosas que produjeron innegables beneficios. (…) no hay institución, reforma ni accidente de la vida democrática que no tenga rasgos de su genial talento y de su incansable energía.
Poseído de sí mismo, tuvo tan grande aprecio por sus (propias) dotes, que fuera atrevimiento ante sus ojos desconocerlo o moderarlo. Hombre de estado, con sedimento propio, no aprendía: enseñaba".
Y más adelante:
"En la ruda polémica, sus frases despiadadas, a manera de moles de granito movidas por titanes, caían sobre el campo de la lucha, destrozando adversarios e inocentes, en tanto que él como una esfinge recibía los proyectiles lanzados a su cabeza, sin que jamás le hirieran".
Cuando murió otro amigo, Aristóbulo del Valle, un diario le pidió un estudio de su personalidad. Wilde comenzó a esbozarlo, pero no lo terminó ni lo publicó, por temor a ser malinterpretado. En la introducción de aquel estudio, decía, justamente:
"Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestros juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación..."

A pesar de la opinión de Wilde, me propuse escribir una biografía, pero me fui encontrando con muchas dificultades. Su actuación en los más variados campos, todos interesantes y algunos inexplorados, me obligaban a extenderme más de la cuenta: los destinos de los emigrados de la época de Rosas, la historia del Colegio del Uruguay, los detalles del periodismo combativo de la segunda mitad del siglo XIX, la vida política y social de los estudiantes, las grandes epidemias que castigaron a Buenos Aires, las luchas religiosas y las conquistas liberales, la historia de la educación, la transformación de Buenos Aires, etcétera, etcétera.
Entonces decidí acompañar a Wilde por los caminos que él recorrió, convirtiendo mi biografía en una suerte de historia socio-política de parte del siglo XIX. Una historia por momentos amable y, por momentos, tremendamente densa, contradictoria y angustiante, como es en verdad la historia argentina.
Como el personaje fue un magnífico observador de la realidad y sus detalles, la tarea se me hizo apasionante y el libro salió demasiado largo…
Volviendo a las indignidades u originalidades, descubrí finalmente en el Archivo las famosas cartas entregadas a la  Biblioteca, pero no encontré nada jugoso.
La sicología de Wilde, que fue analizada por varios de sus contemporáneos, no era fácil. Era riquísima en matices y, en apariencia, tremendamente contradictoria. Él solía decir, de sí mismo, que su corazón era "tan grande que cabían en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos".
Cierta vez, siendo un muchacho de 20 años, en los bravos tiempos de la presidencia de Mitre, alguien le dijo que era un veleta porque variaba de idea política. Y contestó:
"… yo acepto la clasificación porque en efecto soy una veleta que gira sobre el punto fijo del bien, obedeciendo a una orden superior. Los vientos de la pasión me señalan direcciones opuestas, pero como la veleta de los edificios, si dejo de marcar uno, vuelvo al punto de partida cuando la fuerza de su voluntad me lo exige.
Si los vientos no existieran, la veleta no tendría razón de ser, como no la tendría el corazón sin pasiones".
Y más adelante:
"Ay! del hombre cuyas ideas estuvieran siempre fijas en un solo punto!
(…). Es tan fastidioso encontrar a un hombre preocupado de una sola cosa, como un pueblo refrescado por un solo viento. (…) ¡Salud a la variedad de la veleta, que es la vida del hombre!”.

La cuestión era entonces encontrar cuál era ese punto fijo del bien para Wilde. Después de leer las miles de páginas que escribió, de escucharlo en este recinto, y de desprenderme de mis propios prejuicios, fui encontrando el eje de su veleta, que nada tenía de indigno.
Fue, eso sí, la personalidad más controvertida y maltratada de su tiempo. Tal vez porque en su lucha contra los fanatismos uso y abusó de dos armas que unidas son letales: el humor y la inteligencia. O tal vez porque cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política.
Además, su personalidad –y su humor– eran muy difíciles de comprender para sus contemporáneos, algunos de los cuales lo consideraban un veleta en el sentido más peyorativo de la palabra. Para otros –los más conservadores– era simplemente el Diablo, ateo e incrédulo, que había venido a la política para destruir a la Iglesia. Y él, por supuesto, los alimentaba riéndose de todo lo convencional, desde el Himno Nacional hasta los diez mandamientos.
Así, por ejemplo, en un libro de viajes soltaba párrafos como éste:
“Yo soy envidioso, naturalmente; la envidia es la más racional de las altas cualidades que un hombre puede tener. Si en lugar de prohibirla en el Decálogo la hubieran puesto entre las virtudes teologales, esa elevada pasión no sería tan perjudicada en sus derechos: ‘No codiciar los bienes ajenos’, ‘no desear la mujer de su prójimo’. Esto es prohibir precisamente lo más natural y lo más racional. ¿Querrá acaso el Decálogo que uno codicie los males ajenos o que desee la mujer propia que, según nuestra santa madre Iglesia, debe estar siempre a la mano?”
En otro viaje contaba que al entrar a Irlanda le habían revisado las valijas y le exigían dejar el revólver que llevaba. Explicó, sin suerte, que era un regalo de un amigo querido, que lo había llevado por todo el mundo. Finalmente, ya harto, dijo algo así como –Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico! Ante ese argumento, el oficial le devolvió el revólver.
Este tipo de comentarios humorísticos, que corrían de boca en boca, frecuentemente adornados y debidamente aumentados, más los que directamente se inventaron, fueron creando una leyenda negra que ocultó los rasgos más importantes de su personalidad y de su obra: la política, la literaria y la científica.
Aníbal Ponce, comentando los tiempos de sus luchas por la ley de enseñanza laica, decía: “Una atmósfera diabólica lo rodeo desde entonces. Llegaron a contarse cosas horribles de aquel hombre hermoso y rubio como una pintura de Ticiano, y se llegó a ver la perversa sabiduría de la serpiente en sus límpidos ojos de largas pestañas”.
Murió en Europa, desterrado y amargado. La muerte, que suele calmar enconos, no lo salvó del olvido: no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, ni una plaza, ni una escuela ni un hospital. Negamos que la localidad que lleva su apellido sea un homenaje a su persona. Los muros de su bóveda en Recoleta no tienen una sola placa de bronce que muestre algún homenaje, de esos que sus vecinos de tumba –con muchos menos méritos- lucen de a montones. La semana pasada se cumplió el centenario de su muerte. No hubo una sola mención periodística que lo recordara.
Varias personas, al enterarse que escribía este libro, han comentado: “¡Ah, Wilde, el marido de Guillermina, la amante de Roca!”. El summum del desprecio.

Buena parte de lo que cuento en estas mil páginas tiene por escenario este recinto. Por aquí pasó todo. Aquí, podríamos decir, se plantaron las bases de la Argentina republicana.
Cuando leía, en el Archivo General de la Nación, los diarios de sesiones de la Cámara de Diputados y del Senado, de las décadas del 70 y del 80 del siglo XIX, y las crónicas parlamentarias, olvidaba el tiempo y el espacio para escaparme mentalmente a este lugar. Oía desde esa barra el eco de las voces de los grandes oradores. Veía, en la media luz, la poderosa figura de Sarmiento levantando en alto sus manos llenas de ira y verdades. Me deleitaba con la discusión apasionada de ideas; me enojaba con la politiquería que entonces, como ahora, ensuciaba las grandes batallas.
He acompañado a Eduardo Wilde, para verlo actuar desde su banca de diputado, o desde la de ministro, porque los ministros como él pasaban mucho tiempo en el Congreso, defendiendo proyectos propios o ajenos.
Lo he seguido en aquellos interminables debates por la ley de enseñanza laica, las obras de salubridad o la ley de matrimonio civil. No fue un gran orador en el sentido clásico de la palabra, pero su voz finita, silabeante, era más eficaz que la de cualquiera de sus contendientes. No había poesía en sus discursos, sino prosa bien estudiada, bien elaborada y claramente expuesta. Cuando le tocaba debatir, lo hacía como el buen esgrimista que era. Un cronista que presenció uno de sus famosos debates (que no era otro que Pedro B. Palacio, el futuro Almafuerte) decía: Sereno y plácido, sin ir al terreno que no le convenía pisar, traía al enemigo al terreno donde él era fuerte, desde donde dominaba la situación, para anonadarlo allí con toda la lógica de su argumentación sólida y bien nutrida".

Para terminar, una anécdota sobre este recinto y la situación calamitosa de los edificios  de administración pública en estos años fundacionales.
En una sesión del Senado, en 1887, Aristóbulo del Valle criticaba el proyecto de construir un nuevo Congreso.
Wilde, al contestarle, le pregunta: "¿Qué diría el señor senador y toda la Cámara, si un extranjero viniera a la barra de este congreso en el día que hay gran concurrencia de diputados, (…), y viera que después de haberse asomado un señor diputado buscando por todos lados donde tomar asiento, se diese vuelta y se retirase a las antesalas por no encontrar sitio, y que recién cuando trae el sirviente una silla encontrara colocación para sentarse a legislar. ¿Qué diría ese extranjero de un país que no tiene un recinto donde quepan sus legisladores?"
Del Valle le responde: "Diría, (…) lo que dice el extranjero que entra a la sala de los comunes de Inglaterra, donde no caben la mitad de sus miembros: “En este recinto tan estrecho, en este recinto incómodo, se ha asegurado y se ha salvado la libertad de un pueblo”. No estaríamos en peores condiciones que los comunes de Inglaterra. (…)"
Wilde le replica: "Es muy bueno tener algún punto de contacto con los ingleses, pero en esto de no tener asiento, no es muy agradable parecerse. (…) Yo desearía por el contrario, que tuviéramos un gran palacio, tribunas elegantes, un edificio magnífico, para ir allí a oír la voz potente y siempre elocuente del señor senador Del Valle, porque es cierto que desde las alturas se difunden mejor los principios, allí producen más efectos las grandes teorías y los grandes preceptos, que hablando desde un asiento aplastado, y teniendo que hablar hacia arriba.
No tenemos, pues, una casa para el Congreso; las comisiones se hielan en cuartos redondos; es imposible asistir y permanecer en ellos tres o cuatro horas. No hay en todo el Congreso comodidad alguna para nadie. (…) Lo sabe todo el país, no hay casa para el congreso; no hay casa para el gobierno nacional; (…) el ministerio de instrucción pública está en una casa alquilada; el de relaciones exteriores está también en una casa alquilada; el ministerio de hacienda apenas tiene donde desenvolverse con sus numerosos empleados; la Corte Suprema ocupa una casa alquilada, encima de unos almacenes; el correo está en otra casa alquilada; las comisarías todas están en casas alquiladas; las escuelas recién acaban de salir de casas alquiladas (…). Los juzgados de paz están en casas alquiladas; las oficinas de rentas en casas alquiladas. ¡Milagro es que no alquilemos cementerios y aduanas! Este será un estado muy agradable para hacer poesía, pero no es un estado civilizado”.
Le tocó a Wilde, como ministro a cargo de obras públicas, iniciar los proyectos de construcción del Palacio del Congreso y del Palacio de Justicia.

En fin, si tuviera que definir este libro, diría que es la historia de un hombre brillante en un país bello y abundante, donde todo estaba por hacerse. El hombre fue derrotado por los fanatismos y el país sigue a los tropezones…

Finalmente, quiero agradecer a todos los que me ayudaron en la investigación. Y agradecer particularmente a algunas personas: A Tomás Vallee por darme el tono de una época; a Lucila González Urquiza y Roxie Hanon por acompañarme a Bolivia a buscar la infancia de Wilde; a Guillermo San Román y señora por prestarme un rincón en La Cumbre para escribir; a Nacho Allende y señora por su entusiasmo contagioso; a Carlos Páez de la Torre, por su invalorable apoyo, y a Néstor Barreiro por todo, pero, especialmente, por su paciencia.

Muchas gracias.

martes, 3 de septiembre de 2013

Centenario de Wilde


Hace 100 años, el 4 de septiembre de 1913 moría en Bruselas Eduardo Wilde. El centenario pasará sin pena ni gloria, como sin pena ni gloria anda pasando tanto aniversario en estos tiempos de olvido.
Quizá la Literatura Argentina lo recuerde como lo ha recordado siempre: uno de los buenos escritores fragmentarios de la Generación del 80. La Historia lo ubicará allá en el fondo, en tercera fila, como aquel ministro de Roca, al que le tocó firmar la ley 1420. Con suerte, porque alguno denunciará que también fue ministro de Juárez Celman, y entonces corrupto. El relato lo señalará como integrante de los gobiernos conservadores, oligarcas, dueños de las estancias y el fraude electoral. La Medicina lo mencionará como el autor de El Hipo.
La Leyenda, lo más importante, contará que fue aquel marido de Guillermina, la “amante” de Roca.
¡Qué injusta es nuestra Memoria!
Sin embargo, Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras intelectuales más importantes de la célebre década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica, la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, y de la higiene y salubridad de la ciudad de Buenos Aires.
¿Por qué no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, o una plaza, o una escuela o un hospital? ¿Por qué se niega que la localidad que lleva su apellido sea un homenaje a su persona?
Tal vez porque, en sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor. Cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política. O tal vez porque nuestros próceres deben ser de bronce y Wilde solía decir, de sí mismo, que su corazón era tan grande que cabían en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos.
Lo cierto es que dejó huella en todos los campos en que actuó. Quien busque encontrará su impronta en aquella famosa ley 1420 de enseñanza laica, gratuita y obligatoria, en la Ley Universitaria, el Registro Civil y el Matrimonio Civil, en la organización de nuestro sistema de enseñanza secundaria, en la organización de los tribunales y la sistematización de nuestras leyes básicas, en la Biblioteca Nacional, en el Hospital de Clínicas, en el Hospital Rivadavia, en el sistema de obras sanitarias, en el Parque de Palermo, etc., etc.
En cuanto a su literatura, dos opiniones calificadas:
Sarmiento celebró la aparición de su primer libro –Tiempo Perdido– diciendo: “Wilde ha venido a salvar el país de la monotonía de lo recto, estrecho y escabroso, como las calles de Buenos Aires, no obstante la elegancia y belleza de las damas. (…) ¡Lean al doctor Wilde, cuando no se propone decir nada! ¡Es entonces que se le toma sustancia! (…) En la tribuna o en las horas perdidas, hará un gran servicio a su país, y es ‘echar de cuando en cuando’ un balde de agua en los lomos de estos políticos furiosos que escriben con el entrecejo fruncido, y el puño crispado; y cuyas letras desgarran el papel. ¡Oh, las letras, la bella literatura, jóvenes!, eso refresca el alma, despierta los buenos sentimientos y predispone el ánimo a la amistad. Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas, y paz en la tierra para los hombres...”.
Borges calificó a La Lluvia (1880), Alma Callejera (1882) y La Primera Noche en el Cementerio (1888) –incluidas en Prometeo & Cía.– como “generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.

La Patria tiene una deuda con Eduardo Wilde. Allá por la década de 1950 Florencio Escardó decía: “La escuela primaria y la enseñanza segundaria no lo exhiben ni en sus reseñas; su retrato no decora los despachos directoriales; la ciudad capital que tanto y tanto le debe de su progreso le ha consagrado el nombre de una callejuela cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe; calleja que hay que ir a buscar expresamente para sentir la sangre afluir a la piel de la cara, mientras se piensa en las avenidas que llevan el nombre de oscuros e inexistentes personajes o de sus contemporáneos que tuvieron la suerte de tener parientes con influencia en el consejo o en la intendencia. (…) No hay duda que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde, que tiene, sin embargo, concretos elementos sobre qué edificarse en lo literario, en lo político y en lo científico”.