Cuentan los historiadores que cuando Bartolomé Mitre fue elegido presidente, él y sus partidarios formaron un partido nacional y liberal. Contra esta posición surgió el partido autonomista, que se inclinaba por la preeminencia del poder bonaerense, liderado por Adolfo Alsina. Y cuentan que la prensa de la época bautizó a los autonomistas como crudos y los nacionales como cocidos.
Veamos cómo surgieron estos curiosos apodos que unos y otros tomaban como insultos.
Todo nació de la pluma juguetona de un chico de 19 años, recién llegado a la gran ciudad.
Eduardo Wilde, que de él por supuesto se trata, había llegado a Buenos Aires a comienzos de 1863 proveniente del Colegio Nacional del Uruguay.
Como no tenía ni un peso en el bolsillo y quería estudiar medicina, comenzó a hacer changas de contabilidad, y como eso no alcanzaba logró entrar en el diario La Nación de los Gutiérrez, partidarios de Mitre, como humilde cronista de la sección Crónica Local, por un sueldito miserable
Esta sección diaria (sin firma) de hechos locales, estaba dirigida principalmente a las matronas, y en todos los periódicos se ocupaba de temas municipales, actividad cultural, religiosa y teatral, moda (tomada de revistas extranjeras), festividades y eventos sociales, y, a veces, algún comentario político. Cada redacción tenía en su entrada un buzón, donde la gente dejaba gacetillas, solicitadas, poesías y otras colaboraciones, que los cronistas utilizaban cuando no tenían producción propia.
La sección de crónica local más popular y amena era la del diario La Tribuna, a cargo de Horacio Varela, alias Barrabás, quien solía incluir relatos en tono jocoso, epigramas y poesía festiva. Las crónicas de La Nación, en cambio, eran bastante aburridas o fiambre, como se decía en la jerga periodística. Las escribía José Manuel de Estrada, predominaban los temas religiosos y se comentaba, por ejemplo, un baile en el Club del Progreso, en este tono: “La más grande animación reinó en la fiesta. Los trajes más lujosos y las alhajas de más precio, han lucido en los salones del Club del Progreso en la noche del miércoles. En una palabra, la fiesta ha estado magnífica”.
Eduardo Wilde, de 19 años, y Olegario Ojeda, de 24, salteño y también recién llegado, reemplazaron a Estrada, que pasó a la sección principal, de política, del diario.
Tan desconocidos e insignificantes eran los nuevos cronistas que el periódico no se molestó en dar sus nombres. Las crónicas de uno y otro se distinguirían por los temas y el tono, porque ninguno de los dos firmó ninguna. Y el tono hizo la diferencia.
Wilde, gran curioso, gran observador y con un inimitable sentido del humor, no necesitó más que un par de meses para revolucionar la hasta entonces aburridísima sección.
El cronista debía leer todos los diarios y gacetillas, y rastrear hechos locales para cumplir con su crónica. Pero él, cuando no encontraba nada mejor, se sentaba a escribir, con todo desparpajo, hechos como este diálogo de vecinas en el día de San Martín de Tours.
-Jesús, si estoy contenta.
–De qué, doña Pancha
–De ver éste, nuestro patrón tan
milagroso. Mire usted, ayer me levanté temprano, di de comer a las gallinas,
puse un pedazo de pan en el saquito de Manuelito que se iba a la escuela, y
después, acordándome de que hoy era San Martín, me puse a rezar a nuestro
Patrón: luego que acabé salí afuera y miré al cielo, ¡qué santo milagroso!, ya
se conocía que iba a llover.
–Así es no más pues.
–Y todavía ha de haber gente que…,
pero Jesús María, Dios los perdone.
–Ahora que dice usted eso, ¿sabe
lo que ha ocurrido anoche?
–No, no sé.
–Mire no más lo que es, recuerda
usted que fulanita iba a entrar de hermana de la caridad.
–Sí, y muy buena muchacha
parecía, Dios la tenía de la mano.
–Qué, no diga usted, era una
hipócrita, Dios me perdone, pero Jesús si al ver estas cosas, no puede uno
menos…
–¿Pero qué?
–Qué ha de ser, que la muy
hipócrita se ha casado anoche; ¡y con quién!, con ese perro judío que se
atrevió a decirme vieja a mí en la iglesia de nuestro Seráfico Padre.
En fin, ya estaban las viejas en
el terreno de la crítica, donde sería largo seguirlas. Hemos tomado su diálogo
para avisaros que ayer ha llovido por milagro y que un marido puede reemplazar
a un hospital”.
Así, con gracia, frescura, color y una buena dosis de romanticismo, Wilde fue poniendo de moda la Crónica Local de La Nación. Mientras Ojeda se ocupaba de los temas serios, él entretenía a las lectoras más jóvenes, poco inclinadas a leer los periódicos, con sus retratos y sátiras de dandys, de solteronas presumidas y otros arquetipos porteños (en los que siempre priman las vanidades y apariencias); con sus parloteos de vecinas y tenderos, sus diálogos donde imitaba el habla de gallegos, genoveses o ingleses, sus escenas de bailes o de la cazuela del Colón, y sus variadas estampas porteñas.
Con mirada de forastero iba mostrando esa ciudad que los locales no suelen ver. Y comenzaba a cautivar a las niñas con las románticas pinturas que hacía de ojos rasgados, morenitas ardientes, estudiantes pobres, susurros, paseos al campo, atardeceres, tempestades, jazmines y lunas. A veces sus crónicas eran folletines que se extendían semanas, y cuya heroína era cierta morenita por la que agonizaba de amor; a veces traían mensajes cifrados que le encargaban los amigos enamorados; a veces eran diálogos íntimos con sus lectoras.
Pero volvamos a los crudos y cocidos.
Desde un principio el joven
cronista criticó la ineficiencia de la municipalidad (la rebautizó la Muni), pero hacia fines de octubre
comenzó a intercalar entre sus crónicas sus primeras sátiras políticas,
criticando algunos absurdos de la oposición. Algo natural en el periódico de
los Gutiérrez, que apoyaba al gobierno de Mitre en contraposición a
“Nuestro redactor ha dado en la descabellada idea de llamar localistas
a los que quieren hacer barullo. Otras veces, bebiendo inspiraciones en la
historia antigua, los bautiza con el nombre de oligarquía. Juro que tal
redactor está dando ciento en la herradura y ninguno en el clavo.
Crudo es la palabra, por vida de San Crispín. Política cruda es esa política calavera que echa el mañana
a la espalda y sale con el alfajor en la mano a buscar aventuras, aunque al
país se lo lleve el diablo.
La política cruda no transige
con nada ni con nadie, sobre todo no transige con el crimen, entendiéndose que
crimen es no aplaudir cuanto piensan y dicen los crudos.
Los crudos, a fe mía, son los
directores de esa política y sus afiliados.
Hay muchas categorías de crudos.
Hay crudos guapos, que
escupen por el colmillo y a los que nadie puede decir nada, porque han sido crudos en todo tiempo.
Hay crudos trompetas que
gritan mucho y no dicen nada.
Hay crudos nadadores, que
entran de crudos arrastrados por el
torrente.
Hay crudos de miedo que
entran de crudos para que no los
embromen.
Hay crudos asilados, que
entran de crudos para conquistar la
inmunidad de sus pecados de otro tiempo.
Hay crudos infelices, que no
saben por qué lo son.
Hay crudos por vocación, que
gustan de la política cruda como les
gusta ponerse quepi y sable en los días de formación. Estos son los crudos
cacharperos.
En todas partes del mundo y en todos los partidos hay crudos.
Los crudos de Entre Ríos son
López Jordán, Carriego, Andrade y el ilustre Esquivel.
Los crudos de Montevideo son
Acha, el secretario de las proclamas y otros.
Los crudos de Buenos Aires
son… tú dirás quienes son, lector discreto”.
El calificativo del joven Wilde entraría en la historia de nuestras luchas políticas, porque varios se dieron por aludidos y a algún crudo de La Tribuna se le ocurrió que si ellos eran crudos, los de La Nación eran cocidos.
Por otra parte, generó una apasionada polémica entre los distintos diarios: se discutió la mala costumbre argentina de usar apodos denigrantes para descalificar a los adversarios, y hasta se acusó a La Nación de injuriar a sus opositores con el mote de crudos.
Nadie mencionó el nombre de Wilde ni el hecho de que el apodo hubiera surgido de una crónica, pero por algo El Nacional dedicó varios artículos a fustigar a “los jóvenes incautos que persiguen falsos nacionalismos”.
Los crudos fundaron su Club Libertad, origen del partido Autonomista de Alsina. Los cocidos se agruparon en torno del Club del Pueblo, presidido por José María Gutiérrez y origen del partido Nacional de Mitre.
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