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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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ALBERTO CASARES
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martes, 11 de febrero de 2014

Eduardo Wilde, una historia argentina... En La Gaceta Literaria, 9.2.2014

Eduardo Wilde y el siglo XIX argentino

Un libro que es mucho más que una biografía
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UN TRABAJO DE IMPECABLE SUSTENTO. La autora ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado.

HISTORIA
EDUARDO WILDE. UNA HISTORIA ARGENTINA…
MAXINE HANON
(Klameen-Buenos Aires)
Para quienes puedan valorar un trabajo sobre el pasado nacional asentado en sólida investigación y vertido con excelente literatura, la aparición de Eduardo Wilde. Una historia argentina…, de Maxine Hanon, constituye un verdadero acontecimiento.

Autora de dos afamados libros –el Diccionario de británicos en Buenos Aires y Buenos Aires desde las quintas de Retiro a Recoleta (1580-1890)- además de jugosos artículos, Hanon entrega ahora una obra de un millar de páginas divididas en dos tomos, que creo realmente formidable.

Se trata de una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.

Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado, y mucho más: todo eso hila las telas del tapiz cuidadosamente tejido y desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.

Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje. Historia, es decir ese sobrecogedor océano que, para Mario Vargas Llosa, es “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas”.

Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los 16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un centenar como dos centenares de carillas.

Los títulos son escuetos y marcan la cronología: Don Diego, Faustino, Eduardo, El justiciero, El campeón liberal, Wilde, El viajero, El viejo Wilde y finalmente un Epílogo. No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.

Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, hijo de inglés y de tucumana, en Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844), y sigue con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.

Como libro de historia elaborado con todos los requisitos, consigna al pie de sus páginas una abrumadora cantidad de referencias documentales y bibliográficas. Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado -material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los repertorios de correspondencia y expedientes judiciales del Archivo General de la Nación y del Museo Roca, por ejemplo, así como en todos los periódicos de la época y por cierto en la bibliografía.

El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento. Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de investigadora perspicaz e independiente que la caracteriza.

El texto contiene largas transcripciones en letra cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle el gran favor de transcribir ese texto en su integridad -además de comentarlo y de subrayarlo- para que se entere allí mismo de lo que se habla.

Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de un grande y originalísimo escritor, cuyo estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.

Las transcripciones, entonces, eran absolutamente necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de talento y de bien entendido amor por el país, latían en el corazón de este gran argentino a quien el destierro de sus padres hizo nacer fuera de nuestras fronteras.

Hanon estructura de modo impecable la tarea y la vida de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas- desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado con sus ternuras, pequeñeces, tristezas y oscuridades.

Se abre paso así en cuestiones espinosas. Un ejemplo es el del segundo matrimonio de Wilde, tema favorito donde el fácil chiste y aún la calumnia han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca perderán el carácter de tales.

Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su Eduardo Wilde, y con verdadera maestría, eso que Paul Groussac denominó “arte de historiar”. Esto es, lograr que la verdad, buscada y acaso encontrada en la pesquisa documental, se integre “en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle sólo línea y color, cuando en realidad le infunde vida en potencia y en acto”.

Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto certero en las citas y en el lenguaje que pide cada asunto. Está la referencia ajustada y precisa que otorga base firme al argumento. Se percibe cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y que lo salva de convertirse en imperioso o en solemne.

Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.

El libro está redactado con una audacia y con una soltura que son un regalo para quien lo lee: prosa rica y cautivadora, que sólo obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.

Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos basados en la rebusca documental, Maxine Hanon se permite insertar líneas de ficción -que edifica sobre sus pesquisas- perfectamente separadas e individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad. A veces, en esas líneas, hasta dialoga con Wilde y lo interroga.

El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y pendenciero ministro de Justicia e Instrucción Pública de la primera presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor; esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”, está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.

Así valoro esta obra sobre un gran olvidado, y recomiendo sin vacilar su lectura. Será un deleite para quienes quieran internarse –con abundancia de luces y de sombras- en la época formativa de la Argentina moderna.

© LA GACETA
Carlos Páez de la Torre (H)

martes, 24 de diciembre de 2013

Presentación Eduardo Wilde en el Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, por Maxine Hanon

Cuando empecé a escribir mi libro, Eduardo Wilde, una historia argentina…,  quise comenzar por el principio: la genealogía de Wilde. Pero me encontré con un espíritu juguetón que me embarullaba todos los datos.
Allá por 1890, en su primera visita a España, Wilde decía: “Tengo algunos resentimientos con Pizarro y los otros conquistadores por haber dado muerte estos caballeros a muchos de mis antepasados los indios, primeros habitantes de América, emperadores, reyes, caciques, curacas y simples particulares, cuya sangre corre por mis venas, como se dice vulgarmente, aun cuando la sangre de persona alguna corra por sus venas, a causa de tener estas, válvulas que se oponen a las carreras; cuya sangre, decía, circula en mi cuerpo, diré ahora, caracterizando mi personalidad india y muy india, como se revela en mi color y en el apellido de mi padre y mío, Wilde, que en araucano quiere decir ‘guanaco salvaje’ y en el de mi madre, García, que en quichua significa ‘gracia’, un simple anagrama (recomiendo estas traducciones a los sabios descifradores de jeroglíficos, que mienten a mansalva)…”.
En 1909, siendo Ministro en España, Estanislao Zeballos le pidió que le averiguara de dónde venían y cual era la escritura correcta del apellido Cevallos. Wilde accedió al encargo pero le previno: “…si de la averiguación resulta que el nombre suyo viene del de algún bandido, no le transmitiré el informe”.
Por la misma época, cuando comenzó su última obra –Aguas Abajo-, un libro autobiográfico en el que se bautizó a sí mismo Boris, escribió: Boris nació en Tupiza (Bolivia), provincia del Chorolque o de Chichas, como se quiera; el día... iba a cometer la imprudencia de de­signarlo; felizmente un pudor natural, por cuen­ta de Boris, me lo ha impedido a tiempo. (…). ‘Que me importa a mí dónde ni cuándo na­ció Boris’, podría decir cualquier malcriado, el público, por ejemplo, si leyera estas páginas; pero el autor de ellas podría replicarle diciéndole: ‘nada le importa; convenido; como no importa a nadie su observación, pues podría usted hacer la misma a cuantos relatos, cróni­cas, historias, cuentos y biografías corren por el mundo’. Que la batalla del 24 de mayo haya tenido lugar el 24 de mayo y no el 24 de noviembre, para usted es lo mismo, pero no lo es para los que han hecho de esa fecha un símbolo o algo más: sobre todo para los pensionistas militares por razón de sus deudos muertos ese día en acción de guerra; ¡seis meses de diferencia de pensión para una viuda inconsolable ! ... ¡Como quien dice nada!”.
Es verdad que Wilde nació en Tupiza, pero por algo se rebautizó como Boris y no puso su año de nacimiento. Es que quizá ni él supiera, a ciencia cierta, en qué año nació.
En el libro de bautismos de la Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria de Tupiza se registra el bautismo de Faustino Ignacio Wilde el 17 de junio de 1842, de tres días, pero la nota escrita al margen aclara posteriormente: “Según declaración de dos testigos, se trata en esta partida de Faustino Eduardo. Conste. E. Gainza”. Estanislao Gainza estaba casado con una Wilde, probablemente sobrina de Eduardo. ¿Es esta su partida de nacimiento, o la verdadera es otra, perdida? Porque, para el mundo argentino, Eduardo Faustino Wilde nació el 15 de junio de 1844.
¿Fue bautizado como Eduardo? Hasta los 15 años era Faustino Wilde –así fue inscripto en el Colegio Nacional del Uruguay-, pero luego figura como Faustino Eduardo. Si el nombre Eduardo recién apareció en el Colegio, mi conjetura es que está asociado con el querido profesor George Raymond Clark (1801-1867), una especie de padrino de su época colegial. Clark era conocido en el Colegio como Jorge Eduardo Clark. Así como el nombre de pila Edmond (o Edmund) se traducía a veces como “Eduardo”, es probable que Raymond sufriera la misma transformación.
No me sorprendería que Wilde hubiera cambiado su Faustino Ignacio por Faustino Eduardo, porque la trasformación de nombres era moneda corriente en la familia Wild o Wilde.

Por el lado materno descendía de españoles. Su madre era María Visitación García, nacida en Tucumán el 25.11.1810, hija de Calixto Garcia y Josefa Quinteros, hermana de la famosa Fortunata García de García que rescató la cabeza de Marco Avellaneda de la pica clavada en la plaza de Tucumán. Tenía seis generaciones hacia arriba, de vecinos distinguidos y encomenderos del Tucumán, a partir de mediados del siglo XVI. Entre su parentela  estaba por ejemplo el Alférez Real Felipe García de Valdés, quien portaba el Real Estandarte al trasladarse San Miguel de Tucumán, en 1685, al sitio donde está hoy. Esas tierras donde se instaló la nueva San Miguel, eran propiedad de la familia García.
Por el lado paterno descendía de ingleses con mezcla de franceses.
Su padre se llamaba Wellesley James Wilde, nacido en Londres el 8.8.1808, hijo de James Wilde.
Veamos algunos datos de esta rama paterna.
James Wilde (1771-1854) nació en Londres, hijo de James Wilde (c.1749-1801), actor aficionado y apuntador del Convent Garden de Londres, y de Sarah Heard, quienes se habían casado el 5.1.1769 en Saint Martin In The Fields, Westminster, Londres. Sarah era hermana de sir Isaac Heard (1730-1822), Garter Principal King-of-Arms (Rey de Armas), máxima autoridad heráldica del reino. Una de sus funciones era organizar el ceremonial de las grandes exequias de la realeza, y la historia lo recuerda como aquel que organizó el fastuoso funeral de Lord Nelson. James casó el 17.5.1792, en Fins­bury, Lon­dres, con la fran­ce­sa Leo­nor Ma­ria Si­mo­net Le­frev­re (3.2.1772-14.7.1852), de Rowen, a quien había conocido en París en 1791 cuando, según sus descendientes, oficiaba de secretario de la embajada inglesa. Sus hijos fueron: Henry Ja­mes (16.6.1793), na­ci­do en Es­to­col­mo, Sue­cia cuando su padre era consejero del consulado inglés en esa ciudad, dicen sus descendientes; Spen­cer Ja­mes (7.3.1795), na­ci­do en Lam­beth, Su­rrey (hoy, Lon­dres), casó el 17.4.1823 con Ma­ría Can­de­la­ria La­gos; Eli­za Leo­no­ra (4.8.1796-29.3.1873), na­ci­da en Mary­le­bo­ne, Midd­le­sex (hoy, Lon­dres), ca­só el 30.10.1813 con Fre­de­rick Heath­field (c.1781-7.2.1818), y fue co­no­ci­da maes­tra; Ro­si­na Leo­no­ra (5.12.1798-14.2.1851), na­ci­da en Fa­re­ham Hunts, Hamps­hi­re, ca­só, el 25.3.1819, con el comerciante Tho­mas Bar­ton (17.11.1792-3.4.1843) y tam­bién fue una co­no­ci­da maes­tra; Hen­riet­ta Leo­no­ra (3.10.1800), na­ci­da en Lon­dres, casó en 1819 con Henry Burdon y se estableció en Chile; Fre­de­rick Ja­mes (1802-1804) na­ció en Pa­ris y mu­rió en Lon­dres; Fre­de­rick Ja­mes (1804-1808) na­ció en Lon­dres; Per­ce­val Ja­mes (22.9.1806), na­ci­do en Lon­dres, casó con Francisca Rivas; We­llesley Ja­mes (8.8.1808-6.8.1866), na­ci­do en Lam­beth, Midd­le­sex (hoy, Lon­dres); Jo­se An­to­nio (6.4.1814-14.1.1885), na­ci­ó en Bue­nos Ai­res y casó con su sobrina Victoria Wilde, hija de Perceval. Tuvo un hijo extramatrimonial, que reconoció en su testamento: Luis Florencio Wilde (c.1829).
Cuando la familia llegó a la Argentina (menos el hijo mayor, que no vino nunca), las mujeres retuvieron sus nombres de pila; los varones, todos, se acriollaron con las distintas traducciones de James, que todos los hijos traían como segundo nombre: el padre fue Santiago Wilde; Spencer fue Santiago Spencer; Perceval fue Jaime Perceval, Wellesley fue Diego Wellesley.
¿Era Diego Wellesley pariente o ahijado del duque de Wellington? Wellesley James y su hermano Perceval James fueron bautizados el 7.3.1809 en la iglesia anglicana de St. Mary Lambeth, Surrey, Inglaterra. Según la tradición familiar, el padrino de bautismo de Wellesley fue Arthur Wellesley, duque de Wellington. El padrino de Perceval pudo ser Spencer Perceval (1762-1812), primer ministro del gabinete de Londres (1809-1812), cuyo hijo John Frederick bautizó, a su vez, a su hijo con el nombre de James Wilde Perceval.
Cuando Diego murió, el diario The Standard, de los Mulhall, comentó que era pariente lejano del duque de Wellington. Lo mismo se decía en casa de los Estrada, amigos de juventud de Eduardo Wilde. No creo que se los haya contado él, puesto que en sus detallados diarios de viaje anota en Irlanda que visitó la casa natal de Wellington pero nada dice del supuesto parentesco o padrinazgo. Sospecho que no le interesaba.
También se ha mencionado la posibilidad de un parentesco con Oscar Wilde. No creo que la encuentren. Había, obviamente, un estrecho parentesco, pero no de sangre sino de humor. Hay cien frases irónicas de Oscar que pudieron haber sido dichas por Eduardo, y viceversa.

Volvamos a Diego Wilde, que llegó a Buenos Aires a los 4 años, y que probó varios oficios antes de entrar a la milicia. Durante las luchas civiles que comenzaron en 1829 le tocó en suerte revistar en las filas de Paz. Fue por lo tanto unitario y emigrante, mientras su familia quedó en Buenos Aires luciendo la divisa punzó.
Llegó a Tupiza a fines de 1831 sin un peso en el bolsillo pero con la linda Visitación, una criolla de humor picante y una buena dosis de ironía, con la que se había casado en Tucumán. En Bolivia tuvo almacén, probó el negocio de las minas y hasta se enroló en alguno de los ejércitos locales. Fracasó siempre en todas las aventuras –comerciales o bélicas-, tal vez porque, como decía su hijo, andaba siempre huido, huido de todas partes. Era un hombre encantador, con una mezcla de humor muy british, excentricidad igualmente british, melancolía de desterrado y ternura propia. Esa mezcla que enamoró en un principio a su mujer, fue la misma que, en la inagotable pobreza, la terminó exasperando a punto tal que la pobre Visitación se convirtió en una mujer dura, amargada, sarcástica, devota al rapé y a la misa diaria. Sus hijos la llamaban “el tirano”.
Eduardo y sus siete hermanos nacieron, por lo tanto, en la pobreza, a las órdenes de aquel pobre tirano que se las rebuscaba, como podía, para darles de comer. Hace unos años fui a Tupiza y encontré que la casa, relativamente elegante, donde dicen que nació o se crió no tiene nada que ver con la que él describió en Aguas Abajo. Seguramente fue una que le prestaron a doña Visitación en un momento en que ni casa tenían.
A pesar de la pobreza, a Wilde le encantó nacer y crecer en Tupiza: “…no tuvo el mérito ni la culpa de entrar en el mundo por Tupiza, pero si le hubiese sido posible escoger una población para nacer en ella, habría optado por esta villa, en razón de ser ella modesta, elemental y rara”.
Eduardo pudo haber sido uno más de los locos Wilde, cualquiera de sus hermanos o sobrinos, que pululaban por Salta, Tucumán o Bolivia. Todos inteligentísimos, extravagantes y graciosos, pero la mayoría vagos. No fue uno de ellos porque era más estudioso y en 1858 el padre le consiguió una beca para entrar de pupilo en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza después de Caseros. No fue difícil porque uno de los objetivos de aquellas becas fue el de favorecer a los hijos de guerreros empobrecidos por las guerras civiles. El coronel Diego Wilde aun reclamaba sueldos que se le debían desde hacía 30 años y que recién cobrarían sus descendientes treinta años más tarde.
El colegio Nacional del Uruguay –en su lustro de oro- fue una de las experiencias más interesantes de la historia de la educación argentina. Tanto que un Wilde agradecido escribió en 1891: “Aún cuando el General Urquiza no hubiera hecho en su vida más que fundar el Colegio del Uruguay y mantenerlo, tendría bastante para su gloria”.
Y así es, porque allí se congregó a un nutrido grupo de muchachos de todas las provincias argentinas, de los más diversos orígenes y características. Un equipo de profesores –en su mayoría extranjeros altamente capacitados-, liderados por el francés Alberto Larroque, tomaron a su cargo a esos muchachitos casi salvajes, sin conciencia de patria grande, y los convirtieron en ciudadanos argentinos ilustrados, “defensores impertérritos de la ley y de las instituciones patrias,” diría Larroque, “enemigos del desorden y de la anarquía, soldados de la libertad”, preparados para ejercer los más diversos oficios y profesiones.
Se les inculcó que ellos eran el batallón sagrado de la patria ideal, según contaba el ex alumno Francisco Fernández.

Este batallón sagrado de la patria ideal, que Urquiza imaginó y que el francés Larroque fue formando pacientemente, dio a la patria real dos generaciones brillantes, que formaron la parte provinciana de lo que se llamó la “Generación del 80”: dos futuros presidentes de la República, una docena de ministros y altos funcionarios de estado, presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia, varios gobernadores, decenas de legisladores y una legión de jueces, poetas, educadores, escritores y periodistas, grandes médicos y excelentes músicos.
Los lazos de aquel internado tendrían una enorme importancia política en los años por venir.

En julio de 1883, por ejemplo, cuando se debatía en el Congreso la famosa y vital ley de enseñanza laica, los ex alumnos del colegio del Uruguay copaban la escena: Roca en la presidencia, Wilde y Victorino de la Plaza eran sus ministros; Isaac Chavarría presidía la Cámara de Diputados secundado por Rafael Ruíz de los Llanos; Onésimo Leguizamón era líder de la bancada liberal.

El Eduardo Wilde que llegó a Buenos Aires en 1863, después que Pavón arrasara con ese magnífico experimento educativo, era fruto de aquellos linajes de españoles e ingleses –García y Wilde-, de aquella infancia tupiceña y de aquel colegio que lo moldeo. Esa es su genealogía. Buenos Aires, con sus luces, sus diversidades y su cultura, terminó de pulir un espíritu que fue considerado, por todos sus contemporáneos, como uno de los más refinados de la época.
Nicolás Avellaneda, que también había pasado unos años de su infancia en Tupiza, y que sentía por Wilde una mezcla de admiración y enorme cariño, le escribió en 1881 una carta –una de tantas- que decía así:
“My Doctor;
Anoche me sorprendió en la calle de Maipú la tormenta de tierra y busqué refugio en el patio de su casa. ¿Será que necesitaré algún día ponerme bajo su gloriosa protección? ¡Oh doctor! Usted es la elaboración de tres siglos. La vieja villa de Tupiza, tan antigua como Potosí, no había producido hasta hoy un hombre notable; y ese rayo de luz que viene extraviando tres generaciones de Wildes y que a uno les cae en la nariz como a su padre para hacerlo vivir entre visiones falsas, o en la nuca como a su tío para que mire hacia atrás, ese rayo de luz que ha producido sueños, miserias, existencias profundamente agitadas y tristemente incompletas, ha entrado, por fin en su cerebro (¡oh, mi doctor!) recto y luminoso. Otro tanto sucedió con la familia de los Mirabeau: tres generaciones de hombres, notables todos por su rasgo y de los destinos más extravagantes, hasta producir un hombre de genio.
¡Qué juegos caprichosos los de la vida! ¿De dónde viene esta planta desconocida en este clima y en este suelo? El viento trajo una noche su semilla desde millares de leguas atravesando montañas y mares. La geografía de las plantas se ha completado por este agente desconocido: la acción de los vientos. (…)
Doctor, todo esto me trae absorto. ¿Quién diría que este rayo de luz (Wilde) que viene serpeando en el aire desde otros continentes, que se agita en Buenos Aires, brillando y desapareciendo como un fuego fatuo sobre las cabezas de dos generaciones, había de tener por fin su encarnación, pasando por Tucumán, en aquella índica y misteriosa villa de Tupiza? Doctor: ¡Pienso instintivamente en aquellos embriones luminosos que pasan  por los aires y que presiden a las creaciones en las cosmogonías de la India! (…)”. 
Es que Wilde fue en verdad un rayo de luz o de agua fresca en la Gran Aldea. Sarmiento, que lo admiraba como escritor, había escrito unos años antes: “Wilde ha venido a salvar el país de la monotonía de lo recto, estrecho y escabroso, como las calles de Buenos Aires, no obstante la elegancia y belleza de las damas. (…) ¡Lean al doctor Wilde, cuando no se propone decir nada! ¡Es entonces que se le toma sustancia! (…) En la tribuna o en las horas perdidas, hará un gran servicio a su país, y es ‘echar de cuando en cuando’ un balde de agua en los lomos de estos políticos furiosos que escriben con el entrecejo fruncido, y el puño crispado; y cuyas letras desgarran el papel. ¡Oh, las letras, la bella literatura, jóvenes!, eso refresca el alma, despierta los buenos sentimientos y predispone el ánimo a la amistad. Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas, y paz en la tierra para los hombres...”.
Wilde había llegado a Buenos Aires sin un peso en el bolsillo y había trabajado de todo para pagarse sus estudios de medicina. Profesor de matemáticas, contador en una platería, corrector de pruebas y cronista en La Nación. Sus crónicas diarias –llenas de gracia salvaje y crítica inteligente- cosecharon tantos admiradores –especialmente entre los jóvenes-, como detractores, a quienes les irritaba ese moscardón molesto que se reía de todas las tonterías e hipocresías sociales. En su afán por ningunearlo lo llamaban el “el boliviano”, y le pedían a Gutiérrez, su jefe, que despidiera a ese muchachito maleducado.
En esa época lo descubrieron los dueños del Mosquito, quienes lo llamaron para colaborar con ellos. Fue el director de aquel periódico, Lucien Choquet, un francés de humor exquisito, quien pulió la escritura humorística de Wilde. Juntos redactaron el Mosquito en su época de oro.
En poco tiempo Wilde se convertiría no sólo en un gran periodista sino también en un maestro de la sátira política. Muchas de esas sátiras están en las antologías de cuentos humorísticos argentinos, sin explicación de las circunstancias políticas en que fueron escritos.
Mientras hacía estas cosas, se recibía de médico con honores y sorprendía a todos con una tesis sobre el Hipo, impecable como obra científica y muy bien escrita. Al mismo tiempo, se jugaba la vida curando enfermos durante las grandes epidemias de cólera y fiebre amarilla, oficiaba de diputado, dictaba cátedra en la universidad, y estudiaba los problemas de higiene de la ciudad. Era profesor de higiene en el Colegio Nacional y reconocido como el más destacado de los higienistas de su tiempo. Sería uno de los diseñadores de nuestro sistema de obras sanitarias.

Cuando en 1882 fue designado, inesperadamente, como ministro de instrucción pública, culto y justicia, Avellaneda le escribe exaltado: “¡¡Doctor sublime!!/ Me falta una metáfora para saludar el astro de su fortuna naciente.”.
En esos días Manuel Láinez decía en El Diario: “Para algo había servido la originalidad de espíritu que no envejece, la inteligencia aplicada con éxito a todas las dificultades de la vida, los obstáculos pulverizados a fuerza de talento, el ingenio en lo que tiene de más vivo y palpitante, cuando desde las modestas bancas de la escuela, sin más capital que el trabajo y la inteligencia, se asciende a la cúspide de la esfera política, con la rapidez deslumbradora de una exaltación que deja su estela luminosa como huella de su paso”.
Los únicos que no aplaudieron su llegada al ministerio fueron los integrantes del club católico, que temblaron ante el reemplazo del ultra católico Manuel Pizarro por el “ateo” Wilde, “el pensador más radical de este país” según lo calificó La Patria Italiana.
Pensador radical quería decir pensador más liberal, dispuesto a iniciar en serio una lucha que desde hacía años se insinuaba pero no se comenzaba: la lucha por las leyes civiles liberales. Enseñanza laica, gratuita y obligatoria; registro civil y matrimonio civil. Estos eran instrumentos fundamentales para dar la bienvenida a todos los inmigrantes –especialmente europeos- que quisieran habitar el suelo argentino.
Wilde fue, indiscutiblemente, el campeón de esta cruzada, secundado por supuesto por Onésimo Leguizamón y apoyado por Sarmiento desde la prensa. Roca no la habría iniciado sin Wilde y Sarmiento no lo hizo mientras fue presidente.
Tal era el prestigio de Wilde a fines de 1884 cuando, después de dos años de luchas, logró sacar la ley de enseñanza laica, que Héctor Varela, que escribía en el periódico La América de Madrid, comentaba unos homenajes que se le había hecho, diciendo: “…La campaña del doctor Wilde ha sido de las más brillantes que se conocen en América; y estos gajes hermosos de simpatía de que acaba de ser objeto especial, harán comprender en Europa a los que no conocen la índole de nuestros pueblos que en ellos jamás se lucha en vano por la justicia y la libertad, y por los eternos principios que la democracia lleva en su bandera, sin que esos pueblos sepan levantar a la cumbre, a los apóstoles que gallardamente la agitan en sus manos”.
En esos días algunos fantasearon con su candidatura para las próximas elecciones presidenciales. No pudo ser por varias razones, especialmente aquella que le señalaba el periódico El Quijote, opositor, en cada una de sus caricaturas del ministro: era boliviano y su padre era inglés.
La acción de Wilde como ministro de Roca no se limita, por supuesto, a la ley de enseñanza primaria y su reglamentación.
Durante su ministerio se establecieron siete escuelas normales de varones, trece de mujeres, y quince colegios nacionales, dotados de materiales y gabinetes de ciencias. Se establecieron nuevos planes de estudios y un reglamento minucioso y completo, que comprendía todas las disposiciones vigentes. Se organizó la instrucción universitaria con una ley básica de los estatutos (famosa ley Avellaneda), redactada por Avellaneda y Wilde. Como complemento de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, impulsó la fundación del Hospital de Clínicas, con su escuela de práctica y sus consultorios.
En materia de cultura, se reorganizó el Museo Público, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Nacional, así como un departamento de canje internacional de publicaciones, para difundir disposiciones oficiales y obras de carácter nacional.
En materia de Justicia no sólo logró que se sancionara la ley de Registro Civil. Bregó, durante cinco años, por la modernización de nuestro sistema judicial y carcelario, y por la sanción de códigos y de leyes básicas necesarias. Muchos de los proyectos que presentó o impulsó fueron sancionados después de su hora.
En los tiempos actuales, de profundo desorden social, cito aquí algunas de las frases sobre justicia y educación que aparecen en las memorias ministeriales de Wilde, escritas por su propia mano:
“La justicia buena, pronta y barata es el más grande y más poderoso elemento de orden, de progreso y de libertad”.
“El retardo con que hoy y desde tiempo atrás se administra justicia en nuestro país, es una verdadera llaga social, que ha llegado a hacerse intolerable y que es indispensable suprimir, cueste lo que cueste y a la mayor brevedad”
“No hay ley penal buena cuando el poder social no dispone de los medios de hacerla cumplir…”.

Todo cuanto una nación puede aspirar para ocupar un rango prominente, fortuna, renombre, fuerza, felicidad y gloria, es el producto de su instrucción esparcida, difundida, aplicada, transformada, adherida por último a los objetos para cambiar las condiciones de su existencia”.
"Si la ilustración es la condición de todo progreso en la vida político-social, mejorar la instrucción primaria que es la base de aquella, debe ser el propósito de pueblos y  gobiernos".

Para imponer las leyes liberales de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil (que se sancionó durante la siguiente presidencia de Juárez Celman, en la que era Ministro del Interior), Wilde entró necesariamente en colisión con las autoridades de la Iglesia Católica y lo que se llamó el partido clerical (muchos de sus miembros eran roquistas). Y en esa lucha hubo mucha ofensa y mucha herida. Wilde la pagó carísima. Hay una historia que cuento en mi libro de dos chiquitos, hijos de su primera mujer, Ventura Muñoz, que él crió y que fueron usados para herirlo. A la muerte de Ventura, los niños debían pasar, naturalmente, a su cargo, pero, con la excusa de que un ateo o hereje no podía educar niños, sus detractores lograron impedirle la guarda. Una historia tristísima en la que los principales perjudicados fueron los chicos.
Por otro lado, desde muy joven Wilde uso, en su lucha contra fanatismos e hipocresías, dos armas que juntas pueden ser letales: el humor y la inteligencia. Así, sin quererlo, cosechó innumerables enemigos que, llegado el momento de debilidad, se lanzaron sobre él para calumniarlo, vejarlo y derribarlo. No lo destruyeron, pero lo convirtieron en un hombre amargado, a veces cínico. Así se lo vio durante buena parte del gobierno de Juárez Celman, al que renunció en enero de 1889, un año y medio antes de la revolución del 90.
Después de aquella renuncia se pasó muchos años viajando por Estados Unidos, Europa, Japón, China, África.
Allá por 1893, cuando Bernardo de Irigoyen fue desterrado a Montevideo por el gobierno de Luis Sáenz Peña, Wilde, solidarizándose con él, le decía en una carta: “Que lo destierren, lo tramitan, lo envuelvan y lo confiesen; que lo teman o lo caduquen, palabra nueva, y aun que lo muelan en un almirez o mortero no le añade ni le quita nada. Bernardo de Irigoyen no es un nombre, es un adjetivo que significa probidad, cultura, inteligencia, mesura, instrucción, bondad y mil otras cosas más.
Que no pierda usted ni olvide su serenidad y la placidez de su espíritu, es lo que le desea su amigo que lo quiere.”.
No pudo tomar para sí mismo lo que le aconsejaba a Irigoyen: serenidad y placidez de espíritu. En 1900 se fue definitivamente de su patria, huyendo de la maledicencia y el maltrato. Durante 13 años ofició de diplomático, algo que hacía muy bien, pero que le aburría sobremanera. En 1906 le decía a un amigo:
“Usted me habla de la vida diplomática y parece creer que yo encuentro en ella algún halago. ¡Si usted viera lo que es!
Los diplomáticos en general son hombres que han vivido ya mucho y están cansados de la tan repetida comedia humana.
Las comidas, los tees, las reuniones, las fiestas de caridad saqueadoras, todo en fin, le es insoportablemente aburridor y fastidioso!
En los recibos sociales, conjuntos de gentes heterogéneas, casi nada es agradable; siendo en ellos la conversación imposible, todo se reduce a saludos distraídos, preguntas vanas, y de paso, cuya respuesta no se atiende. Cuando me encuentro en ellos me parece ver en la concurrencia que circula inmotivadamente afanosa, un cardumen de esos pequeños peces rojos y amarillos, que navegaran en una gran redoma llena de agua, batiendo la cola, cambiando de dirección, abriendo inopinadamente la boca, moviéndose y accionando sin aparente causa y aproximándose por fin, al grueso y curvo cristal para ser refractados en forma de monstruos grotescos…”
Uno se pregunta: ¿Por qué se quedaba allí? Por qué no volvía a su patria? En la misma carta le expresaba al amigo la razón: “Desde hace largos años en esa mi tierra se han dado en aborrecerme; no sé por qué”.
Murió en ese mundo viejo, con la tristeza de ese aborrecimiento, el 4.9.1913. Tenía casi 70 años.

No he dicho nada del Wilde escritor. Para la mayoría de sus contemporáneos, era el mejor de su generación.
En la opinión calificada de Jorge Luis Borges, inventó más de una página perfecta. Wilde, dice, “Perteneció a esa especie ya casi mítica de los prosistas criollos, hombres de finura y de fuerza, que manifestaron hondo criollismo sin dragonear jamás de paisanos ni de compadres, sin amalevarse ni agaucharse, sin añadirse ni una pampa ni un comité. Fue todavía más: fue un gran imaginador de realidades experienciales y hasta fantásticas. Su “Alma Callejera”, su “Primera noche de cementerio”, su realización de la poética, que es la ubicuidad de la lluvia, son generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.
Sus obras completas, en 19 tomos, incluyen sus escritos de ficción, sus trabajos científicos, sus diarios de viajes, algunas de sus memorias ministeriales, algunos sus artículos periodísticos y algunas de sus cartas.

Para terminar, algunos datos sobre sus matrimonios:
El 27 de noviembre de 1875 se casó con Ventura Muñoz, viuda del tucumano Manuel Zavaleta, hija de Ramón Muñoz Marcó y Francisca Acosta. Se casó en la iglesia de la Merced ante dos testigos de lujo: el presidente Nicolás Avellaneda y su esposa Carmen.
Ventura, 30 años, era una morocha bella, ocurrente, apasionada, mundana, impulsiva y muy celosa. Pasión y celos, una combinación explosiva que la llevaban a cometer actos irreflexivos, como agredir en la calle a quien sospechaba su competidora, volteándola de un empellón de la vereda alta al empedrado.
Tenía de su primer matrimonio con Zavaleta cinco hijos. Los dos menores, Eduardo y Diego, de 3 y 2 años, fueron criados por Wilde, quien los consideraba sus hijos.
La relación terminó en divorcio escandaloso, pero cuando Ventura murió, el 2 de enero de 1884, Eduardo estaba a su lado.
El 6 de noviembre de 1885 el viudo Wilde se casó en segundas nupcias con Guillermina de Oliveira Cézar, 15 años, oriental, hija de Ramón Oliveira Cézar y Ángela Diana. Fueron padrinos Julio A. Roca y Ángela Diana de Oliveira Cézar, y testigos Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini y Victorino de la Plaza.
O sea, entre padrinos y testigos de sus dos casamientos encontramos a cuatro presidentes argentinos. Supongo que es un caso único.
Guillermina lo acompañó hasta el final y murió en Buenos Aires el 29.5.1836.
Curiosamente, sus dos mujeres eran muy bellas, muy fuertes y muy porteñas, pero una, Ventura, a la apasionada manera federal, y la otra, Guillermina, con el elegante estilo unitario.
No tuvo hijos de ninguno de sus matrimonios.

Creo que la Patria tiene una deuda con Eduardo Wilde, como con tantos otros. Allá por la década de 1950 Florencio Escardó decía: “La escuela primaria y la enseñanza segundaria no lo exhiben ni en sus reseñas; su retrato no decora los despachos directoriales; la ciudad capital que tanto y tanto le debe de su progreso le ha consagrado el nombre de una callejuela cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe; calleja que hay que ir a buscar expresamente para sentir la sangre afluir a la piel de la cara, mientras se piensa en las avenidas que llevan el nombre de oscuros e inexistentes personajes o de sus contemporáneos que tuvieron la suerte de tener parientes con influencia en el consejo o en la intendencia. (…) No hay duda que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde, que tiene, sin embargo, concretos elementos sobre qué edificarse en lo literario, en lo político y en lo científico”.
Nada ha cambiado hoy.



domingo, 22 de septiembre de 2013

Presentación de “Eduardo Wilde. Una historia argentina” por el Dr. Carlos Páez de la Torre




Me atrevo a decir que la personalidad de historiadora de la doctora Maxine Hanon es bastante poco común. Es una abogada que ha ejercido su profesión con éxito y con entusiasmo, desde que se graduó en Buenos Aires. Ha sido asociada de uno de los estudios prestigiosos de nuestro foro, y fue también asesora jurídica de una de las importantes empresas argentinas de seguros.
Pero al mismo tiempo que la abogacía la obligaba a consumir códigos, a buscar jurisprudencias y a batallar en  los tribunales, fue despuntando en la doctora Hanon -como producto decantado de esas buenas lecturas a las que era devota desde la niñez- una nítida vocación de investigadora de la historia argentina.
Procedió a darle salida. Se abrió paso en la disciplina sola y sin más recursos intelectuales que su despierta inteligencia, su amplia cultura y su impar olfato de investigadora: lo que no es poco.
Su primer libro, “El pequeño cementerio protestante de la calle del Socorro”, ya revelaba la solidez de su trabajo de historiadora. Vinieron luego los dos que no vacilo en calificar de fundamentales en la temática que abarcan. El “Diccionario de británicos en Buenos Aires”, es un monumental tomo de casi novecientas páginas, con más de cuatro mil reseñas biográficas (rigurosamente investigadas en las fuentes) de ingleses que llegaron al Plata antes de 1852, más un centenar de noticias sobre buques, instituciones y festividades británicas porteñas. Nadie que estudie tales asuntos puede dejar de consultar con enorme provecho este tomo.
El otro libro, “Buenos Aires desde las quintas de Retiro a Recoleta (1580-1890)” es, según Arnaldo Cunietti Ferrando “un verdadero fresco de la vida cotidiana porteña desde el siglo XVI hasta finales del XIX”. Un verdadero “clásico del relato histórico de la ciudad de Buenos Aires, “por sus agudas observaciones y conclusiones, la amenidad en el tratamiento de los diversos temas y, sobre todo, por la documentación que lo acompaña, fruto de una infatigable y apasionante investigación histórica”.
Además, entregó al público los amenos y originales trabajos editados en “Todo es Historia” en “Historias de la Ciudad” y en “Cuadernos de Numismática y Ciencias Históricas”, que le dieron justificado prestigio.
Los solos títulos ya despiertan ganas de leerlos, y por eso los enumero: “Doña Clara, inglesa brava”, “Las lavanderas, morenas y federales”, “John Whitaker, un inglés socialista en tiempos de Rosas”, “De relojes, gafas y daguerrotipos: la familia Helsby en Buenos Aires”, “De Londres a Buenos Aires: la vida ejemplar de Santiago Wilde”, “El hotel de Faunch: un cinco estrellas de 1825”, “Los Basurco y Herrera, primitivos dueños de la Recoleta, San Telmo y otras tierras de extramuros”.
Hay más: “Woodbine Parish y el tratado angloargentino de 1825”, “El combate de Retiro en las invasiones inglesas”, “Un francotirador en el convento de la Recoleta: el temible padre Castañeda”, “La escuela inglesa de la señora Hyne”, “La quinta de Altolaguirre, orígenes de la avenida Alvear” y “Había una vez una plaza Fernando VII”.
Y ahora, redobla victoriosamente su apuesta de historiadora, con el formidable libro en dos tomos cuya aparición nos congrega esta tarde: “Eduardo Wilde. Una historia argentina”.
Es simbólico que la obra se presente en este recinto tan cargado de historia. Este fue el escenario de las grandes batallas de Wilde como diputado nacional y como ministro de la República en dos oportunidades.
Es una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.
Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado, y mucho más: todo eso hiló las telas del tapiz cuidadosamente tejido y desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.
Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje. Historia, es decir ese sobrecogedor océano que para Mario Vargas Llosa se forma con “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas”.
Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los 16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un centenar como dos centenares de carillas.
Los títulos son escuetos y marcan la cronología: “Don Diego”, “Faustino”, “Eduardo”, “El justiciero”, “El campeón liberal”, “Wilde”, “El viajero”, “El viejo Wilde” y finalmente un “Epílogo”.
No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.
Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, en Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844) y con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.
Como libro de historia elaborado con todos los requisitos, cuenta al pie de sus páginas con una abrumadora cantidad de referencias documentales y bibliográficas.
Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado -material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los fondos del Archivo General de la Nación, en todos los periódicos de la época y por cierto en la bibliografía.
El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento. Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de perspicaz e independiente investigadora que caracteriza a quien lo firma.
El texto contiene largas transcripciones en letra cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle a ese lector el gran favor de transcribir el texto citado, en su integridad -además de comentarlo y de subrayarlo- para que él se entere allí mismo de lo que hablamos.
Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de un  grande y originalísimo escritor, cuyo estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.
Las transcripciones, entonces, eran absolutamente necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de talento y de bien entendido amor por su país, latían en el corazón de este gran argentino.
Maxine Hanon es abogada, dije, y los años en la profesión le sirven también para estructurar ordenadamente la tarea y la vida de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas- desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado con sus ternuras, sus pequeñeces, sus tristezas y sus oscuridades.
Se abre paso así en cuestiones espinosas como los dos matrimonios de Wilde, ámbito acerca del cual el fácil chiste y aún la calumnia han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca perderán el carácter de tales.
En su famoso prólogo a “Mendoza y Garay”, Paul Groussac afirmó que en la disciplina histórica, “junto a la cultura general y al acopio erudito, existe un arte de historiar”. Es el que cada historiador usa para aplicar, “ora al desarrollo del asunto, ora a cada problema particular, sus dotes de inteligencia, discernimiento crítico y sagacidad. Fuera del talento supremo de expresión, que a tan pocos concede la avara naturaleza”.
Así, la verdad, buscada y acaso encontrada en los documentos, tras un laborioso deducir e inferir, “se integra en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle solo línea y color, cuando en realidad le infunde vida e potencia y en acto”.
Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su “Eduardo Wilde”, y con verdadera maestría, eso que el maestro denominó “arte de historiar”.
Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto certero en las citas y en el lenguaje que demanda cada asunto. Está la referencia ajustada y precisa que edifica la base de cada argumento. Se percibe cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y que lo salva de convertirse en imperioso o solemne.
Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.
Su libro está redactado con una audacia y con una soltura que son un regalo para el lector: prosa rica y cautivadora, que solo obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.
Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos tan profundamente cimentados en la pesquisa documental, Maxine Hanon se permite, de pronto, insertar líneas de ficción, perfectamente separadas e individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad.
El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y pendenciero ministro de Justicia e instrucción Pública de la primera presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor; esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”, está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.

Así valoro esta obra, y considero todo un honor que su autora me haya encargado presentarla ante ustedes. Recomiendo sin vacilar su lectura. Será un deleite continuado para quienes quieran internarse -luces y sombras inclusas- en la época en que se formó la Argentina moderna.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Presentación Wilde, una historia argentina... en el recinto del antiguo Congreso de la Nación.


Buenas tardes a todos y gracias por venir.
En primer lugar, agradezco a la Academia Nacional de la Historia, a su presidente, Miguel Ángel De Marco, a Carlos Páez de la Torre y a todos sus miembros, por haberme permitido presentar este libro en este lugar. Este recinto tiene un valor muy especial para mí: aquí sucedió buena parte de lo que cuento en el libro.

Muchos me han preguntado si Wilde “da” para un libro de 1000 y pico de páginas.
Para responder a la pregunta, si me permiten, voy a empezar por contar  una historia personal.
La primera vez que leí algo de Wilde, fue a los 17 años. Era Tini, la historia de la agonía de aquel chiquito que murió de crup. Tanto me debe haber impresionado que recuerdo que copié el párrafo final del cuento y lo pegué sobre mi mesa de luz. Poco después, mientras estudiaba la vida de Roca en la Biblioteca del Maestro, supe que ese escritor delicado había sido ministro de Roca, y cayó en mis manos un tomo de sus obras completas: Cartas de Presidentes. Siempre me ha gustado la letra chica de la Historia, y ese libro era una fiesta de letra chica. Luego leí Aguas Abajo, sus memorias de infancia. El libro es tan íntimo que me hice amiga de Wilde. Leía y conversaba con el autor. Ahí está todo su humor, ternura e inteligencia, sus tres características esenciales.
Empecé a buscar sus obras completas, tarea dificilísima que me llevó años. Agradezco el sótano de la librería de Fernández Blanco porque allí encontré buena parte de los 19 tomos. En esos tomos, y luego en otros libros y prólogos que hablaban de Wilde, fui descubriendo a un estadista y a la vez un hombre profundamente amargado. ¿Qué pasó, me preguntaba, para que este personaje que a mí me parecía tan agradable llegara a ser tan odiado? ¿Por qué todo ese rechazo que cuenta Florencio Escardó en uno de los pocos libros dedicados a Wilde?
“Dicen que no faltaron indignidades en su vivir; bástenos que no haya ninguna en sus libros., escribe Borges en su precioso epílogo de Páginas Muertas, una selección de cuentos de Wilde.
Me propuse descubrir esas indignidades u originalidades, según las calificaban otros, y escribir una biografía que continuara su autobiográfica Aguas Abajo.
En Cartas de Presidentes, leí en la introducción que su viuda había donado todas sus cartas de distintos presidentes –desde Mitre a Roque Sáenz Peña- a la Biblioteca Nacional, pero seleccionando las que podían publicarse. Pensé que en las cartas no publicadas encontraría los secretos que buscaba.
No encontré las “Cartas de Presidentes” en la vieja Biblioteca de la calle México ni en la nueva, pero, después de mucho averiguar, me dijeron que ese tipo de documentación había pasado hacía muchos años al Archivo General de la Nación. Así llegué por primera vez al Archivo. No encontré lo que buscaba, pero buscando en el fichero de sucesiones la W de Wilde me encontré con la W de un tatarabuelo mío del que poco sabía, salvo que había vivido en una extensa quinta de la Recoleta. Dejé a Wilde de lado y me calcé los zapatos de mi tatarabuelo inglés para recorrer otros caminos del pasado porteño: cementerios, quintas y británicos. Pasaron los años, terminé mi Diccionario de Británicos y estaba ya escribiendo una biografía de otro inglés –el fundador del British Packet-, cuando Wilde volvió para reclamarme lo que le debía.

Wilde no creía en las biografías. Decía que Todas son falsas porque contienen no el retrato del biografiado, sino su copia en el cerebro y las pasiones del biógrafo.
Además, le molestaban los panegíricos, con héroes de puro bronce. Cuando murió Mitre, por ejemplo, al comentar su apoteósico funeral, le decía a un amigo desde el exilio: "¿Por qué nadie ha hablado de los errores del general durante su tiempo de gobernante o de opositor?/ Los radicales, por ejemplo, habrían podido mencionar en sus discursos las revoluciones en que tomó parte Mitre, llamándolas reivindicaciones de los derechos del pueblo, etcétera, etcétera –los militares de los contrastes en el Paraguay, de La Verde y de campañas desgraciadas –y eso, que estaba seguramente en la memoria de todos los que asistían a la apoteosis, ha parecido intencionalmente apartado, dejando creer que los panegiristas pensaban que las faltas eran muy graves y no debían ser mencionadas, por no echar sombras sobre el escenario; cuando, al contrario, mencionarlas habría sido necesario para dar al ensalzado formas humanas…”.
Vale la pena leer su discurso en los funerales de Sarmiento, en 1888, para sentir esas formas humanas. Mientras los discursos de los demás mostraban a un Sarmiento inmaculado, Wilde combinó virtudes y defectos. Por allí dice:
"Su ambición fue el orden, su fantasma, la anarquía, y su intensa preocupación, librar a los argentinos de caudillos y demagogos, para los que no tuvo piedad ni perdón".
Y más adelante:
"Como los hombres eminentes de la Prusia, comprendió que la educación del pueblo era la palabra poderosa de su engrandecimiento, y, único maestro que no fue jamás discípulo, hizo de la escuela el elemento primordial del orden público y la base inconmovible de la regeneración social.
No acordó solamente a la enseñanza su meditación y su saber: le consagró lo mejor de sus horas, y consiguió amalgamar la esencia de su ser con los procesos de la educación primaria.
No fue disciplinado ni metódico en su trabajo por el bien del Estado; pero sus actos determinaron siempre corrientes impetuosas que produjeron innegables beneficios. (…) no hay institución, reforma ni accidente de la vida democrática que no tenga rasgos de su genial talento y de su incansable energía.
Poseído de sí mismo, tuvo tan grande aprecio por sus (propias) dotes, que fuera atrevimiento ante sus ojos desconocerlo o moderarlo. Hombre de estado, con sedimento propio, no aprendía: enseñaba".
Y más adelante:
"En la ruda polémica, sus frases despiadadas, a manera de moles de granito movidas por titanes, caían sobre el campo de la lucha, destrozando adversarios e inocentes, en tanto que él como una esfinge recibía los proyectiles lanzados a su cabeza, sin que jamás le hirieran".
Cuando murió otro amigo, Aristóbulo del Valle, un diario le pidió un estudio de su personalidad. Wilde comenzó a esbozarlo, pero no lo terminó ni lo publicó, por temor a ser malinterpretado. En la introducción de aquel estudio, decía, justamente:
"Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como prototipo de nuestros juicios favorables o deprimentes, verificando así una verdadera falsificación..."

A pesar de la opinión de Wilde, me propuse escribir una biografía, pero me fui encontrando con muchas dificultades. Su actuación en los más variados campos, todos interesantes y algunos inexplorados, me obligaban a extenderme más de la cuenta: los destinos de los emigrados de la época de Rosas, la historia del Colegio del Uruguay, los detalles del periodismo combativo de la segunda mitad del siglo XIX, la vida política y social de los estudiantes, las grandes epidemias que castigaron a Buenos Aires, las luchas religiosas y las conquistas liberales, la historia de la educación, la transformación de Buenos Aires, etcétera, etcétera.
Entonces decidí acompañar a Wilde por los caminos que él recorrió, convirtiendo mi biografía en una suerte de historia socio-política de parte del siglo XIX. Una historia por momentos amable y, por momentos, tremendamente densa, contradictoria y angustiante, como es en verdad la historia argentina.
Como el personaje fue un magnífico observador de la realidad y sus detalles, la tarea se me hizo apasionante y el libro salió demasiado largo…
Volviendo a las indignidades u originalidades, descubrí finalmente en el Archivo las famosas cartas entregadas a la  Biblioteca, pero no encontré nada jugoso.
La sicología de Wilde, que fue analizada por varios de sus contemporáneos, no era fácil. Era riquísima en matices y, en apariencia, tremendamente contradictoria. Él solía decir, de sí mismo, que su corazón era "tan grande que cabían en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos".
Cierta vez, siendo un muchacho de 20 años, en los bravos tiempos de la presidencia de Mitre, alguien le dijo que era un veleta porque variaba de idea política. Y contestó:
"… yo acepto la clasificación porque en efecto soy una veleta que gira sobre el punto fijo del bien, obedeciendo a una orden superior. Los vientos de la pasión me señalan direcciones opuestas, pero como la veleta de los edificios, si dejo de marcar uno, vuelvo al punto de partida cuando la fuerza de su voluntad me lo exige.
Si los vientos no existieran, la veleta no tendría razón de ser, como no la tendría el corazón sin pasiones".
Y más adelante:
"Ay! del hombre cuyas ideas estuvieran siempre fijas en un solo punto!
(…). Es tan fastidioso encontrar a un hombre preocupado de una sola cosa, como un pueblo refrescado por un solo viento. (…) ¡Salud a la variedad de la veleta, que es la vida del hombre!”.

La cuestión era entonces encontrar cuál era ese punto fijo del bien para Wilde. Después de leer las miles de páginas que escribió, de escucharlo en este recinto, y de desprenderme de mis propios prejuicios, fui encontrando el eje de su veleta, que nada tenía de indigno.
Fue, eso sí, la personalidad más controvertida y maltratada de su tiempo. Tal vez porque en su lucha contra los fanatismos uso y abusó de dos armas que unidas son letales: el humor y la inteligencia. O tal vez porque cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política.
Además, su personalidad –y su humor– eran muy difíciles de comprender para sus contemporáneos, algunos de los cuales lo consideraban un veleta en el sentido más peyorativo de la palabra. Para otros –los más conservadores– era simplemente el Diablo, ateo e incrédulo, que había venido a la política para destruir a la Iglesia. Y él, por supuesto, los alimentaba riéndose de todo lo convencional, desde el Himno Nacional hasta los diez mandamientos.
Así, por ejemplo, en un libro de viajes soltaba párrafos como éste:
“Yo soy envidioso, naturalmente; la envidia es la más racional de las altas cualidades que un hombre puede tener. Si en lugar de prohibirla en el Decálogo la hubieran puesto entre las virtudes teologales, esa elevada pasión no sería tan perjudicada en sus derechos: ‘No codiciar los bienes ajenos’, ‘no desear la mujer de su prójimo’. Esto es prohibir precisamente lo más natural y lo más racional. ¿Querrá acaso el Decálogo que uno codicie los males ajenos o que desee la mujer propia que, según nuestra santa madre Iglesia, debe estar siempre a la mano?”
En otro viaje contaba que al entrar a Irlanda le habían revisado las valijas y le exigían dejar el revólver que llevaba. Explicó, sin suerte, que era un regalo de un amigo querido, que lo había llevado por todo el mundo. Finalmente, ya harto, dijo algo así como –Mire, señor, yo no necesito revólver para matar: ¡soy médico! Ante ese argumento, el oficial le devolvió el revólver.
Este tipo de comentarios humorísticos, que corrían de boca en boca, frecuentemente adornados y debidamente aumentados, más los que directamente se inventaron, fueron creando una leyenda negra que ocultó los rasgos más importantes de su personalidad y de su obra: la política, la literaria y la científica.
Aníbal Ponce, comentando los tiempos de sus luchas por la ley de enseñanza laica, decía: “Una atmósfera diabólica lo rodeo desde entonces. Llegaron a contarse cosas horribles de aquel hombre hermoso y rubio como una pintura de Ticiano, y se llegó a ver la perversa sabiduría de la serpiente en sus límpidos ojos de largas pestañas”.
Murió en Europa, desterrado y amargado. La muerte, que suele calmar enconos, no lo salvó del olvido: no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, ni una plaza, ni una escuela ni un hospital. Negamos que la localidad que lleva su apellido sea un homenaje a su persona. Los muros de su bóveda en Recoleta no tienen una sola placa de bronce que muestre algún homenaje, de esos que sus vecinos de tumba –con muchos menos méritos- lucen de a montones. La semana pasada se cumplió el centenario de su muerte. No hubo una sola mención periodística que lo recordara.
Varias personas, al enterarse que escribía este libro, han comentado: “¡Ah, Wilde, el marido de Guillermina, la amante de Roca!”. El summum del desprecio.

Buena parte de lo que cuento en estas mil páginas tiene por escenario este recinto. Por aquí pasó todo. Aquí, podríamos decir, se plantaron las bases de la Argentina republicana.
Cuando leía, en el Archivo General de la Nación, los diarios de sesiones de la Cámara de Diputados y del Senado, de las décadas del 70 y del 80 del siglo XIX, y las crónicas parlamentarias, olvidaba el tiempo y el espacio para escaparme mentalmente a este lugar. Oía desde esa barra el eco de las voces de los grandes oradores. Veía, en la media luz, la poderosa figura de Sarmiento levantando en alto sus manos llenas de ira y verdades. Me deleitaba con la discusión apasionada de ideas; me enojaba con la politiquería que entonces, como ahora, ensuciaba las grandes batallas.
He acompañado a Eduardo Wilde, para verlo actuar desde su banca de diputado, o desde la de ministro, porque los ministros como él pasaban mucho tiempo en el Congreso, defendiendo proyectos propios o ajenos.
Lo he seguido en aquellos interminables debates por la ley de enseñanza laica, las obras de salubridad o la ley de matrimonio civil. No fue un gran orador en el sentido clásico de la palabra, pero su voz finita, silabeante, era más eficaz que la de cualquiera de sus contendientes. No había poesía en sus discursos, sino prosa bien estudiada, bien elaborada y claramente expuesta. Cuando le tocaba debatir, lo hacía como el buen esgrimista que era. Un cronista que presenció uno de sus famosos debates (que no era otro que Pedro B. Palacio, el futuro Almafuerte) decía: Sereno y plácido, sin ir al terreno que no le convenía pisar, traía al enemigo al terreno donde él era fuerte, desde donde dominaba la situación, para anonadarlo allí con toda la lógica de su argumentación sólida y bien nutrida".

Para terminar, una anécdota sobre este recinto y la situación calamitosa de los edificios  de administración pública en estos años fundacionales.
En una sesión del Senado, en 1887, Aristóbulo del Valle criticaba el proyecto de construir un nuevo Congreso.
Wilde, al contestarle, le pregunta: "¿Qué diría el señor senador y toda la Cámara, si un extranjero viniera a la barra de este congreso en el día que hay gran concurrencia de diputados, (…), y viera que después de haberse asomado un señor diputado buscando por todos lados donde tomar asiento, se diese vuelta y se retirase a las antesalas por no encontrar sitio, y que recién cuando trae el sirviente una silla encontrara colocación para sentarse a legislar. ¿Qué diría ese extranjero de un país que no tiene un recinto donde quepan sus legisladores?"
Del Valle le responde: "Diría, (…) lo que dice el extranjero que entra a la sala de los comunes de Inglaterra, donde no caben la mitad de sus miembros: “En este recinto tan estrecho, en este recinto incómodo, se ha asegurado y se ha salvado la libertad de un pueblo”. No estaríamos en peores condiciones que los comunes de Inglaterra. (…)"
Wilde le replica: "Es muy bueno tener algún punto de contacto con los ingleses, pero en esto de no tener asiento, no es muy agradable parecerse. (…) Yo desearía por el contrario, que tuviéramos un gran palacio, tribunas elegantes, un edificio magnífico, para ir allí a oír la voz potente y siempre elocuente del señor senador Del Valle, porque es cierto que desde las alturas se difunden mejor los principios, allí producen más efectos las grandes teorías y los grandes preceptos, que hablando desde un asiento aplastado, y teniendo que hablar hacia arriba.
No tenemos, pues, una casa para el Congreso; las comisiones se hielan en cuartos redondos; es imposible asistir y permanecer en ellos tres o cuatro horas. No hay en todo el Congreso comodidad alguna para nadie. (…) Lo sabe todo el país, no hay casa para el congreso; no hay casa para el gobierno nacional; (…) el ministerio de instrucción pública está en una casa alquilada; el de relaciones exteriores está también en una casa alquilada; el ministerio de hacienda apenas tiene donde desenvolverse con sus numerosos empleados; la Corte Suprema ocupa una casa alquilada, encima de unos almacenes; el correo está en otra casa alquilada; las comisarías todas están en casas alquiladas; las escuelas recién acaban de salir de casas alquiladas (…). Los juzgados de paz están en casas alquiladas; las oficinas de rentas en casas alquiladas. ¡Milagro es que no alquilemos cementerios y aduanas! Este será un estado muy agradable para hacer poesía, pero no es un estado civilizado”.
Le tocó a Wilde, como ministro a cargo de obras públicas, iniciar los proyectos de construcción del Palacio del Congreso y del Palacio de Justicia.

En fin, si tuviera que definir este libro, diría que es la historia de un hombre brillante en un país bello y abundante, donde todo estaba por hacerse. El hombre fue derrotado por los fanatismos y el país sigue a los tropezones…

Finalmente, quiero agradecer a todos los que me ayudaron en la investigación. Y agradecer particularmente a algunas personas: A Tomás Vallee por darme el tono de una época; a Lucila González Urquiza y Roxie Hanon por acompañarme a Bolivia a buscar la infancia de Wilde; a Guillermo San Román y señora por prestarme un rincón en La Cumbre para escribir; a Nacho Allende y señora por su entusiasmo contagioso; a Carlos Páez de la Torre, por su invalorable apoyo, y a Néstor Barreiro por todo, pero, especialmente, por su paciencia.

Muchas gracias.

martes, 3 de septiembre de 2013

Centenario de Wilde


Hace 100 años, el 4 de septiembre de 1913 moría en Bruselas Eduardo Wilde. El centenario pasará sin pena ni gloria, como sin pena ni gloria anda pasando tanto aniversario en estos tiempos de olvido.
Quizá la Literatura Argentina lo recuerde como lo ha recordado siempre: uno de los buenos escritores fragmentarios de la Generación del 80. La Historia lo ubicará allá en el fondo, en tercera fila, como aquel ministro de Roca, al que le tocó firmar la ley 1420. Con suerte, porque alguno denunciará que también fue ministro de Juárez Celman, y entonces corrupto. El relato lo señalará como integrante de los gobiernos conservadores, oligarcas, dueños de las estancias y el fraude electoral. La Medicina lo mencionará como el autor de El Hipo.
La Leyenda, lo más importante, contará que fue aquel marido de Guillermina, la “amante” de Roca.
¡Qué injusta es nuestra Memoria!
Sin embargo, Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras intelectuales más importantes de la célebre década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica, la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, y de la higiene y salubridad de la ciudad de Buenos Aires.
¿Por qué no hay en Buenos Aires una calle decente que lo recuerde, o una plaza, o una escuela o un hospital? ¿Por qué se niega que la localidad que lleva su apellido sea un homenaje a su persona?
Tal vez porque, en sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor. Cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia, que él llamaba poesía política. O tal vez porque nuestros próceres deben ser de bronce y Wilde solía decir, de sí mismo, que su corazón era tan grande que cabían en él todas las miserias, todas las noblezas, todas las originalidades y todos los sentimientos humanos.
Lo cierto es que dejó huella en todos los campos en que actuó. Quien busque encontrará su impronta en aquella famosa ley 1420 de enseñanza laica, gratuita y obligatoria, en la Ley Universitaria, el Registro Civil y el Matrimonio Civil, en la organización de nuestro sistema de enseñanza secundaria, en la organización de los tribunales y la sistematización de nuestras leyes básicas, en la Biblioteca Nacional, en el Hospital de Clínicas, en el Hospital Rivadavia, en el sistema de obras sanitarias, en el Parque de Palermo, etc., etc.
En cuanto a su literatura, dos opiniones calificadas:
Sarmiento celebró la aparición de su primer libro –Tiempo Perdido– diciendo: “Wilde ha venido a salvar el país de la monotonía de lo recto, estrecho y escabroso, como las calles de Buenos Aires, no obstante la elegancia y belleza de las damas. (…) ¡Lean al doctor Wilde, cuando no se propone decir nada! ¡Es entonces que se le toma sustancia! (…) En la tribuna o en las horas perdidas, hará un gran servicio a su país, y es ‘echar de cuando en cuando’ un balde de agua en los lomos de estos políticos furiosos que escriben con el entrecejo fruncido, y el puño crispado; y cuyas letras desgarran el papel. ¡Oh, las letras, la bella literatura, jóvenes!, eso refresca el alma, despierta los buenos sentimientos y predispone el ánimo a la amistad. Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas, y paz en la tierra para los hombres...”.
Borges calificó a La Lluvia (1880), Alma Callejera (1882) y La Primera Noche en el Cementerio (1888) –incluidas en Prometeo & Cía.– como “generosidades de la literatura de esas que se igualan difícilmente”.

La Patria tiene una deuda con Eduardo Wilde. Allá por la década de 1950 Florencio Escardó decía: “La escuela primaria y la enseñanza segundaria no lo exhiben ni en sus reseñas; su retrato no decora los despachos directoriales; la ciudad capital que tanto y tanto le debe de su progreso le ha consagrado el nombre de una callejuela cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe; calleja que hay que ir a buscar expresamente para sentir la sangre afluir a la piel de la cara, mientras se piensa en las avenidas que llevan el nombre de oscuros e inexistentes personajes o de sus contemporáneos que tuvieron la suerte de tener parientes con influencia en el consejo o en la intendencia. (…) No hay duda que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde, que tiene, sin embargo, concretos elementos sobre qué edificarse en lo literario, en lo político y en lo científico”.

martes, 11 de octubre de 2011

¿Muere la Argentina?

El diario de hoy:
Los inmigrantes chinos mandan a sus hijos a formarse en China con sus abuelos; peor, los mandan a criarse en China, a hacer su Escuela Primaria en China.
¡Adiós sueños de la Generación del 80!

El candidato de izquierda Jorge Altamira dice: "Las instituciones políticas están pintadas" en Argentina.
¡Adiós sueños de Alberdi!

Si no hay instituciones republicanas ni inmigración que se eduque en Argentina, toda una idea de Nación se desmorona.
¿Qué vendrá?

sábado, 9 de julio de 2011

Día de la Patria

Celebro tu Día, querida Argentina perdida, estés donde estés.
Creo que tu espíritu todavía ronda por los pequeños pueblos laboriosos, por la inmensidad de las pampas, por las soledades del Sur, por las quebradas jujeñas, por mi Rama Caída, en fin, por esos lugares donde el silencio y el mate o el vino limpia y cura, donde no se oyen los gritos estridentes, vacíos, frívolos de las ciudades.
Vuelve Argentina, te extraño!

martes, 5 de julio de 2011

¡DESPIERTA ARGENTINA!

¡DESPIERTA ARGENTINA!
Mientras dormís tu territorio devastado se revuelca en la indecencia: monarquía absolutista, hipocresía, corrupción, embrutecimiento, modelo y relato.
¡SACÚDETE ARGENTINA!

domingo, 22 de mayo de 2011

¡Qué patético!

El sábado 21 de mayo, en el acto en el que se oficializó la fórmula Filmus-Tomada, que la presidenta eligió a dedo la noche anterior (¿no habrán tenido algo de vergüenza esos tres hombres grandes que fueron a Olivos a escuchar el veredicto?) como fórmula para el gobierno porteño, se produjo el siguiente incidente:
Una persona del público le gritó a la jefa de Estado "sos una reina". Ella inmediatamente replicó: "No hablemos de reina, porque mañana me sacan un titular que aspiro a una monarquía. No. Bien democrático, bien democrático", todo entre risas.

domingo, 1 de mayo de 2011

Adiós Sabato

Ha muerto Ernesto Sabato, el último de nuestros grandes escritores-pensadores. Tenía casi 100 años. El hecho de que no haya surgido ningún otro en por lo menos nueve generaciones, es una muestra cabal de nuestra tremenda decadencia.
¡Qué oscura está la Argentina!

jueves, 21 de abril de 2011

Grande, Vargas Llosa!

"Nazis, fascistas, comunistas, caudillos militares o civiles enceguecidos por los dueños de las verdades absolutas han tratado de domesticar el espíritu crítico que ha sido siempre el motor del cambio. Por fortuna siempre han fracasado, pero dejando en el camino miríadas de víctimas''

martes, 19 de abril de 2011

Democracia y populismo

"La democracia es una forma de gobierno con muchas promesas que uno puede afrontar con cierto escepticismo pero sabiendo que es el mejor sistema hasta aquí inventado… A veces la democracia es reemplazada por el populismo, que es una degradación destinada a los ignorantes, como esas marcas de café y té que falsifican el producto para hacerlo más barato. El populismo es la democracia rebajada de precio". Fernando Savater, en La Gaceta de Tucumán

miércoles, 30 de marzo de 2011

Desesperanza

Avellaneda decía que los pueblos que no conocen su pasado no tienen conciencia de su futuro. De un tiempo a esta parte nos han construido un relato político de nuestro pasado, de todo el pasado, que bloquea nuestra visión hacia el futuro.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Educación y democracia, por Onésimo Leguizamón, en el debate de la ley 1420, 1883.

Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un pueblo inconciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios, jamás un verdadero elegido!