Cuando empecé a escribir mi libro,
Eduardo Wilde, una historia argentina…,
quise comenzar por el principio: la
genealogía de Wilde. Pero me encontré con un espíritu juguetón que me
embarullaba todos los datos.
Allá por 1890, en su primera
visita a España, Wilde decía: “Tengo
algunos resentimientos con Pizarro y los otros conquistadores por haber dado muerte
estos caballeros a muchos de mis antepasados los indios, primeros habitantes de
América, emperadores, reyes, caciques, curacas y simples particulares, cuya
sangre corre por mis venas, como se dice vulgarmente, aun cuando la sangre de
persona alguna corra por sus venas, a causa de tener estas, válvulas que se
oponen a las carreras; cuya sangre, decía, circula en mi cuerpo, diré ahora,
caracterizando mi personalidad india y muy india, como se revela en mi color y
en el apellido de mi padre y mío, Wilde, que en araucano quiere decir ‘guanaco
salvaje’ y en el de mi madre, García, que en quichua significa ‘gracia’, un
simple anagrama (recomiendo estas traducciones a los sabios descifradores de
jeroglíficos, que mienten a mansalva)…”.
En 1909, siendo Ministro en
España, Estanislao Zeballos le pidió que le averiguara de dónde venían y cual
era la escritura correcta del apellido Cevallos. Wilde accedió al encargo pero
le previno: “…si de la averiguación
resulta que el nombre suyo viene del de algún bandido, no le transmitiré el
informe”.
Por la misma época, cuando
comenzó su última obra –Aguas Abajo-, un libro autobiográfico en el que se
bautizó a sí mismo Boris, escribió: “Boris nació en Tupiza (Bolivia), provincia del Chorolque o de
Chichas, como se quiera; el día... iba a cometer la
imprudencia de designarlo; felizmente un pudor natural, por cuenta de Boris,
me lo ha impedido a tiempo. (…). ‘Que me importa a mí dónde ni cuándo nació
Boris’, podría decir cualquier malcriado, el público, por ejemplo, si leyera
estas páginas; pero el autor de ellas podría replicarle diciéndole: ‘nada le
importa; convenido; como no importa a nadie su observación, pues podría usted hacer
la misma a cuantos relatos, crónicas, historias, cuentos y biografías corren
por el mundo’. Que la batalla del 24 de mayo haya tenido lugar el 24 de mayo y
no el 24 de noviembre, para usted es lo mismo, pero no lo es para los que han
hecho de esa fecha un símbolo o algo más: sobre todo para los pensionistas
militares por razón de sus deudos muertos ese día en acción de guerra; ¡seis
meses de diferencia de pensión para una viuda inconsolable ! ... ¡Como quien
dice nada!”.
Es verdad que Wilde nació en Tupiza,
pero por algo se rebautizó como Boris y no puso su año de nacimiento. Es que quizá
ni él supiera, a ciencia cierta, en qué año nació.
En el libro de bautismos de la Iglesia de Nuestra Señora
de la Candelaria
de Tupiza se registra el bautismo de Faustino Ignacio Wilde el 17 de junio de
1842, de tres días, pero la nota escrita al margen aclara posteriormente: “Según declaración de dos testigos, se trata
en esta partida de Faustino Eduardo. Conste. E. Gainza”. Estanislao Gainza
estaba casado con una Wilde, probablemente sobrina de Eduardo. ¿Es esta su
partida de nacimiento, o la verdadera es otra, perdida? Porque, para el mundo
argentino, Eduardo Faustino Wilde nació el 15 de junio de 1844.
¿Fue bautizado como Eduardo?
Hasta los 15 años era Faustino Wilde –así fue inscripto en el Colegio Nacional
del Uruguay-, pero luego figura como Faustino Eduardo. Si el nombre Eduardo
recién apareció en el Colegio, mi conjetura es que está asociado con el querido
profesor George Raymond Clark (1801-1867), una especie de padrino de su época
colegial. Clark era conocido en el Colegio como Jorge Eduardo Clark. Así como el nombre de pila Edmond (o Edmund) se
traducía a veces como “Eduardo”, es probable que Raymond sufriera la misma
transformación.
No me sorprendería que Wilde
hubiera cambiado su Faustino Ignacio por Faustino Eduardo, porque la
trasformación de nombres era moneda corriente en la familia Wild o Wilde.
Por el lado materno descendía de
españoles. Su madre era María Visitación García, nacida en Tucumán el 25.11.1810,
hija de Calixto
Garcia y Josefa Quinteros, hermana de la famosa Fortunata García de García que
rescató la cabeza de Marco Avellaneda de la pica clavada en la plaza de
Tucumán. Tenía seis
generaciones hacia arriba, de vecinos distinguidos y encomenderos del Tucumán,
a partir de mediados del siglo XVI. Entre su parentela estaba por ejemplo
el Alférez Real Felipe García de Valdés, quien portaba el Real Estandarte al
trasladarse San Miguel de Tucumán, en 1685, al sitio donde está hoy. Esas
tierras donde se instaló la nueva San Miguel, eran propiedad de la familia
García.
Por el lado paterno descendía de
ingleses con mezcla de franceses.
Su padre se llamaba Wellesley
James Wilde, nacido en Londres el 8.8.1808, hijo de James Wilde.
Veamos algunos datos de esta rama
paterna.
James Wilde (1771-1854) nació en
Londres, hijo de James Wilde (c.1749-1801), actor aficionado y apuntador del
Convent Garden de Londres, y de Sarah Heard, quienes se habían casado el
5.1.1769 en Saint Martin In The Fields, Westminster, Londres. Sarah
era hermana de sir Isaac Heard (1730-1822), Garter
Principal King-of-Arms (Rey de Armas), máxima autoridad heráldica del
reino. Una de sus funciones era organizar el ceremonial de las grandes exequias
de la realeza, y la historia lo recuerda como aquel que organizó el fastuoso
funeral de Lord Nelson. James casó el 17.5.1792, en Finsbury, Londres, con la
francesa Leonor Maria Simonet Lefrevre (3.2.1772-14.7.1852), de Rowen,
a quien había conocido en París en 1791 cuando, según sus descendientes,
oficiaba de secretario de la embajada inglesa. Sus hijos fueron: Henry James
(16.6.1793), nacido en Estocolmo, Suecia cuando su padre era consejero
del consulado inglés en esa ciudad, dicen sus descendientes; Spencer James
(7.3.1795), nacido en Lambeth, Surrey (hoy, Londres), casó el 17.4.1823 con María Candelaria
Lagos; Eliza Leonora (4.8.1796-29.3.1873), nacida en Marylebone,
Middlesex (hoy, Londres), casó el 30.10.1813 con Frederick Heathfield
(c.1781-7.2.1818), y fue conocida maestra; Rosina Leonora
(5.12.1798-14.2.1851), nacida en Fareham Hunts, Hampshire, casó, el
25.3.1819, con el comerciante Thomas Barton (17.11.1792-3.4.1843) y también
fue una conocida maestra; Henrietta Leonora (3.10.1800), nacida en
Londres, casó en 1819 con Henry Burdon y se estableció en Chile; Frederick
James (1802-1804) nació en Paris y murió en Londres; Frederick James
(1804-1808) nació en Londres; Perceval James (22.9.1806), nacido en Londres,
casó con Francisca Rivas; Wellesley James (8.8.1808-6.8.1866), nacido en
Lambeth, Middlesex (hoy, Londres); Jose Antonio (6.4.1814-14.1.1885), nació
en Buenos Aires y casó con su sobrina Victoria Wilde, hija de Perceval. Tuvo
un hijo extramatrimonial, que reconoció en su testamento: Luis Florencio Wilde
(c.1829).
Cuando la familia llegó a la
Argentina (menos el hijo mayor, que no vino nunca), las mujeres retuvieron sus
nombres de pila; los varones, todos, se acriollaron con las distintas
traducciones de James, que todos los hijos traían como segundo nombre: el padre
fue Santiago Wilde; Spencer fue Santiago Spencer; Perceval fue Jaime Perceval,
Wellesley fue Diego Wellesley.
¿Era Diego Wellesley pariente o
ahijado del duque de Wellington? Wellesley James y su hermano Perceval James
fueron bautizados el 7.3.1809 en la iglesia anglicana de St. Mary Lambeth,
Surrey, Inglaterra. Según la tradición familiar, el padrino de bautismo de
Wellesley fue Arthur Wellesley, duque de Wellington. El padrino de Perceval
pudo ser Spencer Perceval (1762-1812), primer ministro del gabinete de Londres
(1809-1812), cuyo hijo John Frederick bautizó, a su vez, a su hijo con el
nombre de James Wilde Perceval.
Cuando Diego murió, el diario The Standard, de los Mulhall, comentó
que era pariente lejano del duque de Wellington. Lo mismo se decía en casa de
los Estrada, amigos de juventud de Eduardo Wilde. No creo que se los haya
contado él, puesto que en sus detallados diarios de viaje anota en Irlanda que
visitó la casa natal de Wellington pero nada dice del supuesto parentesco o
padrinazgo. Sospecho que no le interesaba.
También se ha mencionado la
posibilidad de un parentesco con Oscar Wilde. No creo que la encuentren. Había,
obviamente, un estrecho parentesco, pero no de sangre sino de humor. Hay cien frases irónicas de Oscar
que pudieron haber sido dichas por Eduardo, y viceversa.
Volvamos a Diego Wilde, que llegó
a Buenos Aires a los 4 años, y que probó varios oficios antes de entrar a la
milicia. Durante las luchas civiles que comenzaron en 1829 le tocó en suerte
revistar en las filas de Paz. Fue por lo tanto unitario y emigrante, mientras
su familia quedó en Buenos Aires luciendo la divisa punzó.
Llegó a Tupiza a fines de 1831 sin
un peso en el bolsillo pero con la linda Visitación, una criolla de humor
picante y una buena dosis de ironía, con la que se había casado en Tucumán. En
Bolivia tuvo almacén, probó el negocio de las minas y hasta se enroló en alguno
de los ejércitos locales. Fracasó siempre en todas las aventuras –comerciales o
bélicas-, tal vez porque, como decía su hijo, andaba siempre huido, huido de
todas partes. Era un hombre encantador, con una mezcla de humor muy british, excentricidad igualmente british, melancolía de desterrado y
ternura propia. Esa mezcla que enamoró en un principio a su mujer, fue la misma
que, en la inagotable pobreza, la terminó exasperando a punto tal que la pobre
Visitación se convirtió en una mujer dura, amargada, sarcástica, devota al rapé
y a la misa diaria. Sus hijos la llamaban “el tirano”.
Eduardo y sus siete hermanos
nacieron, por lo tanto, en la pobreza, a las órdenes de aquel pobre tirano que
se las rebuscaba, como podía, para darles de comer. Hace unos años fui a Tupiza
y encontré que la casa, relativamente elegante, donde dicen que nació o se crió
no tiene nada que ver con la que él describió en Aguas Abajo. Seguramente fue una que le prestaron a doña Visitación
en un momento en que ni casa tenían.
A pesar de la pobreza, a Wilde le
encantó nacer y crecer en Tupiza: “…no
tuvo el mérito ni la culpa de entrar en el mundo por Tupiza, pero si le hubiese
sido posible escoger una población para nacer en ella, habría optado por esta
villa, en razón de ser ella modesta, elemental y rara”.
Eduardo pudo haber sido uno más
de los locos Wilde, cualquiera de sus hermanos o sobrinos, que pululaban por
Salta, Tucumán o Bolivia. Todos inteligentísimos, extravagantes y graciosos,
pero la mayoría vagos. No fue uno de ellos porque era más estudioso y en 1858
el padre le consiguió una beca para entrar de pupilo en el Colegio Nacional de Concepción
del Uruguay, fundado por Urquiza después de Caseros. No fue difícil porque uno
de los objetivos de aquellas becas fue el de favorecer a los hijos de guerreros
empobrecidos por las guerras civiles. El coronel Diego Wilde aun reclamaba
sueldos que se le debían desde hacía 30 años y que recién cobrarían sus
descendientes treinta años más tarde.
El colegio Nacional del Uruguay
–en su lustro de oro- fue una de las experiencias más interesantes de la historia
de la educación argentina. Tanto que un Wilde agradecido escribió en 1891: “Aún cuando el General Urquiza no hubiera
hecho en su vida más que fundar el Colegio del Uruguay y mantenerlo, tendría
bastante para su gloria”.
Y así es, porque allí se congregó
a un nutrido grupo de muchachos de todas las provincias argentinas, de los más
diversos orígenes y características. Un equipo de profesores –en su mayoría
extranjeros altamente capacitados-, liderados por el francés Alberto Larroque,
tomaron a su cargo a esos muchachitos casi salvajes, sin conciencia de patria
grande, y los convirtieron en ciudadanos argentinos ilustrados, “defensores impertérritos de la ley y de las
instituciones patrias,” diría Larroque,
“enemigos del desorden y de la anarquía, soldados de la libertad”, preparados
para ejercer los más diversos oficios y profesiones.
Se les inculcó que ellos eran el batallón sagrado de la patria ideal,
según contaba el ex alumno Francisco Fernández.
Este batallón
sagrado de la patria ideal, que Urquiza imaginó y que el francés Larroque
fue formando pacientemente, dio a la patria
real dos generaciones brillantes, que formaron la parte provinciana de lo
que se llamó la “Generación del 80”: dos futuros presidentes de la República, una docena de
ministros y altos funcionarios de estado, presidentes del Senado, de la Cámara de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia, varios gobernadores, decenas de legisladores y una
legión de jueces, poetas, educadores, escritores y periodistas, grandes médicos
y excelentes músicos.
Los lazos de aquel internado
tendrían una enorme importancia política en los años por venir.
En julio de 1883, por ejemplo,
cuando se debatía en el Congreso la famosa y vital ley de enseñanza laica, los
ex alumnos del colegio del Uruguay copaban la escena: Roca en la presidencia, Wilde
y Victorino de la Plaza eran sus ministros; Isaac Chavarría presidía la Cámara
de Diputados secundado por Rafael Ruíz de los Llanos; Onésimo Leguizamón era
líder de la bancada liberal.
El Eduardo Wilde que llegó a
Buenos Aires en 1863, después que Pavón arrasara con ese magnífico experimento
educativo, era fruto de aquellos linajes de españoles e ingleses –García y
Wilde-, de aquella infancia tupiceña y de aquel colegio que lo moldeo. Esa es
su genealogía. Buenos Aires, con sus luces, sus diversidades y su cultura,
terminó de pulir un espíritu que fue considerado, por todos sus contemporáneos,
como uno de los más refinados de la época.
Nicolás Avellaneda, que también
había pasado unos años de su infancia en Tupiza, y que sentía por Wilde una
mezcla de admiración y enorme cariño, le escribió en 1881 una carta –una de
tantas- que decía así:
“My Doctor;
Anoche me sorprendió en la calle de Maipú la
tormenta de tierra y busqué refugio en el patio de su casa. ¿Será que
necesitaré algún día ponerme bajo su gloriosa protección? ¡Oh doctor! Usted es
la elaboración de tres siglos. La vieja villa de Tupiza, tan antigua como
Potosí, no había producido hasta hoy un hombre notable; y ese rayo de luz que
viene extraviando tres generaciones de Wildes y que a uno les cae en la nariz
como a su padre para hacerlo vivir entre visiones falsas, o en la nuca como a
su tío para que mire hacia atrás, ese rayo de luz que ha producido sueños,
miserias, existencias profundamente agitadas y tristemente incompletas, ha
entrado, por fin en su cerebro (¡oh, mi doctor!) recto y luminoso. Otro tanto
sucedió con la familia de los Mirabeau: tres generaciones de hombres, notables
todos por su rasgo y de los destinos más extravagantes, hasta producir un
hombre de genio.
¡Qué juegos caprichosos los de la vida! ¿De
dónde viene esta planta desconocida en este clima y en este suelo? El viento
trajo una noche su semilla desde millares de leguas atravesando montañas y
mares. La geografía de las plantas se ha completado por este agente
desconocido: la acción de los vientos. (…)
Doctor, todo esto me trae absorto. ¿Quién
diría que este rayo de luz (Wilde) que viene serpeando en el aire desde otros
continentes, que se agita en Buenos Aires, brillando y desapareciendo como un
fuego fatuo sobre las cabezas de dos generaciones, había de tener por fin su
encarnación, pasando por Tucumán, en aquella índica y misteriosa villa de
Tupiza? Doctor: ¡Pienso instintivamente en aquellos embriones luminosos que
pasan por los aires y que presiden a las
creaciones en las cosmogonías de la India! (…)”.
Es que Wilde fue en verdad un
rayo de luz o de agua fresca en la Gran Aldea. Sarmiento, que lo admiraba como
escritor, había escrito unos años antes: “Wilde
ha venido a salvar el país de la
monotonía de lo recto, estrecho y escabroso, como las calles de Buenos Aires,
no obstante la elegancia y belleza de las damas. (…) ¡Lean al doctor Wilde,
cuando no se propone decir nada! ¡Es entonces que se le toma sustancia! (…) En
la tribuna o en las horas perdidas, hará un gran servicio a su país, y es
‘echar de cuando en cuando’ un balde de agua en los lomos de estos políticos
furiosos que escriben con el entrecejo fruncido, y el puño crispado; y cuyas
letras desgarran el papel. ¡Oh, las letras, la bella literatura, jóvenes!, eso
refresca el alma, despierta los buenos sentimientos y predispone el ánimo a la
amistad. Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas, y paz en la
tierra para los hombres...”.
Wilde había llegado a Buenos
Aires sin un peso en el bolsillo y había trabajado de todo para pagarse sus
estudios de medicina. Profesor de matemáticas, contador en una platería,
corrector de pruebas y cronista en La
Nación. Sus crónicas diarias –llenas de gracia salvaje y crítica
inteligente- cosecharon tantos admiradores –especialmente entre los jóvenes-,
como detractores, a quienes les irritaba ese moscardón molesto que se reía de
todas las tonterías e hipocresías sociales. En su afán por ningunearlo lo
llamaban el “el boliviano”, y le pedían a Gutiérrez, su jefe, que despidiera a
ese muchachito maleducado.
En esa época lo descubrieron los
dueños del Mosquito, quienes lo
llamaron para colaborar con ellos. Fue el director de aquel periódico, Lucien
Choquet, un francés de humor exquisito, quien pulió la escritura humorística de
Wilde. Juntos redactaron el Mosquito
en su época de oro.
En poco tiempo Wilde se
convertiría no sólo en un gran periodista sino también en un maestro de la
sátira política. Muchas de esas sátiras están en las antologías de cuentos
humorísticos argentinos, sin explicación de las circunstancias políticas en que
fueron escritos.
Mientras hacía estas cosas, se
recibía de médico con honores y sorprendía a todos con una tesis sobre el Hipo, impecable como obra científica y muy
bien escrita. Al mismo tiempo, se jugaba la vida curando enfermos durante las
grandes epidemias de cólera y fiebre amarilla, oficiaba de diputado, dictaba
cátedra en la universidad, y estudiaba los problemas de higiene de la ciudad.
Era profesor de higiene en el Colegio Nacional y reconocido como el más
destacado de los higienistas de su tiempo. Sería uno de los diseñadores de
nuestro sistema de obras sanitarias.
Cuando en 1882 fue designado,
inesperadamente, como ministro de instrucción pública, culto y justicia,
Avellaneda le escribe exaltado: “¡¡Doctor
sublime!!/ Me falta una metáfora para saludar el astro de su fortuna naciente.”.
En esos días Manuel Láinez decía
en El Diario: “Para algo había servido la
originalidad de espíritu que no envejece, la inteligencia aplicada con éxito a
todas las dificultades de la vida, los obstáculos pulverizados a fuerza de
talento, el ingenio en lo que tiene de más vivo y palpitante, cuando desde las
modestas bancas de la escuela, sin más capital que el trabajo y la
inteligencia, se asciende a la cúspide de la esfera política, con la rapidez
deslumbradora de una exaltación que deja su estela luminosa como huella de su
paso”.
Los únicos que no aplaudieron su
llegada al ministerio fueron los integrantes del club católico, que temblaron
ante el reemplazo del ultra católico Manuel Pizarro por el “ateo” Wilde, “el pensador más radical de este país”
según lo calificó La Patria Italiana.
Pensador radical quería decir pensador más liberal, dispuesto a
iniciar en serio una lucha que desde hacía años se insinuaba pero no se
comenzaba: la lucha por las leyes civiles liberales. Enseñanza laica, gratuita
y obligatoria; registro civil y matrimonio civil. Estos eran instrumentos
fundamentales para dar la bienvenida a todos los inmigrantes –especialmente
europeos- que quisieran habitar el suelo argentino.
Wilde fue, indiscutiblemente, el
campeón de esta cruzada, secundado por supuesto por Onésimo Leguizamón y
apoyado por Sarmiento desde la prensa. Roca no la habría iniciado sin Wilde y
Sarmiento no lo hizo mientras fue presidente.
Tal era el prestigio de Wilde a
fines de 1884 cuando, después de dos años de luchas, logró sacar la ley de
enseñanza laica, que Héctor Varela, que escribía en el periódico La América de Madrid, comentaba unos
homenajes que se le había hecho, diciendo: “…La
campaña del doctor Wilde ha sido de las más brillantes que se conocen en
América; y estos gajes hermosos de simpatía de que acaba de ser objeto
especial, harán comprender en Europa a los que no conocen la índole de nuestros
pueblos que en ellos jamás se lucha en vano por la justicia y la libertad, y
por los eternos principios que la democracia lleva en su bandera, sin que esos
pueblos sepan levantar a la cumbre, a los apóstoles que gallardamente la agitan
en sus manos”.
En esos días algunos fantasearon
con su candidatura para las próximas elecciones presidenciales. No pudo ser por
varias razones, especialmente aquella que le señalaba el periódico El Quijote, opositor, en cada una de sus
caricaturas del ministro: era boliviano y su padre era inglés.
La acción de Wilde como ministro
de Roca no se limita, por supuesto, a la ley de enseñanza primaria y su
reglamentación.
Durante su ministerio se
establecieron siete escuelas normales de varones, trece de mujeres, y quince
colegios nacionales, dotados de materiales y gabinetes de ciencias. Se
establecieron nuevos planes de estudios y un reglamento minucioso y completo,
que comprendía todas las disposiciones vigentes. Se organizó la instrucción
universitaria con una ley básica de los estatutos (famosa ley Avellaneda),
redactada por Avellaneda y Wilde. Como complemento de la Facultad de Medicina
de Buenos Aires, impulsó la fundación del Hospital de Clínicas, con su escuela
de práctica y sus consultorios.
En materia de cultura, se
reorganizó el Museo Público, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Nacional,
así como un departamento de canje internacional de publicaciones, para difundir
disposiciones oficiales y obras de carácter nacional.
En materia de Justicia no sólo
logró que se sancionara la ley de Registro Civil. Bregó, durante cinco años,
por la modernización de nuestro sistema judicial y carcelario, y por la sanción
de códigos y de leyes básicas necesarias. Muchos de los proyectos que presentó
o impulsó fueron sancionados después de su hora.
En los tiempos actuales, de
profundo desorden social, cito aquí algunas de las frases sobre justicia y
educación que aparecen en las memorias ministeriales de Wilde, escritas por su
propia mano:
“La justicia buena, pronta y barata es el más grande y más poderoso
elemento de orden, de progreso y de libertad”.
“El retardo con que hoy y desde tiempo atrás se administra justicia en
nuestro país, es una verdadera llaga social, que ha llegado a hacerse intolerable
y que es indispensable suprimir, cueste lo que cueste y a la mayor brevedad”
“No hay ley penal buena cuando el poder social no dispone de los medios
de hacerla cumplir…”.
”Todo cuanto una nación puede
aspirar para ocupar un rango prominente, fortuna, renombre, fuerza, felicidad y
gloria, es el producto de su instrucción esparcida, difundida, aplicada,
transformada, adherida por último a los objetos para cambiar las condiciones de
su existencia”.
"Si
la ilustración es la condición de todo progreso en la vida político-social,
mejorar la instrucción primaria que es la base de aquella, debe ser el
propósito de pueblos y gobiernos".
Para imponer las leyes liberales
de enseñanza laica, registro civil y matrimonio civil (que se sancionó durante
la siguiente presidencia de Juárez Celman, en la que era Ministro del
Interior), Wilde entró necesariamente en colisión con las autoridades de la
Iglesia Católica y lo que se llamó el partido clerical (muchos de sus miembros
eran roquistas). Y en esa lucha hubo mucha ofensa y mucha herida. Wilde la pagó
carísima. Hay una historia que cuento en mi libro de dos chiquitos, hijos de su
primera mujer, Ventura Muñoz, que él crió y que fueron usados para herirlo. A
la muerte de Ventura, los niños debían pasar, naturalmente, a su cargo, pero,
con la excusa de que un ateo o hereje no podía educar niños, sus detractores
lograron impedirle la guarda. Una historia tristísima en la que los principales
perjudicados fueron los chicos.
Por otro lado, desde muy joven
Wilde uso, en su lucha contra fanatismos e hipocresías, dos armas que juntas
pueden ser letales: el humor y la inteligencia. Así, sin quererlo, cosechó
innumerables enemigos que, llegado el momento de debilidad, se lanzaron sobre
él para calumniarlo, vejarlo y derribarlo. No lo destruyeron, pero lo
convirtieron en un hombre amargado, a veces cínico. Así se lo vio durante buena
parte del gobierno de Juárez Celman, al que renunció en enero de 1889, un año y
medio antes de la revolución del 90.
Después de aquella renuncia se
pasó muchos años viajando por Estados Unidos, Europa, Japón, China, África.
Allá por 1893, cuando Bernardo de
Irigoyen fue desterrado a Montevideo por el gobierno de Luis Sáenz Peña, Wilde,
solidarizándose con él, le decía en una carta: “Que lo destierren, lo tramitan, lo envuelvan y lo confiesen; que lo
teman o lo caduquen, palabra nueva, y aun que lo muelan en un almirez o mortero
no le añade ni le quita nada. Bernardo de Irigoyen no es un nombre, es un
adjetivo que significa probidad, cultura, inteligencia, mesura, instrucción,
bondad y mil otras cosas más.
Que no pierda usted ni olvide su serenidad y la placidez de su
espíritu, es lo que le desea su amigo que lo quiere.”.
No pudo tomar para sí mismo lo
que le aconsejaba a Irigoyen: serenidad y placidez de espíritu. En 1900 se fue
definitivamente de su patria, huyendo de la maledicencia y el maltrato. Durante
13 años ofició de diplomático, algo que hacía muy bien, pero que le aburría
sobremanera. En 1906 le decía a un amigo:
“Usted me habla de la vida diplomática y parece creer que yo encuentro
en ella algún halago. ¡Si usted viera lo que es!
Los diplomáticos en general son hombres que han vivido ya mucho y están
cansados de la tan repetida comedia humana.
Las comidas, los tees, las
reuniones, las fiestas de caridad saqueadoras, todo en fin, le es
insoportablemente aburridor y fastidioso!
En los recibos sociales, conjuntos de gentes heterogéneas, casi nada es
agradable; siendo en ellos la conversación imposible, todo se reduce a saludos
distraídos, preguntas vanas, y de paso, cuya respuesta no se atiende. Cuando me
encuentro en ellos me parece ver en la concurrencia que circula inmotivadamente
afanosa, un cardumen de esos pequeños peces rojos y amarillos, que navegaran en
una gran redoma llena de agua, batiendo la cola, cambiando de dirección,
abriendo inopinadamente la boca, moviéndose y accionando sin aparente causa y
aproximándose por fin, al grueso y curvo cristal para ser refractados en forma
de monstruos grotescos…”
Uno se pregunta: ¿Por qué se
quedaba allí? Por qué no volvía a su patria? En la misma carta le expresaba al
amigo la razón: “Desde hace largos años
en esa mi tierra se han dado en aborrecerme; no sé por qué”.
Murió en ese mundo viejo, con la
tristeza de ese aborrecimiento, el 4.9.1913. Tenía casi 70 años.
No he dicho nada del Wilde
escritor. Para la mayoría de sus contemporáneos, era el mejor de su generación.
En la opinión calificada de Jorge
Luis Borges, inventó más de una página perfecta. Wilde, dice, “Perteneció a esa especie ya casi mítica de
los prosistas criollos, hombres de finura y de fuerza, que manifestaron hondo
criollismo sin dragonear jamás de paisanos ni de compadres, sin amalevarse ni
agaucharse, sin añadirse ni una pampa ni un comité. Fue todavía más: fue un
gran imaginador de realidades experienciales y hasta fantásticas. Su “Alma
Callejera”, su “Primera noche de cementerio”, su realización de la poética, que
es la ubicuidad de la lluvia, son generosidades de la literatura de esas que se
igualan difícilmente”.
Sus obras completas, en 19 tomos,
incluyen sus escritos de ficción, sus trabajos científicos, sus diarios de
viajes, algunas de sus memorias ministeriales, algunos sus artículos
periodísticos y algunas de sus cartas.
Para terminar, algunos datos
sobre sus matrimonios:
El 27 de noviembre de 1875 se
casó con Ventura Muñoz, viuda del tucumano Manuel Zavaleta, hija de Ramón Muñoz
Marcó y Francisca Acosta. Se casó en la iglesia de la Merced ante dos testigos
de lujo: el presidente Nicolás Avellaneda y su esposa Carmen.
Ventura, 30 años, era una morocha
bella, ocurrente, apasionada, mundana, impulsiva y muy celosa. Pasión y celos,
una combinación explosiva que la llevaban a cometer actos irreflexivos, como
agredir en la calle a quien sospechaba su competidora, volteándola de un
empellón de la vereda alta al empedrado.
Tenía de su primer matrimonio con
Zavaleta cinco hijos. Los dos menores, Eduardo y Diego, de 3 y 2 años, fueron
criados por Wilde, quien los consideraba sus hijos.
La relación terminó en divorcio
escandaloso, pero cuando Ventura murió, el 2 de enero de 1884, Eduardo estaba a
su lado.
El 6 de noviembre de 1885 el
viudo Wilde se casó en segundas nupcias con Guillermina de Oliveira Cézar, 15
años, oriental, hija de Ramón Oliveira Cézar y Ángela Diana. Fueron padrinos
Julio A. Roca y Ángela Diana de Oliveira Cézar, y testigos Bernardo de
Irigoyen, Carlos Pellegrini y Victorino de la Plaza.
O sea, entre padrinos y testigos
de sus dos casamientos encontramos a cuatro presidentes argentinos. Supongo que
es un caso único.
Guillermina lo acompañó hasta el
final y murió en Buenos Aires el 29.5.1836.
Curiosamente, sus dos mujeres
eran muy bellas, muy fuertes y muy porteñas, pero una, Ventura, a la apasionada
manera federal, y la otra, Guillermina, con el elegante estilo unitario.
No tuvo hijos de ninguno de sus
matrimonios.
Creo que la Patria tiene una deuda con Eduardo Wilde, como
con tantos otros. Allá por la década de 1950 Florencio Escardó decía: “La
escuela primaria y la enseñanza segundaria no lo exhiben ni en sus reseñas; su
retrato no decora los despachos directoriales; la ciudad capital que tanto y
tanto le debe de su progreso le ha consagrado el nombre de una callejuela
cortada, sin veredas ni pavimento, de ochenta metros de extensión, flanqueada
de aguas estancadas en un andurrial escondido de urbe; calleja que hay que ir a
buscar expresamente para sentir la sangre afluir a la piel de la cara, mientras
se piensa en las avenidas que llevan el nombre de oscuros e inexistentes
personajes o de sus contemporáneos que tuvieron la suerte de tener parientes
con influencia en el consejo o en la intendencia. (…) No hay duda que factores
oscuros han enturbiado la gloria de Wilde, que tiene, sin embargo, concretos
elementos sobre qué edificarse en lo literario, en lo político y en lo
científico”.
Nada ha cambiado hoy.