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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

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jueves, 3 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (VI)

Las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión

Eduardo Wilde habló el 13 de julio de 1883. El Congreso era un mundo de gente de todos los ámbitos. Habló durante cuatro horas, con un pequeño cuarto intermedio.
No era un orador en el sentido clásico de la palabra. Exponía como si lo estuviera haciendo en un ámbito académico o entre amigos, sin declamaciones, sin exclamaciones. Comenzó, como todos, con lisonjas para cada uno de los oradores que había escuchado, y explicó por qué era deber del Gobierno tomar parte en esta cuestión. De paso, contestó a aquellos que sostenían que como Ministro de Culto, no podía defender la laicidad. “Vengo aquí como ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. La cuestión que se debate afecta dos de estos ramos: la Instrucción Pública y el Culto./ Puede alguien creer que la situación de un ministro del Culto es más difícil que lo que a primera vista parece, por una mala concepción de los deberes que se le imponen, según las doctrinas que cada uno alimenta./ Yo voy a declarar qué es lo que creo de mi deber como ministro de Estado en el Departamento del Culto e Instrucción Pública./ Soy ministro de una nación republicana que ha consagrado sus principios en su Carta Fundamental y que tiene una colección de leyes que marcan el camino a todos sus poderes públicos, a todas las ramas de su administración./ No creo que el ministro de Culto de una nación como la nuestra esté encargado de propagar la fe, ni de ser su apóstol, ni de enseñar una religión, ni de proteger un culto en detrimento de otros, ni de extenderse en materias religiosas más allá de lo que las leyes y la Constitución le permiten extenderse, ni de restringir aquello que la Constitución y las leyes no restringen./ Entonces, pues, el deber de un ministro en estas condiciones, es el deber del ciudadano de una república que tiene bien establecidas sus instituciones./ Si la misión del ministro del Culto fuera propagar la fe, enseñar la religión, sostener más allá de los límites que he indicado, las creencias de la mayoría, ¿cuál sería, pregunto, la misión de los ministros de la religión, el arzobispo, el clero? (…) El ministro del Culto es intermediario para las relaciones que establece el patronato, entre el Presidente de la República y la autoridad eclesiástica. Su misión está limitada a mantener esos vínculos en los términos que la Constitución y las leyes lo establecen./ Alguna vez ha llegado a mis oídos un rumor, señor Presidente, al cual no he dado más valor que el que tiene. Alguien ha dicho que había cierta contradicción entre las ideas liberales y las funciones reservadas al ministro del Culto. No creo que haya llegado el caso de hacer una defensa personal. Las opiniones que un ministro manifiesta no son nunca individuales; son del Gobierno. Por lo tanto, las creencias y las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión y a la sanción y nadie tiene el derecho de prejuzgar sobre ellas…”.

El Estado no tiene religión

Tomó el tema desde tres puntos de vista: la faz de los principios, la de los antecedentes nacionales y la de las conveniencias sociales.
Para comenzar por el principio, analizó, en sentido general, qué es un Estado y qué es una Iglesia. Fue desmenuzando conceptos, tal como se concebían en 1883. El Estado une los hombres entre sí; la Iglesia une los hombres a Dios; el Estado se dirige a las colectividades; la Iglesia se dirige a los individuos, aunque pueda tomar la forma colectiva. La religión, que une íntimamente al individuo con Dios, “no da lugar a responsabilidades ni establece relaciones ni vinculaciones colectivas ante él, aun cuando las establezca entre los miembros de un mismo credo, para los fines terrenales que la Iglesia procura”; el Estado, en cambio, dirige la vida de las asociaciones, responsabiliza los grupos y lo hace todo con la acción de conjunto. Siendo distintos los fines de Iglesia y de Estado, hay independencia recíproca. El Estado une a los hombres para que “se ayuden en la lucha por la vida, para que hagan posible el trabajo, y por lo tanto, el sostenimiento de los grupos y de los individuos que lo forman”; la religión une a los hombres a Dios “para fines más elevados y que traspasan los límites de este mundo”. Los Estados tienen fronteras; la religión no las tiene. El Estado está en la tierra; la religión “trata de sacar de la tierra al hombre, donde para ella no está sino por accidente, para llevarlo a regiones superiores”. Sin embargo, estas dos concepciones habían tenido siempre una relación estrecha: como ni la Iglesia ni el Estado nacieron de golpe, las ideas de Iglesia y de Estado se fueron formando poco a poco en la humanidad. En la temprana edad de la vida del hombre y de los pueblos, hay una necesidad de creer en algo, de explicarse su origen y la razón de las cosas: ese es el primer germen de toda religión. Por el otro lado, como el hombre no vive solo, se reúne en grupo y así va formándose el primer embrión del Estado. La creencia religiosa subsiste en el individuo miembro del grupo social. Crece el grupo, se acentúa la creencia religiosa, y las dos concepciones –una para los fines de la vida práctica, la otra para la vida interna–, se van confundiendo, dando a los pueblos primitivos el carácter de verdaderas teocracias. El Gobierno sometido a la creencia fue anterior al Estado en su concepto moderno. Con el progreso de los grupos sociales, los hombres de diversas creencias se agruparon para un fin político; de ahí vienen las divisiones, el Estado interconfesional y la distinción marcada entre Iglesia y Estado. El que divulga religión pasa las fronteras del Estado, sin tener en cuenta si sus adeptos son monárquicos o republicanos, su acción no contradice los fines políticos del Estado; el Estado, en cambio, no puede extenderse si no es por la conquista.
En su metódico examen, Wilde pasó por Roma, cuyo imperio formidable conquistó pueblos de diferente religión y organización: fue tolerante en materia religiosa, pero sobre los dioses de esos pueblos colocó a un dios superior, su Júpiter Capitolino. Es decir, dominó por la espada y la religión. Habló de Jesús y su doctrina, una doctrina que nació independiente del Estado: “Mi reino no es de este mundo”, decía, dando a entender que no quería tener nada que ver con lo temporal: “Su misión era de paz y su propósito el de poner el espíritu de Dios en el corazón del hombre”. Con su fórmula “Dad al César lo que es del César” mandaba respetar la autoridad y los derechos del Estado. Jesús no se anunció como fundador de reinos, sino como revelador de una doctrina que, no emanando del Estado, no tomaba la forma del derecho humano. Así, la religión cristiana nació independiente, a diferencia de las religiones anteriores, que unían creencia y fuerza y hacían del Estado una teocracia. Pero su Iglesia no se conformó con renunciar a las cosas de este mundo: su buena doctrina fue extendiéndose, el poder de sus sacerdotes fue aumentando, los papas tuvieron autoridad terrenal. Así, el mundo de entonces se encontró con dos grandes poderes: el del Emperador –jefe del Estado y de la Iglesia pagana al mismo tiempo–, y el del Papa u obispo principal “que tenía una autoridad independiente en esencia de aquella, pero sumamente ligada a ella en los hechos”. El Imperio fue cayendo, por decrepitud, junto con las religiones paganas, mientras la Iglesia cristiana, vigorosa y nueva, crecía, y su culto se extendía por todo el mundo. “De ahí vino la supremacía de los papas y de los obispos, y, poco a poco, la absorción, puede decirse, del poder social por el poder de la Iglesia. Nuevamente, las ideas de Iglesia y Estado se confundieron, y sobrevinieron las persecuciones por causas religiosas: el poder público se puso al servicio de las creencias para subyugar las conciencias. Esta situación, que duró siglos, no podía durar para siempre: los emperadores y los reyes, cuyo poder se amenazaba y minaba, empezaron a sentirse incomodados con la subordinación impuesta, y comenzaron a hacer distinciones, dejando que la Iglesia triunfara en las creencias y en la conciencia del individuo, y tomando lo temporal para el gobierno político.
Después de un largo proceso, y por la evolución de las ideas, en la época moderna se presentó con toda claridad la diferencia entre Iglesia y Estado, y nos encontramos con el concepto verdadero del gobierno político: el principio moderno es el Estado interconfesional. “¿Por qué? Porque los hombres siendo iguales en deberes ante el Estado, tienen que ser iguales en derechos; y uno de los derechos es la libertad de conciencia, derecho proclamado por la ciencia política y reconocido a la par de todo otro derecho. La libertad de conciencia es actualmente respetada en todos los Estados”.
Leyó cláusulas de las leyes fundamentales de una serie de países europeos, que demostraban que en los estados modernos civilizados el principio de libertad de conciencia y la libertad de cultos estaban asegurados. La libertad de conciencia, dijo, no es una regla de derecho, “es una propiedad, una calidad inherente al hombre”, que debe garantizarse como se garantiza la vida. Así, también, debe garantizarse la libertad de cultos que es la manifestación externa de esa libertad, y para ser protegida requiere caer bajo jurisdicción del Estado. El único límite a la garantía es que un culto no debe estorbar a otro: si hay derecho para “el libre ejercicio del culto de unos, lo hay también para impedir que esa libertad se convierta en obstáculo para el culto de otros”. Esta libertad, que figuraba desde hace largo tiempo entre los principios de los pueblos civilizados, recién entró propiamente en el derecho público después de que Federico el Grande dijo: “En mi reino cada uno se salva a su manera”. Quedó establecida en el derecho de todas las naciones, y así cesaron o se moderaron las persecuciones, críticas, ultrajes y exclusiones por causas religiosas. Sin embargo, todavía la sociedad moderna tenía que resolver algunos problemas, o consecuencias de esa libertad. Por ejemplo, en Inglaterra se debatía la forma del juramento ligándola a la libertad de conciencia, y muchos sostenían que “ninguna traba, en ninguna forma y bajo ningún pretexto, aun cuando sea como fórmula”, podía oponerse a esa libertad.
A pesar de haber quedado establecida la libertad de creencia y de cultos, y la independencia entre la Iglesia y el Estado, dijo, en este debate se había repetido, una y otra vez, que no se concebía un Estado sin religión: “Hay aquí una confusión de ideas. La sociedad debe ser considerada bajo dos puntos de vista diferentes: como grupo humano, haciendo abstracción de todo propósito colectivo, compuesto de individuos que pueden tener creencias uniformes o variadas; y como agrupación o asociación destinada a formar un organismo con fines políticos, llamado Estado”. En la agrupación de individuos para fines políticos y puramente temporales, “la creencia no puede ser una base indispensable para el fin de la asociación”. El Estado, como tal, no puede tener una religión, pero eso no significa que los individuos no la tengan. La Religión es una concepción enteramente individual; requiere una cabeza, una inteligencia, la unidad moral en fin. Nadie se puede asociar para tener una religión”. Si se toma como personificación del Estado a sus representantes –poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial–, se entiende que esas personas ejercen un poder delegado, y como nadie puede delegar aquello de lo que no puede desprenderse –sus creencias, su libertad de conciencia–, el Estado no tiene ni puede tener religión. El Estado forma ciudadanos; la Iglesia forma creyentes. Hay una diferencia de propósitos, pero esos propósitos pueden ser comunes para algunos fines de la vida práctica, y ahí es donde se producen algunas contradicciones.
Habló sobre esas contradicciones, dando el ejemplo de la libertad de conciencia, base fundamental del Estado moderno, que la Iglesia Católica condenaba en diversas encíclicas y en el Syllabus, que condenaba expresamente “La libertad de abrazar y de profesar la religión que repute verdadera según la luz de su razón”. Y preguntó: “¿Cómo no ha de ser elemental que cada hombre pueda mantener las creencias que su razón le indica como verdaderas? ¿Con qué las juzga? Con la razón que tiene. ¿Y qué ha de hacer el hombre sino creer lo que su razón le presenta como verdadero? Esto no es de derecho antiguo ni moderno; es anterior a todo derecho escrito: ¡es de concepción humana!”.
Respecto de las contradicciones entre el derecho público adoptado por las naciones y las disposiciones de la Iglesia, tomó el ejemplo de varias cláusulas de los concordatos de Pío IX con Ecuador, Nicaragua y El Salvador, que eran totalmente contradictorias con la Constitución Argentina y nuestras leyes. Analizó también las contradicciones entre la religión católica y la ciencia, que algunos se empeñaban en negar, y señaló que dicha contradicción era evidente porque “¿cómo no han de ser opuestas las ciencias y la religión en sus afirmaciones, cuando la misma ciencia está en contradicción consigo misma, con diferencia de años, no de siglos siquiera? ¿Cómo se puede pretender que la religión católica nacida hace mil ochocientos ochenta y tres años, pudiera prever, adivinar lo que iba a suceder en la ciencia de estos tiempos? ¿Cómo puede exigirse de una religión dogmática, que proclame principios y haga afirmaciones contrarias a las creencias de los hombres que vivían en el tiempo que ella nació, y que tenían como verdades las nociones de su época?”. Fue examinando los adelantos de las diversas ciencias y todo lo que seguramente adelantaría, pues, por ejemplo, “el cielo de ahora no es cielo de antes ni el cielo de mañana. (…) La ley del progreso tiene que verificarse forzosamente; y el progreso está en todo”. Por eso, “La ciencia de hoy debe estar en contradicción, tiene que estar en contradicción, no puede menos que estar en contradicción con ciertas afirmaciones de la Iglesia. Y yo, cuando veo los esfuerzos sobrehumanos que se hacen para acomodar cosas que no pueden estar acomodadas, ¡me quedo absorto! No hay acomodo posible; ciencia y religión son dos cosas distintas que caben, sin embargo, separadas, en la mente del hombre: se puede creer una cosa, cuando se trata de religión, y estar convencido perfectamente de otra, cuando se trata de ciencia; lo uno afecta los sentimientos, lo otro a la razón preparada por el estudio”.
Todo cambia, dijo, aun la religión católica fue cambiando a través de los siglos –no en la esencia de sus dogmas sino en la interpretación que de ellos se hace–, porque no hay institución que pueda encasillarse en sus primitivos principios, en la pureza de sus dogmas, pues esto es contrario a las leyes de desenvolvimiento de la naturaleza.
Volviendo a Estado y religión, señaló que aun cuando la religión católica se manifestara en contradicción con algunas de las declaraciones de los Estados modernos, eso no implicaba que debiera perseguírsela ni impedir su culto o propagación. Una creencia que habla de Dios, que trata de penetrar con el espíritu de Dios en el corazón humano, que habla de caridad y de amor al prójimo “es una creencia necesariamente simpática”. La religión cristiana, que ha tomado los sentimientos más nobles del corazón humano para nutrirlos, “es un pedazo de la religión natural, puede decirse. Su moral contiene los más grandes principios proclamados en todas las épocas”.
Vale destacar que Wilde, como Goyena o Leguizamón, sabía que aquí no sólo se discutía una ley de educación laica: se debatían las relaciones entre la Iglesia y el Estado, e, implícitamente, la ley de registro civil y la de matrimonio civil, la reglamentación del patronato y cualquier concordato con la Santa Sede. Es decir, se discutía la separación de la Iglesia Católica de roles que competen al Estado argentino, que para los liberales impedía la necesaria inmigración y obstaculizaba el progreso de la nación.

La Iglesia libre en el Estado libre

Más adelante, examinó los roles del Estado y de la Iglesia con relación al ciudadano. Recordó que se había dicho alguna vez que la Iglesia domina el espíritu del individuo y el Estado su cuerpo, lo cual le parecía una barbaridad porque la primera sólo domina sus creencias religiosas, y el Estado no quiere autómatas: quiere individuos responsables, con su inteligencia y su ilustración, y por eso quiere hacerlos educar. La teoría de la Iglesia dueña de las almas estuvo en boga en las épocas de su supremacía eclesiástica, pero como los representantes del poder político no admitieron jamás de buena gana esa supremacía, poco a poco fueron desprendiéndose de ese yugo. Analizó también la Reforma y su papel en la vida de los Estados. Dijo que la Reforma fue hábil porque siendo débil en un principio, se puso bajo la protección de los gobiernos y así reconoció al Estado cierta supremacía: sirvió para acentuar la independencia y el poder de los Estados. A pesar de la Reforma, los Estados siguieron unidos a una o más iglesias nacionales. Estados Unidos rompió definitivamente esa tradición, estableciendo la separación y considerando a los cultos existentes como meras “sociedades de religión”.
Esa separación, consagrada en la ley norteamericana, llegó a Europa y se radicó allí algo modificada, “huyendo un tanto de la separación absoluta que conduce a la indiferencia sobre cosas que no pueden ser indiferentes al Estado: se conserva los vínculos y se llega por fin a la proclamación del verdadero principio moderno, proclamado en estas grandes palabras de Cavour: ‘La Iglesia libre en el Estado libre’”. Wilde subrayó la frase, porque esa era la aspiración del Poder Ejecutivo (aunque la suya propia tal vez fuera Las Iglesias libres en el Estado libre) y había hablado dos horas de los antecedentes para llegar a este punto: “Bajo este principio caben todas las aspiraciones. La Iglesia domina las creencias: el Estado domina las funciones políticas”; no se estorban, se reconocen: sus respectivas jurisdicciones no se mezclan. En este contexto de independencia, consagrada por los Estados modernos, analizó qué derecho tiene el Estado sobre la Iglesia y ésta sobre aquel en los países más civilizados.
Aceptó que el Estado pueda proteger una religión mayoritaria, favorecer el ejercicio de su culto, hacer respetar sus fiestas, etc., etc., sin salirse del derecho público ni afectar la libertad de conciencia, pero no podrá obligar a los ciudadanos disidentes a practicar el culto de la mayoría. La Iglesia libre en el Estado libre no permite que el Estado invada las atribuciones de la Iglesia ni que ésta absorba al Estado. Pero esto no quita al Estado su supremacía en cuanto a lo temporal, y, por lo tanto, su derecho de vigilancia. El patronato no es más que una forma de protección y de intervención en los asuntos de la Iglesia. El Estado subvenciona a la Iglesia, dignifica su clero, suministra fondos para sus templos, pero está obligado a vigilar. La Iglesia tiene indudablemente plena jurisdicción en cuanto a su doctrina, en tanto su acción no sea contraria a la Constitución y a las leyes. El Estado, a su vez, sin inmiscuirse en la doctrina, debe impedir que so pretexto de la religión, “se profese públicamente principios contrarios al orden social, y que los individuos, encastillándose en sus creencias, se sustraigan a la ley civil y se conviertan en demagogos o en predicadores de ideas subversivas, dando origen a desobediencias y revoluciones y fomentando la anarquía en nombre de los derechos de la conciencia íntima”, pues la fe y la religión no protegen al clero y los creyentes contra el Estado, cuando éste impone obligaciones destinadas a poner orden en la sociedad. Así, el Estado debe vigilar la educación eclesiástica que se da en los seminarios, pues éste los costea y paga a sus profesores, y porque le interesa la formación de un clero ilustrado; “no puede mirar con indiferencia una enseñanza que prescinda, como ha sucedido, del progreso de las naciones y fomente el divorcio entre el clero y el mundo”.
Luego de dedicar unos párrafos a la jurisdicción disciplinaria de la Iglesia, dio por concluida la exposición sobre los principios generales.

Alberdi y la religión en Las Bases

Analizó entonces los antecedentes nacionales, detallando los ensayos constitucionales desde la Revolución de Mayo, hasta a la Constitución de 1853. Demostró, leyendo las  cláusulas constitucionales, que si los anteriores documentos establecieron una religión de Estado, la Constitución de 1853 “omite la expresión, no por olvido o descuido como alguien ha dicho, sino intencionalmente y sustituyéndola por otra totalmente diferente. Algo más: esa Constitución en sus diversos artículos atingentes a la materia, armoniza con la expresión aceptada en sustitución de la antigua, y prueba con eso el perfecto conocimiento con que procedieron sus autores”. Wilde fue más allá de lo que fueron otros oradores –católicos y liberales–, porque en lugar de tomar artículos aislados, analizó el equilibrio y la coordinación entre las diversas disposiciones. Y en cuanto a la disposición que ordenaba sostener el culto católico, tomó Las Bases de Alberdi, que contenía un proyecto de Constitución que establecía (artículo 3º): La Confederación adopta y sostiene el culto católico, y garantiza la libertad de los demás…”. Esa redacción no fue aceptada por la Convención Constituyente. (Alberdi sostenía en Las Bases que la Constitución “debe mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe protegerla por la libertad”, por la tolerancia y sin exclusiones de otros cultos cristianos. Y agregaba: “será necesario pues, consagrar al catolicismo como religión de Estado”, pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos).
Si la mayoría de las proposiciones de Alberdi fueron admitidas en la Constitución, reflexionó Wilde, “la no aceptación de su artículo acerca de la religión del Estado no puede ser mirada sino como una reforma intencional”.

La Constitución quiere población para la República

Luego, haciendo un alto en el plan trazado, y para distenderse un poco, contestó el discurso de Emilio de Alvear. Tomó sus frases grandilocuentes e ideas, y las fue destruyendo, una a una. Por ejemplo, sobre aquello de que a él no le interesaban los antecedentes de la historia remota ni quería Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas, el ministro comentó: “‘No quiero ni Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas’ significa: ‘No quiero protestantes ni inquisidores’. Pero el señor Diputado me perdonará que le observe que si él no quiere protestantes en la República, la Constitución que él venera y respeta tanto, los quiere; porque la Constitución quiere población para la República, y desgraciadamente para los que tienen ideas opuestas, el número de protestantes es muy grande en el mundo, y su facultad de poblar, de producir y de engrandecer las naciones es manifiesta, sin que nadie la ponga en duda”.
Desechó los argumentos basados en los antepasados y los héroes: “No significa nada que Belgrano y San Martín, por ejemplo, hayan creído una cosa. Lo que sería necesario probar es, además, que ha sido en virtud de sus creencias que obraron de tal o cual manera, que ha sido en virtud de sus creencias que fueron republicanos patriotas y benéficos para su país. Sólo así tendrían valor los argumentos”. Nada importaba si los héroes salieron de tal o cual escuela, en la que se haya enseñado tal o cual religión, puesto que de una misma escuela salen creyentes y no creyentes: “Miles de creyentes se puede citar que han salido de escuelas donde no se enseñaba religión; y miles de incrédulos, salidos de seminarios en donde no se enseñaba más que religión”.
Alvear había dicho que nada importaba lo que habían pensado los convencionales del 53 respecto del artículo “El Gobierno Federal sostiene el culto católico…”, que lo que importaba era lo que habían sancionado, pues “opinión no es sanción”, y que sostener un culto significaba identificarse con él. Para Wilde, en este caso era importante saber qué habían opinado, puesto que la redacción que en definitiva se sancionó fue elegida sobre otra que sí adoptaba la religión católica; sostener no quiere decir adoptar, ni implica ninguna identificación. La palabra adopta, contenida en el artículo propuesto por Alberdi fue omitida.

Obligatoria, gratuita, laica, higiénica y gradual

Después de discutir un rato con Achaval Rodríguez –como lo había hecho antes con Goyena y otros que lo interrumpían–, Wilde entró en el tema específico: la obligatoriedad, gratuidad y laicidad de la ley. A esas condiciones agregó que la escuela debía ser graduada e higiénica.
Respecto de la obligatoriedad y de aquellos que decían que el Estado, dentro de sus deberes limitados, no puede “quitar a los padres el derecho que tienen sobre sus hijos”, les recordó que el Estado debe proveer a las necesidades de todos sus habitantes, hasta el límite de sus medios. “Si un padre martiriza a un niño, el Estado debe dar su protección a ese niño; no puede el padre, en nombre de sus derechos, dejar morir a sus hijos de frío o hambre”. Así como la ley de herencia obliga al padre a dejar cierta parte a sus hijos, u otras leyes imponen ciertos deberes, como el servicio militar, aun en contra del deseo de un padre, el Estado, con el mismo derecho, puede y debe imponer la obligación de instruirse, porque ello importa un bien para la Nación.
“El Estado tiene obligación de formar ciudadanos, se ha dicho ya; no tiene la obligación de formar judíos, ni de formar católicos, pues a ello se oponen los fines del Estado y la libertad de cultos proclamada”. La escuela debe enseñar ideas universales, no dogmas, que no son universales.
Al enumerar las materias que debe imponer la ley, Wilde repitió, como siempre lo había hecho, la necesidad de enseñar instrucción física: “Haga un cuerpo vigoroso, haga que la sangre circule con vigor en el cerebro, que el individuo sea sano por el ejercicio y buena función de los órganos, y habrá hecho que sus conciudadanos tengan buenas ideas. (…) La enseñanza integral tiene por objeto tomar al individuo íntegramente, desde su moral hasta sus pies, y educarlo en todo, en sus ideas y en su cuerpo, para que sea fuerte, para que conozca las cosas, para que se dé cuenta de los principios, para que sea moral, vigoroso y honrado”.
Respecto de la gratuidad (por igualdad cívica), dijo que ya nadie la discutía, salvo aquellos que defendían los intereses de instituciones privadas. Sostuvo que utilizar el argumento de libertad de enseñanza contra la gratuidad, es como decir “no hagáis bien al pueblo, porque atacáis la especulación a su costa”.
Hora de hablar de la escuela laica: “Así como la escuela gratuita, señor presidente, hace posible la escuela obligatoria, esta trae forzosamente la laica”.
Dividió el examen de la cuestión en dos partes: los programas de enseñanza y los profesores. Es decir: ¿Quedaba suprimida la enseñanza religiosa de los programas comunes para todos los alumnos? ¿El profesor no necesitaba pertenecer a una comunidad determinada?
Respecto de la primera pregunta, la cuestión estaba casi agotada. “No se puede hacer división en las escuelas; no se debe separar al niño protestante del católico”. No se podía discriminar a los niños, había que evitar que un maestro fanático, señalara y persiguiera a los que no eran de su religión. Y no era cierto que en el proyecto de la Comisión se garantizara la libertad de los padres de hijos no católicos, “puesto que es imposible sustraer al niño de la atmósfera de la escuela, e impedir que obre sobre él la influencia del medio en que se desarrolla”.
En cuanto a los maestros, le parecía evidente que “no se les debe exigir creencia determinada, porque esto sería forzarlos a aceptar, por las necesidades de la vida, la creencia que adoptaran las autoridades encargadas de la dirección de las escuelas, el dogma o la doctrina que se hubiera determinado enseñar en ellas”, se les exigiría ser católicos y no sólo católicos, sino buenos católicos, y aún más, “sabios católicos, que conocieran bien el dogma; que estuvieran bien perpetrados del espíritu de la doctrina, porque sin conocerla, no podrían insinuarlo en el espíritu de los jóvenes  alumnos”. Sería difícil, además, encontrar maestros idóneos en religión y a la vez competentes en los demás ramos. Tal exigencia sería no solo inconveniente, sino contraria a la Constitución, que consagra el derecho de todos, sin más condiciones que su idoneidad, a aspirar a los empleos, y la completa libertad de enseñar y aprender. A estas dos dificultades, la constitucional y la administrativa, se sumaba otra: tendría que someterse a los profesores a un examen, al cual deberían concurrir los representantes de la Iglesia, puesto que el profesor debería conocer la doctrina católica, y sólo ellos estarían habilitados para dar un certificado de competencia en esa materia. De allí resultaría también que en el programa de las Escuelas Normales debería figurar la enseñanza de la religión, para formar maestros capaces de trasmitirla a los niños. ¿Hasta dónde irían estas exigencias?, se preguntó, y como ejemplo recordó que el arzobispo acababa de protestar, ante el ministerio, por la contratación de maestras norteamericanas. “Las escuelas normales están bajo la jurisdicción del ministerio de Instrucción Pública; y el pueblo de la República ha visto como se ha condenado lo que ya es una tradición entre nosotros, señor Presidente: el haber procurado buscar, para las escuelas normales, maestras en Estados Unidos; ¡condenación que se ha hecho bajo la suposición de que esas maestras podían ser protestantes!”. Wilde confesó que ni se le ocurrió pensar en la religión de las maestras, que lo único que quiso fue “dotar al país de maestras normales, simplemente; maestras capaces de formar profesoras. (…) Es claro que garantiendo la Constitución el derecho de enseñar y aprender, la pretensión de que no puedan ser maestros sino los católicos, es insubsistente, y nulo el derecho del arzobispo para mezclarse en un acto del Poder Ejecutivo llevado a cabo con perfecto derecho”.
Examinó luego los antecedentes contemporáneos de los países europeos para demostrar, como ya lo hicieran otros liberales, que las posiciones en defensa de la enseñanza laica o de la religiosa habían sido una cuestión de mayorías o minorías.
Y, al igual que otros liberales, explicó por qué entendía que se podía enseñar moral con independencia de la religión. La única variación estaba en la sanción,  “poniendo en un caso la reprobación de la conciencia y en el otro la reprobación de Dios”. La moral, dijo, ha existido antes de toda forma concreta de culto y las virtudes cristianas son virtudes universales proclamadas más o menos extensamente por Zoroastro, 3000 años antes de Jesucristo, por Confucio 500 años antes y por Meng Tseu 300 años antes de la era cristiana. La supresión de la enseñanza religiosa dada por el maestro, en las escuelas, no quería decir, ni supresión de la enseñanza moral, ni supresión de la enseñanza religiosa, ni que la escuela sea atea; la enseñanza puede darse por el sacerdote, por el que tiene esa misión.
Pidió, finalmente, a los diputados aprobar el proyecto liberal, y pidió que la enseñanza fuera laica para no cerrar las puertas a la corriente de inmigrantes de cuya influencia necesitábamos  para el engrandecimiento de la Nación.
Los liberales aplaudieron, y, según consigna el diario de sesiones, “la barra, poniéndose de pie, aplaude al orador por largo rato”.
La votación sería al día siguiente.
Wilde se fue satisfecho. Sabía que lo que había hecho tendría enorme trascendencia: por primera vez el Gobierno argentino había dicho públicamente que el Estado no tiene religión, que la Iglesia no tiene nada que hacer en nuestras cuestiones temporales, y que establecer la enseñanza religiosa en nuestras escuelas era atentar contra todas las libertades y derechos consignados en la Constitución.

Wilde le había hecho hacer a Roca lo que no se animaron a hacer los liberales Mitre y Sarmiento, y torció el camino clerical que el mismo Roca emprendió con Pizarro. 

miércoles, 2 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (V)

Sin libertad de conciencia, no hay libertad de pensar

El gran debate se reanudó el 11 de julio de 1883 (tercera sesión), con tantos espectadores que hasta se había invadido el palco de prensa. Comenzó Emilio Civit, mendocino, liberal impulsivo y sin pelos en la lengua. Fue directamente al grano, a la cláusula que motivaba casi toda la discusión: la enseñanza de la religión en las escuelas. Trató en primer lugar la hipótesis de la que partían los católicos: que la enseñanza de la religión en la escuela estaba de acuerdo con nuestras tradiciones históricas y nuestros antecedentes institucionales. Dijo que él había estudiado historia argentina en los libros de eminentes pensadores, como López, Gutiérrez, Mitre, y Estrada, y en nombre de todo lo aprendido, aseguraba que el proyecto de la comisión que establecía la enseñanza religiosa era contrario a nuestros antecedentes históricos y a la Constitución. Era contrario porque desde nuestros orígenes el pueblo argentino había manifestado marcadas tendencias a la libertad de conciencias; porque estos pueblos americanos no fueron preparados por la Conquista para recibir con agrado al catolicismo, sino todo lo contrario: “La conquista venía representada por la cruz y por la espada; por el fanatismo y por la fuerza brutal; no por la paz y la concordia cristianas. La cruz y la espada presentábanse juntas, creyendo que juntas deberían luchar, que juntas debían vencer o ser vencidas. La lucha en el terreno de la fuerza no podía ser dudosa: la conquista triunfó en esa parte, no por el número de sus guerreros, sino por los mejores elementos de destrucción de que disponía. La América fue dominada, diezmados sus habitantes; y los que escaparon a la destrucción general se sometieron por el terror, pero maldiciendo en silencio, allá en el fondo de su conciencia, allá en lo íntimo de su corazón, ese yugo que se les imponía, esa conquista que en cada hogar había sacrificado un miembro querido –un padre, un esposo, un hermano–, esa conquista que sólo buscaba la dominación de América, no para civilizarla, sino para explotarla en provecho de la metrópoli y de los conquistadores, porque la Europa, como dice el historiador, jamás miró a la América, sino con ojos de mercader. La religión, como he dicho, venía unida con la fuerza; y tenía, por consiguiente, que soportar, forzosa y necesariamente, todas las consecuencias y todas las odiosidades que aquella había creado. ¡La religión, cuyas armas deben ser la piedad, la bondad, la caridad!”.
Ni siquiera se privó de citar al profesor José Manuel Estrada, quien en alguna cátedra, dijo “Y pensar qué horrores, cual ninguna conquista pudo superar, se cometieron en nombre del Altísimo, y por descreídos ambiciosos que vendían a la mejor postura su misión de propagandistas cristianos!”.
Siguió, apasionado, diciendo que la religión triunfó con la conquista, pero triunfó en sus formas externas, porque no lograron que entrara en el corazón del indígena, quien no podía tener fe ni amar a un Dios en cuyo nombre se lo oprimía. La propaganda religiosa en América no formó católicos, dijo, sino devotos, y para demostrarlo recordó la crueldad con Tupac Amarú. Y luego palos a los jesuitas y a sus gobiernos dictatoriales en las Misiones. Palos a las encíclicas que condenaron nuestra revolución, declarándola un castigo de Dios, y rosas a los sacerdotes que contrariando esas encíclicas fundaron la verdadera Iglesia argentina.
Los diputados liberales lo escuchaban cada vez más incómodos, pues la idea no era combatir la religión católica sino establecer la escuela laica.
Siguió un rato paseándose por nuestra historia colonial y patria, con críticas a la Corona Española, loas a Rivadavia y sus reformas liberales; palos a Rosas por sus medidas retrógradas en materia de libertad de conciencia, y, especialmente, por llamar a los jesuitas para entregarles la educación de la juventud e implantar nuevamente la enseñanza exclusiva de la religión católica en la escuela. En cuanto a nuestras tradiciones católicas y la actuación de nuestros máximos héroes, admitía que Belgrano era buen católico, aunque no papista, y negaba que San Martín fuera católico, sugiriendo que sólo usó la religión con fines políticos. Habló del carácter masón de San Martín, Pueyrredón, Zapiola, Balcarce y varios otros que se iniciaron en Cádiz, en la logia masónica de San Juan de Letrán, cuyas divisas secretas estaban relacionadas con el liberalismo revolucionario español, y era claramente antipapista.
Entre historia e historia, examinó el argumento de que no podía enseñarse moral sin religión porque están íntimamente ligadas, y citando a Guizot sostuvo que la filosofía demuestra que la moral existe independientemente de la religión, que la distinción entre el bien y el mal es una ley de la naturaleza misma del hombre. Agregó que los principios morales son anteriores al cristianismo, y que si el niño preguntaba al maestro por qué no debía mentir, éste le contestaría: “Tú no mentirás en nombre de tu dignidad, porque la mentira te degradaría ante tus propios ojos y ante la opinión de tus semejantes”.
El belicoso diputado terminó pidiendo que en nombre de la Constitución, que ampara todas las libertades, se rechazara el proyecto de la Comisión, “porque sin libertad de conciencia, no hay libertad de pensar, no hay libertad política ni libertad social”.

Votar contra Jesús

Le contestó Goyena, quien en realidad venía preparado para contestar el discurso anterior de Lagos García, pero no podía dejar pasar el discurso de Civit, y rebatió cada uno de los hechos históricos a que se había referido el mendocino. Para él, a pesar de todas las irregularidades de la Conquista, ella abrió el nuevo mundo a la acción civilizadora del progreso, y si algo la dulcificó, fue la tarea del catolicismo. Defendió la educación en los tiempos de la Colonia y a los curas durante la Revolución; lo retó a Civit por faltarle el respecto a San Martín; descalificó la enseñanza de la época de Rivadavia. Respecto de Rosas, señaló que lo único que dulcificó la vida de las gentes en aquella tiranía sangrienta y abominable fue la influencia de la religión.
Así, relatando los hechos históricos, con una oratoria llena de poesía, Goyena fue hechizado a su auditorio, y comenzaba a hacer vacilar a los tibios.
En su repaso histórico llegó a Vélez Sarsfield, autor del código civil, quien al escribir sobre el matrimonio se resistió a la influencia del creciente liberalismo y desechó el matrimonio civil. Para Vélez el matrimonio debía ser religioso, pues, “un matrimonio puramente legal sólo puede satisfacer a los que no tienen creencias, a los que no profesan culto alguno; y nuestro codificador los consideraba como una excepción tan rara, como una irregularidad tan extraordinaria y perjudicial, que los dejó fuera de la institución proyectada y felizmente convertida en ley”. Goyena entendía que había quedado demostrado que la tradición religiosa de la sociedad argentina se reflejaba en sus leyes y en sus hombres eminentes, y terminó por lo tanto su contestación a Civit. Luego de un cuarto intermedio, rebatió a Lagos García, comenzando por el artículo que ordenaba sostener el culto católico, que para Lagos significaba la parte exterior o material de la religión y para Goyena significaba toda la religión católica, en cada uno de sus aspectos. Luego, respecto a la exigencia de que el Presidente fuera católico, apostólico, romano, a lo que Lagos agregaba “y constitucional”, Goyena contestó que no había dos maneras de ser católico y que la Iglesia había condenado, en diversas oportunidades, la pretensión de crear distintos matices en el catolicismo. “Las doctrinas designadas con el nombre de catolicismo liberal han sido condenadas. No puede haber dentro de la iglesia católicos liberales, católicos que pospongan la enseñanza y los derechos de esta a la idolatría del Estado; y es un católico de esa clase, un católico que considere al Estado superior a la religión, lo que el señor diputado quiere hacer del presidente, al llamarlo católico constitucional”. Si el presidente pertenecía a la Iglesia Católica Apostólica Romana, debía estar sujeto a su divino ministerio, “profesar todo lo que ella profesa y enseña”, pues la Constitución no le exige otra teología, otra moral que la teología, la moral católica. El presidente, decía, debe estar realmente animado del espíritu del catolicismo, como patrono e hijo de la Iglesia Católica, en todos sus actos.
Luego defendió el Syllabus y, especialmente, la proposición que condenaba que la enseñanza correspondiera al poder civil. “Nuestra Constitución (…) reconoce la misión docente de la Iglesia, y, por lo mismo, su derecho a intervenir en la educación de la juventud”. Al analizar la proposición del Syllabus que condenaba el liberalismo, Goyena dio su particular visión del resultado de las leyes liberales: “Nace un niño: no hay para qué buscar el sacerdote que lo bautice; basta que se inscriba en el registro que lleva un oficial civil. El niño crece; llega la edad de educarlo: vaya a una escuela donde ni siquiera se pronuncia el nombre de Dios. Él se ha hecho hombre; va a ser padre de familia; se trata de su matrimonio; nada de ritos ni ceremonias religiosas, nada de vínculos sagrados, nada de promesas solemnes contritas bajo la invocación de Dios; que lo case el Juez de Paz; que se extienda un simple contrato. Muere el hombre: el cementerio no es un lugar religioso, como lo era hasta para los paganos; ahí está el enterratorio municipal: es un depósito de basura, en ciertas condiciones de ornato y en ciertas condiciones de higiene. Tal es el liberalismo condenado por la Iglesia. Es una aplicación del materialismo, del ateismo en la vida civil, a las funciones del Estado”.
El párrafo resume todo lo que era materia de lucha entre católicos y liberales.
Siguió exponiendo en el mismo orden de ideas, analizando el progreso, la civilización y la ciencia que “ha tomado una dirección extraviada, por la influencia de un orgullo insensato”. Defendió luego los concordatos mencionados por Lagos, pues eran la aplicación simple de la doctrina de la iglesia en países católicos, en los que los obispos “han de tener intervención oficial en la educación de la juventud. Esto es lo justo, esto es lo racional”. De la misma manera justificó las encíclicas que condenaban “las publicaciones inmorales y perversoras, a los abusos escandalosos de la libertad de imprenta. (…) La impunidad, que parece ser la tesis de los liberales de hoy día, es completamente inadmisible, porque importaría abrir de par en par las puertas de la inmoralidad, permitir el contagio de los vicios, y, como dice la Encíclica citada, dejar esparcir venenos, venderlos, transportarlos públicamente y llegar hasta tomarlos…”. Y continuó en sus loas al catolicismo: “¡Ser civilizado, en el sentido noble de la expresión, es ser cristiano; la historia nos presenta los más notables adelantos de la ciencia y de la sociedad, produciéndose bajo la influencia y el amparo de la Iglesia, de esta Iglesia a la que se pretende calificar de enemiga de la ilustración y la prosperidad de los pueblos!”.
Finalmente entró en la materia específica del debate: si el maestro daría religión en la escuela pública o si sólo se permitiría que los ministros de las diversas religiones dieran su enseñanza fuera de las horas de clase. Dijo que bastaría admitir la enseñanza moral para que se reconociera la enseñanza religiosa, porque no existe, en filosofía, una moral independiente de la existencia de Dios: “Hablar de moral es hablar de Dios, y si se admite que en la escuela se ha de enseñar moral, se reconoce ineludiblemente que se ha de enseñar religión. Pero ¿qué religión? La respuesta es muy sencilla: la religión católica, la religión nacional”. Y no es válido, sostuvo, que se permita a los obispos dar su enseñanza fuera de las horas oficiales de clase, porque así se desvincula esa enseñanza de la escuela. “Es inaceptable igualmente el proyecto, porque el hecho de nivelar en un permiso común la enseñanza de las diversas religiones, sólo se explica por el concepto de que para el Estado todas ellas son iguales; y como es absurdo que todas sean verdaderas, importa colocar en la misma categoría de las falsas religiones, aquella que los poderes públicos deben sostener de acuerdo con lo establecido en la Constitución Nacional. El proyecto de los señores diputados peca, pues, por inconstitucional, envuelve una injuria gravísima contra la religión católica y es el primer paso para implantar una legislación irreligiosa en las variadas relaciones de la vida civil…”.
Es más, dijo que la enseñanza religiosa no podía limitarse a tiempo y lugar, sino que “debe ser en todos los momentos y en todos los lugares; debe ser como una atmósfera que envuelva siempre al niño; sólo así ejerce sobre el alma y sobre la vida, toda su saludable acción”.
Unos párrafos más apelando al sentimiento de los padres de familia y un final para los provincianos: “Señores: mañana regresareis a las provincias que os enviaran a esta Cámara. Allí, donde la fe se conserva, os preguntarán cuál es el principal trabajo legislativo del año. Hemos descristianizado la escuela –será la respuesta si prevalece el proyecto de los señores diputados. ¡Imaginad el efecto de esta noticia en el seno de las familias; y no olvidéis que en estos asuntos debemos legislar inspirándonos en las tradiciones del pueblo y sintiendo las palpitaciones de su corazón!”.
Las palabras de Goyena, finalizando la sesión del día, arrancaron palmas entusiasmadas de los católicos, palmas de tibios que habían prometido votar con los liberales, pero que hoy vacilaban, y palmas de muchos liberales, que apreciaban los esfuerzos de este hombre sinceramente convencido de lo que había dicho.

Un éxito peligroso

La arenga del líder católico fascinó a muchos, pero no a los más lúcidos: Wilde, que estuvo en todas las sesiones, volvió a su casa a trabajar toda la noche en su discurso, ya bastante maduro; Gallo fue a la suya a retocar lo que pensaba decir; Leguizamón trabajó sobre aquellos diputados en los que había renacido la duda. El colaborador más anticlerical de El Diario, que firmaba Anacarsis, escribió alarmado un artículo titulado ¿Dónde van?, para advertir que los clericales estaban llevando el debate a un terreno peligroso. Los liberales se dirigían a la razón, que no fascina; los clericales se dirigían al sentimiento. “El espectáculo es bello. Goyena, en toda la fuerza de su vigoroso talento, en toda la florescencia alumbradora de su erudición, con la habilidad oratoria que ha obtenido como fruto de una labor paciente e ilustrada, hace temblar los argumentos de los contrarios, tocando en el cerebro las imágenes adormecidas de las tradiciones a que están asociados los recuerdos siempre queridos, del hogar, el cariño y la simpática ignorancia de nuestros antepasados./ Imágenes y recuerdos, sensaciones olvidadas de abandono y de dulzura, todas se despiertan y enderezan, ante su mágico llamado, pasando llorosos y trabajados delante de la vista, con el ademán suplicante, inspirando compasión y lástima, porque es inclinación natural, volverse hacia el lado más débil./ El talento del orador es el que consigue este éxito peligroso. Él nos vivifica las ideas que en nosotros viven asociadas a las memorias más dulces, y apartando con gesto decidido todo lo que la vista moderna ha adquirido en razones, en convencimiento, en lógica innegables, borra la noción del presente para hacernos alentar con los anhelos celestes, la vida eterna y la engañosa perspectiva de un Dios que premia la ignorancia”. Civit equivocaba el camino, siguiéndoles el juego, y sin quererlo, lograba que se descarriara el debate. No debía discutirse si el catolicismo era bueno o malo, sino si debía hacerse obligatoria o no la enseñanza de la religión en la escuela. Era preciso que los liberales no se dejaran llevar a ese terreno. “La cuestión está ganada y es imprudente exponerse a perderla, comprometiendo los sentimientos de un pueblo todavía apegado a las añejas preocupaciones”.

A pesar de lo que decía el columnista del El Diario, la cuestión estaba lejos de ser ganada. Había que ir paso a paso.

martes, 1 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (IV)

La escuela sin Dios

El gran debate siguió en la tarde del 6 de julio de 1883. Era la segunda sesión. La estrategia católica de inundar el Congreso con miles de firmas había provocado la reacción de los jóvenes liberales, que llegaron en tropilla para ocupar la barra: los estudiantes de Derecho, los de Ingeniería, los de Medicina, y los jóvenes del Colegio Nacional, para horror de su rector.
En esa sala caldeada habló en primer término Pedro Goyena, un hombre de oratoria bella y encantadora, elegido por los suyos para contestar a Leguizamón.
Fue rápidamente al grano: “… en este proyecto se trata de uno de los caracteres de la enseñanza, sin el cual ella es desgraciadamente incompleta, y que, establecido en la ley o suprimido de ella, influirá decididamente en bien o en mal de la República: me refiero a la enseñanza de la religión”. La cuestión, para él, era si se establecía o no la enseñanza de religión y moral en las escuelas. Recordó que Leguizamón había dicho que si la Constitución era tolerante, la ley debe ser tolerante y la escuela neutra, y respondió que este argumento tenía un error básico pues la Constitución no era neutra. Por otra parte, marcó una supuesta contradicción de Leguizamón en eso de reconocer que Dios está en todas partes, y al mismo tiempo empeñarse en excluir a Dios de las escuelas. Estos dos puntos serían la base de su exposición.
Recordó que la Constitución comienza por invocar a Dios, fuente de toda verdad y justicia; manda que el presidente debe ser católico, que el gobierno sostendrá el culto católico, apostólico y romano, que deberá promoverse la conversión de los salvajes al catolicismo, y, finalmente, establece relaciones entre los poderes públicos y la Iglesia Católica. Recordó también que todos los estatutos anteriores al 53 declaraban que la religión católica apostólica y romana era la religión del Estado, y advirtió que sostener el culto no sólo quiere decir entregar a la Iglesia una suma de dinero para costear el culto, sino que la Constitución admite que es una Ley Fundamental de un país católico. Ese, dijo, fue el espíritu de los constituyentes y el espíritu de nuestros grandes hombres, como San Martín o Belgrano, que rindieron durante toda su vida “testimonios fervorosos de respeto a esa religión de la cual los legisladores argentinos no pueden prescindir sin hacer injuria al sentimiento nacional y olvidar los antecedentes de nuestra historia”.
Luego sostuvo que a la luz  del derecho, de la doctrina, de la especulación intelectual, no se concibe un Estado sin Dios. Analizó el significado de Estado y concluyó que éste no puede ser prescindente, o ateo. Rebatió la argumentación de que la enseñanza de la religión corresponde a los padres y los sacerdotes porque, si bien ellos tienen esa misión, debe contemplarse la situación de una enorme cantidad de niños, hijos de padres ignorantes y pobres, privados de recibir educación religiosa en el templo o las enseñanzas del catecismo. La escuela, dijo, debía suplir esa falencia.
Terminó su discurso hablando como un representante de la Iglesia Católica: La Iglesia quiere la enseñanza religiosa en la escuela, quiere que el catecismo se enseñe en todas partes; y particularmente lo desea allí donde el clero es escaso, siendo su vivo empeño que alcance a todos la luz de la verdad revelada”. Y luego: “Los hechos demuestran que allí donde ha sido planteada la escuela sin Dios, los resultados han sido deplorables”, para lo cual dio algunos ejemplos de Estados Unidos. Concluyó sosteniendo la “supremacía de los intereses morales sobre el materialismo, que, se ha dicho en verdad, es una gran indigencia y un gran infortunio”.

La misión del Estado

Le contestó, inmediatamente, el abogado liberal Luis Lagos García. Dado que a esta altura de la discusión, la cuestión se había reducido, para los católicos, a un solo punto –la educación religiosa en las escuelas–, Lagos argumentó sobre ese solo tema. Comenzó por el aspecto constitucional y negó que sostener el culto católico signifique que esa será la religión del Estado. Sostener es costear los gastos que el culto exige, arguyó. Si los antecedentes constitucionales establecían la religión católica, apostólica y romana como religión del Estado, y la Constitución del 53 sólo decía sostener el culto, esto sólo significaba que la Constitución de 1853, “inspirada en las ideas modernas, teniendo por objetivo la población, el progreso, el adelanto del país en todo sentido, consideró conveniente, imprescindible, innovar en ese punto, e innovó”; y una de las razones por las que se estableció el sostenimiento del culto fue porque, en virtud de la ley de reforma del clero, el Estado se apoderó de los bienes de la Iglesia.
Luego de algunas otras consideraciones, se detuvo en lo que consideraba el argumento capital de Goyena: que el presidente debía ser católico, apostólico y romano. Es cierto, dijo, pero la Constitución también obliga al presidente a sostener, obedecer y respetar los principios consignados en ella, por lo cual será presidente católico, apostólico, romano y constitucional, o sea que será sólo romano en parte. La Constitución prevé que “Todos los habitantes del país tienen el derecho de rendir públicamente a Dios culto, según su conciencia”, mientras que la doctrina de la Iglesia romana ha condenado la libertad de conciencia como una “máxima falsa y absurda” (Gregorio XVI); la Constitución prevé la libertad de imprenta, y la doctrina de la Iglesia romana la califica como una “libertad muy funesta y detestable” (Gregorio XVI). Así Lagos desmenuzó estas contradicciones, y no se olvidó del Syllabus, compendio de las proposiciones erróneas y condenadas por la Iglesia, que entre otras, cuestionaba el progreso, el liberalismo y la civilización moderna.
Así como no puede decirse que el Estado argentino –no la Nación argentina–, sea un estado católico, tampoco puede decirse que el Estado deba tener una religión porque de lo contrario es un Estado ateo. Es la sociedad la que no debe ser atea, no el Estado, su representante para fines determinados, cuya misión es hacer reinar la justicia, hacer respetar los derechos y procurar que los hombres vivan lo más felices que sea posible; no tiene por qué tener una religión. Concordó con Goyena en que la sociedad debía tener una religión, pero recordó que esa era una doctrina muy antigua, anterior al cristianismo: la doctrina de Platón que decía que sería más fácil construir un edificio en el aire que organizar una sociedad sin religión.
Analizó eso de la escuela sin Dios, la escuela atea, frases que juzgó de gran efecto en el pueblo, pero inexactas y carentes de sentido. Dijo que para rebatir esa afirmación, él podría decir que no sabía si la escuela que pretendían crear era atea, pero sí sabía que era la establecida en Estados Unidos, Bélgica, Holanda, Irlanda, Australia, Francia, y tantos países donde el sentimiento religioso era profundo y arraigado. Pero, aseguró, el proyecto presentado en sustitución del de la Comisión no pretendía establecer una escuela atea: no es atea la escuela en que se enseña moral, ni la que permite a los sacerdotes de las distintas religiones ir allí a dar sus lecciones a los niños que pertenezcan a cada una de ellas. En todo caso, sería una escuela neutra, no sectaria.
Más adelante analizó la situación de la enseñanza religiosa en Europa, demostrando que en los países protestantes que habían impuesto la enseñanza religiosa, los católicos y su Iglesia pedían la escuela neutra: La Iglesia ha sostenido la enseñanza laica en Holanda, la ha sostenido en Irlanda, y no se ha opuesto a ella en Estados Unidos ni en ninguno de aquellos países en donde ha creído que la enseñanza de un dogma determinado en la escuela, lejos de serle favorable, podía serle perjudicial”. Volvió luego a la doctrina de la Iglesia, al Syllabus y a los concordatos celebrados por Pío IX con Ecuador (de 1873), Nicaragua y El Salvador (de 1864), leyó varias cláusulas donde se prohibía la libertad de cultos, se cercenaba la libertad de prensa y se establecía que “ningún maestro o profesor podrá enseñar sin la aprobación del ministro diocesano”. Desgranó otros concordatos, en los que la Iglesia imponía que la instrucción de toda la juventud sea conforme a la doctrina de la religión católica; y retornó al artículo tercero del proyecto de la Comisión, en el que se pretendía convertir al maestro “en una especie de sacerdote laico, obligado a enseñar un dogma determinado”, de lo que se deducía que “el maestro no sólo deberá ser católico, sino que tendrá que estar sometido a la inspección y dirección del sacerdote y del jefe del clero católico, porque sólo el clero católico, sólo los jefes del culto católico, tienen autoridad suficiente para definir y explicar el dogma católico”. Así explicó el peligro del artículo, que violaba la Constitución y retrasaba el progreso de nuestra educación, que impedía que personas de cultos disidentes que habían venido a establecer nuestras escuelas normales o a formar parte de nuestras academias de ciencias, pudieran enseñar a la juventud argentina; que, por consecuencia, traería innumerables intromisiones de la Iglesia, no sólo en la designación de los maestros, sino también en el plan de estudios, en los libros y textos de enseñanza, etcétera, etcétera.
Lagos terminó con el aplauso de sus correligionarios.

Esa escuela formará niños ateos

A continuación habló Tristán Achával Rodríguez. Comenzó, inesperadamente,  criticando a Leguizamón por pretender que el Estado vigilara la enseñanza en las escuelas particulares. Acusó a los liberales de querer establecer la censura previa y “la esclavitud de la escuela sometida al dominio del Estado” y de afectar la garantía constitucional de enseñar y aprender. “La abolición de la libertad de la escuela particular”, dijo, “ha sido precisamente en el mundo, el medio más poderoso de absorción y despotismo; y contra esa doctrina es que se ha levantado el principio y garantía constitucional establecidos de una manera indestructibles, para siempre, en nuestro país”. Parecía defender las ideas más caras al liberalismo, pero, en realidad, lo que defendía era la libertad de enseñanza de los colegios religiosos Del Salvador y San José. Una semana más tarde, en este mismo debate, el defensor de la libertad de pensamiento diría que la Iglesia es la depositaria de las verdades reveladas, que le corresponde la enseñanza de la doctrina que de estas verdades fundamentales se desprende, y que esa Iglesia debe impedir que la falsa interpretación o aplicación las corrompa, porque esas verdades son la salvación del mundo y sobre ellas se debe levantar el edificio moral y social de la actual civilización.
Pero hoy la estrategia es defender la libertad de enseñanza de los colegios particulares. Sin embargo, al hablar de la escuela atea, señala que “esa escuela formará niños ateos, formará una generación de hombres sin principios sólidos, sin carácter, sin conciencia, débiles, que podrán llevar al país a un precipicio (…) El ateo, hoy día, para mí, es casi un personaje de carnaval, que se viste con un traje raro por lo antiguo, para llamar la atención y divertir al respetable público…”.
Para Achaval no servía enseñar moral, pues en esa materia los maestros no sabrían qué contestar cuando el niño pregunte ¿Por qué no puedo matar? ¿Por qué debo obedecer?, etc., etc. Al igual que Estrada o Goyena, no creía en la moral independiente de la religión. Hay verdades que son inabordables para la ciencia, declamó, verdades que conocemos porque “han sido enseñadas y reveladas de lo Alto y directamente de Dios”. Así fue terminando, pidiendo que no se aceptara otro proyecto que no fuera el de la Comisión. Se terminó la sesión que seguiría en unos días.

La milicia romana ha entrado en acción


Afuera, los dos periódicos católicos y los numerosos diarios liberales apoyaban cada una de sus posiciones. El Diario, por ejemplo, decía que esta cuestión de la enseñanza religiosa, defendida “con tanto furor y encarnizamiento, no es un hecho aislado, y merece ser tomada en cuenta como la primera manifestación seria de una larga lucha que por desgracia va a conmover a nuestra sociedad…”; que para apreciar bien los hechos, había que observar lo que pasaba en el mundo. En Europa y en América, el clericalismo venía librando la gran batalla, “reuniendo sus elementos, acopiando sus armas, organizando sus legiones. La milicia romana ha entrado en acción, y después de preparado el terreno con cautela, se ha lanzado resueltamente al combate, en cumplimiento de las ordenes emanadas del Vaticano”. La contienda, decía, comenzó con Pío IX y su Syllabus, pero se profundizó con León XIII, un pontífice muy combativo, que viendo morir a su iglesia, divorciada del progreso, decidió actuar. “El clericalismo en Europa no descansa un momento, y en todas partes, en Inglaterra y en Alemania, como en Austria y Francia, y en Italia y España trabaja y obra, no independientemente sino con uniformidad, con disciplina rigurosa bajo las ordenes de hábiles generales, teniendo un pensamiento definido y un objetivo fijo”. Agregaba El Diario que a pesar de algunos logros, con Europa casi perdida, León XIII buscó tierra virgen, “más fácil de dominar y que prometa una conquista más fácil y más duradera. (…) La consigna romana fue impartida para América y con ella nos vinieron los Nuncios. ¡Oh, el que tenemos aquí, monseñor Mattera, es pichón de raza! (…). Es un político italiano de la vieja y terrible escuela, astuto e insinuante, diestro y maleable, capaz de todo con tal de obtener lo que se propone. (…) El resultado de sus trabajos desde que llegó se ve recién ahora. Ha disciplinado a los clericales, fundando diarios que defiendan las ideas ultramontanas, hecho establecer un centro que sirva de cuartel general, y sin aparecer en nada, sin mostrarse, disimulado por su carácter diplomático, pero teniendo buen cuidado de apartar al Arzobispo por inútil, de echarlo a un lado como estorbo….”. En Chile, el enviado del Papa había pretendido desconocer el patronato del estado; en Uruguay, el mismo Mattera prohibía a las familias asistir a funciones de caridad que no fueran católicas; en Ecuador gobernaba un tirano fanático católico, inquisidor, sostenido por los frailes. El Vaticano pretendía convertir a toda América en Ecuadores.

lunes, 30 de junio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (III)

Se prepara el debate en Diputados

En su paso por la Comisión Nacional de Educación, Sarmiento no había alcanzado a presentar un proyecto de ley de enseñanza primaria para capital y territorios nacionales. Tampoco lo hizo su reemplazante, Benjamín Zorrilla, ni el Ejecutivo. Pero después del Congreso Pedagógico, Zorrilla se reunió con la comisión de Instrucción Pública de la Cámara de Diputados, formada por católicos conservadores (Miguel Navarro Viola, el sacerdote Rainero J. Lugones, Mariano Demaría, Ángel Sosa y Manuel D. Pizarro, el ex ministro de Roca), para armar un proyecto que, por supuesto, mantenía la enseñanza religiosa. El proyecto no se presentó al recinto en 1882, y en 1883 fue retocado por una nueva comisión de mayoría igualmente conservadora. En junio de ese año fue presentado con su dictamen en la Cámara para ser tratado a principios de julio. Su normativa era casi calcada de la ley de la provincia de Buenos Aires de 1875, aquella ley que, por decreto de Roca-Pizarro, continuaba en vigencia hasta tanto se sancionara una nueva norma.
El artículo tercero del proyecto incluía moral y religión en el mínimum de enseñanza, y decía: “Declárase necesidad primordial la de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la religión y las instituciones republicanas. Es entendido que el Consejo Nacional de Educación está obligado a respetar en la organización de la enseñanza religiosa las creencias de los padres de familia ajenos a la comunión católica”.
Los liberales, liderados por Wilde en el Ministerio y Onésimo Leguizamón en Diputados, ya tenían un proyecto alternativo. Sabían que podrían conseguir una mayoría y sabían que el debate sería áspero, pero no contaban con una campaña en la que se involucraría a señoras, niños, estibadores, Jesús, María y José.

Señores, ha llegado la hora de vigilar!

Es que los militantes católicos habían madrugado a los liberales. Aquella orden de no innovar en el Congreso Pedagógico del 82 suponía que el tema sería tratado más serenamente en su ámbito, el Congreso Nacional.
Los católicos habían llevado el tema a los templos, los hogares y las calles. José Manuel de Estrada, Pedro Goyena, Emilio Lamarca y demás clericales habían reunido a los suyos en la Asociación Católica donde, el 21 de junio de 1883, Estrada gritaría a los cuatro vientos: “La Asociación Católica de Buenos Aires trae la misión de unirnos, y Cristo mora donde dos se congregan en su nombre: trae también una misión activa y militante, y ella es gloriosa, porque el liberalismo precipita, con el fragoroso torrente de sus contradicciones, la hora de vender la túnica y comprar la espada! (…) ¡Y los que no arrojen sobre nosotros el escarnio del gentil, nos fulminarán con la hipócrita calumnia del fariseo, acriminándonos de turbar la paz religiosa, porque enarbolamos, en medio de la siniestra quietud en que triunfa el liberalismo, contra su bandera, la bandera de la Iglesia! ¡Paz del silencio cobarde y del servil abandono, paz de capitulaciones sacrílegas; esa es la paz que Cristo condenaba, diciendo en los días de su predicación: no vine a traer la paz sino la guerra! Venimos a alarmar conciencias, a despertar los dormidos, a reanimar pusilámines, a enardecer espíritus, a vincular corazones: a disciplinarnos para las batallas del Señor! Generaciones enteras han escondido la antorcha debajo del celemín. Mientras los creyentes han dormido, el liberalismo ha velado. Hoy como ayer nos circunda, y nos ofrece, en signo de paz, el beso de Gethsemani… Señores, ha llegado la hora de vigilar!.
La Asociación decidió que Goyena comandaría la acción en el Congreso, ablandando los corazones de los diputados provincianos más viejos; Alejo de Nevares, Lamarca y el mismo Estrada comandarán la prédica desde el periódico La Unión, y coordinarán esfuerzos con el obispo Aneiros y el nuncio Mattera; los demás, todos, saldrían a buscar firmas para el multitudinario petitorio que presentarán en Diputados el día en que comenzara a debatirse la ley de Enseñanza. La orden incluía visitar a las señoras de diputados y senadores para pedirles que presionaran a sus maridos para que volvieran al camino de Cristo. Más importante aún, la Asociación Católica se abriría a las señoras y los niños, soldados principales de esta guerra santa. Funcionaría por las tardes como club católico. Desde la Catedral, Aneiros también dio órdenes a los curas para que no sólo condenaran la enseñanza laica en las misas, sino que trabajaran sobre señoras y niñas en los confesionarios. Y el nuncio Luis Mattera intentaría presionar sobre Roca.

Sólo la educación forma a los pueblos

La discusión de la ley se inició el 4 de julio de 1883. Presidía la sesión Miguel Navarro Viola, quien empezó informando que le había llegado una petición de miles de personas, suplicando que se sancionara “la cláusula del proyecto de ley, sometido a su resolución, que incluye la enseñanza religiosa en el programa de las escuelas populares”.
La cuestión produjo una larga discusión de procedimiento y luego Mariano Demaría presentó el dictamen de la Comisión de Instrucción Pública, que recomendaba la aprobación del proyecto de ley. Demaría, sabiendo que Leguizamón presentaría otro proyecto, comenzó con una advertencia: “Los errores que hoy cometamos en esta ley –si alguno se comete han de repercutir mañana, en toda la Nación, y sacudirla violentamente”.
Luego de repasar algunas reformas del proyecto de comisión respecto de la anterior ley provincial, entró de lleno en el artículo tercero, de enseñanza religiosa, recordando que estaba copiado casi literalmente del de la provincia de Buenos Aires, salvo que allí el mínimum de enseñanza era fijado por el consejo de educación en el marco de la obligación de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la religión. Le parecía prudente no modificarlo, dejando: “las cosas en el estado en que se encontraban, sin introducir cambios, que a fuerza de ser bruscos pueden ser funestos”.
El encargado de responder a Demaría fue Onésimo Leguizamón, gran orador, quien comenzó recordando principios que todo el mundo conocía, pero que valía repetir:
“Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un pueblo inconciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios, jamás un verdadero elegido!”.
Leguizamón, luego de otras consideraciones, explicó por qué entendía que el proyecto de la comisión “prescinde casi por completo del elemento científico en su organización” y por qué era ambiguo en su contenido. Finalmente se metió en el punto álgido. “Todos sabemos, señor Presidente, que con posterioridad al Cristianismo, la Iglesia se abrogó el derecho exclusivo de enseñar a la juventud”, comenzó, y dijo que así la Iglesia ejerció el derecho exclusivo de “dirigir el corazón y la inteligencia de la juventud; y es inútil agregar, que como una consecuencia natural de la influencia que da la educación, sobre la sociedad entera, ella la ejerció desde el hogar hasta el trono”. Recordó que aquel exclusivismo levantó con el tiempo la resistencia del poder civil, historió lo ocurrido en Francia a través de los siglos y llegó así a la teoría moderna: “La educación es obligatoria para todos los poderes sociales, a cada uno en su esfera y según sus medios, pero bajo la dirección exclusiva del Estado”. Habló luego de la gratuidad y obligatoriedad de la educación, y agregó otro axioma: que la educación debía ser dada con arreglo a los principios de la higiene, porque tiene como objeto esencial desarrollar simultáneamente la inteligencia, la moral, la capacidad y los medios físicos del niño. Luego señaló otras deficiencias del proyecto, y así, poco a poco, fue destrozando el proyecto de la comisión, y finalmente se detuvo en lo más grave que encontraba en el proyecto: el ya famoso artículo tercero, que juzgaba inconstitucional, porque “estableciéndose la enseñanza de la religión como mínimum de educación obligatoria en la República, ella viene a ser obligatoria no sólo para la escuela pública, sino para la escuela particular, y hasta en el hogar de los padres. (…) Si la Constitución Argentina es tolerante, la escuela tiene necesariamente que ser tolerante. Si la Constitución ha proclamado la libertad más absoluta de conciencia para los ciudadanos, la escuela no puede venir a alterar los principios de la Constitución borrándolos en la práctica y a hacer obligatoria la enseñanza de una religión determinada en esa escuela a la que concurren los hijos de todos los habitantes…”, dijo. Una ley en esas condiciones para toda la República sería una ley violenta, y, especialmente odiosa, para Capital y territorios nacionales, pues la mayor cantidad de disidentes vivían en la Capital, y las colonias de los territorios nacionales habían sido proyectadas para colonos alemanes, ingleses, holandeses, en su mayoría disidentes: “esta ley, con esta condición, sería una ley de despoblación, perpetuadora del desierto”. Si el maestro debía formar al hombre de acuerdo con la enseñanza religiosa, por lógica el maestro debería ser católico, “y eso y declarar que la escuela pública ha sido creada para la enseñanza de una exclusiva religión, es exactamente lo mismo!”. Por eso, dijo, los pueblos más experimentados en la materia, aun aquellos donde dominaba la creencia católica, decidieron no excluir por completo la enseñanza religiosa de la escuela pública, pero dejarla en manos del sacerdote o ministro de cada culto. “Yo sé bien, señor Presidente, que apenas se presente el mencionado pensamiento, se levantarán de todas partes, como ya ha sucedido, voces destempladas que griten: ¡La escuela atea! ¡La escuela sin Dios!”.
Y aquí el liberal Leguizamón agachó la cabeza, condescendiente, para decir que nadie quería una escuela atea, que pensaba que todo hombre debía tener una creencia religiosa; que el partido liberal sólo pretendía dejar a Dios donde Dios está, en todas partes, y dejar que cada uno lo adore donde quiera, “con tal que lo hagan en espíritu y en verdad, es decir, comprendiéndolo y amándolo sinceramente, como lo proclamó Jesús, para que no lo olvidase la posteridad, en la fuente de Samaria”. Finalizó declarando que como consecuencia de la oposición radical que hacía al proyecto de la Comisión, su partido presentaba un proyecto alternativo, firmado por diez diputados porque el reglamento no le permitía más firmas.
El nuevo proyecto reemplazaba el artículo 3 del proyecto de la Comisión por el siguiente artículo 8: “La enseñanza religiosa sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños en su respectiva comunión, y antes o después de las horas de clase”. Sus firmantes fueron: Germán Puebla, Luis y Onésimo Leguizamón, Luis Lagos García, Delfín Gallo, Carlos Bouquet, J. B. Ocampo, A. Benítez, Ángel Rojas, J. M. Olmedo.

La barra aplaudió largamente a Onésimo Leguizamón y así terminó la primera sesión de debate. Al día siguiente El Diario opinó que el verdadero jefe de los clericales era monseñor Mattera, “que bajo su plácida mansedumbre oculta sus dotes militantes servidos por una astucia maquiavélica. Él es quien dirige todo ese movimiento que tiene hoy por campo de batalla el Congreso”.

viernes, 27 de junio de 2014

Génesis de la ley 1420 (II)

El Congreso Pedagógico

Hacia fines de 1880 Julio A. Roca asumió el gobierno, con Capital Federal en Buenos Aires. Había que resolver distintas cuestiones que pasaban de la provincia a la nación, como la justicia o la educación primaria.
Roca eligió al cordobés Manuel D. Pizarro, militante católico, para hacerse cargo del triple ministerio de Justicia, Instrucción Pública y Culto. Pero para equilibrar un poco las cosas, designó a Sarmiento, ex director del Consejo General de Educación de la provincia, como titular del mismo organismo a nivel nacional. Éste tendría a su cargo proponer un proyecto de ley de enseñanza primaria para la Capital y territorios nacionales. Mientras tanto, se aplicaría la ley provincial de 1874/1875. La medida fue resuelta por un decreto (incluyendo la creación del Consejo Nacional de Educación), enviado al Senado para su ratificación. El Senado la ratificó y la mandó a Diputados, donde quedó dormida.
Pizarro, a sugerencia de Sarmiento, convocó a un congreso pedagógico, que se realizaría en 1882. Antes de la apertura del Congreso Pedagógico, Sarmiento se peleó con la mayoría de sus pares consejeros, y Roca lo relevó, reemplazándolo por Benjamín Zorrilla. A su vez, a principios de 1882 Pizarro se peleó con los senadores Aristóbulo Del Valle y Dardo Rocha, y Roca lo relevó.
Cuando todos creyeron que Roca reemplazaría a Pizarro por alguien de similar ideología, el presidente dio la sorpresa, designando ministro de la triple cartera a un liberal radical: Eduardo Wilde.
Fue entonces que comenzó el Congreso Pedagógico, que presidió Onésimo Leguizamón, mientras el ministro se iba de viaje con el presidente. Tanto Wilde como Leguizamón estaban convencidos que el gran debate de la escuela laica debía darse en el parlamento, y no en un congreso de maestras y pedagogos. Pero esto podía ser un ensayo interesante. Sabían que entre los proyectos de resolución que ya se habían presentado, figuraban dos que podrían iniciar la batalla religiosa: el de Raúl Legout (educador francés, profesor del Colegio Nacional de Mendoza) proponía que al dictarse la ley de educación común, los legisladores establecieran el principio de gratuidad, obligatoriedad y laicidad de la enseñanza, y el de Nicanor Larrain (Inspector de Escuelas de la provincia), pedía que se estableciera que “las escuelas del estado son esencialmente laicas: las creencias religiosas son del dominio privado”.
Se inició el 8 de abril con una reunión preparatoria en la que se resolvió admitir todos los trabajos que se presentaran, sin censura previa. Tres días más tarde se celebró la primera sesión, con gran discurso de Leguizamón (“La escuela prepara al elector, porque la escuela forma al hombre moral y enseña al ciudadano a conocer su propio papel en la vida pública de su país”) y se eligieron dos vicepresidentes, Jacobo Varela y José Manuel de Estrada, rector del Colegio Nacional, quienes, como integrantes de la mesa directiva, podían hojear los trabajos presentados. Así, Estrada vio los de Legout y Larrain y comenzó a llamar a los amigos para contrarrestar este ataque a la sagrada enseñanza religiosa.

Una enseñanza esencialmente religiosa

El 12 de abril, los católicos presentaron un proyecto que decía así: “Considerando que la religión es el necesario fundamento de la educación moral; que la sociedad argentina es una sociedad católica; que la Constitución Nacional consagra en las instituciones este carácter de la sociedad; y que la llamada laicidad de la enseñanza turbaría profundamente la concordia social: el Congreso, en homenaje a Dios, a los derechos de la familia, a la ley y a la paz pública, declara: que la escuela argentina debe dar una enseñanza esencialmente religiosa”.
A partir de entonces, y durante siete jornadas, el Congreso sesionó en dos planos distintos: el pedagógico, a la luz del día, y el religioso, en las sombras, por si acaso.
En el plano pedagógico, se presentaron algunos trabajos muy buenos y muchos bastante mediocres. Entre los primeros, el del español José M. Torres, rector de la Escuela Normal de Paraná, quien expuso sobre “La reglamentación del ejercicio del derecho a enseñar y de la formación y mejoramiento de los maestros”, y el del francés Paul Groussac, director de la Escuela Normal de Tucumán, sobre “El estado actual de la educación en la República, sus causas y sus remedios”. Ambos trabajos dieron pie a debates más o menos serios, innumerables peroratas, incidentes,  bochinches y planteos gremiales.
Los protagonistas de la discusión religiosa eran otros que, en general, no intervenían en las discusiones pedagógicas y, en algunos casos, ni siquiera estaban interesados en el desarrollo del Congreso.
El 15 de abril, El Diario informó: “El proyecto imprudente de la enseñanza religiosa en las escuelas, sigue preocupando a los Congresales. Se cree que sus autores lo retirarán, pero hasta ahora no hay nada resuelto. Al levantarse cada sesión se forman grupos de católicos y librepensadores, a tratar del asunto. El Dr. Avellaneda asistió ayer al Congreso y se corría que había manifestado que si el proyecto en cuestión se retiraba, él lo presentaría, aunque estuviera solo”.
Lo retiraran o no, el tema de la enseñanza religiosa estaba planteado y sus pasiones hacían ruido en otros ámbitos, como en el Colegio San José, sede de los religiosos; en el Colegio Nacional, la casa de Estrada y sus laicos clericales; El Nacional, oficina de Sarmiento; el Club Liberal y las distintas logias masónicas.
Mientras se incorporaban al Congreso más católicos para apoyar, eventualmente, a su bando, los liberales decidieron enviar a la lucha a sus primeras espadas: Leandro N. Alem, Delfín Gallo, Roque Sáenz Peña y Juan Ángel Golfarini.
Finalmente, cuando los ejércitos ya estaban preparados para la batalla, llegó Wilde de su viaje y vino el armisticio. El 19 de abril se presentó una moción para excluir de los debates la cuestión de la enseñanza laica o religiosa. Fue aprobada por aclamación. ¿Por qué aceptaron los católicos? Tal vez porque viendo que cada día se incorporaban más partidarios de la enseñanza laica, entendieron que en una votación perderían irremediablemente. ¿Por qué depusieron las armas los liberales más radicales? Tal vez porque sólo habían venido a presionar para que la cuestión fuera dejada de lado. No era, sin duda, éste el ámbito para tratar un tema tan delicado.
Las llamas de la cuestión religiosa se habían apagado, aunque hubo algunos chispazos más: peleas intrascendentes entre los grupos enfrentados. Así fue languideciendo el famoso Congreso Pedagógico, que pasó a la historia como antecedente directo de la ley de enseñanza laica. Los biógrafos de cada uno de sus protagonistas inventaron grandes debates entre sus biografiados (Estrada, Goyena, Lamarca, Alem, Leguizamón, Van Gelderen, masones y no masones, católicos o liberales) y los del bando contrario. Nada de eso existió dentro del recinto, aunque afuera intelectuales y periodistas debatieran la cuestión religiosa en los diarios. Sarmiento, en El Nacional, defendía un extremo; los católicos, en sus periódicos afines, defendían el otro. En el medio había muchos que, como Manuel Láinez de El Diario, sostenían que la cuestión religiosa sólo podía ser resuelta por el transcurso del tiempo, que no debía forzarse la enseñanza laica. Creían que dejando pasar una o dos décadas, la separación de Iglesia y Estado en la escuela decantaría naturalmente.
Eduardo Wilde manejó la situación desde las sombras, conversando con Leguizamón y negociando con amigos liberales y católicos para evitar la lucha franca en un ámbito tan inadecuado. Visitó el Congreso, por única vez, el 8 de mayo, día de su Clausura, pronunciando un bello discurso de elogio a la noble tarea de maestras y maestros de instrucción primaria.

Los objetivos de su cartera de Instrucción Pública eran muy claros: impulsar los proyectos de reforma de la educación pública secundaria, aprobar los Estatutos Universitarios, e impulsar, por ley, la enseñanza primaria obligatoria, gratuita y laica.