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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

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domingo, 6 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (VIII)

Bochornosa sesión

La sesión del Senado del 28 de agosto sería recordada como una de las jornadas más vergonzosas de nuestra historia parlamentaria. Comenzó a las dos de la tarde; terminó a las ocho y cuarto. Los católicos llegaron exultantes, blandiendo sus tres ases ganadores: el efecto de las mujeres, el argumento de cámara iniciadora y los números en orden. Se había sumado algún tibio a la causa católica y se había curado un católico enfermo; los liberales enfermos o ausentes no pudieron llegar, y, como por arte de magia, desapareció José R. Baltoré, miembro informante de la mayoría de la Comisión, que debía presentar y defender el proyecto aprobado en diputados, y que estuvo en antesalas hasta minutos antes de la sesión.
Los liberales intentaron hacer tiempo con cuestiones previas, pero cuando ya no alcanzó, el presidente Madero puso a consideración el proyecto sancionado por  Diputados, e hizo leer los dos despachos, de mayoría y de minoría. En el primero, de Baltoré y Cortés, se aconsejaba la aprobación sin modificaciones, “por las razones que dará el miembro informante”, y en el segundo, de Nougués, se aconsejaba insistir en la sanción del 8 de octubre de 1881, “por las razones que expondrá oportunamente”. Mientras los liberales pedían que el tratamiento se aplazara hasta que llegara el informante Baltoré, los católicos se oponían arguyendo que la cuestión era sencilla y que no era la primera vez que se trataba algo sin que estuviera el miembro informante.
El senador Aristóbulo del Valle, apoyándose en su enorme prestigio, quiso desnudar la maniobra: “¿Si no viene el señor miembro informante de la Comisión, el Senado va a prescindir en asunto de una naturaleza tan grave como el presente, del informe de la Comisión? ¿Va a establecer este precedente, que no solamente compromete el resultado de la cuestión actual, sino que crea un precedente peligroso para nuestras deliberaciones posteriores? ¿Por qué, señor Presidente, recurrir a estos medios que la honradez no acepta, para venir a prevalecerse de mayorías accidentales, de circunstancias especiales que tienen alejado de la Capital a un Senador, de la circunstancia más especial y más desgraciada aún, que tiene postrado en cama a otro señor Senador, cuyas ideas son conocidas en contra de la opinión de la mayoría accidental que, en este momento, pasando por sobre todas las formas, quiere venir a la discusión de esta ley capital, la ley más importante quizá que tendremos que discutir durante todo el período de nuestras sesiones, sin llenar las formalidades más elementales de toda discusión amplia, cual es el informe, no ya de la minoría de la Comisión, sino de la mayoría? No por obtener el triunfo de las ideas de unos u otros, sino por respeto a todos, por respeto a la seriedad del cuerpo parlamentario en que estamos sentados, deben condenarse todos estos procedimientos, una vez que son denunciados por mis labios en este momento. Yo no defiendo el resultado de la doctrina a que voy a prestar mi apoyo, no; lo que defiendo en este momento es el decoro del Senado”. Propuso un cuarto intermedio para buscar a Baltoré, y si no se lo encontraba, la postergación de la sesión.
Entre airadas protestas y discusiones, se aprobó el cuarto intermedio, aunque no la postergación. Salió un emisario a buscar a Baltoré, pero no estaba en su casa. Los católicos pidieron entonces que presentara el proyecto Cortés, el otro miembro de la mayoría de la Comisión, pero éste dijo no estar preparado. Entonces pidieron escuchar el informe de la minoría, lo que volvió a provocar el revuelo y las acusaciones cruzadas. Discutían si el reglamento exigía que estuviera el informante de la mayoría; si se podía discutir sin informe; si la ausencia de Baltoré había sido intencional, si estaba enfermo, y hasta si había salido “a dar un paseo higiénico”; si los liberales pretendían dilatar la cuestión, si los clericales abusaban de su mayoría accidental.
Las disputas subían de tono y la cosa comenzaba a ponerse violenta.
Para seguir haciendo tiempo, los liberales pedían que se leyeran íntegramente los proyectos, que por supuesto eran larguísimos. Los clericales, en cambio, querían ir directamente al grano, sin la lectura reglamentaria, continuando en sesión permanente, hasta finalizar el asunto. Del Valle exclamaba que nunca se había visto que se pretendiera suprimir la lectura de un proyecto a debatirse, contra la opinión de casi la mitad de la Cámara, y proclamaba el derecho de la minoría a defenderse “de la opresión moral de que es víctima en estos momentos. Lo natural es que se defienda, señor Presidente, o se quiere que, ¡sobre dominarnos con la mayoría, todavía nosotros nos prestemos voluntariamente y tendamos el cuello! Esa es precisamente la situación en que se nos coloca, por el abuso del número en el caso presente. (…) ¡Por qué no hemos de declararlo! Estamos defendiéndonos, sí, de la opresión de que somos víctimas en este momento”.
Así fueron pasando horas, y el gran debate sobre la educación argentina se había transformado en una miserable querella sobre mayorías y minorías y cuestiones de reglamento parlamentario. La moción de supresión de la lectura del proyecto fue aprobada y Nougués expuso los fundamentos de su dictamen. Trato de demostrar lo indemostrable: que el proyecto del Senado de 1881 fue un proyecto de educación, que sobre él trabajaron, modificándolo y luego sustituyéndolo, los miembros de las comisiones de Instrucción Pública de Diputados de 1882 y 1883, y que por lo tanto el Senado era cámara iniciadora. Pretendía así adoptar la ley de la provincia sin modificaciones, pues consideraba que las diferencias se podían resolver por reglamentación. En cuanto al tema de la enseñanza religiosa, aconsejaba no introducir ninguna modificación y sostuvo que había hablado con el presidente del Consejo Nacional de Educación, Zorrilla, quien era partidario de dejar la enseñanza religiosa, tal como estaba prevista en la ley provincial.
Del Valle pidió que se leyera la nota de remisión de la Cámara de Diputados que decía, oficialmente, que se mandaba el proyecto en revisión, y advirtió que si se adoptaba la posición que aconsejaba la minoría de la comisión, se estaría creando un conflicto entre las dos cámaras. El proyecto del 81, que discutió el Senado, no era una ley de educación. No fue enviado por el Poder Ejecutivo en ese carácter y no fue despachado ni debatido en ese carácter. Fue uno de los tantos decretos interinos que se dictaron con motivo de la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Finalmente, dijo que la gravedad de la cuestión procesal exigía la suspensión del debate, fijándose otro día para discutirlo, con los estudios y la preparación necesarios. Le respondió Avellaneda, para apoyar la posición que sostenía que el Senado era cámara iniciadora.

Llega Baltoré

Fue entonces que, sorpresivamente, apareció Baltoré en escena. La barra hizo tanto ruido que Madero ordenó su desalojo. La sesión seguiría sin público.
Baltoré, abrumado y tembloroso, trató de explicar su ausencia: que creyó que la cuestión no se trataría en esta sesión; que este tema no estaba en el orden del día; que “Me encontraba enfermo, señor presidente, y aún lo estoy”, y que era práctica en las cámaras que si el miembro informante no podía presentarse por cualquier razón, no se tratara el asunto. Decía que quería cumplir con su deber, pero no había traído sus papeles. Pedía que se suspendiera la sesión hasta el día siguiente, en que presentaría su informe. Se votó y se rechazó la suspensión por catorce votos contra trece.
Eduardo Wilde, convocado por Del Valle, pidió la palabra para encarar la difícil empresa de convencer a Baltoré que cumpliera con su deber: “Debo comunicarle al señor Senador que no he estado presente en la Comisión cuando ella se ocupó del asunto; que la Cámara de Senadores no ha oído leer el proyecto de educación y que no ha oído un informe completo respecto a los fundamentos que pueda tener tanto la decisión de la mayoría como la decisión de la minoría. Por esto consideraba de la más grande importancia el informe del señor Senador; por esto también le rogaría que tuviera a bien exponer a la Cámara los motivos que han obligado a la mayoría de la comisión a aceptar el proyecto cuya sanción aconseja”. Baltoré se justificó diciendo que le parecía inútil hablar sin los documentos que lo auxiliarían en la tarea, “tarea que, debo confesarlo, es fuerte para mí; pero si el señor Ministro insiste sobre la necesidad de ese informe, voy a manifestar algunas de las razones principales que la Comisión tuvo para aceptar el proyecto que se discute”. El senador Juárez Celman pidió que se le permitiera ir a buscar los apuntes a su casa, pero su moción fue rechazada. El patético Baltoré no tuvo más remedio que hablar y su discurso fue tan pobre que alarmó a sus compañeros de bancada. Párrafos y párrafos de generalidades, sin sentido concreto, alegando cada tanto que no recordaba muchos puntos de la ley. Cuando intentó entrar en la cuestión principal, el de la enseñanza religiosa, sus problemas de memoria se agravaron: su mente no podía elaborar ni una sola idea iluminadora.

No ha de ser ésta una de las sesiones que más se vanaglorie el Senado Argentino

Volvió entonces a hablar Wilde, evidentemente apesadumbrado por el pavoroso ambiente y lo inútil de su empresa. Comenzó con la cuestión de dirimir si el Senado era cámara iniciadora o revisora, y, al igual que Del Valle, trató de explicar lo obvio, con los documentos oficiales en la mano: el proyecto era originario de la Cámara de Diputados, y ésta lo mandó expresamente en revisión. Por último, dijo que las enormes diferencias entre un proyecto y otro no permitían creer que fueran modificaciones.
Luego habló de la enseñanza laica, obligatoria y gratuita, haciendo una síntesis del discurso que había pronunciado en la otra Cámara. A la media hora de exposición, pidió un cuarto intermedio, que, según los clericales, era sólo para ganar tiempo y lograr que la sesión se levantara. En verdad, ese habría sido el deseo de Wilde, Del Valle y compañía, pero sabían que no lo lograrían, que los clericales no perderían esta oportunidad de oro para hacer fracasar la ley de enseñanza laica, la Escuela sin Dios. Cuando volvieron, dijo: “Creo, señor presidente, que no ha de ser ésta una de las sesiones que más se vanaglorie el Senado Argentino. En esta sesión no se ha permitido leer el proyecto que se discute; se iba a prescindir hasta del informe del miembro informante de la mayoría de la Comisión; se ha obligado al miembro informante a dar un informe en una sesión para la cual no estaba preparado, porque por declaraciones casi textuales de los señores Senadores, se había creído que no se despacharía esta cuestión hoy. Se ejerce, pues, una especie de presión con un fin que no se comprende, puesto que estas sanciones de la Cámara de Senadores deberían llevar el sello de la mayor llaneza, cordura y equidad; pero puesto que el Senado ha resuelto continuar la sesión, yo me creo en la obligación de concluir la exposición de los motivos que tengo para sostener el proyecto de ley que ha venido de la Cámara de Diputados”. Y siguió adelante, desarrollando sus argumentos durante una hora más, para terminar con un renovado reproche a la Cámara de Senadores por la precipitación con que quería votar, pasando por alto el debate de tantos aspectos, y concluyó diciendo que la Cámara “debe estar fatigada de esta discusión cuya terminación conoce, y comprendo que tal vez esta es una de las causas que influyen para que esté más fatigada”.
Esa fatiga, que era amargura, fue la que impidió que los liberales Aristóbulo del Valle, Francisco Ortiz, Miguel Juárez Celman o Antonino Cambaceres pidieran la palabra para exponer ideas: se habían dado por derrotados antes de tiempo. No habían podido salir de las escabrosidades del procedimiento.
Como nadie pidió la palabra, Madero ordenó votar. Se rechazó el despacho de la mayoría de la comisión y se aprobó el de la minoría. Del Valle pidió que se levantara la sesión, pero el clerical Igarzabal propuso que antes se resolviera que el presidente comunicara a la Cámara de Diputados que no se aceptaban las modificaciones al proyecto. Esta propuesta sirvió para despertar la resistencia dormida, pues si se había resuelto que la Cámara era iniciadora, había que discutir cada una de las modificaciones que hizo Diputados, presuntamente revisora. Es decir, había que discutir todos los artículos de la ley. Del Valle explicó que según el reglamento y la Constitución, cuando un proyecto va de una Cámara a otra es discutido en general, pero cuando es aprobado en general por ambas y vienen a discutirse las enmiendas, no corresponde el rechazo en general, sino el rechazo de las enmiendas introducidas por la otra Cámara.
A esta altura, en esta vergonzosa sesión, la mayoría accidental estaba dispuesta a todo, aun a negar lo que había votado: acusó a Del Valle de hacer una errónea interpretación de los hechos, pues aquí no se había votado la cuestión sobre si el Senado era Cámara iniciadora, y por lo tanto la Cámara no había declarado que fuera iniciadora.
Los clericales sabían que si permitían que se discutiera otro día las modificaciones, ese otro día podía haber mayoría liberal, y la historia podía cambiar radicalmente. Por eso, ahora acusaban a los liberales de incongruentes, por haber sostenido antes que la iniciadora era Diputados, y decir ahora que la iniciadora era el Senado.
A pesar de las quejas de Del Valle, Igarzabal logró que se aprobara su moción de informar el rechazo a la Cámara de Diputados. Así terminó la vergonzosa sesión. Los católicos salieron exultantes; los liberales, con las cabezas bajas. Temían un conflicto insoluble entre las cámaras.

Avellaneda se fue a su casa, con su gran discurso sin pronunciar. Lo publicó después como La Escuela sin Religión y Sarmiento le contestó con otro que tituló: La Escuela sin la Religión de mi mujer

viernes, 4 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (VII)

Sin apoyarse en un dogma revelado, la humanidad no marchó jamás

En la última sesión, del 14 de julio, los católicos vinieron más dispuestos a tumbar al ministro Wilde que a combatir la enseñanza laica. En antesalas, Achával había dicho, a quien quisiera oírlo, que su discurso desenmascararía a Wilde y producirá su caída. Comenzó el cura Rainero Lugones, sosteniendo que dar religión fuera de las horas de clase era lo mismo que no dar religión; que enseñar es civilizar y civilizar es ilustrar la inteligencia “por el conocimiento de la verdad y la rectitud de la voluntad por el amor y la práctica del bien”; que la voluntad se encamina al bien por la enseñanza de la moral, o sea los principios fundamentales de lo recto y de lo justo;  que el hombre está sometido a esos principios de lo recto y de lo justo, y es precisamente Dios, el legislador, quien lo somete. “Dios hizo libre al hombre primero, y agregó después la ley, le mostró los preceptos, las leyes, las reglas de la moral, como la ley de su vida, para que pudiese conservar, salvar y ejercer aun su misma libertad. Este es el orden de la creación”. Dijo que había que desconocer la historia de la humanidad y la naturaleza humana para decir que basta con que tengamos un instinto del bien, pues la historia demuestra que “sin apoyarse en un dogma revelado, la humanidad no marchó jamás”. Señaló que para enseñar moral, moral universal porque la moral es una sola, es imprescindible invocar la autoridad de Dios, “es menester que la inteligencia y la voluntad se pongan en relación con la revelación, o sea el hombre en relación con su Creador, en comunicación con Dios, que es lo que se llama estar en la religión”. Enseñar moral es, en definitiva, enseñar religión. Si para enseñar moral se prescinde de la religión, “¿cómo se ha de enseñar moral en las escuelas? ¿Por la autoridad del maestro? ¿Y cuál es la autoridad del maestro? ¡La autoridad del señor ministro de Culto que lo nombra! Allí está su verdadero origen, allí hemos de ir a dar; y no es extraño ya que se sostenga también que el Gobierno tiene la misión de enseñar”. Agregó que si el maestro era el autorizado a enseñar las verdades fundamentales, y no en nombre de la religión, sería el Gobierno el que fijaría esas verdades. “En una palabra, la conciencia de las generaciones que se levantan ha de ser arrancada de las manos de la autoridad religiosa para ponerla en manos del Gobierno; ha de ser sustraída de lo que se llama el peso de la autoridad de un Concilio Ecuménico, por ejemplo, para ser puesta en manos del señor ministro del Culto”.
Ese fue su argumento principal: demostrar que se quería reemplazar la autoridad religiosa por la autoridad del Gobierno, y que no se podía enseñar moral sin la ayuda de la religión.
Cuando terminó, el liberal Luis Leguizamón mocionó para que se cerrara el debate y se votase. Pero Achával Rodríguez quiso volver a hablar, y también se anotó el presidente Navarro Viola. Los católicos intentaban hacer tiempo pues algunos diputados habían pedido licencia para después de esta sesión.

El maestro ha de ser religioso, ha de ser católico

Achaval Rodríguez comenzó acusando a Wilde de haber echado por tierra “la fe, la Iglesia y cuanto hay de más caro y más sagrado para la mayoría de nuestro pueblo”, y a los liberales por pretender derrumbar instituciones como la Religión y la Iglesia que son superiores a la Constitución. Sostuvo que “la religión es indispensable en la vida de la humanidad” y desarrolló el concepto. Habló de la fe religiosa y del sentimiento “que en sus más limitadas manifestaciones se llama amor, que cuando sube y se dilata más, se llama patriotismo y que cuando elevándose y purificándose más aún, llega a los pies del Altísimo, se llama Religión!”. Aseguró que si en el hombre hay inteligencia habrá ciencia en la humanidad y si en el hombre hay fe y amor habrá religión; que los pueblos no pueden prescindir de la religión y, por lo tanto, tampoco el Estado puede prescindir de ella. El Estado debía tener una religión, y no podía prescindir de las verdades religiosas. Por lo tanto, el Estado debía vincular su legislación con la religión del pueblo, es decir, la religión católica.
Si la Iglesia era la depositaria de las verdades reveladas por el Salvador, le correspondía la enseñanza de la doctrina que de estas verdades fundamentales se desprende. La Iglesia, arca de las verdades fundamentales del Nuevo Testamento, debía impedir que la falsa interpretación o aplicación las corrompiese, porque esas verdades eran la salvación del mundo y sobre ellas se debía levantar el edificio moral y social de la civilización.
Para defender sus proposiciones, examinó el Syllabus y defendió la infalibilidad del Papa con este magnífico párrafo: “Cristo, el hijo de Dios, prometió a su Iglesia que jamás sería alterada la verdad revelada que en ella guardaba como depósito sagrado. Cristo ha establecido al Pontífice como jefe de su Iglesia y como su órgano para interpretar las fórmulas de la revelación; y Dios, con su divina providencia, hará que cuando el Pontífice esté en peligro de hacer una falsa interpretación, hará… cualquier cosa! Hará que le parta un rayo, que le sobrevenga un retorcijón de barriga y muera, antes de que tal suceda! He aquí lo que significa la infalibilidad del Papa. No es que se opere en la cabeza del Pontífice un cambio frenológico; es que Dios pondrá los medios que tiene en su infinita providencia para impedir que salga de aquella boca un error de interpretación, que altere en la doctrina la verdad revelada”. El dogma de que el Papa es infalible podría reformularse como “el Papa no errará, Dios se lo impedirá”. Defendió la negación de la libertad de cultos que hacía el Syllabus, aunque admitió que los Estados la declararan por conveniencia.
El fanatismo de Achával Rodríguez se volvía alarmante. Al examinar la relación entre la Iglesia y la ciencia, afirmó que cuando el Génesis dice que Dios primero hizo la luz y luego el Sol, la ciencia lo discutió, pero que luego se supo que fue así. “¡Cómo!” gritaron varios diputados y hubo una larga discusión –entre Achaval y Leguizamón– sobre ciencia y verdades reveladas.
Finalmente entró en el tema de la enseñanza religiosa: dijo que la escuela primaria es necesariamente el complemento del hogar y la educación del niño debe ser integral, debe despertar y cultivar el sentimiento religioso, además de desarrollar las facultades de la inteligencia; que cuando el maestro le hablara del origen del hombre o del mundo, necesariamente debería tener conocimientos religiosos para no decirles que venimos de la nada, que el mundo se hizo de la nada o que somos pura carne: “¿Qué dirá de los destinos del hombre? ¿Qué dirá de su origen y formación? ¿Dirá que según la ciencia de Darwin somos monos convertidos en hombres, seres irracionales perfeccionados, que no tenemos mejor destino que cualquiera otro de la escala inferior?”. Sostuvo que el problema no se solucionaba con la enseñanza de la religión, dada por un sacerdote fuera de horas de clase.
Recordó que en el proyecto de la Comisión había dos artículos, uno de asignatura especial y otro que decía: “se declara necesidad primordial el formar el carácter del hombre por la enseñanza religiosa y cívica”, lo cual quería decir que “el maestro ha de ser religioso, ha de tener religión”, porque un maestro sin religión o indiferente es un peligro para los niños. El maestro debía ser católico por una cuestión democrática, y era que la mayoría del pueblo es católica, y que siendo el pueblo católico, quería que sus hijos fueran buenos católicos. Agregó que si en el país no había suficientes maestros y querían traer norteamericanos, deberían ser norteamericanos católicos. Más aun: “El maestro no debe ser solamente religioso en la enseñanza religiosa. La enseñanza de la geología, la enseñanza de la filosofía, etc., deben estar basadas sobre las grandes verdades de la revelación. Cuando se le enseña a un niño que tiene un espíritu y un cuerpo, se le enseña religiosamente. Cuando el maestro hable al discípulo del mundo, de la materia, le ha de enseñar como han sido creados, conforme a las verdades reveladas, que son verdades religiosas”.
Terminó Achaval Rodríguez y, finalmente, después de muchas discusiones, se votó.

Media sanción

El proyecto de la Comisión resultó rechazado por 43 votos a 10. La barra estalló en aplausos y vivas. Luego se votó el proyecto de los liberales, y fue aprobado por 40 votos contra 10.
Comenzó inmediatamente la discusión en particular, porque los liberales estaban empeñados en dejar aprobado el artículo de enseñanza laica antes de irse a sus casas. Pero cuando entró en discusión ese famoso artículo 8º, el católico Dámaso Centeno volvió a la carga, y repitió los remanidos argumentos de Achával Rodríguez y Goyena, agregando que si se permitía enseñar en la escuela todos los cultos se iba a llevar confusión al alma de los niños, se los iba a formar escépticos; que el artículo podía llevar a graves luchas religiosas y que los diputados firmantes no habían dado cuenta de estos peligros; que no se podía dar entrada a la escuela pública a ministros de todos los cultos porque no se podía equiparar al sacerdote católico que traía las ilustres tradiciones de San Martín con otros protestantes que no traían más que recuerdos tristes. No tuvo suerte: el artículo 8 del proyecto Leguizamón fue aprobado sin modificaciones.
Finalmente, se levantó la sesión. Los diputados habían estado en el recinto más de siete horas. El resto del articulado del proyecto se fue aprobando, con bastantes modificaciones, en los días siguientes. El 23 de julio, a las once y media de la noche, se aprobó el último artículo, y pasó al Senado.
Primera batalla ganada. Pero la guerra recién comenzaba, aunque muchos liberales festejaran como si la ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria ya fuera un hecho.

Manifestaciones por aquí y por allá

Festejaban triunfalistas los diputados, los intelectuales, la prensa liberal, las colectividades extranjeras, y los jóvenes. El 21 de julio hubo una gran manifestación de estudiantes que, avanzando por Florida y llena de entusiasmos, marchó hasta la casa de Wilde para agradecer al Ministro (desde su balcón éste les dijo que nuestro suelo estaba abierto para todos los que quisieran habitarlo, y que, cualquiera fueran sus creencias, podían venir al país seguros de que la tolerancia era en nosotros un deber); luego hasta lo de Leguizamón, donde los esperaban los diputados liberales, y, finalmente, a lo de Sarmiento, a quien saludaron como representante de la prensa liberal.
En el mes que corrió desde la aprobación en Diputados y la primera sesión de debate en el Senado, pasó de todo. José Manuel de Estrada se hizo echar del rectorado del Colegio Nacional para provocar manifestaciones católicas, y lo logró. El 29 de julio hubo una nutrida reunión del Club Católico en homenaje a Estrada, quien pronunció un fogoso discurso incitando a la guerra cruda, sin cuartel y sin reposo. Allí se firmó un documento de aplauso y apoyo al católico, como profesor y rector, y como periodista, “por haber defendido valientemente en el diario LA UNIÓN contra un Gobierno que ha renegado de las tradiciones más santas del Pueblo Argentino, los dogmas y principios de la religión católica.”. El grupo marchó luego, con una banda de música y vivas a Estrada, hasta la imprenta La Unión y la casa de Emilio Lamarca, donde hubo nuevas proclamas y promesas de defender a muerte al catolicismo y a sus líderes.
El ambiente estaba tan enrarecido que había luchas callejeras entre los bandos juveniles. En los colegios de San José y El Salvador, se discriminaba a los colegiales hijos de liberales, y en las calles aledañas de los mismos colegios, los muchachos liberales asaltan a los colegiales católicos. En el Nacional hubo escaramuzas entre unos y otros. Por el lado de las mujeres, la cosa estaba igualmente complicada: un grupo de muchachas recorría las casas diciendo que por disposición del Papa gozarían de indulgencia quienes se suscribieran al diario católico La Unión (La Voz de la Iglesia ya había hecho algo parecido); una comisión de señoras católicas, presidida por Petrona Coronel de Lamarca y patrocinada por Nicolás Avellaneda, también recorría las casas, buscando firmas para un documento que ellas, personalmente, presentarán al Senado. Por su parte, los curas seguían trabajando en sus misas y confesionarios para que las damas presionaran a sus hombres senadores. Un senador de una provincia norteña recibió un telegrama que decía así: “No olvides los preceptos que nos enseñaron nuestros padres. Somos católicos. No votes contra Jesucristo”.
Vale destacar que las estocadas de esta guerra cruda y sin cuartel pegaban, y bien duro, en la intimidad de Eduardo Wilde, pero como él no quiso mezclar las cosas, dejo de lado esas cuestiones tratadas en detalle en mi Eduardo Wilde, una historia argentina…

Las mujeres en el Senado

En el Senado nada fue como lo habían previsto los liberales, aunque no Wilde, quien sabía que Avellaneda se pondría al frente de la resistencia y que habría chicanas para doblegar la mayoría liberal. Esa mayoría, algo endeble por la presión de las mujeres y por el prestigio de Avellaneda, podía tambalear si se incrementaban los pedidos de licencia que ya habían empezado a correr.
El 25 de agosto de 1883, día de sesión del Senado, se vio, en la plaza de Mayo, un espectáculo sin precedentes. Numerosos grupos de mujeres llegaban a las puertas del Congreso Nacional, el más afamado de los clubes de hombres. Sus líderes fueron recibidas por los senadores Nicolás Avellaneda y Diego de Alvear. En las antesalas –no pasarían de allí–, las señoras les entregaron un petitorio firmado por novecientas cincuenta y siete mujeres. Ya no estaban físicamente allí cuando se inició la sesión, pero su presencia se hizo sentir, y mucho. Diego de Alvear hizo que se leyera la petición femenina por la educación pública católica de los niños. Y como la firmaban, según dijo, damas “que representan, no solamente los nombres históricos del país, sino lo que tiene la República de más notable”, pidió que todos se levantaran en señal de respeto.
La moción fue apoyada y, como si fuera algo muy serio, el presidente Francisco Madero la puso en discusión. Se aprobó y como algunos no se pusieron de pie para acatar la resolución, Alvear gritó: “¡Qué se consigne en acta los nombres de los señores senadores que, no obstante la sanción del Senado para hacer esta manifestación, se han quedado sentados, no acatando su resolución!”.

Después de esta payasada, que duró un buen rato, comenzaría una farsa que duraría dos sesiones. 

jueves, 3 de julio de 2014

Génesis de la ley 1420 (VI)

Las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión

Eduardo Wilde habló el 13 de julio de 1883. El Congreso era un mundo de gente de todos los ámbitos. Habló durante cuatro horas, con un pequeño cuarto intermedio.
No era un orador en el sentido clásico de la palabra. Exponía como si lo estuviera haciendo en un ámbito académico o entre amigos, sin declamaciones, sin exclamaciones. Comenzó, como todos, con lisonjas para cada uno de los oradores que había escuchado, y explicó por qué era deber del Gobierno tomar parte en esta cuestión. De paso, contestó a aquellos que sostenían que como Ministro de Culto, no podía defender la laicidad. “Vengo aquí como ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. La cuestión que se debate afecta dos de estos ramos: la Instrucción Pública y el Culto./ Puede alguien creer que la situación de un ministro del Culto es más difícil que lo que a primera vista parece, por una mala concepción de los deberes que se le imponen, según las doctrinas que cada uno alimenta./ Yo voy a declarar qué es lo que creo de mi deber como ministro de Estado en el Departamento del Culto e Instrucción Pública./ Soy ministro de una nación republicana que ha consagrado sus principios en su Carta Fundamental y que tiene una colección de leyes que marcan el camino a todos sus poderes públicos, a todas las ramas de su administración./ No creo que el ministro de Culto de una nación como la nuestra esté encargado de propagar la fe, ni de ser su apóstol, ni de enseñar una religión, ni de proteger un culto en detrimento de otros, ni de extenderse en materias religiosas más allá de lo que las leyes y la Constitución le permiten extenderse, ni de restringir aquello que la Constitución y las leyes no restringen./ Entonces, pues, el deber de un ministro en estas condiciones, es el deber del ciudadano de una república que tiene bien establecidas sus instituciones./ Si la misión del ministro del Culto fuera propagar la fe, enseñar la religión, sostener más allá de los límites que he indicado, las creencias de la mayoría, ¿cuál sería, pregunto, la misión de los ministros de la religión, el arzobispo, el clero? (…) El ministro del Culto es intermediario para las relaciones que establece el patronato, entre el Presidente de la República y la autoridad eclesiástica. Su misión está limitada a mantener esos vínculos en los términos que la Constitución y las leyes lo establecen./ Alguna vez ha llegado a mis oídos un rumor, señor Presidente, al cual no he dado más valor que el que tiene. Alguien ha dicho que había cierta contradicción entre las ideas liberales y las funciones reservadas al ministro del Culto. No creo que haya llegado el caso de hacer una defensa personal. Las opiniones que un ministro manifiesta no son nunca individuales; son del Gobierno. Por lo tanto, las creencias y las convicciones íntimas, siendo del fuero interno, escapan a la discusión y a la sanción y nadie tiene el derecho de prejuzgar sobre ellas…”.

El Estado no tiene religión

Tomó el tema desde tres puntos de vista: la faz de los principios, la de los antecedentes nacionales y la de las conveniencias sociales.
Para comenzar por el principio, analizó, en sentido general, qué es un Estado y qué es una Iglesia. Fue desmenuzando conceptos, tal como se concebían en 1883. El Estado une los hombres entre sí; la Iglesia une los hombres a Dios; el Estado se dirige a las colectividades; la Iglesia se dirige a los individuos, aunque pueda tomar la forma colectiva. La religión, que une íntimamente al individuo con Dios, “no da lugar a responsabilidades ni establece relaciones ni vinculaciones colectivas ante él, aun cuando las establezca entre los miembros de un mismo credo, para los fines terrenales que la Iglesia procura”; el Estado, en cambio, dirige la vida de las asociaciones, responsabiliza los grupos y lo hace todo con la acción de conjunto. Siendo distintos los fines de Iglesia y de Estado, hay independencia recíproca. El Estado une a los hombres para que “se ayuden en la lucha por la vida, para que hagan posible el trabajo, y por lo tanto, el sostenimiento de los grupos y de los individuos que lo forman”; la religión une a los hombres a Dios “para fines más elevados y que traspasan los límites de este mundo”. Los Estados tienen fronteras; la religión no las tiene. El Estado está en la tierra; la religión “trata de sacar de la tierra al hombre, donde para ella no está sino por accidente, para llevarlo a regiones superiores”. Sin embargo, estas dos concepciones habían tenido siempre una relación estrecha: como ni la Iglesia ni el Estado nacieron de golpe, las ideas de Iglesia y de Estado se fueron formando poco a poco en la humanidad. En la temprana edad de la vida del hombre y de los pueblos, hay una necesidad de creer en algo, de explicarse su origen y la razón de las cosas: ese es el primer germen de toda religión. Por el otro lado, como el hombre no vive solo, se reúne en grupo y así va formándose el primer embrión del Estado. La creencia religiosa subsiste en el individuo miembro del grupo social. Crece el grupo, se acentúa la creencia religiosa, y las dos concepciones –una para los fines de la vida práctica, la otra para la vida interna–, se van confundiendo, dando a los pueblos primitivos el carácter de verdaderas teocracias. El Gobierno sometido a la creencia fue anterior al Estado en su concepto moderno. Con el progreso de los grupos sociales, los hombres de diversas creencias se agruparon para un fin político; de ahí vienen las divisiones, el Estado interconfesional y la distinción marcada entre Iglesia y Estado. El que divulga religión pasa las fronteras del Estado, sin tener en cuenta si sus adeptos son monárquicos o republicanos, su acción no contradice los fines políticos del Estado; el Estado, en cambio, no puede extenderse si no es por la conquista.
En su metódico examen, Wilde pasó por Roma, cuyo imperio formidable conquistó pueblos de diferente religión y organización: fue tolerante en materia religiosa, pero sobre los dioses de esos pueblos colocó a un dios superior, su Júpiter Capitolino. Es decir, dominó por la espada y la religión. Habló de Jesús y su doctrina, una doctrina que nació independiente del Estado: “Mi reino no es de este mundo”, decía, dando a entender que no quería tener nada que ver con lo temporal: “Su misión era de paz y su propósito el de poner el espíritu de Dios en el corazón del hombre”. Con su fórmula “Dad al César lo que es del César” mandaba respetar la autoridad y los derechos del Estado. Jesús no se anunció como fundador de reinos, sino como revelador de una doctrina que, no emanando del Estado, no tomaba la forma del derecho humano. Así, la religión cristiana nació independiente, a diferencia de las religiones anteriores, que unían creencia y fuerza y hacían del Estado una teocracia. Pero su Iglesia no se conformó con renunciar a las cosas de este mundo: su buena doctrina fue extendiéndose, el poder de sus sacerdotes fue aumentando, los papas tuvieron autoridad terrenal. Así, el mundo de entonces se encontró con dos grandes poderes: el del Emperador –jefe del Estado y de la Iglesia pagana al mismo tiempo–, y el del Papa u obispo principal “que tenía una autoridad independiente en esencia de aquella, pero sumamente ligada a ella en los hechos”. El Imperio fue cayendo, por decrepitud, junto con las religiones paganas, mientras la Iglesia cristiana, vigorosa y nueva, crecía, y su culto se extendía por todo el mundo. “De ahí vino la supremacía de los papas y de los obispos, y, poco a poco, la absorción, puede decirse, del poder social por el poder de la Iglesia. Nuevamente, las ideas de Iglesia y Estado se confundieron, y sobrevinieron las persecuciones por causas religiosas: el poder público se puso al servicio de las creencias para subyugar las conciencias. Esta situación, que duró siglos, no podía durar para siempre: los emperadores y los reyes, cuyo poder se amenazaba y minaba, empezaron a sentirse incomodados con la subordinación impuesta, y comenzaron a hacer distinciones, dejando que la Iglesia triunfara en las creencias y en la conciencia del individuo, y tomando lo temporal para el gobierno político.
Después de un largo proceso, y por la evolución de las ideas, en la época moderna se presentó con toda claridad la diferencia entre Iglesia y Estado, y nos encontramos con el concepto verdadero del gobierno político: el principio moderno es el Estado interconfesional. “¿Por qué? Porque los hombres siendo iguales en deberes ante el Estado, tienen que ser iguales en derechos; y uno de los derechos es la libertad de conciencia, derecho proclamado por la ciencia política y reconocido a la par de todo otro derecho. La libertad de conciencia es actualmente respetada en todos los Estados”.
Leyó cláusulas de las leyes fundamentales de una serie de países europeos, que demostraban que en los estados modernos civilizados el principio de libertad de conciencia y la libertad de cultos estaban asegurados. La libertad de conciencia, dijo, no es una regla de derecho, “es una propiedad, una calidad inherente al hombre”, que debe garantizarse como se garantiza la vida. Así, también, debe garantizarse la libertad de cultos que es la manifestación externa de esa libertad, y para ser protegida requiere caer bajo jurisdicción del Estado. El único límite a la garantía es que un culto no debe estorbar a otro: si hay derecho para “el libre ejercicio del culto de unos, lo hay también para impedir que esa libertad se convierta en obstáculo para el culto de otros”. Esta libertad, que figuraba desde hace largo tiempo entre los principios de los pueblos civilizados, recién entró propiamente en el derecho público después de que Federico el Grande dijo: “En mi reino cada uno se salva a su manera”. Quedó establecida en el derecho de todas las naciones, y así cesaron o se moderaron las persecuciones, críticas, ultrajes y exclusiones por causas religiosas. Sin embargo, todavía la sociedad moderna tenía que resolver algunos problemas, o consecuencias de esa libertad. Por ejemplo, en Inglaterra se debatía la forma del juramento ligándola a la libertad de conciencia, y muchos sostenían que “ninguna traba, en ninguna forma y bajo ningún pretexto, aun cuando sea como fórmula”, podía oponerse a esa libertad.
A pesar de haber quedado establecida la libertad de creencia y de cultos, y la independencia entre la Iglesia y el Estado, dijo, en este debate se había repetido, una y otra vez, que no se concebía un Estado sin religión: “Hay aquí una confusión de ideas. La sociedad debe ser considerada bajo dos puntos de vista diferentes: como grupo humano, haciendo abstracción de todo propósito colectivo, compuesto de individuos que pueden tener creencias uniformes o variadas; y como agrupación o asociación destinada a formar un organismo con fines políticos, llamado Estado”. En la agrupación de individuos para fines políticos y puramente temporales, “la creencia no puede ser una base indispensable para el fin de la asociación”. El Estado, como tal, no puede tener una religión, pero eso no significa que los individuos no la tengan. La Religión es una concepción enteramente individual; requiere una cabeza, una inteligencia, la unidad moral en fin. Nadie se puede asociar para tener una religión”. Si se toma como personificación del Estado a sus representantes –poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial–, se entiende que esas personas ejercen un poder delegado, y como nadie puede delegar aquello de lo que no puede desprenderse –sus creencias, su libertad de conciencia–, el Estado no tiene ni puede tener religión. El Estado forma ciudadanos; la Iglesia forma creyentes. Hay una diferencia de propósitos, pero esos propósitos pueden ser comunes para algunos fines de la vida práctica, y ahí es donde se producen algunas contradicciones.
Habló sobre esas contradicciones, dando el ejemplo de la libertad de conciencia, base fundamental del Estado moderno, que la Iglesia Católica condenaba en diversas encíclicas y en el Syllabus, que condenaba expresamente “La libertad de abrazar y de profesar la religión que repute verdadera según la luz de su razón”. Y preguntó: “¿Cómo no ha de ser elemental que cada hombre pueda mantener las creencias que su razón le indica como verdaderas? ¿Con qué las juzga? Con la razón que tiene. ¿Y qué ha de hacer el hombre sino creer lo que su razón le presenta como verdadero? Esto no es de derecho antiguo ni moderno; es anterior a todo derecho escrito: ¡es de concepción humana!”.
Respecto de las contradicciones entre el derecho público adoptado por las naciones y las disposiciones de la Iglesia, tomó el ejemplo de varias cláusulas de los concordatos de Pío IX con Ecuador, Nicaragua y El Salvador, que eran totalmente contradictorias con la Constitución Argentina y nuestras leyes. Analizó también las contradicciones entre la religión católica y la ciencia, que algunos se empeñaban en negar, y señaló que dicha contradicción era evidente porque “¿cómo no han de ser opuestas las ciencias y la religión en sus afirmaciones, cuando la misma ciencia está en contradicción consigo misma, con diferencia de años, no de siglos siquiera? ¿Cómo se puede pretender que la religión católica nacida hace mil ochocientos ochenta y tres años, pudiera prever, adivinar lo que iba a suceder en la ciencia de estos tiempos? ¿Cómo puede exigirse de una religión dogmática, que proclame principios y haga afirmaciones contrarias a las creencias de los hombres que vivían en el tiempo que ella nació, y que tenían como verdades las nociones de su época?”. Fue examinando los adelantos de las diversas ciencias y todo lo que seguramente adelantaría, pues, por ejemplo, “el cielo de ahora no es cielo de antes ni el cielo de mañana. (…) La ley del progreso tiene que verificarse forzosamente; y el progreso está en todo”. Por eso, “La ciencia de hoy debe estar en contradicción, tiene que estar en contradicción, no puede menos que estar en contradicción con ciertas afirmaciones de la Iglesia. Y yo, cuando veo los esfuerzos sobrehumanos que se hacen para acomodar cosas que no pueden estar acomodadas, ¡me quedo absorto! No hay acomodo posible; ciencia y religión son dos cosas distintas que caben, sin embargo, separadas, en la mente del hombre: se puede creer una cosa, cuando se trata de religión, y estar convencido perfectamente de otra, cuando se trata de ciencia; lo uno afecta los sentimientos, lo otro a la razón preparada por el estudio”.
Todo cambia, dijo, aun la religión católica fue cambiando a través de los siglos –no en la esencia de sus dogmas sino en la interpretación que de ellos se hace–, porque no hay institución que pueda encasillarse en sus primitivos principios, en la pureza de sus dogmas, pues esto es contrario a las leyes de desenvolvimiento de la naturaleza.
Volviendo a Estado y religión, señaló que aun cuando la religión católica se manifestara en contradicción con algunas de las declaraciones de los Estados modernos, eso no implicaba que debiera perseguírsela ni impedir su culto o propagación. Una creencia que habla de Dios, que trata de penetrar con el espíritu de Dios en el corazón humano, que habla de caridad y de amor al prójimo “es una creencia necesariamente simpática”. La religión cristiana, que ha tomado los sentimientos más nobles del corazón humano para nutrirlos, “es un pedazo de la religión natural, puede decirse. Su moral contiene los más grandes principios proclamados en todas las épocas”.
Vale destacar que Wilde, como Goyena o Leguizamón, sabía que aquí no sólo se discutía una ley de educación laica: se debatían las relaciones entre la Iglesia y el Estado, e, implícitamente, la ley de registro civil y la de matrimonio civil, la reglamentación del patronato y cualquier concordato con la Santa Sede. Es decir, se discutía la separación de la Iglesia Católica de roles que competen al Estado argentino, que para los liberales impedía la necesaria inmigración y obstaculizaba el progreso de la nación.

La Iglesia libre en el Estado libre

Más adelante, examinó los roles del Estado y de la Iglesia con relación al ciudadano. Recordó que se había dicho alguna vez que la Iglesia domina el espíritu del individuo y el Estado su cuerpo, lo cual le parecía una barbaridad porque la primera sólo domina sus creencias religiosas, y el Estado no quiere autómatas: quiere individuos responsables, con su inteligencia y su ilustración, y por eso quiere hacerlos educar. La teoría de la Iglesia dueña de las almas estuvo en boga en las épocas de su supremacía eclesiástica, pero como los representantes del poder político no admitieron jamás de buena gana esa supremacía, poco a poco fueron desprendiéndose de ese yugo. Analizó también la Reforma y su papel en la vida de los Estados. Dijo que la Reforma fue hábil porque siendo débil en un principio, se puso bajo la protección de los gobiernos y así reconoció al Estado cierta supremacía: sirvió para acentuar la independencia y el poder de los Estados. A pesar de la Reforma, los Estados siguieron unidos a una o más iglesias nacionales. Estados Unidos rompió definitivamente esa tradición, estableciendo la separación y considerando a los cultos existentes como meras “sociedades de religión”.
Esa separación, consagrada en la ley norteamericana, llegó a Europa y se radicó allí algo modificada, “huyendo un tanto de la separación absoluta que conduce a la indiferencia sobre cosas que no pueden ser indiferentes al Estado: se conserva los vínculos y se llega por fin a la proclamación del verdadero principio moderno, proclamado en estas grandes palabras de Cavour: ‘La Iglesia libre en el Estado libre’”. Wilde subrayó la frase, porque esa era la aspiración del Poder Ejecutivo (aunque la suya propia tal vez fuera Las Iglesias libres en el Estado libre) y había hablado dos horas de los antecedentes para llegar a este punto: “Bajo este principio caben todas las aspiraciones. La Iglesia domina las creencias: el Estado domina las funciones políticas”; no se estorban, se reconocen: sus respectivas jurisdicciones no se mezclan. En este contexto de independencia, consagrada por los Estados modernos, analizó qué derecho tiene el Estado sobre la Iglesia y ésta sobre aquel en los países más civilizados.
Aceptó que el Estado pueda proteger una religión mayoritaria, favorecer el ejercicio de su culto, hacer respetar sus fiestas, etc., etc., sin salirse del derecho público ni afectar la libertad de conciencia, pero no podrá obligar a los ciudadanos disidentes a practicar el culto de la mayoría. La Iglesia libre en el Estado libre no permite que el Estado invada las atribuciones de la Iglesia ni que ésta absorba al Estado. Pero esto no quita al Estado su supremacía en cuanto a lo temporal, y, por lo tanto, su derecho de vigilancia. El patronato no es más que una forma de protección y de intervención en los asuntos de la Iglesia. El Estado subvenciona a la Iglesia, dignifica su clero, suministra fondos para sus templos, pero está obligado a vigilar. La Iglesia tiene indudablemente plena jurisdicción en cuanto a su doctrina, en tanto su acción no sea contraria a la Constitución y a las leyes. El Estado, a su vez, sin inmiscuirse en la doctrina, debe impedir que so pretexto de la religión, “se profese públicamente principios contrarios al orden social, y que los individuos, encastillándose en sus creencias, se sustraigan a la ley civil y se conviertan en demagogos o en predicadores de ideas subversivas, dando origen a desobediencias y revoluciones y fomentando la anarquía en nombre de los derechos de la conciencia íntima”, pues la fe y la religión no protegen al clero y los creyentes contra el Estado, cuando éste impone obligaciones destinadas a poner orden en la sociedad. Así, el Estado debe vigilar la educación eclesiástica que se da en los seminarios, pues éste los costea y paga a sus profesores, y porque le interesa la formación de un clero ilustrado; “no puede mirar con indiferencia una enseñanza que prescinda, como ha sucedido, del progreso de las naciones y fomente el divorcio entre el clero y el mundo”.
Luego de dedicar unos párrafos a la jurisdicción disciplinaria de la Iglesia, dio por concluida la exposición sobre los principios generales.

Alberdi y la religión en Las Bases

Analizó entonces los antecedentes nacionales, detallando los ensayos constitucionales desde la Revolución de Mayo, hasta a la Constitución de 1853. Demostró, leyendo las  cláusulas constitucionales, que si los anteriores documentos establecieron una religión de Estado, la Constitución de 1853 “omite la expresión, no por olvido o descuido como alguien ha dicho, sino intencionalmente y sustituyéndola por otra totalmente diferente. Algo más: esa Constitución en sus diversos artículos atingentes a la materia, armoniza con la expresión aceptada en sustitución de la antigua, y prueba con eso el perfecto conocimiento con que procedieron sus autores”. Wilde fue más allá de lo que fueron otros oradores –católicos y liberales–, porque en lugar de tomar artículos aislados, analizó el equilibrio y la coordinación entre las diversas disposiciones. Y en cuanto a la disposición que ordenaba sostener el culto católico, tomó Las Bases de Alberdi, que contenía un proyecto de Constitución que establecía (artículo 3º): La Confederación adopta y sostiene el culto católico, y garantiza la libertad de los demás…”. Esa redacción no fue aceptada por la Convención Constituyente. (Alberdi sostenía en Las Bases que la Constitución “debe mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe protegerla por la libertad”, por la tolerancia y sin exclusiones de otros cultos cristianos. Y agregaba: “será necesario pues, consagrar al catolicismo como religión de Estado”, pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos).
Si la mayoría de las proposiciones de Alberdi fueron admitidas en la Constitución, reflexionó Wilde, “la no aceptación de su artículo acerca de la religión del Estado no puede ser mirada sino como una reforma intencional”.

La Constitución quiere población para la República

Luego, haciendo un alto en el plan trazado, y para distenderse un poco, contestó el discurso de Emilio de Alvear. Tomó sus frases grandilocuentes e ideas, y las fue destruyendo, una a una. Por ejemplo, sobre aquello de que a él no le interesaban los antecedentes de la historia remota ni quería Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas, el ministro comentó: “‘No quiero ni Calvinos, ni Luteros ni Torquemadas’ significa: ‘No quiero protestantes ni inquisidores’. Pero el señor Diputado me perdonará que le observe que si él no quiere protestantes en la República, la Constitución que él venera y respeta tanto, los quiere; porque la Constitución quiere población para la República, y desgraciadamente para los que tienen ideas opuestas, el número de protestantes es muy grande en el mundo, y su facultad de poblar, de producir y de engrandecer las naciones es manifiesta, sin que nadie la ponga en duda”.
Desechó los argumentos basados en los antepasados y los héroes: “No significa nada que Belgrano y San Martín, por ejemplo, hayan creído una cosa. Lo que sería necesario probar es, además, que ha sido en virtud de sus creencias que obraron de tal o cual manera, que ha sido en virtud de sus creencias que fueron republicanos patriotas y benéficos para su país. Sólo así tendrían valor los argumentos”. Nada importaba si los héroes salieron de tal o cual escuela, en la que se haya enseñado tal o cual religión, puesto que de una misma escuela salen creyentes y no creyentes: “Miles de creyentes se puede citar que han salido de escuelas donde no se enseñaba religión; y miles de incrédulos, salidos de seminarios en donde no se enseñaba más que religión”.
Alvear había dicho que nada importaba lo que habían pensado los convencionales del 53 respecto del artículo “El Gobierno Federal sostiene el culto católico…”, que lo que importaba era lo que habían sancionado, pues “opinión no es sanción”, y que sostener un culto significaba identificarse con él. Para Wilde, en este caso era importante saber qué habían opinado, puesto que la redacción que en definitiva se sancionó fue elegida sobre otra que sí adoptaba la religión católica; sostener no quiere decir adoptar, ni implica ninguna identificación. La palabra adopta, contenida en el artículo propuesto por Alberdi fue omitida.

Obligatoria, gratuita, laica, higiénica y gradual

Después de discutir un rato con Achaval Rodríguez –como lo había hecho antes con Goyena y otros que lo interrumpían–, Wilde entró en el tema específico: la obligatoriedad, gratuidad y laicidad de la ley. A esas condiciones agregó que la escuela debía ser graduada e higiénica.
Respecto de la obligatoriedad y de aquellos que decían que el Estado, dentro de sus deberes limitados, no puede “quitar a los padres el derecho que tienen sobre sus hijos”, les recordó que el Estado debe proveer a las necesidades de todos sus habitantes, hasta el límite de sus medios. “Si un padre martiriza a un niño, el Estado debe dar su protección a ese niño; no puede el padre, en nombre de sus derechos, dejar morir a sus hijos de frío o hambre”. Así como la ley de herencia obliga al padre a dejar cierta parte a sus hijos, u otras leyes imponen ciertos deberes, como el servicio militar, aun en contra del deseo de un padre, el Estado, con el mismo derecho, puede y debe imponer la obligación de instruirse, porque ello importa un bien para la Nación.
“El Estado tiene obligación de formar ciudadanos, se ha dicho ya; no tiene la obligación de formar judíos, ni de formar católicos, pues a ello se oponen los fines del Estado y la libertad de cultos proclamada”. La escuela debe enseñar ideas universales, no dogmas, que no son universales.
Al enumerar las materias que debe imponer la ley, Wilde repitió, como siempre lo había hecho, la necesidad de enseñar instrucción física: “Haga un cuerpo vigoroso, haga que la sangre circule con vigor en el cerebro, que el individuo sea sano por el ejercicio y buena función de los órganos, y habrá hecho que sus conciudadanos tengan buenas ideas. (…) La enseñanza integral tiene por objeto tomar al individuo íntegramente, desde su moral hasta sus pies, y educarlo en todo, en sus ideas y en su cuerpo, para que sea fuerte, para que conozca las cosas, para que se dé cuenta de los principios, para que sea moral, vigoroso y honrado”.
Respecto de la gratuidad (por igualdad cívica), dijo que ya nadie la discutía, salvo aquellos que defendían los intereses de instituciones privadas. Sostuvo que utilizar el argumento de libertad de enseñanza contra la gratuidad, es como decir “no hagáis bien al pueblo, porque atacáis la especulación a su costa”.
Hora de hablar de la escuela laica: “Así como la escuela gratuita, señor presidente, hace posible la escuela obligatoria, esta trae forzosamente la laica”.
Dividió el examen de la cuestión en dos partes: los programas de enseñanza y los profesores. Es decir: ¿Quedaba suprimida la enseñanza religiosa de los programas comunes para todos los alumnos? ¿El profesor no necesitaba pertenecer a una comunidad determinada?
Respecto de la primera pregunta, la cuestión estaba casi agotada. “No se puede hacer división en las escuelas; no se debe separar al niño protestante del católico”. No se podía discriminar a los niños, había que evitar que un maestro fanático, señalara y persiguiera a los que no eran de su religión. Y no era cierto que en el proyecto de la Comisión se garantizara la libertad de los padres de hijos no católicos, “puesto que es imposible sustraer al niño de la atmósfera de la escuela, e impedir que obre sobre él la influencia del medio en que se desarrolla”.
En cuanto a los maestros, le parecía evidente que “no se les debe exigir creencia determinada, porque esto sería forzarlos a aceptar, por las necesidades de la vida, la creencia que adoptaran las autoridades encargadas de la dirección de las escuelas, el dogma o la doctrina que se hubiera determinado enseñar en ellas”, se les exigiría ser católicos y no sólo católicos, sino buenos católicos, y aún más, “sabios católicos, que conocieran bien el dogma; que estuvieran bien perpetrados del espíritu de la doctrina, porque sin conocerla, no podrían insinuarlo en el espíritu de los jóvenes  alumnos”. Sería difícil, además, encontrar maestros idóneos en religión y a la vez competentes en los demás ramos. Tal exigencia sería no solo inconveniente, sino contraria a la Constitución, que consagra el derecho de todos, sin más condiciones que su idoneidad, a aspirar a los empleos, y la completa libertad de enseñar y aprender. A estas dos dificultades, la constitucional y la administrativa, se sumaba otra: tendría que someterse a los profesores a un examen, al cual deberían concurrir los representantes de la Iglesia, puesto que el profesor debería conocer la doctrina católica, y sólo ellos estarían habilitados para dar un certificado de competencia en esa materia. De allí resultaría también que en el programa de las Escuelas Normales debería figurar la enseñanza de la religión, para formar maestros capaces de trasmitirla a los niños. ¿Hasta dónde irían estas exigencias?, se preguntó, y como ejemplo recordó que el arzobispo acababa de protestar, ante el ministerio, por la contratación de maestras norteamericanas. “Las escuelas normales están bajo la jurisdicción del ministerio de Instrucción Pública; y el pueblo de la República ha visto como se ha condenado lo que ya es una tradición entre nosotros, señor Presidente: el haber procurado buscar, para las escuelas normales, maestras en Estados Unidos; ¡condenación que se ha hecho bajo la suposición de que esas maestras podían ser protestantes!”. Wilde confesó que ni se le ocurrió pensar en la religión de las maestras, que lo único que quiso fue “dotar al país de maestras normales, simplemente; maestras capaces de formar profesoras. (…) Es claro que garantiendo la Constitución el derecho de enseñar y aprender, la pretensión de que no puedan ser maestros sino los católicos, es insubsistente, y nulo el derecho del arzobispo para mezclarse en un acto del Poder Ejecutivo llevado a cabo con perfecto derecho”.
Examinó luego los antecedentes contemporáneos de los países europeos para demostrar, como ya lo hicieran otros liberales, que las posiciones en defensa de la enseñanza laica o de la religiosa habían sido una cuestión de mayorías o minorías.
Y, al igual que otros liberales, explicó por qué entendía que se podía enseñar moral con independencia de la religión. La única variación estaba en la sanción,  “poniendo en un caso la reprobación de la conciencia y en el otro la reprobación de Dios”. La moral, dijo, ha existido antes de toda forma concreta de culto y las virtudes cristianas son virtudes universales proclamadas más o menos extensamente por Zoroastro, 3000 años antes de Jesucristo, por Confucio 500 años antes y por Meng Tseu 300 años antes de la era cristiana. La supresión de la enseñanza religiosa dada por el maestro, en las escuelas, no quería decir, ni supresión de la enseñanza moral, ni supresión de la enseñanza religiosa, ni que la escuela sea atea; la enseñanza puede darse por el sacerdote, por el que tiene esa misión.
Pidió, finalmente, a los diputados aprobar el proyecto liberal, y pidió que la enseñanza fuera laica para no cerrar las puertas a la corriente de inmigrantes de cuya influencia necesitábamos  para el engrandecimiento de la Nación.
Los liberales aplaudieron, y, según consigna el diario de sesiones, “la barra, poniéndose de pie, aplaude al orador por largo rato”.
La votación sería al día siguiente.
Wilde se fue satisfecho. Sabía que lo que había hecho tendría enorme trascendencia: por primera vez el Gobierno argentino había dicho públicamente que el Estado no tiene religión, que la Iglesia no tiene nada que hacer en nuestras cuestiones temporales, y que establecer la enseñanza religiosa en nuestras escuelas era atentar contra todas las libertades y derechos consignados en la Constitución.

Wilde le había hecho hacer a Roca lo que no se animaron a hacer los liberales Mitre y Sarmiento, y torció el camino clerical que el mismo Roca emprendió con Pizarro. 

miércoles, 2 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (V)

Sin libertad de conciencia, no hay libertad de pensar

El gran debate se reanudó el 11 de julio de 1883 (tercera sesión), con tantos espectadores que hasta se había invadido el palco de prensa. Comenzó Emilio Civit, mendocino, liberal impulsivo y sin pelos en la lengua. Fue directamente al grano, a la cláusula que motivaba casi toda la discusión: la enseñanza de la religión en las escuelas. Trató en primer lugar la hipótesis de la que partían los católicos: que la enseñanza de la religión en la escuela estaba de acuerdo con nuestras tradiciones históricas y nuestros antecedentes institucionales. Dijo que él había estudiado historia argentina en los libros de eminentes pensadores, como López, Gutiérrez, Mitre, y Estrada, y en nombre de todo lo aprendido, aseguraba que el proyecto de la comisión que establecía la enseñanza religiosa era contrario a nuestros antecedentes históricos y a la Constitución. Era contrario porque desde nuestros orígenes el pueblo argentino había manifestado marcadas tendencias a la libertad de conciencias; porque estos pueblos americanos no fueron preparados por la Conquista para recibir con agrado al catolicismo, sino todo lo contrario: “La conquista venía representada por la cruz y por la espada; por el fanatismo y por la fuerza brutal; no por la paz y la concordia cristianas. La cruz y la espada presentábanse juntas, creyendo que juntas deberían luchar, que juntas debían vencer o ser vencidas. La lucha en el terreno de la fuerza no podía ser dudosa: la conquista triunfó en esa parte, no por el número de sus guerreros, sino por los mejores elementos de destrucción de que disponía. La América fue dominada, diezmados sus habitantes; y los que escaparon a la destrucción general se sometieron por el terror, pero maldiciendo en silencio, allá en el fondo de su conciencia, allá en lo íntimo de su corazón, ese yugo que se les imponía, esa conquista que en cada hogar había sacrificado un miembro querido –un padre, un esposo, un hermano–, esa conquista que sólo buscaba la dominación de América, no para civilizarla, sino para explotarla en provecho de la metrópoli y de los conquistadores, porque la Europa, como dice el historiador, jamás miró a la América, sino con ojos de mercader. La religión, como he dicho, venía unida con la fuerza; y tenía, por consiguiente, que soportar, forzosa y necesariamente, todas las consecuencias y todas las odiosidades que aquella había creado. ¡La religión, cuyas armas deben ser la piedad, la bondad, la caridad!”.
Ni siquiera se privó de citar al profesor José Manuel Estrada, quien en alguna cátedra, dijo “Y pensar qué horrores, cual ninguna conquista pudo superar, se cometieron en nombre del Altísimo, y por descreídos ambiciosos que vendían a la mejor postura su misión de propagandistas cristianos!”.
Siguió, apasionado, diciendo que la religión triunfó con la conquista, pero triunfó en sus formas externas, porque no lograron que entrara en el corazón del indígena, quien no podía tener fe ni amar a un Dios en cuyo nombre se lo oprimía. La propaganda religiosa en América no formó católicos, dijo, sino devotos, y para demostrarlo recordó la crueldad con Tupac Amarú. Y luego palos a los jesuitas y a sus gobiernos dictatoriales en las Misiones. Palos a las encíclicas que condenaron nuestra revolución, declarándola un castigo de Dios, y rosas a los sacerdotes que contrariando esas encíclicas fundaron la verdadera Iglesia argentina.
Los diputados liberales lo escuchaban cada vez más incómodos, pues la idea no era combatir la religión católica sino establecer la escuela laica.
Siguió un rato paseándose por nuestra historia colonial y patria, con críticas a la Corona Española, loas a Rivadavia y sus reformas liberales; palos a Rosas por sus medidas retrógradas en materia de libertad de conciencia, y, especialmente, por llamar a los jesuitas para entregarles la educación de la juventud e implantar nuevamente la enseñanza exclusiva de la religión católica en la escuela. En cuanto a nuestras tradiciones católicas y la actuación de nuestros máximos héroes, admitía que Belgrano era buen católico, aunque no papista, y negaba que San Martín fuera católico, sugiriendo que sólo usó la religión con fines políticos. Habló del carácter masón de San Martín, Pueyrredón, Zapiola, Balcarce y varios otros que se iniciaron en Cádiz, en la logia masónica de San Juan de Letrán, cuyas divisas secretas estaban relacionadas con el liberalismo revolucionario español, y era claramente antipapista.
Entre historia e historia, examinó el argumento de que no podía enseñarse moral sin religión porque están íntimamente ligadas, y citando a Guizot sostuvo que la filosofía demuestra que la moral existe independientemente de la religión, que la distinción entre el bien y el mal es una ley de la naturaleza misma del hombre. Agregó que los principios morales son anteriores al cristianismo, y que si el niño preguntaba al maestro por qué no debía mentir, éste le contestaría: “Tú no mentirás en nombre de tu dignidad, porque la mentira te degradaría ante tus propios ojos y ante la opinión de tus semejantes”.
El belicoso diputado terminó pidiendo que en nombre de la Constitución, que ampara todas las libertades, se rechazara el proyecto de la Comisión, “porque sin libertad de conciencia, no hay libertad de pensar, no hay libertad política ni libertad social”.

Votar contra Jesús

Le contestó Goyena, quien en realidad venía preparado para contestar el discurso anterior de Lagos García, pero no podía dejar pasar el discurso de Civit, y rebatió cada uno de los hechos históricos a que se había referido el mendocino. Para él, a pesar de todas las irregularidades de la Conquista, ella abrió el nuevo mundo a la acción civilizadora del progreso, y si algo la dulcificó, fue la tarea del catolicismo. Defendió la educación en los tiempos de la Colonia y a los curas durante la Revolución; lo retó a Civit por faltarle el respecto a San Martín; descalificó la enseñanza de la época de Rivadavia. Respecto de Rosas, señaló que lo único que dulcificó la vida de las gentes en aquella tiranía sangrienta y abominable fue la influencia de la religión.
Así, relatando los hechos históricos, con una oratoria llena de poesía, Goyena fue hechizado a su auditorio, y comenzaba a hacer vacilar a los tibios.
En su repaso histórico llegó a Vélez Sarsfield, autor del código civil, quien al escribir sobre el matrimonio se resistió a la influencia del creciente liberalismo y desechó el matrimonio civil. Para Vélez el matrimonio debía ser religioso, pues, “un matrimonio puramente legal sólo puede satisfacer a los que no tienen creencias, a los que no profesan culto alguno; y nuestro codificador los consideraba como una excepción tan rara, como una irregularidad tan extraordinaria y perjudicial, que los dejó fuera de la institución proyectada y felizmente convertida en ley”. Goyena entendía que había quedado demostrado que la tradición religiosa de la sociedad argentina se reflejaba en sus leyes y en sus hombres eminentes, y terminó por lo tanto su contestación a Civit. Luego de un cuarto intermedio, rebatió a Lagos García, comenzando por el artículo que ordenaba sostener el culto católico, que para Lagos significaba la parte exterior o material de la religión y para Goyena significaba toda la religión católica, en cada uno de sus aspectos. Luego, respecto a la exigencia de que el Presidente fuera católico, apostólico, romano, a lo que Lagos agregaba “y constitucional”, Goyena contestó que no había dos maneras de ser católico y que la Iglesia había condenado, en diversas oportunidades, la pretensión de crear distintos matices en el catolicismo. “Las doctrinas designadas con el nombre de catolicismo liberal han sido condenadas. No puede haber dentro de la iglesia católicos liberales, católicos que pospongan la enseñanza y los derechos de esta a la idolatría del Estado; y es un católico de esa clase, un católico que considere al Estado superior a la religión, lo que el señor diputado quiere hacer del presidente, al llamarlo católico constitucional”. Si el presidente pertenecía a la Iglesia Católica Apostólica Romana, debía estar sujeto a su divino ministerio, “profesar todo lo que ella profesa y enseña”, pues la Constitución no le exige otra teología, otra moral que la teología, la moral católica. El presidente, decía, debe estar realmente animado del espíritu del catolicismo, como patrono e hijo de la Iglesia Católica, en todos sus actos.
Luego defendió el Syllabus y, especialmente, la proposición que condenaba que la enseñanza correspondiera al poder civil. “Nuestra Constitución (…) reconoce la misión docente de la Iglesia, y, por lo mismo, su derecho a intervenir en la educación de la juventud”. Al analizar la proposición del Syllabus que condenaba el liberalismo, Goyena dio su particular visión del resultado de las leyes liberales: “Nace un niño: no hay para qué buscar el sacerdote que lo bautice; basta que se inscriba en el registro que lleva un oficial civil. El niño crece; llega la edad de educarlo: vaya a una escuela donde ni siquiera se pronuncia el nombre de Dios. Él se ha hecho hombre; va a ser padre de familia; se trata de su matrimonio; nada de ritos ni ceremonias religiosas, nada de vínculos sagrados, nada de promesas solemnes contritas bajo la invocación de Dios; que lo case el Juez de Paz; que se extienda un simple contrato. Muere el hombre: el cementerio no es un lugar religioso, como lo era hasta para los paganos; ahí está el enterratorio municipal: es un depósito de basura, en ciertas condiciones de ornato y en ciertas condiciones de higiene. Tal es el liberalismo condenado por la Iglesia. Es una aplicación del materialismo, del ateismo en la vida civil, a las funciones del Estado”.
El párrafo resume todo lo que era materia de lucha entre católicos y liberales.
Siguió exponiendo en el mismo orden de ideas, analizando el progreso, la civilización y la ciencia que “ha tomado una dirección extraviada, por la influencia de un orgullo insensato”. Defendió luego los concordatos mencionados por Lagos, pues eran la aplicación simple de la doctrina de la iglesia en países católicos, en los que los obispos “han de tener intervención oficial en la educación de la juventud. Esto es lo justo, esto es lo racional”. De la misma manera justificó las encíclicas que condenaban “las publicaciones inmorales y perversoras, a los abusos escandalosos de la libertad de imprenta. (…) La impunidad, que parece ser la tesis de los liberales de hoy día, es completamente inadmisible, porque importaría abrir de par en par las puertas de la inmoralidad, permitir el contagio de los vicios, y, como dice la Encíclica citada, dejar esparcir venenos, venderlos, transportarlos públicamente y llegar hasta tomarlos…”. Y continuó en sus loas al catolicismo: “¡Ser civilizado, en el sentido noble de la expresión, es ser cristiano; la historia nos presenta los más notables adelantos de la ciencia y de la sociedad, produciéndose bajo la influencia y el amparo de la Iglesia, de esta Iglesia a la que se pretende calificar de enemiga de la ilustración y la prosperidad de los pueblos!”.
Finalmente entró en la materia específica del debate: si el maestro daría religión en la escuela pública o si sólo se permitiría que los ministros de las diversas religiones dieran su enseñanza fuera de las horas de clase. Dijo que bastaría admitir la enseñanza moral para que se reconociera la enseñanza religiosa, porque no existe, en filosofía, una moral independiente de la existencia de Dios: “Hablar de moral es hablar de Dios, y si se admite que en la escuela se ha de enseñar moral, se reconoce ineludiblemente que se ha de enseñar religión. Pero ¿qué religión? La respuesta es muy sencilla: la religión católica, la religión nacional”. Y no es válido, sostuvo, que se permita a los obispos dar su enseñanza fuera de las horas oficiales de clase, porque así se desvincula esa enseñanza de la escuela. “Es inaceptable igualmente el proyecto, porque el hecho de nivelar en un permiso común la enseñanza de las diversas religiones, sólo se explica por el concepto de que para el Estado todas ellas son iguales; y como es absurdo que todas sean verdaderas, importa colocar en la misma categoría de las falsas religiones, aquella que los poderes públicos deben sostener de acuerdo con lo establecido en la Constitución Nacional. El proyecto de los señores diputados peca, pues, por inconstitucional, envuelve una injuria gravísima contra la religión católica y es el primer paso para implantar una legislación irreligiosa en las variadas relaciones de la vida civil…”.
Es más, dijo que la enseñanza religiosa no podía limitarse a tiempo y lugar, sino que “debe ser en todos los momentos y en todos los lugares; debe ser como una atmósfera que envuelva siempre al niño; sólo así ejerce sobre el alma y sobre la vida, toda su saludable acción”.
Unos párrafos más apelando al sentimiento de los padres de familia y un final para los provincianos: “Señores: mañana regresareis a las provincias que os enviaran a esta Cámara. Allí, donde la fe se conserva, os preguntarán cuál es el principal trabajo legislativo del año. Hemos descristianizado la escuela –será la respuesta si prevalece el proyecto de los señores diputados. ¡Imaginad el efecto de esta noticia en el seno de las familias; y no olvidéis que en estos asuntos debemos legislar inspirándonos en las tradiciones del pueblo y sintiendo las palpitaciones de su corazón!”.
Las palabras de Goyena, finalizando la sesión del día, arrancaron palmas entusiasmadas de los católicos, palmas de tibios que habían prometido votar con los liberales, pero que hoy vacilaban, y palmas de muchos liberales, que apreciaban los esfuerzos de este hombre sinceramente convencido de lo que había dicho.

Un éxito peligroso

La arenga del líder católico fascinó a muchos, pero no a los más lúcidos: Wilde, que estuvo en todas las sesiones, volvió a su casa a trabajar toda la noche en su discurso, ya bastante maduro; Gallo fue a la suya a retocar lo que pensaba decir; Leguizamón trabajó sobre aquellos diputados en los que había renacido la duda. El colaborador más anticlerical de El Diario, que firmaba Anacarsis, escribió alarmado un artículo titulado ¿Dónde van?, para advertir que los clericales estaban llevando el debate a un terreno peligroso. Los liberales se dirigían a la razón, que no fascina; los clericales se dirigían al sentimiento. “El espectáculo es bello. Goyena, en toda la fuerza de su vigoroso talento, en toda la florescencia alumbradora de su erudición, con la habilidad oratoria que ha obtenido como fruto de una labor paciente e ilustrada, hace temblar los argumentos de los contrarios, tocando en el cerebro las imágenes adormecidas de las tradiciones a que están asociados los recuerdos siempre queridos, del hogar, el cariño y la simpática ignorancia de nuestros antepasados./ Imágenes y recuerdos, sensaciones olvidadas de abandono y de dulzura, todas se despiertan y enderezan, ante su mágico llamado, pasando llorosos y trabajados delante de la vista, con el ademán suplicante, inspirando compasión y lástima, porque es inclinación natural, volverse hacia el lado más débil./ El talento del orador es el que consigue este éxito peligroso. Él nos vivifica las ideas que en nosotros viven asociadas a las memorias más dulces, y apartando con gesto decidido todo lo que la vista moderna ha adquirido en razones, en convencimiento, en lógica innegables, borra la noción del presente para hacernos alentar con los anhelos celestes, la vida eterna y la engañosa perspectiva de un Dios que premia la ignorancia”. Civit equivocaba el camino, siguiéndoles el juego, y sin quererlo, lograba que se descarriara el debate. No debía discutirse si el catolicismo era bueno o malo, sino si debía hacerse obligatoria o no la enseñanza de la religión en la escuela. Era preciso que los liberales no se dejaran llevar a ese terreno. “La cuestión está ganada y es imprudente exponerse a perderla, comprometiendo los sentimientos de un pueblo todavía apegado a las añejas preocupaciones”.

A pesar de lo que decía el columnista del El Diario, la cuestión estaba lejos de ser ganada. Había que ir paso a paso.

martes, 1 de julio de 2014

Génesis de la Ley 1420 (IV)

La escuela sin Dios

El gran debate siguió en la tarde del 6 de julio de 1883. Era la segunda sesión. La estrategia católica de inundar el Congreso con miles de firmas había provocado la reacción de los jóvenes liberales, que llegaron en tropilla para ocupar la barra: los estudiantes de Derecho, los de Ingeniería, los de Medicina, y los jóvenes del Colegio Nacional, para horror de su rector.
En esa sala caldeada habló en primer término Pedro Goyena, un hombre de oratoria bella y encantadora, elegido por los suyos para contestar a Leguizamón.
Fue rápidamente al grano: “… en este proyecto se trata de uno de los caracteres de la enseñanza, sin el cual ella es desgraciadamente incompleta, y que, establecido en la ley o suprimido de ella, influirá decididamente en bien o en mal de la República: me refiero a la enseñanza de la religión”. La cuestión, para él, era si se establecía o no la enseñanza de religión y moral en las escuelas. Recordó que Leguizamón había dicho que si la Constitución era tolerante, la ley debe ser tolerante y la escuela neutra, y respondió que este argumento tenía un error básico pues la Constitución no era neutra. Por otra parte, marcó una supuesta contradicción de Leguizamón en eso de reconocer que Dios está en todas partes, y al mismo tiempo empeñarse en excluir a Dios de las escuelas. Estos dos puntos serían la base de su exposición.
Recordó que la Constitución comienza por invocar a Dios, fuente de toda verdad y justicia; manda que el presidente debe ser católico, que el gobierno sostendrá el culto católico, apostólico y romano, que deberá promoverse la conversión de los salvajes al catolicismo, y, finalmente, establece relaciones entre los poderes públicos y la Iglesia Católica. Recordó también que todos los estatutos anteriores al 53 declaraban que la religión católica apostólica y romana era la religión del Estado, y advirtió que sostener el culto no sólo quiere decir entregar a la Iglesia una suma de dinero para costear el culto, sino que la Constitución admite que es una Ley Fundamental de un país católico. Ese, dijo, fue el espíritu de los constituyentes y el espíritu de nuestros grandes hombres, como San Martín o Belgrano, que rindieron durante toda su vida “testimonios fervorosos de respeto a esa religión de la cual los legisladores argentinos no pueden prescindir sin hacer injuria al sentimiento nacional y olvidar los antecedentes de nuestra historia”.
Luego sostuvo que a la luz  del derecho, de la doctrina, de la especulación intelectual, no se concibe un Estado sin Dios. Analizó el significado de Estado y concluyó que éste no puede ser prescindente, o ateo. Rebatió la argumentación de que la enseñanza de la religión corresponde a los padres y los sacerdotes porque, si bien ellos tienen esa misión, debe contemplarse la situación de una enorme cantidad de niños, hijos de padres ignorantes y pobres, privados de recibir educación religiosa en el templo o las enseñanzas del catecismo. La escuela, dijo, debía suplir esa falencia.
Terminó su discurso hablando como un representante de la Iglesia Católica: La Iglesia quiere la enseñanza religiosa en la escuela, quiere que el catecismo se enseñe en todas partes; y particularmente lo desea allí donde el clero es escaso, siendo su vivo empeño que alcance a todos la luz de la verdad revelada”. Y luego: “Los hechos demuestran que allí donde ha sido planteada la escuela sin Dios, los resultados han sido deplorables”, para lo cual dio algunos ejemplos de Estados Unidos. Concluyó sosteniendo la “supremacía de los intereses morales sobre el materialismo, que, se ha dicho en verdad, es una gran indigencia y un gran infortunio”.

La misión del Estado

Le contestó, inmediatamente, el abogado liberal Luis Lagos García. Dado que a esta altura de la discusión, la cuestión se había reducido, para los católicos, a un solo punto –la educación religiosa en las escuelas–, Lagos argumentó sobre ese solo tema. Comenzó por el aspecto constitucional y negó que sostener el culto católico signifique que esa será la religión del Estado. Sostener es costear los gastos que el culto exige, arguyó. Si los antecedentes constitucionales establecían la religión católica, apostólica y romana como religión del Estado, y la Constitución del 53 sólo decía sostener el culto, esto sólo significaba que la Constitución de 1853, “inspirada en las ideas modernas, teniendo por objetivo la población, el progreso, el adelanto del país en todo sentido, consideró conveniente, imprescindible, innovar en ese punto, e innovó”; y una de las razones por las que se estableció el sostenimiento del culto fue porque, en virtud de la ley de reforma del clero, el Estado se apoderó de los bienes de la Iglesia.
Luego de algunas otras consideraciones, se detuvo en lo que consideraba el argumento capital de Goyena: que el presidente debía ser católico, apostólico y romano. Es cierto, dijo, pero la Constitución también obliga al presidente a sostener, obedecer y respetar los principios consignados en ella, por lo cual será presidente católico, apostólico, romano y constitucional, o sea que será sólo romano en parte. La Constitución prevé que “Todos los habitantes del país tienen el derecho de rendir públicamente a Dios culto, según su conciencia”, mientras que la doctrina de la Iglesia romana ha condenado la libertad de conciencia como una “máxima falsa y absurda” (Gregorio XVI); la Constitución prevé la libertad de imprenta, y la doctrina de la Iglesia romana la califica como una “libertad muy funesta y detestable” (Gregorio XVI). Así Lagos desmenuzó estas contradicciones, y no se olvidó del Syllabus, compendio de las proposiciones erróneas y condenadas por la Iglesia, que entre otras, cuestionaba el progreso, el liberalismo y la civilización moderna.
Así como no puede decirse que el Estado argentino –no la Nación argentina–, sea un estado católico, tampoco puede decirse que el Estado deba tener una religión porque de lo contrario es un Estado ateo. Es la sociedad la que no debe ser atea, no el Estado, su representante para fines determinados, cuya misión es hacer reinar la justicia, hacer respetar los derechos y procurar que los hombres vivan lo más felices que sea posible; no tiene por qué tener una religión. Concordó con Goyena en que la sociedad debía tener una religión, pero recordó que esa era una doctrina muy antigua, anterior al cristianismo: la doctrina de Platón que decía que sería más fácil construir un edificio en el aire que organizar una sociedad sin religión.
Analizó eso de la escuela sin Dios, la escuela atea, frases que juzgó de gran efecto en el pueblo, pero inexactas y carentes de sentido. Dijo que para rebatir esa afirmación, él podría decir que no sabía si la escuela que pretendían crear era atea, pero sí sabía que era la establecida en Estados Unidos, Bélgica, Holanda, Irlanda, Australia, Francia, y tantos países donde el sentimiento religioso era profundo y arraigado. Pero, aseguró, el proyecto presentado en sustitución del de la Comisión no pretendía establecer una escuela atea: no es atea la escuela en que se enseña moral, ni la que permite a los sacerdotes de las distintas religiones ir allí a dar sus lecciones a los niños que pertenezcan a cada una de ellas. En todo caso, sería una escuela neutra, no sectaria.
Más adelante analizó la situación de la enseñanza religiosa en Europa, demostrando que en los países protestantes que habían impuesto la enseñanza religiosa, los católicos y su Iglesia pedían la escuela neutra: La Iglesia ha sostenido la enseñanza laica en Holanda, la ha sostenido en Irlanda, y no se ha opuesto a ella en Estados Unidos ni en ninguno de aquellos países en donde ha creído que la enseñanza de un dogma determinado en la escuela, lejos de serle favorable, podía serle perjudicial”. Volvió luego a la doctrina de la Iglesia, al Syllabus y a los concordatos celebrados por Pío IX con Ecuador (de 1873), Nicaragua y El Salvador (de 1864), leyó varias cláusulas donde se prohibía la libertad de cultos, se cercenaba la libertad de prensa y se establecía que “ningún maestro o profesor podrá enseñar sin la aprobación del ministro diocesano”. Desgranó otros concordatos, en los que la Iglesia imponía que la instrucción de toda la juventud sea conforme a la doctrina de la religión católica; y retornó al artículo tercero del proyecto de la Comisión, en el que se pretendía convertir al maestro “en una especie de sacerdote laico, obligado a enseñar un dogma determinado”, de lo que se deducía que “el maestro no sólo deberá ser católico, sino que tendrá que estar sometido a la inspección y dirección del sacerdote y del jefe del clero católico, porque sólo el clero católico, sólo los jefes del culto católico, tienen autoridad suficiente para definir y explicar el dogma católico”. Así explicó el peligro del artículo, que violaba la Constitución y retrasaba el progreso de nuestra educación, que impedía que personas de cultos disidentes que habían venido a establecer nuestras escuelas normales o a formar parte de nuestras academias de ciencias, pudieran enseñar a la juventud argentina; que, por consecuencia, traería innumerables intromisiones de la Iglesia, no sólo en la designación de los maestros, sino también en el plan de estudios, en los libros y textos de enseñanza, etcétera, etcétera.
Lagos terminó con el aplauso de sus correligionarios.

Esa escuela formará niños ateos

A continuación habló Tristán Achával Rodríguez. Comenzó, inesperadamente,  criticando a Leguizamón por pretender que el Estado vigilara la enseñanza en las escuelas particulares. Acusó a los liberales de querer establecer la censura previa y “la esclavitud de la escuela sometida al dominio del Estado” y de afectar la garantía constitucional de enseñar y aprender. “La abolición de la libertad de la escuela particular”, dijo, “ha sido precisamente en el mundo, el medio más poderoso de absorción y despotismo; y contra esa doctrina es que se ha levantado el principio y garantía constitucional establecidos de una manera indestructibles, para siempre, en nuestro país”. Parecía defender las ideas más caras al liberalismo, pero, en realidad, lo que defendía era la libertad de enseñanza de los colegios religiosos Del Salvador y San José. Una semana más tarde, en este mismo debate, el defensor de la libertad de pensamiento diría que la Iglesia es la depositaria de las verdades reveladas, que le corresponde la enseñanza de la doctrina que de estas verdades fundamentales se desprende, y que esa Iglesia debe impedir que la falsa interpretación o aplicación las corrompa, porque esas verdades son la salvación del mundo y sobre ellas se debe levantar el edificio moral y social de la actual civilización.
Pero hoy la estrategia es defender la libertad de enseñanza de los colegios particulares. Sin embargo, al hablar de la escuela atea, señala que “esa escuela formará niños ateos, formará una generación de hombres sin principios sólidos, sin carácter, sin conciencia, débiles, que podrán llevar al país a un precipicio (…) El ateo, hoy día, para mí, es casi un personaje de carnaval, que se viste con un traje raro por lo antiguo, para llamar la atención y divertir al respetable público…”.
Para Achaval no servía enseñar moral, pues en esa materia los maestros no sabrían qué contestar cuando el niño pregunte ¿Por qué no puedo matar? ¿Por qué debo obedecer?, etc., etc. Al igual que Estrada o Goyena, no creía en la moral independiente de la religión. Hay verdades que son inabordables para la ciencia, declamó, verdades que conocemos porque “han sido enseñadas y reveladas de lo Alto y directamente de Dios”. Así fue terminando, pidiendo que no se aceptara otro proyecto que no fuera el de la Comisión. Se terminó la sesión que seguiría en unos días.

La milicia romana ha entrado en acción


Afuera, los dos periódicos católicos y los numerosos diarios liberales apoyaban cada una de sus posiciones. El Diario, por ejemplo, decía que esta cuestión de la enseñanza religiosa, defendida “con tanto furor y encarnizamiento, no es un hecho aislado, y merece ser tomada en cuenta como la primera manifestación seria de una larga lucha que por desgracia va a conmover a nuestra sociedad…”; que para apreciar bien los hechos, había que observar lo que pasaba en el mundo. En Europa y en América, el clericalismo venía librando la gran batalla, “reuniendo sus elementos, acopiando sus armas, organizando sus legiones. La milicia romana ha entrado en acción, y después de preparado el terreno con cautela, se ha lanzado resueltamente al combate, en cumplimiento de las ordenes emanadas del Vaticano”. La contienda, decía, comenzó con Pío IX y su Syllabus, pero se profundizó con León XIII, un pontífice muy combativo, que viendo morir a su iglesia, divorciada del progreso, decidió actuar. “El clericalismo en Europa no descansa un momento, y en todas partes, en Inglaterra y en Alemania, como en Austria y Francia, y en Italia y España trabaja y obra, no independientemente sino con uniformidad, con disciplina rigurosa bajo las ordenes de hábiles generales, teniendo un pensamiento definido y un objetivo fijo”. Agregaba El Diario que a pesar de algunos logros, con Europa casi perdida, León XIII buscó tierra virgen, “más fácil de dominar y que prometa una conquista más fácil y más duradera. (…) La consigna romana fue impartida para América y con ella nos vinieron los Nuncios. ¡Oh, el que tenemos aquí, monseñor Mattera, es pichón de raza! (…). Es un político italiano de la vieja y terrible escuela, astuto e insinuante, diestro y maleable, capaz de todo con tal de obtener lo que se propone. (…) El resultado de sus trabajos desde que llegó se ve recién ahora. Ha disciplinado a los clericales, fundando diarios que defiendan las ideas ultramontanas, hecho establecer un centro que sirva de cuartel general, y sin aparecer en nada, sin mostrarse, disimulado por su carácter diplomático, pero teniendo buen cuidado de apartar al Arzobispo por inútil, de echarlo a un lado como estorbo….”. En Chile, el enviado del Papa había pretendido desconocer el patronato del estado; en Uruguay, el mismo Mattera prohibía a las familias asistir a funciones de caridad que no fueran católicas; en Ecuador gobernaba un tirano fanático católico, inquisidor, sostenido por los frailes. El Vaticano pretendía convertir a toda América en Ecuadores.