Aristóbulo del Valle (1845-1896)
era esencialmente un hombre noble, además de gran demócrata, destacado
jurisconsulto y notable orador.
Hoy se cumple un año más de su
muerte y es bueno recordar lo que escribió por aquellas horas su íntimo amigo
Wilde, que fue, a la vez, su gran adversario político en tiempos del gobierno
de Juárez Celman.
Hay una innumerable cantidad de
anécdotas sobre aquella enemistad política, la más leal que he encontrado en la
época.
Del Valle y Wilde se habían
conocido de muy jóvenes, recién llegados a la ciudad de Buenos Aires, el uno de
Dolores, el otro de Entre Ríos. Los unía la condición de muchachos rebeldes y pobres,
que debían trabajar de cronistas para vestirse, comer, pagarse un techo y
costearse el ingreso a la universidad. Por un tiempo vivieron juntos, en alguna
casa conventillo del sur. Se recibieron más o menos al mismo tiempo, el uno de
abogado, el otro de médico (ya ambos eran destacados periodistas), y juntos
comenzaron a militar en el partido de Adolfo Alsina que luego –unido a los
partidos provinciales- se convirtió en el Partido Autonomista Nacional y llevó
a Nicolás Avellaneda a la presidencia de la Nación. En 1876 Del Valle fue
elegido senador nacional y Wilde diputado nacional. Ambos se alejaron del
oficialismo cuando Avellaneda firmó la Coalición
con el partido de Mitre, y ambos volvieron para la reorganizar el partido con
vistas al recambio presidencial de 1880.
Durante el primer gobierno de
Roca, Del Valle apoyó desde el Senado la gestión de Wilde como ministro de
Instrucción Pública. Sus caminos políticos se separaron allá por 1885, cuando
comenzaron a discutirse las candidaturas para 1886. Del Valle apoyaba a Rocha;
Wilde a Juárez Celman. Durante la presidencia de este último, Del Valle era
senador, Wilde ministro del interior.
En 1887 se combatieron a capa y
espada en el Senado por el proyecto de ley de licitación de las obras de
salubridad, protagonizando uno de los debates más interesantes de la historia del
parlamento argentino, pero en 1888 se unieron para luchar juntos por la ley de
matrimonio civil.
Wilde ya no estaba ni en el
gobierno ni en el país cuando Del Valle, junto a Leandro Alem, dirigió la
revolución de 1890 que volteó al presidente Juárez Celman.
En julio de 1893 el presidente Luís
Sáez Peña llamó a Del Valle –en calidad de ministro de Guerra– para que le
formara gobierno. Del Valle, que a diferencia de Alem ya no era golpista, tomó la oportunidad de hacer
la revolución desde adentro del
gobierno.
Su plan era auspiciar
insurrecciones provinciales que llevaran a la intervención de las provincias, y
a la realización de elecciones libres. Lo puso en práctica inmediatamente.
Mientras esas conspiraciones radicales estallaban, a fines de julio, en San
Luis, Santa Fe y, especialmente, en la provincia de Buenos Aires de la mano de
Hipólito Yrigoyen, Del Valle arengaba a las masas desde el balcón de la Casa Rosada.
De la oligarquía, pasábamos a la
demagogia, diría más tarde el entonces joven Carlos Ibarguren: “Recuerdo el delirante entusiasmo con que
los estudiantes aclamábamos al ministro tribuno cuando decía a la turbamulta,
desde los balcones del Palacio de Gobierno: ‘Hemos ensayado la revolución y el
intento no fue estéril porque estos son sus frutos’”. Lo de Del Valle fue
estruendoso –y casi delirante– pero duró sólo un mes porque debió renunciar
cuando la Cámara
de Diputados se negó a aprobarle las intervenciones, o más bien los gobiernos
surgidos de las revoluciones radicales.
Wilde observó aquella gestión con
profunda pena. Años después, recordaría: “Los
furiosos días de destrozo en que Del Valle, ya enfermo, arremetía contra todo (…)
si hubiera durado un poco más habría incendiado la república desde Jujuy hasta
Patagones”. Es que ya en esos días de julio-agosto del 93, Wilde encontraba
a su amigo desmejorado física y moralmente. “Todo
individuo que deja de parecerse a sí mismo”, sentenciaba, “está enfermo”, y este Aristóbulo
público no tenía mucho que ver con el gran Senador, ni con el liberal
convencido de otros tiempos, ni con el polemista bienhumorado con el que se
había batido en el Congreso.
Aristóbulo del Valle murió a los
50 años, el 29 de enero de 1896. Al día siguiente, después de los funerales –en
los que resonaron las voces de Alem, Guido y Cané–, Manuel Láinez le pidió a
Wilde un estudio para El Diario. A la
medianoche, sin poder dormir, tomó papel
y lápiz y escribió:
“Mi querido Láinez:
¡Si uno pudiera expresar sus sentimientos!... pero los conflictos
internos sólo toman formas visibles a través del cerebro que los analiza y los
enfría.
Mi gran tendencia por esta razón ante la tumba recién abierta, era
callarme; ni hablar ni escribir. Tu
tarjeta me aparta de esa idea pero no puedo por ahora llenar en debida forma tu
indicación, prometiéndote para más tarde, para cuando se haya atenuado o
desvanecido el estupor causado por la muerte de nuestro amigo, un estudio sobre
su vigorosa personalidad. Hoy semejante trabajo sería inoportuno y además no me
siento con ánimo para hacerlo. La muerte de Del Valle, aunque prevista, me ha
causado una profunda impresión. Cuando lo vi tendido, frío, muerto, ese
instinto que nos obliga a disimular nuestras angustias, ese pudor del
sentimiento que no desea exhibirse, me obligó a buscar un refugio en un acto
mecánico cualquiera y trasladando mi cuerpo a una ventana me puse a mirar la
luna triste, serena, el cielo impasible, el río tranquilo en contraste con la
reciente tragedia.
No he dormido estas noches; la cara quieta de un Del Valle extraño,
estaba ahí, pasando y repasando, mezclada a los ensueños fantásticos, rápidos,
indecisos de un adormecimiento que comienza y se suspende. Extraño, sí, porque
no tenía esa sonrisa perpetua, cariñosa, con la que me saludaba siempre al
encontrarnos.
¡Cuántos mueren después que uno es hombre! Mientras fui niño, nadie se
murió o no formando yo parte de ninguna falange, no vi caer ningún compañero a
mi lado en la batalla de la vida.
Ahora cuento por cientos las plazas vacías marcadas con un recuerdo
afligente o regadas por una lágrima.
Más tarde, dentro de una hora en el rodar del mundo, no habrá sobre la
tierra uno solo de los que ahora respiran, de los hombres, de los niños, de los
que han nacido hoy mismo, y ese universo de pasiones que nos agita con su
historia de heroísmos o de sufrimientos se habrá hundido en la nada.
¡Y tanto afán para morderle un pedazo más de tiempo a este minuto que
dura la vida humana!
¿De qué le han servido a Del Valle su inmensa tarea en los tiempos
duros y difíciles, cuando buscaba procurarse el sustento, su existencia
azarosa, intranquila, trabajada más tarde, bregando en la prensa, en los
atrios, en el parlamento y en el gobierno, si al tocar las fronteras de la
tierra prometida, donde le era dado esperar la merecida recompensa, cae abatido
por la suerte ciega?
Hace apenas veinte días, hablando con él y viendo en su semblante los
signos manifiestos de la terrible enfermedad, cuyo desenlace era ya previsto,
le decía: no escribas, no leas, no trabajes, ya has hecho lo bastante para
realzar tu nombre; toma a pecho la tarea de vivir y no te ocupes sino de pasar
tu tiempo en trato ameno con gente agradable y despreocupada. ‘No’, me
contestó, ‘ahora voy a concluir unos apuntes para mis alumnos y después voy a
tomarme un mes de reposo’. ¡No ha concluido sus apuntes y su reposo es eterno!
La otra noche, al salir de su casa, mirando la inmensa fila de coches y
la procesión de gente que iba por las veredas, pensaba en la justicia humana
tan estúpida unas veces y tan atinada otras; en la popularidad tan esquiva para
sus perseguidores y tan espontánea para sus favoritos.
Uno de ellos era Del Valle.
El homenaje que le rinde el pueblo lo comprueba.
Por mi parte no puedo ofrecerle sino el de la expresión de mi cariño,
recordándolo y haciéndolo recordar; conservando y acariciando las
reminiscencias de su bondad serena, de su índole blanda y de sus delicados
afectos.
Soy tu afectísimo,
E. Wilde
Enero 30 de 1896.
Días después, más tranquilo, comenzó
a escribir un estudio sobre la personalidad de su amigo Del Valle. La
introducción de aquel estudio, decía:
“Pienso que cometemos una falta ante las generaciones venideras cuando
desconocemos los rasgos genuinos de nuestros hombres públicos; y es
desconocerlos tratar de fundirlos en un solo molde, aquel que tomamos como
prototipo de nuestro juicios favorables o deprimentes, verificando así una
verdadera falsificación, cariñosa y optimista, unas veces apasionada e injusta
otras…(…).
No pretendo decir yo sobre Del Valle la verdad absoluta, que nadie
posee, sino la verdad relativa, haciendo la copia honrada de mis conceptos
íntimos, y siendo que toda verdad es una sinceridad de juicio aunque el juicio
sea errado, tal vez mi acuarela sobre mi pobre amigo no se acomode a la estampa
de su figura moral tomada por la mayoría de sus compatriotas.
No tenía condiciones para hacerse caudillo, le faltaba para eso
parecerse a la gran masa y tener sus defectos, pero sin serlo, era querido por
el pueblo y tenía acción sobre los grupos formados de elementos heterogéneos y
aun de gente escogida.
No era, en mi opinión, un hombre a quien todos entendieran, pero no
tenía necesidad de ser entendido: le bastaba impresionar.
Sus medios eran estéticos: su acción su palabra y su conducta,
inconsistentes muchas veces ante el escalpelo de la crítica fría, eran
salpicados de pasión bien humorada y obraban en su circuito al modo que obra la
belleza sobre los sentidos: sin discusión.
Hemos sido amigos desde que nos conocimos y jamás nuestra amistad se ha
suspendido ni se ha enfriado, ni aun bajo la influencia de las disidencias
políticas ni de las preferencias personales.
Cuando nos conocimos éramos dos muchachos sin ropa y sin ambiciones.
Él hablaba, declamaba, hacía un discurso con cualquier motivo y yo
admiraba su fecundidad portentosa desde la inseguridad de mis vacilaciones
provincianas”.
El trabajo quedó trunco, pero
Wilde guardó esas dos o tres páginas escritas, que serían incluidas en un tomo
de sus Obras Completas: Recuerdos,
recuerdos…
(Fragmentos de Eduardo Wilde, una historia argentina.)
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