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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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viernes, 27 de junio de 2014

Génesis de la ley 1420 (II)

El Congreso Pedagógico

Hacia fines de 1880 Julio A. Roca asumió el gobierno, con Capital Federal en Buenos Aires. Había que resolver distintas cuestiones que pasaban de la provincia a la nación, como la justicia o la educación primaria.
Roca eligió al cordobés Manuel D. Pizarro, militante católico, para hacerse cargo del triple ministerio de Justicia, Instrucción Pública y Culto. Pero para equilibrar un poco las cosas, designó a Sarmiento, ex director del Consejo General de Educación de la provincia, como titular del mismo organismo a nivel nacional. Éste tendría a su cargo proponer un proyecto de ley de enseñanza primaria para la Capital y territorios nacionales. Mientras tanto, se aplicaría la ley provincial de 1874/1875. La medida fue resuelta por un decreto (incluyendo la creación del Consejo Nacional de Educación), enviado al Senado para su ratificación. El Senado la ratificó y la mandó a Diputados, donde quedó dormida.
Pizarro, a sugerencia de Sarmiento, convocó a un congreso pedagógico, que se realizaría en 1882. Antes de la apertura del Congreso Pedagógico, Sarmiento se peleó con la mayoría de sus pares consejeros, y Roca lo relevó, reemplazándolo por Benjamín Zorrilla. A su vez, a principios de 1882 Pizarro se peleó con los senadores Aristóbulo Del Valle y Dardo Rocha, y Roca lo relevó.
Cuando todos creyeron que Roca reemplazaría a Pizarro por alguien de similar ideología, el presidente dio la sorpresa, designando ministro de la triple cartera a un liberal radical: Eduardo Wilde.
Fue entonces que comenzó el Congreso Pedagógico, que presidió Onésimo Leguizamón, mientras el ministro se iba de viaje con el presidente. Tanto Wilde como Leguizamón estaban convencidos que el gran debate de la escuela laica debía darse en el parlamento, y no en un congreso de maestras y pedagogos. Pero esto podía ser un ensayo interesante. Sabían que entre los proyectos de resolución que ya se habían presentado, figuraban dos que podrían iniciar la batalla religiosa: el de Raúl Legout (educador francés, profesor del Colegio Nacional de Mendoza) proponía que al dictarse la ley de educación común, los legisladores establecieran el principio de gratuidad, obligatoriedad y laicidad de la enseñanza, y el de Nicanor Larrain (Inspector de Escuelas de la provincia), pedía que se estableciera que “las escuelas del estado son esencialmente laicas: las creencias religiosas son del dominio privado”.
Se inició el 8 de abril con una reunión preparatoria en la que se resolvió admitir todos los trabajos que se presentaran, sin censura previa. Tres días más tarde se celebró la primera sesión, con gran discurso de Leguizamón (“La escuela prepara al elector, porque la escuela forma al hombre moral y enseña al ciudadano a conocer su propio papel en la vida pública de su país”) y se eligieron dos vicepresidentes, Jacobo Varela y José Manuel de Estrada, rector del Colegio Nacional, quienes, como integrantes de la mesa directiva, podían hojear los trabajos presentados. Así, Estrada vio los de Legout y Larrain y comenzó a llamar a los amigos para contrarrestar este ataque a la sagrada enseñanza religiosa.

Una enseñanza esencialmente religiosa

El 12 de abril, los católicos presentaron un proyecto que decía así: “Considerando que la religión es el necesario fundamento de la educación moral; que la sociedad argentina es una sociedad católica; que la Constitución Nacional consagra en las instituciones este carácter de la sociedad; y que la llamada laicidad de la enseñanza turbaría profundamente la concordia social: el Congreso, en homenaje a Dios, a los derechos de la familia, a la ley y a la paz pública, declara: que la escuela argentina debe dar una enseñanza esencialmente religiosa”.
A partir de entonces, y durante siete jornadas, el Congreso sesionó en dos planos distintos: el pedagógico, a la luz del día, y el religioso, en las sombras, por si acaso.
En el plano pedagógico, se presentaron algunos trabajos muy buenos y muchos bastante mediocres. Entre los primeros, el del español José M. Torres, rector de la Escuela Normal de Paraná, quien expuso sobre “La reglamentación del ejercicio del derecho a enseñar y de la formación y mejoramiento de los maestros”, y el del francés Paul Groussac, director de la Escuela Normal de Tucumán, sobre “El estado actual de la educación en la República, sus causas y sus remedios”. Ambos trabajos dieron pie a debates más o menos serios, innumerables peroratas, incidentes,  bochinches y planteos gremiales.
Los protagonistas de la discusión religiosa eran otros que, en general, no intervenían en las discusiones pedagógicas y, en algunos casos, ni siquiera estaban interesados en el desarrollo del Congreso.
El 15 de abril, El Diario informó: “El proyecto imprudente de la enseñanza religiosa en las escuelas, sigue preocupando a los Congresales. Se cree que sus autores lo retirarán, pero hasta ahora no hay nada resuelto. Al levantarse cada sesión se forman grupos de católicos y librepensadores, a tratar del asunto. El Dr. Avellaneda asistió ayer al Congreso y se corría que había manifestado que si el proyecto en cuestión se retiraba, él lo presentaría, aunque estuviera solo”.
Lo retiraran o no, el tema de la enseñanza religiosa estaba planteado y sus pasiones hacían ruido en otros ámbitos, como en el Colegio San José, sede de los religiosos; en el Colegio Nacional, la casa de Estrada y sus laicos clericales; El Nacional, oficina de Sarmiento; el Club Liberal y las distintas logias masónicas.
Mientras se incorporaban al Congreso más católicos para apoyar, eventualmente, a su bando, los liberales decidieron enviar a la lucha a sus primeras espadas: Leandro N. Alem, Delfín Gallo, Roque Sáenz Peña y Juan Ángel Golfarini.
Finalmente, cuando los ejércitos ya estaban preparados para la batalla, llegó Wilde de su viaje y vino el armisticio. El 19 de abril se presentó una moción para excluir de los debates la cuestión de la enseñanza laica o religiosa. Fue aprobada por aclamación. ¿Por qué aceptaron los católicos? Tal vez porque viendo que cada día se incorporaban más partidarios de la enseñanza laica, entendieron que en una votación perderían irremediablemente. ¿Por qué depusieron las armas los liberales más radicales? Tal vez porque sólo habían venido a presionar para que la cuestión fuera dejada de lado. No era, sin duda, éste el ámbito para tratar un tema tan delicado.
Las llamas de la cuestión religiosa se habían apagado, aunque hubo algunos chispazos más: peleas intrascendentes entre los grupos enfrentados. Así fue languideciendo el famoso Congreso Pedagógico, que pasó a la historia como antecedente directo de la ley de enseñanza laica. Los biógrafos de cada uno de sus protagonistas inventaron grandes debates entre sus biografiados (Estrada, Goyena, Lamarca, Alem, Leguizamón, Van Gelderen, masones y no masones, católicos o liberales) y los del bando contrario. Nada de eso existió dentro del recinto, aunque afuera intelectuales y periodistas debatieran la cuestión religiosa en los diarios. Sarmiento, en El Nacional, defendía un extremo; los católicos, en sus periódicos afines, defendían el otro. En el medio había muchos que, como Manuel Láinez de El Diario, sostenían que la cuestión religiosa sólo podía ser resuelta por el transcurso del tiempo, que no debía forzarse la enseñanza laica. Creían que dejando pasar una o dos décadas, la separación de Iglesia y Estado en la escuela decantaría naturalmente.
Eduardo Wilde manejó la situación desde las sombras, conversando con Leguizamón y negociando con amigos liberales y católicos para evitar la lucha franca en un ámbito tan inadecuado. Visitó el Congreso, por única vez, el 8 de mayo, día de su Clausura, pronunciando un bello discurso de elogio a la noble tarea de maestras y maestros de instrucción primaria.

Los objetivos de su cartera de Instrucción Pública eran muy claros: impulsar los proyectos de reforma de la educación pública secundaria, aprobar los Estatutos Universitarios, e impulsar, por ley, la enseñanza primaria obligatoria, gratuita y laica. 

jueves, 26 de junio de 2014

Génesis de la ley 1420 (I)



Se podría comenzar con la Asamblea del año 13, con las reformas rivadavianas, con Alberdi y la Constitución de 1853, con las lecciones de Alejo Peyret y Alberto Larroque en el Colegio Nacional del Uruguay, o bien con los antecedentes europeos. Pero voy a empezar, directamente, con el año 1865, cuando las futuras figuras de la Generación del 80 eran muchachos rebeldes de 20 años.
En enero de ese año llegaba a Buenos Aires el Syllabus, documento anexo a la encíclica de Pío IX (de diciembre de 1864), que condenaba las modernas libertades de culto, enseñanza y conciencia, y la separación entre Iglesia y Estado.
La Nación publicó una severa y sarcástica crítica firmada por Mefistófeles[i], escrita por algún muchacho liberal. Ésta y otras condenas en la prensa, originaron un violento ataque del cura de la iglesia de Santo Domingo, quien –según decía un joven Eduardo Wilde en La Nación– incitaba al público contra el “periodista que cumpliendo una obligación sagrada, sostiene los principios que ha jurado, la libertad de cultos, la libertad de enseñanza, la libertad de pensamiento, las bases de la organización en las repúblicas”[ii].
Como es de suponer, la polémica generó la primera división entre muchos amigos íntimos de esa juventud. Liberales de pura cepa, como Wilde, Aristóbulo Del Valle y Lucio López, contra católicos devotos como José Manuel de Estrada, Emilio Lamarca y Pedro Goyena.
Desde entonces, los unos juraron militar por obtener leyes civiles liberales (enseñanza laica, Registro Civil, Matrimonio civil), y los otros, por la defensa de los postulados de la Iglesia.
Pasó, sin novedades, el gobierno de Bartolomé Mitre, y llegó el de Domingo F. Sarmiento, durante el cual se aprobó el Código Civil, bien conservador en estas materias. Sarmiento impulsó, puso de moda e inició el gran proyecto de educación primaria de las masas, pero no creyó que el país estaba preparado para la laicidad de la enseñanza, o tal vez no pudo porque su ministro de Instrucción Pública era el muy católico Nicolás Avellaneda.

Ley de enseñanza provincial

En mayo de 1874 la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires debatió el proyecto de enseñanza común, gratuita y obligatoria (en base al proyecto presentado en 1873 por Antonio Malaver, modificado por la Comisión de Legislación, tomando ideas de José Manuel de Estrada). La discusión llevó muchos meses y participaron, como diputados, Estrada y Wilde. Tuvieron una sola una diferencia de opinión, y fue sobre las materias básicas que debía incluir la educación primaria, pues el proyecto incluía, expresamente, la enseñanza de religión. Como el artículo en cuestión (tercero) generaba demasiada polémica, se aplazó su estudio y finalmente se suprimió dejando la decisión sobre el minimum de la enseñanza a cargo del Consejo General de Educación. Sin embargo, los dos amigos ya se las habían ingeniado para discutirla a través de la prensa.
La posición de Wilde fue claramente expresada en varios artículos de La República. Allí decía que se oponía a que la educación básica incluyera religión teniendo en cuenta la diversidad de creencias que había en la provincia. Afirmaba que la libertad de cultos y una afluencia creciente de inmigrantes exigían una ley de separación completa de la enseñanza y la religión para no excluir de las escuelas a aquellos niños que no pertenecían a la religión católica. Como proponía que la materia Religión fuera reemplazada por la de Moral, Estrada le contestó desde El Argentino que “la moral viene de Dios, según M. Renan, y que éste venera en Jesucristo su interprete purísimo y magistral”; que la moral es la moral religiosa y, por lo tanto, si no es discernible de la religión, la religión debe tener cabida en un plan completo de educación popular. Wilde replicó que no debía confundirse la religión positiva o revelada (catolicismo, por ejemplo, con sus dogmas, sus cultos y sus preceptos) con la moral, que existe independientemente de esa revelación y de esos dogmas: “No admitimos esa revelación ni ese dogma, ni ese culto con sus preceptos correspondientes, como objetos de la enseñanza escolar, que deben reservarse al cuidado de las familias, según lo prescribe la libertad de conciencia. No admitimos más revelación que la de la razón y la conciencia humana. Por consiguiente la moral, no es moral porque se encuentra formulada en el Evangelio, sino porque la hallamos innata en lo más recóndito de nuestra conciencia (…) En resumidas cuentas la escuela no debe pertenecer a ninguna secta; debe ser el órgano de la razón y de la conciencia universales. (…) Conclusión: el preceptor enseñará la moral, despojada de toda añadidura de religión positiva, llámese cristianismo, catolicismo o protestantismo, tal como la manifiesta la razón filosófica, y el sacerdote, interprete de la revelación sobrenatural, predicará a sus creyentes los dogmas y preceptos”[iii]. Y termina diciendo que la separación completa entre los dominios de la fe (el sentimiento) y la razón (demostración), es el único medio de formar realmente inteligencias viriles y corazones libres.
Cuando la ley fue al Senado provincial, éste modificó los artículos que se referían al mínimo de enseñanza y estableció que el Consejo General de Educación debía fijarlos  considerando la “necesidad esencial de formar el carácter de los hombres por la enseñanza de la religión y de las instituciones republicanas”, pero dejando constancia de que quedaba obligado a respetar “en la organización de la enseñanza religiosa las creencias de los padres de familia, ajenos a la comunión católica”.
La ley fue promulgada en septiembre de 1875, ya durante la presidencia de Avellaneda, y el primer director del Consejo General de Educación provincial fue Sarmiento. Aunque éste comulgaba con las ideas de separación de Iglesia y Estado en la escuela, poco margen le habían dejado para separar los campos.

El catecismo como solución a todo

En los años siguientes, la cuestión religiosa –como solía llamarse a la intervención de la Iglesia en las cuestiones civiles– volvió a filtrarse en distintos debates parlamentarios. Así, por ejemplo, en 1878, al discutirse la Ley de Libertad de Enseñanza, el diputado nacional Félix Frías rechazaba la enseñanza de algunas ciencias, diciendo: “Existe un librito, que se hace aprender a los niños, y sobre el cual se los interroga en la iglesia; leed ese librito que es el catecismo: hallareis en él una solución a todas las cuestiones, a todas, sin excepción. Preguntad al cristiano de dónde viene la especie humana, él lo sabe, dónde va, él lo sabe, cómo va, él lo sabe. Preguntad a ese pobre niño para qué existe en la tierra, y lo que será de él después de su muerte, y os dará una respuesta sublime. Origen del mundo, origen de la especie, cuestión de raza, destino del hombre en esta vida y en la otra, relaciones del hombre con Dios, deberes del hombre hacia sus semejantes, derechos del hombre sobre la creación, ese niño no ignora nada; y cuando sea grande no vacilará tampoco respecto del derecho natural, del derecho político, del derecho de gentes…”.[iv]
Los diputados nacionales liberales, como Wilde, Delfín Gallo o Miguel Cané, etc. –y el ministro de educación, Onésimo Leguizamón–, se horrorizaban ante estos discursos, con los que comulgaba la mayoría del Congreso, pero sabían que era sólo una cuestión de paciencia: ya les llegaría la hora.


[i] El seudónimo Mefistófeles fue usado en aquella época por Baltasar Moreno, pero no en La Nación Argentina.
[ii] EW, La Nación Argentina, 12.3.1865, Sermón perjudicial.
[iii] EW, La República, 2.6.1874.
[iv] Sesión del 7.8.1878, Diario de Sesiones, Cámara de Diputados de la Nación.

A 130 años de la sanción de la Ley 1420

El 26 de junio de 1884, en una tumultuosa sesión del Senado, se sancionó la ley de enseñanza obligatoria, gratuita y laica, después de más de un año de debates. Hubo un momento, en aquella tensa sesión, en que parecía que los católicos triunfaban en su rechazo con chicanas procesales. Aristóbulo del Valle y demás liberales bajaban los brazos. Fue entonces que Eduardo Wilde tomó la palabra, como un año antes en la Cámara de Diputados, para cambiar la historia y hacer que, finalmente, el proyecto se sancionara. Manuel D. Pizarro, líder de los católicos en el Senado, gritó: “hay triunfos que lloran”.
Roca-Wilde la promulgaron el 8 de julio con el número 1420.
He dedicado cientos de páginas de mi libro Eduardo Wilde, una historia argentina… a la gran lucha que libraron los liberales argentinos para obtener la ley de enseñanza laica, la del Registro Civil y la del matrimonio civil, además de una ley que regulara las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado, que no pudieron lograr.

Al cumplirse 130 años de aquellos hechos, intentaré resumir –en varias entregas– la historia de aquella ley fundamental.


martes, 27 de mayo de 2014

Wilde en Jerusalén

A fines de 1889 Wilde visitó Tierra Santa, y esto es lo que escribió un sábado a la noche en Jerusalén:

“La noche está clara y helada; la luna comienza a anunciarse iluminando un punto del horizonte; el viento, recién llegado de las montañas de Judea, sopla rumorosamente en las calles y en los patios, mandando sus tonos musicales a través de las puertas delgadas y de las ventanas indefensas.
La ciudad de David, de Salomón y de Jesucristo yace enterrada bajo las plantas de la modesta aldea, la moderna Jerusalem, durmiendo el sueño eterno, arrullada por el canto monótono de la historia que repite su nombre en los más lejanos confines de la tierra.
La escena es triste y desolada. Los judíos en su barrio fangoso y oscuro celebran silenciosamente su sábado. Las campanas de las iglesias católicas están calladas, en tanto que los cristianos se preparan para oír su misa del domingo en el templo del Santo Sepulcro, convertido en posada por unos cuantos peregrinos que duermen acostados en sus escaños o sobre la tumba de los cruzados, esperando la madrugada del nuevo día para asistir al oficio divino a las cinco de la mañana.
Ni un alma en las calles, ni una luz en las casas, ni una voz que destruya el uniforme silencio. La población recogida guarda el secreto de su existencia.
Uno que otro camello fatigado, estirando el pescuezo, pernocta en la vía pública, aplastado en la tierra sobre sus rodillas callosas y balanceando melancólicamente su largo labio pendiente, con el aspecto de una inconsolable aflicción.
No hay río que corra ni árboles que se muevan, ni aves que vuelen, ni hombres que caminen, ni siquiera perros que aúllen.
Imposible encontrar en el lúgubre espectáculo las impresiones que la historia y la leyenda sembraron en los corazones de todos los viajeros. Los ojos buscan en vano donde saciar la sed de emociones alimentadas durante tantos años, y el oído espía los leves ruidos para darse el pretexto de avivar el recuerdo de las más fecunda tragedia que la humanidad relata.
El sentimiento de la desproporción invade y sin querer se compara los inolvidables estremecimientos de la infancia y de la juventud, forjados en la familia o en la escuela, a favor de la sagrada historia, con el efecto actual de un escenario mudo, despojado de toda poesía, pobre de formas que respondan a la esperanza fomentada y envuelto en una vulgaridad extraña compuesta de elementos dislocados e incongruentes.
¡Jerusalem! ¡Jerusalem! ¿Dónde está el Jerusalem de los sueños mezclados con el llanto de las vivas amarguras, de los eternos y dolorosos recuerdos? ¡El Jerusalem visto en las noches largas del océano, a través de las bulliciosas ciudades, o sobre los trenes sacudidos que conducen al viajero de las apartadas tierras a visitar los viejos monumentos y los sitios sagrados de las primeras partes habitadas!
Los siglos han pasado sobre los siglos, dejando como sedimento en los corazones de mil millones de cristianos, la pesadumbre de los grandes trastornos, traída por el relato de las luchas horrendas, de la batalla sin fin, de la crueldad impía, consecuencia del conflicto social suscitado alrededor de la Cruz.
La sangre derramada en toda la superficie de la tierra enrojecería los mares. Ninguna comarca ni nación alguna en el largo período de diez y ocho siglos, ha dejado de sufrir la repercusión de la terrible contienda. Cien generaciones han nacido a la vida y han entrado en el sepulcro de los tiempos, mientras los hombres de todas las creencias y de todas las razas, han mantenido la lucha secular en medio de la perenne matanza.
Los pueblos se han echado sobre los pueblos para despedazarse, los tronos han caído, los imperios se han destruido. Sembrados están los desiertos con los huesos de los misioneros; la atmósfera fue mil veces oscurecida por el humo de las hogueras en que se quemaba a los herejes.
La Europa ha sido un campo de batalla antes, durante y después de la Edad Media; el Asia legendaria se ha despoblado; la América fue conquistada en nombre de la Cruz y sus primitivos habitantes perecieron ahogados en su propia sangre.
El África ha visto sucumbir el colosal poder de los Egipcios, y de la espantosa tragedia que ha llenado el mundo, engendrada por los acontecimientos de la pequeña y pobre Judea, sólo quedan como enseña en la cuna del cristianismo, unos cuantos montones de ruinas, diseminadas en las soledades de Palestina y encerrada entre murallas ahora irrisorias, una aldea miserable, llamada Jerusalem, habitada por grupos destrozados, socialmente inorgánicos, desnudos de ambición y de esperanzas, extraños los unos a los otros, ajenos al sentimiento de nacionalidad y en la cual cada individuo parece vivir de tránsito, huérfano de todo propósito, sin porvenir ni antecedente.
Constantinopla puede llamarse la ciudad de los perros, Jerusalem la de los burros. Aquí forman asambleas numerosas estos excelentes cuadrúpedos y proclaman a voces su presencia.
¡Qué modo de lamentarse tienen los burros de Jerusalem!
En la noche callada, mientras todo tiende al reposo, se llaman y se responden de barrio a barrio, con una voz estentórea, horripilante, destemplada, llena de tonos alternados entre ridículos y doloridos, sin compás, ni medida, ni graduación de sonidos, mezcla de entonaciones, rechinamientos y ruidos graves, agudos y estridentes, concluyendo por fin sus arias desconcertadas, cuando uno menos espera.
Otra institución muy digna de respeto es la de los dromedarios y camellos; animales útiles, dóciles, pacientes, sobrios, fuertes e incansables, como es de pública notoriedad.
No sé quién les daría por nombre ‘buques del desierto’.
Al verlos caminar se recuerda en verdad el movimiento de un navío en el mar, cuando tiene las olas de proa a popa.
¡Pobres camellos, representantes de una época muerta! Uno se acuerda mirándolos de los reyes de Nínive y Babilonia, de Cleopatra, una reina guaranga, según me imagino, porque sus retratos se parecen a una de mis amigas de cuando era estudiante en Buenos Aires y visitaba la aristocracia de la calle Garay; de la Pirámides pintadas en las viñetas de los silabarios y por fin de todas las cosas pasadas!
¡Pobres camellos! ¿Qué significarán esa cabeza desorejada, alta, horizontal, en la historia de las transformaciones animales; esos ojos tristes, huraños, con reflejos agresivos de desierto, de soledad, de hambre, de sed, de desconfianza y de abandono fatalista; ese labio inferior largo, flojo, ondulante, desdeñoso y apesadumbrado; ese enorme cuello de ave de laguna, sin utilidad ni objeto; ese cuerpo escuálido, cubierto de pelo que no se sabe si es lana, desnudo en parte, flaco, inopinada y desproporcionalmente; esas gibas en el lomo, cuyo único fin es hacer difícil la construcción de aparejos; esas patas largas con dos rodillas de aspecto montañoso, y esos pies sin huesos, blandos, colchados y hechos para conducir cautelosamente un volumen cuya gigantesca armazón aparta la idea de suavidad y de silencio?
¡Pobres camellos!, cuando los veo pasar conduciendo sigilosamente su carga o su beduino, balanceando su cuello, gesticulando con su labio, escondiendo las orejas rudimentarias, mirando con sus ojos muertos, fúnebres, oscuros y redondos y batiendo su miserable y apocada cola, se me representa por analogía la silueta de algún amigo desengañado, de algún compañero traicionado, de un amante olvidado o de un filósofo viejo que ha visto las infidencias de mil generaciones!
Los camellos son el último resto vivo de la antigua civilización. Como la de los mastodontes, los megaterios y elefantes, su raza también se extinguirá; pasarán con sus épocas como pasaron los reinos, los imperios, las ciudades poderosas que vieron sus mayores, y quien sabe cuántos animales más listos, más activos, más norteamericanos, vendrán a sustituirlos en el comercio humano.
Su aire taciturno y desganado es un signo de muerte, de aquella indiferencia propia de las razas cansadas de luchar por la vida y que buscan las puertas del sepulcro. Por eso ya no existen sino en los pueblos que se van hundiendo bajo las capas de la historia: en Turquía, en Palestina, en Egipto!
¡Desventurada tierra santa! Todo en ella es árido y desolado; no se ve sino rocas, promontorios y hondonadas sin agua ni verdura y sólo de tiempo en tiempo, un montón de casas formando una aldea que semeja un grupo de ruinas por el color uniforme de tierra de los techos y de los muros.
La razón fundamental de estas tristísimas realidades es la falta de agua, por omisión de la Divina Providencia, que condena al pueblo de Judea, es decir, al elegido del Señor, a morirse de sed, soñando desde Abraham con manantiales repentinos como el de la roca tocada por Moisés, con valles fértiles, como la tierra prometida y con pastos abundantes para los ganados hambrientos.
¡El mar Muerto! Jamás se ha puesto un nombre más apropiado. Muerto y enterrado en la colosal fosa de las montañas. Mar sin olas, sin buques y sin peces, aislado, solitario y triste, separado del mundo, escondido entre las rocas, inútil para el bien, insuficiente para dar agua a la comarca, mezquino de sus vapores, aplastado por sí mismo como si fuera su propia lápida, bajo el peso increíble de su masa densa. (…)
Mirando estos contrastes y considerando las distancias y los desniveles, se me ocurría que si yo fuera Dios haría más en un día por la Palestina, que todo cuanto han hecho en muchos siglos sus reyes y gobernantes.
Pondría en comunicación el mar Mediterráneo con el mar Muerto; llenaría de agua todas las hondonadas comunicantes de la comarca, y tendría en pocos años, un país fértil y rico, en vez del miserable y estéril territorio que estoy mirando. El país se llenaría de lagos y mares internos; el agua evaporada se convertiría en abundante lluvia; con ella nacerían árboles, la tierra se alfombraría de flores y verdura; los bosques darían nacimiento a ríos caudalosos, y la pobre Judea quedaría transformada en un paraíso donde pacerían los ganados y vivirían los hombres en paz y abundancia; no como ahora, hambrientos y en constante zozobra por la sed de cuanto vive.
Realmente, no sé cómo en vez del maná y del agua sacada a palos de las peñas en antaño no dio el Señor a su pueblo favorito, un poco de la sobrante en otras partes del mundo, cuando nada le costaba.
Un simple conducto al mar Mediterráneo y lo demás se haría solo, con gran contentamiento del mar Muerto, quien no sabe hasta ahora lo que es una marea, ni ha visto jamás un pescado ni un buque mercante”[i].




[i] EW, OC, v. XVI, Prometeo & Cía., En Tierra Santa. El texto sufrió modificaciones en las sucesivas ediciones de Prometeo & Cía. La versión transcripta es la última, de las Obras Completas.

viernes, 23 de mayo de 2014

HABIA UNA VEZ UNA PLAZA.... FERNANDO VII

Orígenes de la Plaza Libertad


Paraje del Fuerte Viejo

Buenos Aires, mediados del Siglo XVIII. En la Fortaleza gobierna José Andonaegui. La gente principal vive en los alrededores de la Plaza Mayor o en los de la Plaza Chica, en Santo Domingo. Los barrios recios del Norte, del otro lado del arroyo Matorras[1], se prolongan en arrabales de mala muerte. El Asiento del Retiro y los terrenos de los ingleses represaliados a la Compañía del Mar del Sur son tierra de nadie. Con precarios títulos, o sin ninguno, se han ido cercando quintas, ranchos, corrales y alguna pulpería con techo de paja. Caminos de barro para llegar al pueblo, y senderos tortuosos entre rancho y rancho. La barranca se baja a los saltos por donde se encuentre una huella. En el bajo las toscas, los pescadores que de a caballo se adentran en el río grande con sus enormes redes, mientras por las noches las sombras desembarcan bultos de contrabando que vienen de la Colonia del sacramento. Pululan los negros fugados y los vagos que se alimentan de huerta ajena y duermen bajo los sauces.

El límite confuso del ejido solo existe en los papeles, como los nombres oficiales de las calles que nadie recuerda. La gente vive en “la calle de Cueli[2], en “la de Pablo Thompson[3] o allá “en el barrio de don Alejandro”, por aquel Alejandro del Valle que va poniendo los pesos y el alma en una capillita que levanta bajo la advocación de Nuestra Señora del Socorro.
Los vecinos que residen en la hoy Avenida 9 de Julio y hacia las Cinco Esquinas -que todavía no son esquinas ni cinco- dicen que su barrio se llama “el paraje del Fuerte Viejo”.

¿Qué era y donde estaba aquel fuerte tan perdido en la historia que no ha dejado rastros?
Su origen debe buscarse en la Real Cédula del 26 de febrero de 1680 que dio respuestas a los problemas de seguridad y defensa de Buenos Aires; desechó la vieja idea de fortificar y circunvalar la ciudad con una gran muralla, y ordenó construir un fuerte de mayor capacidad que el existente en la Plaza Mayor o, a criterio del gobernador, levantarlo en el extremo Sur o Norte de la ciudad[4]. El gobernador José de Garro, tras larga deliberación, decidió “hacer dicha fortaleza en el paraje de San Sebastián, que cae en uno de los extremos de esta Ciudad a la parte del norte[5] Y en 1682 se inició su construcción con 400 hombres. En 1685 se suspendieron los trabajos para pedir mejor opinión a los técnicos de Cádiz que aconsejaron continuar con su fabricación, pero las obras eran caras y obligaban a cobrar mayores impuestos por lo que finalmente se abandonó. En 1703, siendo gobernador Alonso de Valdéz e Inclán, éste quiso ver el sitio donde sus antecesores habían iniciado la construcción pero se encontró con que las lluvias habían borrado casi todos sus rastros. Ya por entonces el lugar elegido se consideraba totalmente a trasmano e inútil para la defensa de la ciudad

Según Vicente Cutolo el fuerte habría estado exactamente en la manzana que hoy ocupa la Plaza Libertad, con portada sobre Paraguay entre Libertad y Cerrito[6]. Se basa el historiador en el plano trazado por el Cabildo Eclesiástico para las mensuras de las primeras parroquias linderas a la ciudad, un plano muy precario y muy posterior al fuerte, donde éste aparece en algún lugar de la costa norte, entre las hoy Cerrito y Libertad.
Sin embargo, creemos que el sitio donde se inició la construcción del fuerte no fue la hoy Plaza Libertad sino sobre la barranca, entre Arenales y Arroyo, 9 de Julio y las Cinco Esquinas.
Veamos. En el Plano titulado “Plan de la Ville de Buenos Ayres” (sin autor ni fecha), que dataría de 1745 y cuyo original se exhibe en el Museo del Banco Nación, podemos ver delineado nuestro fuerte, con forma pentagonal y marcado como “Ruine de L´Ancien Fort”. Ahora bien, si estudiamos detenidamente el plano encontraremos que el fuerte proyectado ocupaba tres manzanas desde aproximadamente 9 de Julio y Arenales hacia Cinco Esquinas, es decir a unas cuatro cuadras del sitio donde estuviera la Cruz de San Sebastián[7]. Esta ubicación coincide con varios documentos relacionados con terrenos de aquella zona  Así, cuando en 1730 un humilde Thoribio Sánchez pidió se le hiciera merced de la cuadra comprendida entre Carlos Pellegrini, Arenales, Juncal y Cerrito, dijo que el terreno que solicitaba estaba pegado al Fuerte Viejo. Andando los tiempos, en 1770,  Tomás Alcaráz pidió al gobernador Bucareli la cuadra ubicada entre Libertad, Cerrito, Arenales y Juncal, y dijo que estaba en el paraje que llaman el Fuerte Viejo. De igual manera, casi todos los terrenos aledaños a las Cinco Esquinas –y hasta Talcahuano- hacen referencia al Fuerte Viejo.
El sitio  ya era terreno poblado de ranchos y huertos en 1749 cuando el Padre  Fray Joaquín de la Soledad, Procurador del Real Hospital, pidió infructuosamente al Cabildo que se le hiciera merced del “terreno que llaman del Fuerte Viejo, para en el hacer fábrica de materiales y huertos[8].

El Hueco de Doña Engracia

Muy cerca de las ruinas del Fuerte Viejo nació hacia 1770 el hueco que durante más de medio siglo se conoció como el “hueco de doña Engracia” o “doña Gracia”[9].
¿Quién fue doña Engracia o Gracia? Posiblemente una mendiga parda que hacia 1770 apostó su rancho en un rincón de aquel hueco que no era de nadie. Carlos Ibarguren (h) conjetura que “Allí, entre una maraña de yuyos y tunales, cierta negra conocida por doña Engracia, levantó un rancho miserable: acaso un boliche que hiciera a las veces de  sórdida mancebía. A partir de entonces, el nombre de esa negra se extendió al agreste reducto de sus hazañas; y el ´Hueco de doña Engracia´, espontáneamente se incorporó a la nomenclatura ciudadana[10] Lo cierto es que para 1809 de doña Engracia ya no quedaba memoria, salvo su legendario nombre.

Y aquí empieza nuestra historia. Porque en julio de 1809 los vecinos del Socorro, capitaneados por don Fermín de Tacornal[11], se presentaron ante el Virrey  para pedir que el hueco de doña Gracia fuera transformado en plaza. Firmaban el petitorio Fermín de Tacornal, Pascual Diana, Salvador Salces, Norberto Cabral, Juan Reynoso, Juan Ximenez Antonio Lorenzo, Esteban Fuentes, Pascuala Correas, Bernarda Gutiérrez, Anselmo Piñero, José Rico, Fernando Otero, Pedro Martín Ibañez, Petrona Vega, Francisco Romero, Juan Bautista Morón, Antonio Castillo, Pedro Ponce de León, Lázaro López, Juan Vázquez, José S. García, Anselmo Farias, Hilario González, Matías Juerz (?), Francisco Giraldes, Miguel Carlin, Martín de Monasterio, Martín de Elordi, Juan Ferreda, ... Ilina. Algunos de estos vecinos serían futuros alcaldes de barrio, otros eran tan humildes que debieron pedir prestada una firma a ruego.
Y el escrito decía: “que desde tiempo inmemorial ha disfrutado el Público de la citada Plaza colocándose en ella muchas de las carretas que vienen de fuera hasta que de allí toman su destino, y la situación en que se halla la hace desde luego muy precisa y necesaria pues está respecto de la Plaza Nueva[12] en la distancia de siete cuadras, y de la grande o de la Victoria más de doce, pero como hasta el presente no se haya autorizado para plaza formal es la causa de que no se haya poblado como corresponde y establecido en ella un tráfico cual exige su posición, y conviniéndonos por lo tanto que se erija en Plaza para que con la seguridad de serlo se trate de su fomento y colocaciones de tiendas para el abasto a propósito de que pueda el vecindario surtirse del necesario con comodidad y sin las precisión de venirlo a buscar a mayores distancias, suplicamos a V. E. se digne oyendo previamente al Señor Síndico Procurador de Ciudad expedir al efecto la providencia oportuna precediendo en caso preciso la información correspondiente de no haberse conocido jamás aquel sitio con población ni sujeto a dominio alguno particular, y fijándose también carteles de convocatoria en los parajes públicos para que cualesquiera que se estime con derecho a el comparezca a deducirlo dentro del término que se le asignare bajo el apercibimiento de que pasado, sin haberlo hecho no será oído en manera alguna, y con la calidad que si lo esclareciere se le satisfará por su justo precio como a ello nos comprometemos, los ocurrentes, con el único objeto que no se prive al público del alivio que disfruta en aquella Plaza y las ventajas que resultan al vecindario del contorno, en que se habilite para tal para que de este modo puedan proporcionarse sin incomodidad de cuanto suele expenderse en las de su clase ...”. Es decír que se pedía que se instalara allí una plaza en el concepto que se daba a las plazas en aquel entonces: un sitio donde se vendían los comestibles y se realizaba el trato común de los vecinos y forasteros.

El Escribano Mayor del Virreinato, José Ramón de Basavilbaso, abrió expediente caratulado “Expediente promovido por los vecinos de la Parroquia del Socorro, sobre que se erija en Plaza el sitio conocido con el nombre del hueco de Doña Gracia[13]” y convocó a los más antiguos vecinos para que atestiguaran sobre la pertenencia del sitio. Así, Pablo Marquez, nacido y criado en el barrio, atestiguó que “jamás lo ha visto poblado ni ha sabido que tenga dueño”. Lo mismo dijeron Pedro Rivera, Eugenio Lamaestra, Francisco Ramos y Francisco Xavier Macera[14] El vecino Agustín Pérez de la Rosa agregó que había oído decir que el hueco era del Convento de Nuestra Señora de la Merced.
A su vez, el escribano del Cabildo, Justo José de Nuñez consultó los viejos papeles del repartimiento de Garay y los distintos arreglos y mensuras hasta 1612, para informar que de esos documentos no surgía que “el hueco denominado hoy de doña Engracia”  hubiera sido repartido o dado en merced a vecino alguno de aquel tiempo, ni tampoco que hubiera subsistido hasta entonces sin dueño. O sea que no encontró nada, salvo que el hueco estaba comprendido dentro de la traza de la Ciudad “cuya línea divisoria forma el costado del Oeste del mismo Hueco”.
Si bien los documentos consultados eran anteriores al Fuerte Viejo, nótese que no lo mencionan ni los antiguos testigos ni el escribano Nuñez. Tampoco lo menciona el Síndico Procurador del Cabildo, Julián de Leiva, que el 11 de mayo de 1810 dictaminó que aún cuando ningún documento anterior a 1612 le adjudicara propietario, él estaba persuadido que lo tenía porque todos los de su alrededor estaban poblados, “de lo que debe deducirse, y lo persuade la denominación de aquel hueco, que ha tenido dueño y que acaso lo tiene hoy también, aunque ignorante de sus derechos. Sin embargo como esta indolencia, que parece ser muy antigua, es opuesta al fin de las poblaciones, y por otra parte el crecimiento de esta Capital necesita que se multipliquen sus plazas para comodidad del vecindario, le parece al Síndico que sería muy conveniente darle el destino que solicitan los ocurrentes, bajo la calidad a que se avienen de satisfacer el importe que resulte de su tasación, al dueño que acredite serlo dentro del término que se le señale”. Y agregó Leiva que recomendaba destinar una parte del hueco “para construir en ella un Pósito que hace tanta falta, o cualquiera otra obra pública” que el Cabildo también debía pagar si aparecía dueño.
El Cabildo aprobó la moción de su Síndico –incluyendo el pósito o alhóndiga[15]- el día 18 de mayo de 1810 y lo pasó a Basavilbaso que su vez ordenó su traslado al Fiscal Manuel Villota el 21 de mayo.
Tanto Leiva como Villota como el Cabildo entero estaban ocupados en aquellos días con cuestiones algo más importantes que el hueco de doña Engracia. Durante los días siguientes nuestro expediente pudo haber sido mudo testigo de los electrizantes discursos  que se fueron sucediendo en la Sala Capitular del Cabildo, de los gritos que venían de Plaza, de los conciliábulos secretos y finalmente de la creación de la primera junta patria..
Villota –gran jurisconsulto- había defendido las posiciones del partido español y había votado por la permanencia de Cisneros. Este, nuestro expediente, fue seguramente uno de los últimos que despachó. El 18 de junio aprobó el informe de Leiva y el 22, sorpresivamente, fue desterrado junto con el Virrey Cisneros, embarcados en una fragata corsaria inglesa.. El pobre Leiva tampoco llegó a saber si la plaza se abrió o no porque al él también lo desterraron de Buenos Aires, aunque volvió años después.

La cuestión es que el expediente siguió su curso y terminó donde tenía que terminar, en las oficinas de la Junta. En esos días en que se decidía la suerte de la Revolución, entre el destierro del ex Virrey Cisneros y la ejecución del héroe de la Reconquista Santiago de Liniers, el 11 de julio de 1810 la Junta se hizo un ratito para aprobar la solicitud de los vecinos del Socorro y ordenar “se proceda inmediatamente al establecimiento de esta nueva Plaza, que se denominará de Fernando VII...”. Al pie estamparon sus firmas Saavedra, Castelli, Belgrano, Azcuenaga, Alberti, Matheu, Larrea.
Concluida la cuestión, en agosto los vecinos fueron suscribiendo sus respectivas fianzas obligándose con sus personas y bienes a pagar el terreno a cualquier eventual dueño que pudiera aparecer. Entre ellos destacamos a Antonio Alvarez de Jonte –futuro integrante del Segundo Triunvirato- que lo hizo en nombre de su señora madre. El 6 de noviembre Pedro Capdevila, Regidor Juez Diputado de Policía, ordenó que se delineara la Plaza y la parte del terreno para Pósito o Alhóndiga por el Maestro Mayor Juan Bautista Seguismundo, el mismo que en 1803 construyera la recova de la Plaza de la Victoria.
Finalmente, el 18 de enero de 1811, Seguismundo midió la plaza en 140 varas en cuadro y la  tasó en $ 1680. En su informe, el alarife se refiere a ella como “La Plaza titulada en honor de Nuestro Soberano el Señor Don Fernando 7º

Así fue como durante toda la guerra por la Independencia, Buenos Aires tuvo una plaza en honor al soberano que combatía. Pero ¿alguna vez los vecinos la habrán llamado Fernando VII, o habrá ganado la pulseada el fantasma de doña Engracia? Don Fernando estaba tan desprestigiado que sin duda ganó la partida la humilde vasalla parda.
Sea como fuere, a partir de 1822 se le impuso el nombre que por su fecha de nacimiento debió haber llevado siempre: Plaza Libertad.




[1] El arroyo de Matorras corría a la altura de Viamonte, torcía por Suipacha y seguía por Paraguay hasta desembocar en el río por la hoy Tres Sargentos.
[2] Marcelo T. de Alvear, en Retiro
[3] Maipú, en Retiro.
[4] Ver AGN IX 24-8-12, Reales Cédulas
[5] Citado por Rómulo Zabala y Enrique de Gandía en Historia de la Ciudad de Buenos Aires, Tomo I, MCBA 1980, pág. 383.
[6] Buenos Aires, historia de las calles y sus nombres, Editorial Elche, Buenos Aires 1994, Tomo II
[7] La cruz y ermita de San Sebastián, desaparecida antes de 1682, estuvo en Arenales y Maipú.
[8] Acta del Cabildo del 24.1.1749 (Actas del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, años 1745-1750)
[9] Plaza Libertad, entre Cerrito, Marcelo T. De Alvear, Libertad y Paraguay.
[10] La Casa de Ibarguren en la Calle Charcas, Buenos Aires, 1967, pág. 12
[11] Fermín de Tacornal, hijo único de Manuel Joaquín de Tacornal y Josefa Ville, fue destacado vecino del barrio y en 1800 primer Hermano Mayor de la  Cofradía Hermandad de las Animas de la Iglesia del Socorro..
[12] La Plaza Nueva o de “Amarita” estaba ubicada en la hoy Carlos Pellegrini, entre Sarmiento y Pte. Perón, el mismo sitio donde después estaría el Mercado del Plata
[13] AGN Tribunales Civiles S No. 2 - 1809
[14]Francisco Xavier Macera, sastre, fue marido de Margarita del Valle, hija del fundador del Socorro.
[15]El pósito es un local publico destinado a mantener acopio de granos, prestándolos en condiciones módicas, durante los meses de escasez. La alhóndiga, en cambio, almacena también otros comestibles.

Maxine Hanon para Historias de la Ciudad, 1999.

viernes, 4 de abril de 2014

Wilde y nuestro sistema de Justicia.

Tomo unos párrafos de Eduardo Wilde, una historia argentina, referidos a su Memoria de 1883, como flamante ministro de Instrucción Pública, Justicia y Culto:

Al pedir algunas reformas a la Ley Orgánica de los Tribunales de la Capital, recientemente sancionada, creando más tribunales, decía: “El retardo con que hoy y desde tiempo atrás se administra justicia en nuestro país, es una verdadera llaga social, que ha llegado a hacerse intolerable y que es indispensable suprimir, cueste lo que cueste y a la mayor brevedad”, prometiendo no ahorrar esfuerzos para conseguir los “beneficios de una justicia pronta y eficaz, tal como la sociedad reclama y la Constitución promete”, y recordaba que cualquier expediente que llega a tribunales “está condenado a quedar sepultado entre el polvo y bajo las enormes pilas de otros expedientes durante años y años, produciendo, empero, a los interesados gastos incesantes y perjuicios incalculables. Son innumerables, son diarios casi, los ejemplos de litigios que han terminado cuando se había ya invertido en ellos el total de los intereses porque se litigaba, y hay centenares de casos de juicios sobre herencias en los que se ha gastado hasta el último peso que debía heredarse. ¿Puede darse a esto el nombre de justicia?”. Entendía que el incalificable retardo en la administración de justicia también se debía a la falta de legislación básica, y rogaba a los legisladores que se ocuparan de estudiar el proyecto de código penal, presentado el año anterior, y el de reforma del Código de Comercio que seguía descansando en el Congreso desde el año 1874, y recordaba que tampoco teníamos leyes de minería, ni de procedimientos civil y penal, códigos cuya redacción ya había puesto en marcha.
En cuanto a los institutos carcelarios de la Capital, su informe era lapidario pues, con excepción de la penitenciaría y a pesar de todos los esfuerzos realizados en el pasado, “son una vergüenza, en los que se viola todas las prescripciones de la higiene, de la ley y hasta de la moral”. Proponía que al considerarse en el Congreso el proyecto de código penal se le agregara un régimen penitenciario para “establecer una penalidad que moralice y enseñe, en vez de ser inútil e infamante como hoy sucede, a causa de no tener ni un buen sistema penitenciario, ni los establecimientos adecuados para aplicarlo”. Aplaudía todo lo que Enrique O´Gorman había hecho como director de la Penitenciaría (sus buenas condiciones de higiene y sus siete talleres de industria y manufactura en funcionamiento: imprenta, encuadernación, carpintería, herrería, zapatería, sastrería y fabricación de escobas, a los que Wilde sugería agregar varios otras industrias fáciles y productivas que “enseñarán al que fue criminal a amar el trabajo, que le asegurarán el porvenir para el día en que recobre la libertad y que contribuirán en proporciones importantes a cubrir los gastos que demanda el establecimiento”), pero todavía había mucho para perfeccionar porque en la penitenciaría habían más encausados que penitenciados, lo que no sólo no correspondía, sino que además desorganizaba el régimen, pues no puede tratarse del mismo modo al penitenciado que al enjuiciado que, probablemente, sea declarado inocente. La penitenciaría, decía, no es sitio para enjuiciados, quienes no tenían ni donde dormir: “Resulta de aquí que viven literalmente hacinados, cubiertos de harapos algunos de ellos, contrariando todos los preceptos de la higiene y siendo una protesta viva y permanente contra la falta de una casa especial para encausados”. Aseguraba que no descansaría hasta lograr que esto se corrigiera, e informaba una serie de medidas que ya había adoptado. Respecto de la Cárcel Correccional, sita en un edificio centenario sin refacciones ni mejoras, decía que no intentaría describirla, pues “sería presentar un cuadro repugnante, que no serviría sino para confirmar lo que todo el mundo sabe: que, con excepción de la Penitenciaría, las cárceles en nuestro país, al revés de lo que la Constitución manda, no son ni sanas ni limpias, sino lugares infectos, sucios, estrechos, inhabitables, que producen precisamente lo mismo que nuestra Carta fundamental ha querido evitar: la mortificación de los presos”. Agregaba que “tal es el estado de descomposición en que se encuentra el edificio y tan miserable la situación en que se hallan reducidos los que tienen que habitar esa prisión, hacinados en viviendas húmedas, sucias y oscuras, desprovistos a veces hasta de lecho, sin abrigo alguno, durmiendo sobre el suelo”, que ya había tomado medidas con la ayuda del Departamento de Ingenieros y la Intendencia.

Durante cuatro años Wilde trabajó para reorganizar nuestro sistema de justicia, para lo cual presentó una docena de proyectos al Congreso (ley de reformas al Código Civil, Código Penal, Código de Comercio, Código de Minería, Ley de Juicio por Jurados, Ley de Organización de los tribunales de la Capital (y una ley de reformas importantes a esa ley), Código de Procedimientos en lo Civil, Código de Procedimientos en lo Criminal, Ley de Enjuiciamiento reformada, Ley creando un presidio o colonia Penal, Ley para la erección de una Cárcel Correccional para sentenciados, Ley para la creación de una Cárcel de encausados, puramente, etc.).
A pesar de que reclamó permanentemente al Congreso su tratamiento, sólo logró que se le aprobara su reforma de la organización de los tribunales de la Capital y la construcción de un edificio para cárcel correccional. Todo lo demás fue aprobado después de su gestión, quedando para honor de sus sucesores.

martes, 1 de abril de 2014

Reflexiones sobre la hora, con el permiso de Wilde

Hay, claramente, una suerte de desintegración social que hay que atender con urgencia. Los vimos en los saqueos de diciembre, lo vemos hoy en los linchamientos. Todos sabemos cómo hemos ido llegando a esta situación.
Se habla de la “grieta” como división de unos y otros. Grieta en sus distintas acepciones es una “Hendidura alargada que se hace en la tierra o en cualquier cuerpo sólido”; una “Hendidura poco profunda que se forma en la piel de diversas partes del cuerpo o en las membranas mucosas próximas a ella”; o una  “Dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o unidad de algo”.
Tomo entonces grieta como hendidura que amenaza con quebrar un cuerpo: la sociedad organizada.
Ya la gran mayoría del pueblo -“pueblo” como “conjunto de personas de un lugar, región o país”-, está perdiendo la memoria sobre las reglas de convivencia.
Dejemos que los filósofos, sociólogos, y demás doctores analicen el Contrato Social, la naturaleza humana, las costumbres, la moral, la religión, las normas y los convenios.
Veamos qué hacer.
Juan Carr, entre otros, se pregunta si no será la hora de organizar un gran Acuerdo de todos los sectores de la comunidad por la paz social.
El Acuerdo existe y es clarísimo, pero lo hemos olvidado, tergiversado, embarrado, manipulado. El Acuerdo es la Constitución Nacional.
Por algo, en horas tremendas, luego de otra desintegración social, Raul Alfonsín rezó una y mil veces ante multitudes el Preámbulo de la Constitución Nacional:
“Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino: invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia: ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución para la Nación Argentina”.
En esa Constitución están las normas sabias que debemos volver a aprender, todos.
Es a ese centro donde debemos volver, pero no retóricamente, porque el abuso de la retórica –retórica vacía o barata- nos ha conducido a este punto. Nadie cree en nada; la hipocresía política es en buena parte responsable del estado de esta Nación.
Los que todavía tenemos conciencia debemos difundir esos principios constitucionales simples que los malos políticos han ensuciado. Los políticos serios –que seguramente hay, aunque frecuentemente limitados por sus miedos- deben dedicarse a pensar cómo reconstruir el tejido social, el orden social. Cómo terminar con las aberraciones y los absurdos que han llevado a esta profunda desesperanza o desamor.

Por mi parte propondría además analizar una especie de CONADEP a la corrupción, que como la de Raúl Alfonsín presente sus pruebas a un tribunal que juzgue esos delitos. Hace falta un nuevo NUNCA MÁS. 
Seguiré otro día.

sábado, 1 de marzo de 2014

Escuchando a Cristina, recuerdo a Alfonsín

Querido Raul,
Me permite cambiar, un poco, su frase: “desde luego democracia con la que se vota, pero también democracia con la que se come, con que se educa y con la que se cura”, por esta otra:
“desde luego educación con la que se vota, pero también educación con la que se come, con la que se cura y con la que se llega a la verdadera democracia”

Ya lo decía Onésimo Leguizamón en 1883: “Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres…”.
¡Ay, cómo duele esta Argentina!

martes, 11 de febrero de 2014

Eduardo Wilde, una historia argentina... En La Gaceta Literaria, 9.2.2014

Eduardo Wilde y el siglo XIX argentino

Un libro que es mucho más que una biografía
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UN TRABAJO DE IMPECABLE SUSTENTO. La autora ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado.

HISTORIA
EDUARDO WILDE. UNA HISTORIA ARGENTINA…
MAXINE HANON
(Klameen-Buenos Aires)
Para quienes puedan valorar un trabajo sobre el pasado nacional asentado en sólida investigación y vertido con excelente literatura, la aparición de Eduardo Wilde. Una historia argentina…, de Maxine Hanon, constituye un verdadero acontecimiento.

Autora de dos afamados libros –el Diccionario de británicos en Buenos Aires y Buenos Aires desde las quintas de Retiro a Recoleta (1580-1890)- además de jugosos artículos, Hanon entrega ahora una obra de un millar de páginas divididas en dos tomos, que creo realmente formidable.

Se trata de una biografía de Wilde, sin duda, en el sentido de que narra la historia de la vida de una persona. Pero es mucho más que una biografía, en tanto que esa vida se expone insertada en el universo que rodearía y que condicionaría su íntegro desarrollo.

Así, sucesos y decisiones de individuos, aconteceres sociales y políticos donde ellos se inscribieron, personajes que rodearon al biografiado, y mucho más: todo eso hila las telas del tapiz cuidadosamente tejido y desplegado por Hanon, en medio del cual camina y actúa su Eduardo Wilde.

Por eso éste es, realmente, un libro de historia, que nos pasea por siete décadas de esa Argentina del siglo XIX que abarcó la vida del personaje. Historia, es decir ese sobrecogedor océano que, para Mario Vargas Llosa, es “una arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples que van provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos; siempre inesperados y sorprendentes respecto de lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas”.

Ha organizado su libro en nueve capítulos, divididos la mayoría en apartados con numeración romana, que oscilan entre los 12 y los 16. Los capítulos son a veces muy extensos. Los primeros no pasan de la veintena de páginas, pero después se van ensanchando hasta abarcar tanto un centenar como dos centenares de carillas.

Los títulos son escuetos y marcan la cronología: Don Diego, Faustino, Eduardo, El justiciero, El campeón liberal, Wilde, El viajero, El viejo Wilde y finalmente un Epílogo. No ha querido colocarle subtítulos, acaso para que cierto misterio pique el interés del lector. Finalmente, misterio era lo que rodeaba muchos aspectos de la vida de Eduardo Wilde.

Misterio que empieza con la fecha de su nacimiento, hijo de inglés y de tucumana, en Tupiza (que según un asiento parroquial fue en 1842 y según Wilde en 1844), y sigue con su nombre, que de Faustino Ignacio mutó a Faustino Eduardo, luego a Eduardo Faustino, a Eduardo F., y finalmente a Eduardo a secas.

Como libro de historia elaborado con todos los requisitos, consigna al pie de sus páginas una abrumadora cantidad de referencias documentales y bibliográficas. Ha pasado el peine fino a todo lo que editó el biografiado -material nada fácil de conseguir- extrayendo hasta el más recóndito jugo de las entretelas de cada párrafo. Y se ha internado con ojo alerta en los repertorios de correspondencia y expedientes judiciales del Archivo General de la Nación y del Museo Roca, por ejemplo, así como en todos los periódicos de la época y por cierto en la bibliografía.

El trabajo de Hanon tiene, así, un impecable sustento. Y es un nuevo testimonio, aunque no haga falta, de la fibra de investigadora perspicaz e independiente que la caracteriza.

El texto contiene largas transcripciones en letra cursiva. Acaso alguien pudiera objetarlas: yo me permito aplaudirlas calurosamente. No es lo mismo colocar, al pie de página, la nota que envía al lector a un texto -generalmente inhallable- en una biblioteca, que hacerle el gran favor de transcribir ese texto en su integridad -además de comentarlo y de subrayarlo- para que se entere allí mismo de lo que se habla.

Y además, hablar de Wilde es ingresar al mundo de un grande y originalísimo escritor, cuyo estilo cabrillea en cuanta página dejó en libro, en artículo, en carta, además de sus briosas intervenciones como legislador o como ministro de la Nación.

Las transcripciones, entonces, eran absolutamente necesarias. Proporcionan al lector el placer de sentirse escuchando a Eduardo Wilde, o hablando con él. Se oye su voz y se percibe cuán noble madera de talento y de bien entendido amor por el país, latían en el corazón de este gran argentino a quien el destierro de sus padres hizo nacer fuera de nuestras fronteras.

Hanon estructura de modo impecable la tarea y la vida de su personaje. Jamás deja de mantenerlo plantado en su tiempo. Pero tampoco permite que el contexto -cuya riqueza y variedad despliega a manos llenas- desdibuje al hombre. Obviamente no al hombre público; pero tampoco al privado con sus ternuras, pequeñeces, tristezas y oscuridades.

Se abre paso así en cuestiones espinosas. Un ejemplo es el del segundo matrimonio de Wilde, tema favorito donde el fácil chiste y aún la calumnia han formado, con los años, una malla fuerte de conjeturas caprichosas y de falsedades. Hanon pone las cosas en su lugar y expone lo que la investigación le allega, sin arrogarse el derecho de penetrar en misterios que acaso nunca perderán el carácter de tales.

Creo sinceramente que Maxine Hanon exhibe en su Eduardo Wilde, y con verdadera maestría, eso que Paul Groussac denominó “arte de historiar”. Esto es, lograr que la verdad, buscada y acaso encontrada en la pesquisa documental, se integre “en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle sólo línea y color, cuando en realidad le infunde vida en potencia y en acto”.

Hay a la vez mesura y ardor en la expresión. Hay gusto certero en las citas y en el lenguaje que pide cada asunto. Está la referencia ajustada y precisa que otorga base firme al argumento. Se percibe cierta ironía -para nada exenta de comprensión- que baila debajo del texto y que lo salva de convertirse en imperioso o en solemne.

Cada concepto se instala con fuerza y seguridad en la trama de la escritura. Ha dotado de una elegancia nada habitual a la prosa y a su cadencia. Y late siempre la pasión, contenida pero nunca imperceptible.

El libro está redactado con una audacia y con una soltura que son un regalo para quien lo lee: prosa rica y cautivadora, que sólo obedece a la rienda que ajusta o que afloja el escritor.

Tolstoi decía que se puede escribir con la cabeza y con el corazón a la vez. Por esto último, en medio de los párrafos basados en la rebusca documental, Maxine Hanon se permite insertar líneas de ficción -que edifica sobre sus pesquisas- perfectamente separadas e individualizables. Es como si, tras explorar los abismos del alma, volviese a la superficie para contar -zafando un momento del corsé de la disciplina- algo de eso que ha vislumbrado o ha visto latir en la profundidad. A veces, en esas líneas, hasta dialoga con Wilde y lo interroga.

El hijo del coronel desterrado en Tupiza por las guerras civiles; el ex alumno del Colegio del Uruguay; el gran médico que tanto demostraba su versación en la cátedra como se jugaba la vida en las epidemias; el diputado en la Legislatura y en el Congreso de la Nación; el sólido, corajudo y pendenciero ministro de Justicia e Instrucción Pública de la primera presidencia Roca y el ministro del Interior de la presidencia Juárez Celman; el visionario sanitarista; el diplomático; el viajero; el maravilloso escritor; esa personalidad tan original y diferente a la media de su época, que “se cubrió de una coraza festiva para representar dignamente la comedia de la vida”, está presente con toda su fuerza en el libro de Maxine Hanon.

Así valoro esta obra sobre un gran olvidado, y recomiendo sin vacilar su lectura. Será un deleite para quienes quieran internarse –con abundancia de luces y de sombras- en la época formativa de la Argentina moderna.

© LA GACETA
Carlos Páez de la Torre (H)