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Eduardo Wilde (1844-1913), médico, higienista, escritor, periodista, diputado provincial y nacional, ministro de los gobiernos de Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman, fue una de las figuras más importantes de la década de 1880, y sin duda la más controvertida. Liberal de pura cepa, fue protagonista central de las largas luchas por la enseñanza laica (ley 1420), la ley de Registro Civil y la de Matrimonio Civil, del proceso de modernización de la justicia y de la salubridad de la ciudad de Buenos Aires. En sus luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la inteligencia y el humor.

Como bien dice Florencio Escardó:“Culto, brillante, burlón y liberal y, además, buen mozo, tiene Wilde precisamente las condiciones necesarias y optimas para ser desacreditado; añadamos todavía que realizó una formidable obra civilizadora y constructora, y convendremos en que las damas benéficas y matronales tienen sobrada razón para afirmar en voz alta, que era una mala cabeza, y seguir diciendo lo demás por lo bajo”.

Tal vez por eso, la Historia Argentina lo borró de sus memorias, convirtiéndolo en un bromista, cínico y cornudo, bufón de Roca.

Eduardo Wilde, una historia argentina… cuenta su vida, recorriendo en el camino cien años de una historia patria poco conocida.




Maxine Hanon. Nació en San Rafael, Mendoza, en 1956; se recibió de abogada en Buenos Aires en 1980, y desde hace más de veinte años investiga temas históricos. En 1998 publicó El Pequeño Cementerio protestante de la calle del Socorro; en 2000, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta; en 2005, Diccionario de Británicos en Buenos Aires; en 2013, Eduardo Wilde, una historia argentina…

El libro puede ser adquirido a Maxine Hanon, solicitándolo a maxinehanon@gmail.com o bien a las siguientes librerías:


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viernes, 24 de abril de 2020

Wilde y la fiebre amarilla

El siguiente texto corresponde a un capítulo de Eduardo Wilde, una historia argentina. Solo he excluido las referencias bibliográficas.




Cae la tarde del lunes 20 de febrero de 1871. El hombre toma el maletín, baja de su coupé, despide al cochero e intenta abrirse camino por entre el bochinche de la calle de Bolívar, en un marco de banderas, guirnaldas, flores, agua y furia.
El aire está espeso de calor, gritos y risotadas, el empedrado cubierto de cáscara de huevo, harina y lentejas. Gentes de todas clases, edades, colores, naciones y formas festejan el Carnaval, escondiendo sus identidades tras esas máscaras que dan permiso para perder la compostura. Aquí niñas lánguidas de salón, con polvo de oro en sus tocados descompuestos, italianas pulposas de largas melenas rubias, adornadas con plumas desteñidas, y morenas pechugonas, puro diente blanco, entregadas todas con igual pasión a la guerra salvaje de huevos, pomos, bombitas y cubos cargados de agua. Por allí grupos que bailan enardecidos al son de una banda de música, y, entrando por Independencia, una comparsa que avanza colorinche, con prepotencia y algarabía. Los bárbaros y los bailarines se detienen para aplaudir al centurión romano, al arlequín, al turco, al brujo, y hacen rondas para aclamar con repetidos ¡bravo! ¡bravo! a Muerte, figura estrafalaria conocida desde hace muchos carnavales como el mejor bailarín.
El hombre, ajeno a todo, apura el paso; esquiva un huevazo, pero otro, disparado desde un balcón, le da de lleno en el pecho. Se detiene, se saca el sombrero y con el ala se limpia la chaqueta; alza la mirada y reconoce en la trinchera, bien provista de municiones, a una guerrera que alguna vez amó. La morenita se tapa la boca, divertida, y cuchichea con las amigas.
¡Que la inocencia les valga! murmura él por lo bajo, y sigue adelante.
A medida que se aleja, el barullo amaina y el crepúsculo va envolviendo la calle de claroscuros, pero todavía deberá detenerse, en el cruce con la calle del Comercio, para dejar pasar los despojos de una comparsa trasnochada que vuelve de otros barrios. La preside un caballo fósil y aburrido, tirando con paso fúnebre un coche de plaza desvencijado y abierto, desde el cual tres princesas con trajes pegajosos y flores marchitas arrojan, en cámara lenta, los últimos cartuchos de harina y lentejas. Detrás, un carro de mudanza forrado de coco rosado, miserablemente sucio, un bandó chueco, un milord y, a la retaguardia, un birlocho retrasado con ruido de hierros viejos, todos cargados de fantasmas bufos que dibujan cabriolas en la penumbra.
La procesión, casi solemne, casi dormida, le despierta una angustia honda que le ahoga la garganta y le afloja el maletín. “La alegría y el carnaval son el uno metido en el otro de una manera inseparable; no se puede separar el carnaval de la alegría, porque ya no queda carnaval…”[1], recuerda haber dicho alguna vez. Si el espíritu no está alegre, verá en el carnaval una serie de escenas de un patetismo grotesco.
Aprieta el puño y sigue hasta Bolivar 412, en cuyo zaguán ya lo espera Parides Pietranera.
–Esto es una locura… –dice por todo saludo.
–Lo de adentro es otra locura, Eduardo, pero de Dios... La niña más chica se está muriendo, la madre está cada vez peor. ¿Has traído los medicamentos?
–Sí, aquí traigo lo que Lassarte pudo conseguir. Vamos, hermano –responde abriendo la puerta cancel al patio largo y quieto, poblado de ecos de quejidos callados y del crujido de la pequeña fogata de alquitrán y madera que ha sido encendida para desinfectar la casa.
Los vecinos se asoman al oír los pasos de los médicos. Los pedidos de visitas se multiplican.
Golpean y entran en la pieza marcada con el número ocho, una habitación exigua, sin ventilación, con tres camitas de fierro, una mesa de pino y un baúl, donde duerme, come y vive la familia Zunini. El ambiente, apenas iluminado por una vela triste, está espeso de olores, el de la gallina que hierve en una olla, el de los sudores y el de los vómitos negros acumulados en la palangana que Teresa, la niña mayor, va vaciando en el pozo del patio del fondo.
Dotore, al fin, mire… –don Giovanni lo recibe impaciente.
Intenta calmarlo con una palmada y se hinca en el piso áspero de ladrillo para tocar suavemente la frente de la pequeña que lo mira sin verlo, con los ojos opacos y sangrientos. Le toma el pulso y la examina lentamente mientras el practicante Pietranera va anotando lo que le dicta.
–Angelita, Angelita, ¿me oyes? –el hombre escucha su propia voz, lejana, resonando en la habitación lúgubre, mientras su alma se demora acariciando la manito amarilla, cubierta de petequias. Sabe que la niña no contestará, sabe que su pulso se debilita segundo a segundo, sabe que morirá esta misma noche sin que él ni la ciencia puedan ayudarla.
Luego va hacia la otra cama y examina con igual delicadeza a la madre, quien lo recibe temblando de fiebre y con rezongos: el dolor de cabeza es insoportable y el de cintura también, los calambres no la dejan dormir, los vómitos no ceden…, dice. Él le aplica unos medicamentos, le arranca una sonrisa con una broma, y repite las instrucciones higiénicas que la familia no debe olvidar.
La recorrida sigue por varias piezas más, de este inquilinato y de otros varios, igualmente pobres, igualmente heridos por la fiebre amarilla que germina en el barrio de San Telmo, mientras a pocas cuadras la gente baila disfrazada, en los clubes y en las calles, como si así pudieran aturdirse y esconderse de los agoreros que dicen que hay epidemia y que puede extenderse al resto de la ciudad.
Ya clarean las primeras luces del alba cuando llega a su casa y se echa, desvelado, a hojear La República, el diario más popular (el único que tiene venta callejera) que, sin embargo, es uno de los que todavía andan negando, tozudamente, la visita de la peste peor.
De pronto, sacando fuerzas quien sabe de donde, el hombre se incorpora, va al escritorio, busca una pluma y con el pulso tembloroso de puro cansancio, escribe: “Da lástima verdaderamente ver a La República, un diario tan serio y tan popular, empeñada en extraviar el juicio público, respecto a la epidemia del barrio de San Telmo, admitiendo en sus columnas las ideas más raras e increíbles que se puedan emitir sobre puntos de medicina. Si La República fuera uno de tantos diarios que pueden pasar por inéditos, no nos tomaríamos el trabajo de escribir estas líneas; pero ese diario tiene un número considerable de lectores y su baratura, poniéndolo al alcance de todos, hace que entre la gente pobre, sea el más leído y, por consiguiente, el que más influencia tiene sobre ella. De este modo, las opiniones que La República está vertiendo deben ser consideradas como perjudiciales y lo son en efecto, pues dando al público seguridades que no debe tener, en presencia de un peligro real, incita al abandono, da margen al descuido y al olvido de ciertas reglas higiénicas, cuya observancia aminora, al menos, las probabilidades de enfermarse y disminuye la violencia de los ataques, en caso de enfermedad…”[2]. Y sigue y sigue, retrucando cada una de las barbaridades que se dicen sobre el carácter, y hasta el nombre, de la enfermedad, enumerando los síntomas y explicando en detalle los padecimientos de pacientes propios y ajenos.

Años después Eduardo Wilde recordaría que aquel largo artículo suyo, publicado el 22 de febrero, demostró “que la enfermedad era fiebre amarilla verdadera y de la mejor calidad”, y que la gente le creyó, tanto que al día siguiente “el pánico cundió en Buenos Aires, por la certidumbre respecto al carácter de la enfermedad, y por el número de defunciones, que se multiplicaron”[3].
Hacía más de un mes que él, Pedro Mallo y un puñado de colegas[4] habían denunciado los primeros casos de fiebre amarilla en la manzana de Bolívar, Perú, San Juan y Cochabamba. Hacía semanas que venían advirtiendo sobre el peligro de una epidemia, que a su vez negaban otros médicos, algunos creyendo que era sólo un brote, como el del año anterior, y otros, directamente negando que se tratara de fiebre amarilla. Los periódicos preguntaban e informaban sobre casos conocidos; las autoridades municipales se empeñaban en disimular la situación para evitar el pánico; el Consejo de Higiene Pública lucía lento e ineficiente, y la Comisión de Higiene de San Telmo hacía lo que podía[5].
Hacía quince días que esta última comisión le había encargado la atención de los enfermos indigentes de San Telmo, y hacía diez que reclamaba, desesperadamente, más médicos pues el número de enfermos aumentaba día a día y la epidemia se extendía. “En los pocos días que me ha cabido el honor de servir a los enfermos pobres de la Parroquia, decía el 10 de febrero, “he podido convencerme de las enormes dificultades que se experimentan en la asistencia en casas indigentes, aún proporcionándose todos los medicamentos y demás recursos necesarios. En consecuencia es mi firme convicción que el único medio de llenar las exigencias que la terrible epidemia provoca, es establecer un lazareto en una de las muchas casas desocupadas que existen en la Parroquia, dotándolo debidamente y poniéndolo en aptitud de recibir a todos los enfermos pobres, los que muchas veces sucumben en su casa a pesar de los esfuerzos del médico de la Comisión, por falta de cuidados inmediatos, por abandono hasta de los mismos parientes y falta de toda persona que los atienda…”[6]. Si no se tomaba esa medida, agregaba, se vería obligado a renunciar al puesto.
Poco hizo la comisión parroquial porque prevaleció la opinión del doctor Juan Ángel Golfarini, quien consideró que la epidemia no era tal. La situación se agravó y, a pesar de sus renuncias formales, Wilde siguió adelante, con la ayuda de otros médicos y de su asistente, el practicante Pietranera.
A partir de aquellos días de Carnaval la peste se fue envalentonando, saltando voraz de un barrio al otro, derribando a su paso a pobres y ricos, familias enteras, en mansiones, comercios, barracas, conventillos y ranchos. El mes terminó con casi 300 muertos, y en los primeros días de marzo comenzó la escalada infernal y el caos: los médicos no alcanzaban, los hospitales no daban a basto, hubo que improvisar lazaretos; los cementerios se fueron colmando y se ordenó abrir uno nuevo, allá en la Chacarita de los colegiales, y construir una vía férrea para trasladar cadáveres. La gente pudiente abandonaba la ciudad; se desalojaban decenas de conventillos y los inmigrantes, en su mayoría italianos que no tenían con qué reembarcarse, vagaban por las calles sin techo. Los muertos de marzo fueron 5.000. Abril fue peor, si cabe, con más de 7.500 víctimas (el domingo de Pascua, se registraron 501; en un día de principios del mes se sacaron setenta cadáveres de un solo inquilinato). En las horas más trágicas no alcanzaban los coches ni los ataúdes y los cuerpos envueltos en sábanas, o desnudos, eran apilados en las veredas, donde los recogía el carro de la basura. Ya se había ido más de la mitad de la población y las autoridades aconsejaban la evacuación general; se decretaba asueto administrativo. Quedaban los miles y miles de enfermos, muchos de ellos abandonados, y algunos dados por muertos y enterrados vivos. La pesadilla se hacía interminable: Buenos Aires, oscura, quieta, agonizaba entre los gemidos humanos y el quejido de las ruedas de los carros fúnebres. En mayo la peste se fue yendo, pero no antes de dejar otros 850 cadáveres.
El saldo final fue de más de 14.000 muertos. Así y todo, la mayoría de los enfermos se salvó pues la fiebre atacó a más de 50.000[7] personas de una población de menos de 80.000, porque el resto huyó.
La ciudad mostró, como nunca, sus luces y sus sombras.
Multitudes que huían desesperadamente hacia el campo en trenes atestados, carruajes, carretas y a pie (algunos por la epidemia y otros por la julepidemia, dice El Mosquito). Escenas vergonzosas como la del presidente Sarmiento fugándose, en un vagón de lujo, al igual que su vicepresidente y la mayoría de sus ministros. Gente que lucraba alquilando ranchos rurales a precio de palacios, o cobrando a valor oro un kilo de carne en una ciudad desabastecida, o aprovechando la ocasión para enriquecerse con la venta de cajones y telas de luto. Gente que culpaba a los italianos indigentes, sucios, promiscuos, de todos los males. Médicos, la mayoría, que desertaban o recetaban desde sus casas, farmacéuticos que cerraban sus farmacias; curanderos ilusionistas que hacían fortunas con tratamientos mágicos. Desesperados que se suicidaban, enloquecían  o vagaban borrachos por las calles, infames que saqueaban las casas de los que se habían ido, y miserables aterrorizados que abandonaban a sus familiares enfermos. Negocios cerrados y oficinas públicas casi desiertas.
Y, entre las autoridades políticas (provinciales, municipales, parroquiales) y sanitarias que se quedaron, cumpliendo con su deber, algunas disputas roñosas por un rédito político. Aún la Comisión Popular, aquel grupo de valientes ciudadanos que el 10 de marzo se conformó para combatir la peste en nombre del pueblo (presidido en un principio por Roque Pérez y luego por Héctor Varela), y que mucho hizo, mostró sus miserias: varios de sus miembros malgastaron parte de su tiempo y energía en rencillas de poder, entre sí y con otras autoridades; casi todos participaron de la psicosis contra los italianos, a quienes desalojaban sin piedad, con la ayuda de un piquete policial, y les quemaban sus pocos muebles, enseres y ropas.
Sí, había que estar allí para juzgar a unos y otros, pero la contra cara fue un ejército de ángeles que desplegaban sus alas, día y noche, para entrar en casas, conventillos y lazaretos, atendiendo enfermos, lavando sus cuerpos apestosos, consolando a los moribundos, haciéndose cargo de enfermos abandonados, cobijando niños huérfanos, alcanzando un plato de comida, consiguiendo medicamentos y ropa de cama.
Ángeles o héroes fueron unos pocos médicos, unos treinta (de los doscientos que atendían en la ciudad[8]), y otros cincuenta practicantes. Combatieron hasta agotar sus fuerzas, contra viento y marea, sabiendo siempre que poco sabían de esta enfermedad y que en cualquier momento podían caer ellos también. Aguantaron los embates de las autoridades, muchos enfermaron y muchos quedaron tendidos en la batalla[9]. Ángeles fueron los curas de las diversas parroquias, que llevaron consuelo a todos los rincones y refugiaron en sus iglesias a los indigentes desalojados. Cincuenta de ellos cayeron en el ejercicio de su ministerio.
Hubo héroes vestidos de periodistas, abogados, comerciantes, militares, farmacéuticos, enfermeros, maestros, poetas, amas de casa. Heroico fue el jefe de policía, Enrique O’Gorman, que atendió a la población con abnegación y sacrificio y logró que en sus filas no hubieran deserciones, y heroico su hermano, el cura Eduardo O’Gorman, que organizó un asilo para guarecer a los miles de huérfanos; héroe el masón José Roque Pérez, quien luchó desde la Comisión Popular hasta caer fulminado por la fiebre; ángel el maestro Evaristo Carriego, quien convirtió su escuela en hospital, y heroína María Antonia Beláustegui de Cazón, dama de la Sociedad de Beneficencia, que, venciendo todos los prejuicios y escollos, se las arregló para organizar un lazareto en una quinta de la calle Córdoba. Honrosa la actitud de Bartolomé Mitre que no sólo se quedó y enfermó, sino que desde un humilde puesto en la Comisión Municipal, se ocupó de la instalación de campamentos y refugios.
Hubo escenas conmovedoras, como aquella que le tocó vivir a Carlos Guido y Spano, miembro ejemplar de la Comisión Popular. En la noche del 12 de abril, uno de los días más dramáticos (427 víctimas), mientras hacía guardia en la Comisión, recibió la visita de una sacrificada sirvienta, quien llegó hasta allí, desesperada y agotada de recorrer las calles desoladas, buscando auxilio para enterrar a su patrona. La señora había muerto en total indigencia, abandonada por parientes y amigos: era Luisa Díaz Vélez, la viuda del bravo general Lamadrid, enemigo acérrimo de su padre, el general Guido. El poeta sintió que tenía un deber con la historia y salió a la calle, dispuesto a impedir que los restos de la desdichada mujer, envueltos en una sábana, terminaran en la pila que recogería el  carro de la basura y fueran tirados en una fosa común. Luego de salvar al cadáver de su segura suerte, recorrió durante horas la ciudad desierta hasta encontrar un féretro y un coche decente. Cargó los restos y se los llevó, él mismo, hasta el silencioso cementerio, donde cientos de bultos esperaban la madrugada para ser enterrados; levantó al administrador y, terco, quebrando todas las normas, lo convenció para que le facilitara una de las pocas sepulturas reservadas para altos funcionarios. Allí, a la luz de un farol, el poeta enterró a la compañera de Lamadrid: “Cuando hube echado la última palada de tierra sobre aquellas reliquias me pareció que mi madre me daba un beso en las tinieblas”[10]. Pobre Guido: después de la fiebre perdió a su propia mujer, Sofía Hines.
En fin, el horror de aquellos días se suavizó con acciones como éstas, de hombres bien conocidos, y con la acción de una legión de héroes anónimos que dieron todo lo que tenían, aun la vida, por ayudar a sus semejantes.

Eduardo Wilde estaba allí, combatiendo en primera fila junto con un grupo de sus amigos médicos y practicantes. Pero tan destacada fue su actuación que El Mosquito del 12 de marzo lo retrata a doble página, a él solo, intentando domar al demonio de la fiebre.
Combatió en el foco central de San Telmo, con Golfarini, Mallo y los practicantes, hasta que a mediados de marzo se reorganizó la asistencia médica y San Telmo pasó a cargo de la flamante Comisión Médica, presidida por Santiago Larrosa –quien enfermó, sanó, volvió a su puesto de lucha y debió lidiar con innumerables obstáculos–, secundado por practicantes como Pietranera, Pirovano o Jacob Tezanos Pinto.
Eduardo dejó entonces de ser el médico de los pobres de su barrio para pasar a ocuparse, él solo, de la parroquia de Montserrat, pero no sólo atendió a los enfermos de esta parroquia, sino a todos los que las diversas autoridades le encargaban, y a todos los que los amigos le recomendaban, sin aceptar jamás remuneración alguna.
Trabajaba a toda hora, comiendo poco, durmiendo de a ratitos, inclinándose cada día ante cientos de enfermos, haciendo consultas con sus colegas, alegrándose con cada vida salvada, sobreponiéndose a cada muerte, aún la de los amigos. Y a veces, claro, el tiempo no le alcanzaba, y corriendo de un lado a otro, no cumplía con las exigencias de la Comisión de Higiene de Monserrat, que pretendía estricta puntualidad y exclusividad. El 1 de abril, harto de pedir ayudante y de recibir retos, hizo renuncia formal a la parroquia (cedió a la Comisión Popular el sueldo que le adeudaba el gobierno para que lo empleara en socorrer a los enfermos indigentes), y siguió atendiendo a todos a su manera. El Nacional y La República defendieron su posición: “Pedir puntualidad a quien no descansa día y noche, y es un modelo de asiduidad, es una ofensa, es desconocer el esfuerzo y el sacrificio del distinguido médico, cuya conducta no puede ser más honorable. Impedirle que cure a un amigo querido a dos cuadras de la parroquia, es una inhumanidad, es un disparate, un absurdo incomprensible”[11].
Uno de esos queridos amigos que no estaba dispuesto a abandonar era Parides Pietranera, compañero de tantas rondas, que agonizaba en el Hospital de Hombres, en un cuartito húmedo y despojado.
El 4 de abril, jornada de 400 víctimas, Parides murió en sus brazos.
Tal fue su dolor, que abandonó inmediatamente el edificio, caminó hasta su casa sin ver ni oír el drama de los demás, y se echó en su cama a llorar todas las muertes que no había tenido tiempo de llorar. Luego, recordando una promesa que le había hecho a su compañero, vació su angustia y su rabia en esta carta que escribió a Manuel Bilbao, director de La República y miembro de la Comisión Popular:
“Acaba de morir mi amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto año de medicina, el noble, generoso y abnegado joven que ha caído después de haber salvado la vida de tantos.
Esta desgracia me ha abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y me hallo quebrado completamente de cuerpo y de espíritu.
El huracán de muerte que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar ni la vida de los que más falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de dejar una familia numerosa sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de enfermos sin su médico.
Pietranera me ha pedido en sus últimos momentos que reclame para su querida madre la pensión vitalicia que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí en mi interior, aunque haciendo esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí que no pensara en eso: ahora reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para nada – tengo el corazón hecho pedazos – lo quería a ese muchacho como es imposible querer a hombre alguno sobre la tierra.
Muchas veces en broma le decía que había de escribir un artículo necrológico cuando él muriera –hoy ha llegado el caso y no puedo escribir nada. Hágame usted el favor de escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo desgraciado lo que era el pobre Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo generoso, lo abnegado, lo tierno, lo cariñoso, lo amante de su familia que era ese desdichado.
¿No es por Dios una lástima que muera en la flor de su edad, faltando un año para ser médico, un joven tan lleno de esperanzas y tan querido por todos? La resistencia humana tiene su límite, se puede soportar un trabajo moral, una tensión de valor durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que resista a semejantes pruebas; el valor se nos está acabando ya a todos en este pueblo, se están muriendo nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo ante semejantes desgracias me siento quebrado, enfermo.
Dispénseme que por hoy a lo menos no visite los enfermos que me ha recomendado; pero hágame el servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”[12].
Bilbao cumplió inmediatamente. Al día siguiente, Eduardo recibió una nota de la Comisión Popular, firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde caería también, y el secretario Matías Behety.
La Comisión ha sabido con profundo pesar que el practicante mayor Tomás Pietranera”, decía la nota (¡Matías, tú conoces su nombre!, ha de haber murmurado Eduardo irritado), “que acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia ha caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo ministerio.
Las altas calidades morales que adornaban a ese joven, su consagración al estudio de las ciencias, su amor por los desheredados y por los afligidos, su dedicación constante al cumplimiento de los deberes que se había impuesto y su ardiente y efusiva caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre entre los bienhechores de la humanidad.
El cuerpo médico de Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con tránsfugas y con cobardes, tiene también hombres de corazón generoso y abnegado, sabrá tributar sin duda a la memoria del practicante Pietranera el justo homenaje que merecen sus virtudes.
Entretanto, la Comisión Popular, interpretando los sentimientos del pueblo que la nombró, ha creído de su deber asociarse al dolor que ha causado en almas sensible la temprana muerte de ese joven, que honró con su carácter y sus talentos a la generación de su tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su última sesión palabras de veneración para él y votado al mismo tiempo la suma de veinte mil pesos para su señora madre, como una compensación de los afanes y de los desvelos de su hijo a favor de los pobres atacados.
La comisión espera que usted se sirva trasmitir a aquella digna señora, agobiada por el pesar de los mayores dolores, los sentimientos manifestados en esta nota. Se remiten a usted los veinte mil pesos votados…”[13].
Una vez cumplido el primer encargo (más tarde, el gobierno otorgó una pensión a la señora Pietranera), Bilbao publicó en La República el artículo necrológico que Eduardo le había pedido, transcribiendo su conmovedora carta, y comunicando la compensación de la Comisión Popular. De paso, el periódico informaba que “El Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir a Pietranera”.
Durante dos meses y medio, nada ni nadie pudo apartarlo de su deber, pero la muerte de Pietranera fue una herida demasiado honda para su sensibilidad. Sin embargo, se levantó y volvió a la lucha al día siguiente.
Uno de los parientes que le tocó visitar por aquellos días fue su cuñado Isidoro López, a quien no había vuelto a ver desde el casamiento de Pastora en Yaví y que había sido elegido diputado nacional por Salta. Lo detestaba, pero aún así lo asistió dos días, hasta que no pudo más...
Para entonces, el aún desconocido mosquito aedes aegypti, infectado con la sangre de algún paciente, ya le había pasado el virus. A mediados de abril, Eduardo sintió que la fiebre le subía hasta quemarle las sienes, que la espalda y la cabeza se le partían de dolor, y supo que la fiebre amarilla había iniciado el ataque en su propio cuerpo. El espejo comenzaba a mostrarle unos ojos inyectados en sangre, en un rostro cada vez más amarillento; llegaban los vómitos, por su cama desfilaban los rostros graves de Larrosa, Mallo, Golfarini, Pirovano, Ardenghi, y en su mesa de noche se apilaban los remedios. A los dos días todo calmó, pero él, y ellos, sabían que la mejoría no era tal, que la maldición estaba juntando fuerzas para el ataque final. Y el ataque final llegó, anunciándose con hemorragias. Después no supo más nada. No supo que los médicos cargaron su cuerpo convulsionado en un carruaje y se lo llevaron, por las calles desiertas, hasta el sanatorio de Ardenghi. No supo que, durante varios días, el italiano Ardenghi y el venezolano Rafael Herrera Vegas lucharon para salvarle la vida.
No lo supo porque él no estaba allí, él viajaba a Tupiza, se lavaba la cara sucia en las aguas heladas de su río, escalaba los cerros colorados y allá en la cima, sin mayor esfuerzo, lograba atrapar la luna. Él corría barranca abajo, como un chicuelo, y bebía el agua clara de las vertientes. Él volaba con el viento, ligero de equipaje, hasta el bosque de Palala y se recostaba en la hierba para gozar de todos los rumores de la naturaleza sana: del frote de las hojas de los árboles, de las ramas que se cimbran, del arrullo de las torcazas. El tiempo era eterno y cada tanto soñaba que su cuerpo apestado se debatía entre vómitos y hemorragias, rodeado de médicos, en una cama de sanatorio de una ciudad moribunda.
Finalmente, la Divina Providencia decidió regresarle el alma al cuerpo, a un cuerpo pálido, flaco, sin fuerzas.
La larga convalecencia, tan deliciosa como aquella que Faustino había vivido después de la fiebre tifoidea, la pasó en la quinta de los Estrada, en Flores. Se fue recobrando lentamente en un gran dormitorio con ventanas cubiertas de jazmines, donde gozaba de los suaves idilios que el viento cantaba entre las hojas de los árboles, y de los libros que le leía su anfitrión, Ángel de Estrada. Entre esos libros se contaba Recuerdos de Provincia, de Sarmiento, y los de un autor que nunca había leído, pero que lo enamoró por siempre: Charles Dickens, a quien consideraría un “coloso del pensamiento, de la observación y del análisis”, y a quien llamaría “Dickens el inmortal, cuya pluma no ha dejado un tipo humano sin retratar a lo vivo”[14].
Lo visitaban los amigos, y, entre ellos, llegó un día Nicolás Avellaneda, uno de los pocos funcionarios nacionales que se quedó en la ciudad, pero con quien casi no había tenido tiempo de hablar desde que empezó la crisis.
–No se mueva, mi doctor, descanse, que he de contarle un episodio que me tiene conmovido.
–No me cuente nada triste. Cuénteme que anda leyendo… Hábleme de sus niños... O de los cerros de Tupiza, donde creo que anduve para salvarme de la muerte… Mi madre, pobrecita, me dice en una carta que le hizo una novena a María Santísima de las Mercedes para que Díos me tuviera de su mano –los ojos de Wilde sonreían con pálida picardía–. Parece que no me soltó, lo que demuestra que no es rencoroso con los escépticos.
–Y así ha de ser. No, oiga lo que quiero contarle. En uno de esos días terribles, estaba en mi dormitorio, leyendo, cuando me anunciaron una visita que insistía en verme. Era un hombre, que me dijo que su hermana, que acababa de morir, le había encargado que pusiera en mis manos un paquetito. Lo abrí, reconocí la letra de mi padre en unas hojas con versos, acaricié unos guantes que seguramente había usado, y algo más… –la voz de Avellaneda se quebraba–, ahí estaba su retrato, el primero que tengo de ese rostro venerado que vi por última vez a los cinco años, y que durante años he hecho esfuerzos por recordar…
Sacó entonces de su bolsillo el cuadrito cuidadosamente envuelto en un pañuelo blanco, y se lo acercó al convaleciente, quien mientras observaba el rostro del retrato –jovial, sanísimo–, extendía su mano larga, blanca y temblorosa, para apretar la del querido doctor, tan fuerte como podía. Los dos amigos quedaron en silencio, conmovidos, hasta que llegaron otros y la conversación se volvió trivial.
Sus visitantes se cuidaban de apenarlo con los últimos horrores. Pero supo que la fiebre había sido finalmente vencida; que Herrera Vegas había enfermado, al igual que el querido Aristóbulo del Valle, quien se salvó por muy poco y convalecía en Glew, pero que varios amigos habían muerto, entre ellos Adolfo Argerich y también su cuñado López[15]; que cuando la epidemia ya se había ido, habían enfermado Eleodoro Damianoviche y Ardenghi.
En cuanto se sintió más fuerte, comenzó a leer diarios y a irritarse con los periodistas y demás legos que opinaban como médicos, ponderando o condenando tratamientos sin saber nada de medicina; con los médicos que hacían generalizaciones sin fundamento, y con todos los que se dejaban embaucar por charlatanes como aquel Gorris, tapicero francés, que promediando la epidemia había logrado que la Comisión de Higiene estudiara su tratamiento secreto y mágico (en base a enemas), o el tal Guerrero, otro extranjero, que había obtenido cartas de recomendación de Héctor Varela, Mansilla y Carriego, miembros de la Comisión Popular, para su tratamiento en base a diuréticos. Ambos dejaron muchos muertos que, según Wilde, bien muertos estaban, por confiar en esos personajes (“Hay indudablemente un letrero en el muelle que dice a todos los que desembarcan: Aquí se cree todo”).
Sobre todo esto, y los tratamientos que él mismo usó, escribió un artículo publicado en La República el 30 de mayo, llevando dos cruces por toda firma. Le contestó Uno que será médico, quien presentaba sus dudas sobre algunos de los tratamientos aplicados por el autor escondido detrás de las cruces, aclarando que se atrevía a replicarle con algo de miedo pues, si bien su gracia lo delataba, “suele decirse que detrás de la cruz está siempre el diablo”, por lo que, “mucho tememos no encontrarnos con nuestro amigo E…, el diablo médico de nuestros tiempos”[16]. Eduardo, recuperando su buen humor, se dirigió entonces a “Señor don Futuro Médico” anticipándole que no quería pelearse con él por materias científicas, sino conversar amigablemente, “pues reconozco en usted, a un gran compinche mío, famoso admirador de Larra, propagador de Moratín, notable cuchufletero y decidor de refranes, aventajado estudiante de medicina, ídem ídem de farmacia y otros títulos más”[17]. Era Martín Spuch[18], aquel español con quien compartió casa en el Retiro. La pequeña polémica se dio en ese tono amigable, y Wilde no sólo aclaró los remedios que aplicó, sino que sugirió al Gobierno que convocara a un congreso médico para discutir científicamente la pasada epidemia, y expresó su intención de escribir un libro, cuaderno o folleto.
Ya totalmente restablecido, volvió a la ciudad en junio, para encontrarse con una sociedad que poco a poco despertaba de la pesadilla, con gente enlutada en cuerpo y alma, de ojos opacos, sonrisas magras, mutilada de hijos, hermanos, padres. Los huidos habían vuelto, pero ¿quién no tenía alguien por quien llorar? No era fácil recomponer hogares, familias, trabajo, vida…; todo remitía al horror pasado.
¡Qué difícil fue volver a las calles de su vecindario, donde tantas caritas rosadas habían desaparecido!
Sin embargo, hubo dos rostros que sobrevivieron al espanto, y que le alegraron una tarde de noviembre: el de Venturita Zavaleta, una niñita que él había ayudado a traer al mundo poco antes de iniciarse la fiebre, y que esa tarde besaba como padrino en la iglesia de la Merced, y el de su madre, Ventura Muñoz –mujer del juez Manuel Zavaleta–, cuya gracia desenfadada comenzaba a perturbarlo.

A partir del 8 de diciembre se expuso en el foyer del Teatro Colón el cuadro Un episodio de la fiebre amarilla del pintor Juan Manuel Blanes. La pintura naturalista, que conmovió a todo Buenos Aires, expresaba sustancialmente el horror y el dolor: representaba el momento en que Roque Pérez y Manuel Argerich entraban en un cuarto de conventillo donde, tendido en el piso de ladrillo, se hallaba el cadáver de una mujer joven, y  junto a ella, el hijito que intentaba alimentarse de su pecho muerto.
La gente hacía cola para ver la obra, y los observadores ponderaban la distribución de la luz y demás calidades, aunque algunos críticos le reprochaban que tuviera demasiados ripios, es decir personas u objetos innecesarios para la escena. Uno de esos ripios habría sido un muchachito que figura a un costado, detrás de Roque Pérez, mirando a los recién venidos.
Wilde se conmovió, como todo el mundo, pero no quiso escarbar en el dolor, y aprovechó para escribir un largo y ameno artículo en La República que, cuando no, generó polémica. No por sus apreciaciones sobre el cuadro, sino por su introducción, donde volvía sobre temas que lo apasionaban: análisis de los sentidos (especialmente oído y visión), sensaciones, gusto artístico, la subjetividad y su negación de las ideas absolutas, etc., etc., cuestiones que ya había tratado en tantos artículos periodísticos y en la polémica con Goyena. Esta vez, quién quiso polemizar, en otro largo artículo, fue su compatriota, el maestro boliviano Nicomedes Antelo, positivista, quien admiraba al joven médico, pero encontraba que sus ideas eran temerarias. Eduardo contestó a sus observaciones, aunque le pidió que no hicieran polémica porque nadie “convence jamás a otro en discusión, que cuando el convencimiento llega al espíritu humano, es en virtud de un esfuerzo automático y cuando más, a propósito de algo externo, oído, visto o palpado; es decir, que siempre es uno que se convence a sí mismo”[19]. Sin embargo, su réplica, interesantísima, hasta contiene una lección de fotografía.
Pero dejemos de lado la polémica para ir a los párrafos sobre el cuadro de Blanes, porque toda su introducción sólo servía para expresar la fascinación que le había producido la ilusión de relieve del cuadro. Le parecía estar mirando un espejo en el cual se reflejaba un grupo de personas y de objetos. “Su relieve es admirable” dice, “es una tan notable falsificación de la naturaleza, es una sofisticación de los sólidos tan diestramente verificada, que no deja la menor duda que el pintor y la luz han querido burlarse de los ojos humanos (…) las sombras suplen tan completa, tan perfectamente a la composición de perspectivas, que el relieve salta de cualquier modo que se mire el cuadro y cualquiera sea el número de ojos con que se lo mire. Blanes ha tenido una feliz inspiración al colocar la luz detrás de los personajes de su cuadro. Esta disposición favorece admirablemente el relieve, que es la cualidad predominante en esa composición, verdadera obra maestra bajo este punto de vista”.
Luego de detallar la ilusión de solidez que le hacen los objetos y personas pintados, se refiere a los ripios que se reprochan a la obra, y se pregunta: “¿En cuantas escenas de la vida no hay objetos y personas que no son necesarias a la dicha escena? ¿Qué es un curioso sino un sujeto inútil? ¿Y en qué escena, con tal que no sea enteramente privada, falta un curioso? Si yo fuera pintor y pintara escenas a puerta abierta, siempre pondría un curioso, uno cuyo papel fuera mirar, porque así es lo natural”.
Esta confesión se haría innecesaria para los lectores de Wilde cuya característica –y encanto– es poner luz en lo que otros llamarían ripios. Veamos, si no, los párrafos siguientes, donde Wilde, el curioso, curiosea al curioso con exquisita sensibilidad.
“En el cuadro de Blanes hay también el indispensable curioso, en la persona de un muchacho.
No sé si este muchacho es hijo de los finados o si es un simple aficionado de la casa.
El demuestra haber llorado antes, pero su fisonomía en el momento, pinta un solo sentimiento predominante, ante el cual desaparecen otros rasgos: la curiosidad.
Este muchacho es por sí solo un poema.
Es cualquier muchacho que todos nosotros hemos visto.
Es uno de esos muchachos medio vagamundos, que se halla en el momento extremadamente preocupado de saber qué es lo que pensarán aquellos señores de los muertos.
Su ropa está denunciando su vida.
Él tiene toda la fisonomía de un pillete de playa y la despreocupación propia de su edad y de su posición social.
Si ese muchacho no estuviera ahí, estaría jugando a los cobres.
Pero ocupaciones trascendentales lo detienen por el momento en casa. La presencia de los muertos no le espanta; la curiosidad embarga toda su inteligencia.
¿Qué hará este señor grueso? está diciendo. Y aquel otro que se asusta ¿qué estará por decir?
Y mientras averigua estos interesantísimos puntos, con una mirada penetrantemente rebuscadora, juega con sus pies descalzos, tratando de embutir el uno en el otro.
Esto último es característico.
A un muchacho que se encuentra delante de caballeros extraños y serios, le estorban siempre las manos y los pies, a los cuales busca inútilmente acomodo.
Su posición es una mezcla de temor, de respeto y de curiosidad. El teme sobre todo perder un solo movimiento, un solo gesto, un solo suspiro de los recién venidos.
¿Qué ira a hacer la Justicia en esta casa? se pregunta y no se contesta.
Porque es evidentemente demostrado que para un muchacho de esta clase, un hombre grueso, vestido de negro, acompañado de otro un poco más delgado y también de negro, no puede representar otra cosa que la Justicia.
Decir que al muchacho ese sólo le falta hablar y caminar, está de más.
Yo siento que delante del cuadro haya una cuerda, que impide acercarse, pues a no existir dicha cuerda yo me habría aproximado al muchacho para decirle al oído, que se prenda cada ojal del chaleco en el botón correspondiente y no en el de más arriba”[20].
Así, con el cuadro de Blanes recordando el dolor, 1871 se iba, pero aún faltaba otra tragedia, la del vapor América que se in­cen­dio y naufragó, mientras navegaba de Buenos Ai­res a Mon­te­vi­deo, en la víspera de Navidad, dejando más de 150 muertos. Tuvo también sus escenas heroicas, como aquella que protagonizó el italiano Luis Viale, que se despojó de su salvavidas para salvar a una señora embarazada, y se hundió fatalmente en el río.
¿Había concluido el año maldito? No, no, todavía no, faltaba un broche grotesco. En el último minuto de 1871 llegó desde Tandil un grupo de fundamentalistas, liderado por un Mesías gaucho llamado Jerónimo Solané, que predicaba el exterminio de extranjeros y masones. En las primeras horas de 1872, el malón de fanáticos asesinó a unas cuarenta personas, entre argentinos y extranjeros, hombres, mujeres y niños.

Durante la epidemia, Eduardo había librado la batalla de su vida. Décadas después diría que se necesita más valor “para entrar en una sala de enfermos de fiebre amarilla que en una batalla: el primer acto es individual, el segundo es colectivo y por lo tanto requiere menos entereza de ánimo”[21]. Su coraje fue reconocido por todos: la Municipalidad le dio una enorme medalla de oro, en cuyo reverso se leía: “A los servidores de la humanidad” y que recibieron todos los médicos actuantes; la Comisión Popular y diversas sociedades le dieron certificados de honor. Pero, más importante, una comisión de vecinos decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular (entre ellos, Alberto Larroque) y tres profesionales cuya actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo. Así, el 29 de julio la comisión de vecinos visitó, uno a uno, a los flamantes caballeros para colgarles al cuello una pequeña cruz de hierro, y entregarles el título honorífico[22].
Eduardo solía ostentar su medalla municipal con orgullo, y casi dos décadas más tarde la llevaría en sus maletas en un largísimo viaje hasta Jerusalén. Allí, en el Santo Sepulcro, en cuyas piedras “gastadas por los besos de los fieles, y con frecuencia mojadas con sus lágrimas”, nos dice, “algunos ponen sobre la tumba rosarios, imágenes u otros objetos para recogerlos en seguida, ya con el mérito de haber estado en sitio tan venerado. Yo puse mi medalla de la fiebre amarilla”[23].
En 1909, el Viejo Wilde, refiriéndose a la peste en una carta a Paul Groussac desde Madrid, recordaría: “Muchos de los episodios en que fui actor o espectador son dignos de correr impresos; tal vez algún día los juntaré y publicaré; mientras tanto voy a contarle uno que me entristece mucho cuando lo recuerdo./ Yo vivía en la calle de Belgrano, cerca de la botica de Don Tomás Lassarte, tan conocido; al lado de la botica había un conventillo en que la familia de un vasco ocupaba varios cuartos; esta familia era formada por el marido, la esposa, cuatro o cinco hijos y varios parientes. Solían los miembros de ella, en mayor o menor número, sentarse en la puerta del conventillo y cuando yo pasaba los saludaba al ver las caras de simpatía que me ponían; la madre era una vasca hermosa, blanca, rosada, fornida y sus hijos gozaban de una salud y una belleza rústica incomparables. Yo veía que tenían ganas de mostrarme de alguna manera su afecto; por ejemplo: obsequiándome con un enfermo para que lo curara; mas no había medio que se enfermara nadie en aquel hogar donde reinaba una epidemia de robustez y buena salud. Pero llega la fiebre amarilla, hay enfermos en la familia vasca, me llaman, voy, y apenas me presento, la hermosa vasca me dice: ¡por fin lo vemos a usted en esta casa!... más valiera que no me hubieran visto; a los ocho días de mi primer visita los más de mis enfermos fallecieron, no obstante mis asiduos cuidados; fue inútil todo esfuerzo contra el mal”[24].





miércoles, 6 de febrero de 2019

Tomás Vallée


Ha muerto mi amigo Tomas Vallée (1918-2019) y con él un pedazo de la Buenos Aires que amábamos. Tenía 101 años.

Hijo del general Tomás Vallee y de María Meyer Pellegrini; nieto de Julia Pellegrini, sobrino nieto del presidente Carlos Pellegrini, y bisnieto del ingeniero y pintor Carlos Enrique Pellegrini, Tomasito guardaba en su memoria la memoria de sus mayores.

He caminado con él por las avenidas Alvear y Quintana. En cada esquina, en cada puerta, se detenía para contarme alguna historia de las casas en pie y de las ya idas, describiendo minuciosamente su arquitectura, sus salones, sus niñas, sus bailes, sus tertulias.

Su casa misma, en Ayacucho y Las Heras, era un testimonio de los principios del siglo XX; sus vitrinas y sus armarios atesoraban reliquias del siglo XIX. Su colección de peinetas de la época de Rosas; vajilla que había servido en las mesas de Rivadavia o de Avellaneda; pinturas de su bisabuelo; cartas valiosísimas de los grandes personajes de la década del 80, etc., etc.

Cierta vez llegó a un acto de una embajada vistiendo el mismo sobretodo que usaba Carlos Pellegrini en una foto que se exhibía en el acto.

Con sus cuentos, llenos de picardía criolla, fui aprendiendo el idioma de los viejos porteños, y las costumbres de una sociedad que Tomás retrataba como ninguno.
A nadie le deben tanto mis libros “Las Quintas de Retiro a Recoleta” y “Eduardo Wilde, una historia argentina”.

Pero Tomás no era sólo la memoria viva del viejo Buenos Aires, o el cuentista más divertido que conocí, o un genealogista de primer nivel. Tomás era, más allá de todo, un ser profundamente sensible, generoso y solidario. Era tan delicada su solidaridad que, estoy segura, ni su mano izquierda sabía lo que hacía su mano derecha.

Adios, Tomás, hasta la vista, y como siempre gracias, gracias, gracias…

jueves, 30 de marzo de 2017

Los maestros primarios, según Eduardo Wilde.


Eduardo Wilde, Ministro de Instrucción Pública, fue el encargado de clausurar el apasionado y muy criticado Congreso Pedagógico de 1882. Fue el 8 de mayo de ese año.
Luego de ponderar especialmente la muy criticada pasión con que se había debatido, analizar la relación de la educación con la felicidad, diferenciar educación de instrucción, se demoró largamente en elogiar y celebrar la noble tarea de maestras y maestros de instrucción primaria, especialmente su enseñanza de la lectura:
“El individuo que nos enseña a leer, nos presenta a la humanidad, nos toma de la mano y nos pone en comunicación con todos los hombres que han escrito; con los grandes pensadores, de quienes hacemos amigos”, dijo, y recordó que las buenas novelas “llevan felicidad al hogar del pobre, del desvalido, del jornalero que apenas gana su vida”.
“En efecto, la costurera que pasa todo el día en su trabajo, y deja caer sus brazos fatigados a lo largo de su cuerpo, toma un libro, la novela, el folletín del diario, y olvida sus penurias, su frío, y quizá su hambre, poniéndose en comunicación con los héroes que auguran en las páginas que lee. El trabajador, en el desierto, que se retira cansado, y enciende su lumbre por la noche, solitario allí, en medio de los bosques, se pone en comunicación con el mundo entero por medio del libro. ¡Qué beneficio tan grande le hizo el que le enseñó a leer! “ (…)
“Y todos nosotros que, por lo que hemos leído, conocemos los conflictos de la humanidad, desde el diluvio universal hasta las batallas modernas, desde la destrucción de los estados antiguos hasta el hundimiento de las ciudades contemporáneas; nosotros que nos consolamos de nuestros infortunios leyendo las biografías de los hombres célebres por sus desgracias, ¡cuántos favores debemos al que nos enseñó a leer!”
“Por medio de la lectura, conocemos a Byron, a Shakespeare y sabemos qué pensaron del corazón humano. Pero aún más, por medio del libro nos escapamos de la tierra para ver las luces, el sol y las estrellas, los planetas y la vía láctea, corsé de mundos puesto en la cintura del universo. Y espaciando nuestra alma, la apartamos de las pequeñas miserias haciéndola navegar en el océano infinito. ¡Qué gran recurso saber leer!”
“No podemos mirar, por consiguiente, con aire desdeñoso e indiferente siquiera, una asamblea como esta, que tiene como propósito la primera enseñanza”.

Tomó partido por las maestras mujeres a quienes, por su sensibilidad y delicadeza, corresponde dirigir a los niños en sus primeros pasos y cuidar de la infancia. Tronó contra el viejo aforismo de “la letra con la sangre entra” porque en realidad la letra no entra, sino sale, y “porque el sistema del educacionista diestro consiste en adelantarse a lo que está pensando el niño para sugerirle algo nuevo y producir, por su efecto, casi mecánico, una evolución en su cerebro. Por eso, enseñar es, en realidad, aprender, y es necesario conocer mucho la cabeza del hombre, las tendencias del niño, los movimientos de su inteligencia, para poder enseñarle, para poder encaminarlo en el sendero en que él mismo ha de ser su propio maestro. (…) Nadie enseña nada a otro: lo que hace es evocar sus ideas (…) ¿Cómo se forma el gusto en materia de pintura por ejemplo? Enseñando obras de arte que han recibido ya la sanción de los competentes, y dejando que el observador encuentre por sí solo las bellezas, haciéndose a su vez competente./ No hay pues verdadera transmisión de ideas, o introducción de formas en la cabeza de los niños, sino más bien, por parte de los maestros, una adivinación de lo que el niño piensa, para ir adelantando y sugiriendo poco a poco un desarrollo. Esto es enseñar.”.

sábado, 9 de julio de 2016

Hawai y la Independencia.

Se ha comentado hoy que Hawai fue el primer Estado en reconocer la independencia argentina.
Aquí va la historia que me toca de cerca.
George Macfarlane, londinense, de sangre escocesa, llegó al Río de la Plata en tiempos de las invasiones inglesas. Después de establecer una casa de comercio internacional en Río de Janeiro, se estableció en Buenos Aires en 1812. Entre sus actividades estuvo la de armar buques corsarios, para lo cual recibía patentes de corso del gobierno nacional. 
Así, por ejemplo,el 7 de mayo de 1817, recibió la patente N° 88, de la fragata Santa Rosa (a) Chacabuco, cuya solicitud dice así: “Excmo. Sr. Director Supremo. Don Jorge Macfarlane, ante V.E. con el mayor respeto parece y dice: que deseando sostener los derechos de la América por aquellos medios que estén a su alcance y son permitidos en el derecho de la guerra entre naciones civilizadas ha resuelto armar en corso una fragata de mi pertenencia nombrada la Santa Rosa alias Chacabuco su comandante D. Josef Turner para cruzar en contra los enemigos de esta Provincias en el punto donde sea más conveniente”. La corbeta (según se la clasifica después) Santa Rosa, fue construida en Filadelfia en 1812 como Liberty, con un porte de 280 toneladas y forrada toda en cobre. Partió como nave corsaria en mayo del 1817, al mando del capitán Joseph Turner, con 140 hombres a bordo, 14 cañones, fusiles, pistolas, chuzas y sables. 
Cerca del Cabo de Hornos, sus tripulantes se amotinaron y terminaron abandonando a los oficiales engrillados cerca de Valparaíso. La nave se convirtió en pirata y navegó a la deriva por las aguas del Pacifico, asaltando a cuanto barco encontraba a su paso. 
Los aventureros desembarcaron, finalmente, en la isla de Hawai. El rey de aquel estado, Kamehameha I, les compró la corbeta “por dos pipas de ron y seiscientos quintales de sándalo”. Ahí quedó, desaparejada y sin pertrechos, hasta que la encontró el corsario Hipólito Bouchard, que venía batallando con su fragata La Argentina desde el Atlántico hasta el Pacifico. 
Para recuperar la corbeta, Bouchard debió firmar un tratado con el monarca, mediante el cual éste reconoció, formalmente, la independencia de las Provincias Unidas. 
La Santa Rosa/Chacabuco fue desde entonces compañera de aventuras de La Argentina: con ella izó nuestra bandera en Monterrey, fue temida en el Caribe, apresada por Lord Cochrane en Chile, y, finalmente, acompañante de San Martín en su expedición al Perú. 
Para mi lejano abuelo George Macfarlane, la operación fue, por supuesto, un rotundo fracaso.

¡SALUD PATRIA MIA!


En 1901, al despedirse de la embajada argentina en Estados Unidos, Eduardo Wilde profetizaba, ante un periodista, sobre la futura grandeza argentina: con buen gobierno, buena educación y los previstos progresos en ciencias y artes, en el año 2000 tendríamos unos 100.000.000 de habitantes “ocupados en trabajos que conducen a la independencia y felicidad individual”. Analizando nuestras perspectivas de comercio e industria, agregaba que la Argentina y Estados Unidos serían para entonces fuertes competidores en los mercados mundiales.
No pudo ser, quién sabe por qué. Tal vez porque, entre otras muchas causas, no aparecieron más estadistas ni pensadores a la manera de Sarmiento, Alberdi, Urquiza, Avellaneda, Roca o el mismo Wilde o Leguizamón, gente que –con sus luces y sus sombras, virtudes y defectos- pensara y gobernara la Argentina mirando al futuro. Tal vez porque nos enmarañamos en el populismo, la incomunicación y la pura ambición personal. Tal vez porque nuestro bendito crisol de razas nos jugó una mala pasada. El objetivo esencial de la Constitución Nacional –expresado en su preámbulo-, y de la ley de educación pública, laica, obligatoria e higiénica para los hijos de los inmigrantes no pudo cumplirse. Ese objetivo era  “la argentinidad”.
 En el siglo XX hemos parido individuos brillantes, pero la gran Argentina, que soñó la generación del 80,  brilla por su ausencia.
Vale recordar, como ya lo he hecho, estas palabras de Onésimo Leguizamón, al debatirse la ley de educación primaria en 1883:
“Sólo la educación forma a los pueblos, sólo la educación da carácter a sus resoluciones, sólo ella dirige de una manera segura el rumbo de sus destinos. Sólo los pueblos educados son libres.
Tratándose de un gobierno como el nuestro, es decir un gobierno de forma republicana representativa, este principio es todavía más estricto y apremiante en sus conclusiones lógicas.
No es posible, señor Presidente, comprender siquiera las ventajas del sistema representativo republicano, si el pueblo que lo ha de practicar es un pueblo inconsciente de sus destinos y de sus derechos.
Nuestro gobierno se funda en el sufragio popular, en el voto de los ciudadanos; y es sabido, podemos decirlo sin ninguna clase de reserva, que una de las grandes causas que tienen desacreditado nuestro gobierno y el sistema electoral sobre cuya base se desarrolla, es precisamente la superabundancia del elemento ignorante en las masas que contribuyen con su voto a organizarlos.
Mientras haya una minoría de hombres inteligentes, que puede ser sofocada por una mayoría de ignorantes, organizada y disciplinada por gobiernos o por círculos, los comicios quedarán desiertos.
¡Se habrán llenado en una elección todas las formas exteriores; pero de seguro que la libertad no habrá iluminado los escrutinios, y que de las entrañas oscuras de una urna inerte podrán resultar listas de nombres propios, jamás un verdadero elegido!”.
Y vale recordar  estos párrafos de Eduardo Wilde, en una de sus memorias de gestión del Ministerio de Instrucción Pública, donde relaciona la educación con la industria:
“...todo cuanto una nación puede aspirar para ocupar un rango prominente, fortuna, renombre, fuerza, felicidad y gloria, es el producto de su instrucción esparcida, difundida, aplicada, transformada, adherida por último a los objetos para cambiar las condiciones de su existencia (…)
“Toda nuestra riqueza está encerrada en nuestras materias primas; exportamos metales y sustancias orgánicas casi exactamente como la tierra nos las presenta. Tomemos un solo ejemplo, el de nuestros productos animales. La carne, la lana, los cueros, la cerda, los huesos, son elementos que enviamos al extranjero y que nos vuelven manufacturados. Es decir, enviamos un valor dado y compramos luego ese mismo valor por un precio cien o mil veces mayor. Nuestro ganado lanar nos vuelve en forma de paños u otras telas; nuestras vacas regresan convertidas en suelas, equipos, arreos de carruaje y otros objetos en cuyo valor es apenas perceptible el valor inicial de la materia prima. Si fuéramos un país manufacturero, es decir si aplicáramos a los productos que la tierra nos brinda una cantidad mayor de trabajo, una preparación inteligente, en suma, una dosis mayor de instrucción, esa enorme contribución que pagamos al extranjero por la manufactura de nuestras propias materias se quedaría en el país para aumentar su riqueza y por lo tanto el caudal de bienestar público”.
Brindo porque retomemos ese rumbo, el de la educación para el progreso.
Mirada simplista, segada. Tal vez, pero tan válida como todas las otras miradas, complicadamente ideologizadas.




lunes, 20 de junio de 2016

En tiempos de bicentenario y feriados.

En estos días, cuando se discutía el feriado en homenaje al general Guemes, un descendiente de Guemes me contaba que charlando con un Pueyrredón, que bregaba por un homenaje para su héroe familiar, él, el Guemes, le dijo -despreciativo- "cuando tengas tu feriado hablamos".
Creo que nuestra Independencia le debe mucho, muchísimo, al general Juan Martín de Pueyrredón.

Para todos los Pueyrredón, aquí va mi homenaje. Escribí este texto para un libro (Ocasos) que nunca terminé:


El carrito colorado, medio destartalado,  viene a los saltos por el camino de Palermo, con su cochero agachado apurando a los caballos a puro látigo. Atrás se distingue la silueta solitaria de un jinete, semioculto por la polvareda.
Algún labrador se saca el sombrero y saluda con la cabeza, por costumbre. Alguna doña se hace la señal de la cruz.
A la altura de la Recoleta, el carro fúnebre sube, penoso, la cuesta, y detiene su marcha en el  portón del Cementerio. Allí lo esperan dos o tres señores, que ayudan al único integrante del cortejo fúnebre a bajar el cajón.
–¿Qué corta memoria tienen estas provincias, che!– exclama un anciano de larga barba, interrumpiendo su paseo para observar la escena.
–¿Quién es el finado?- pregunta el mozo que lo acompaña.
–Ha de ser el general don Juan Martín de Pueyrredon, que ha muerto ayer. ¡Descúbrase la cabeza, m’hijo!
El hijo obedece y pregunta, medio avergonzado, quién era el tal Pueyrredon.
–Sin él, posiblemente Liniers no habría logrado reconquistar de Buenos Aires de los ingleses. Sin él, quién sabe si San Martín cruza los Andes para liberar a Chile y Perú.
–¿Y cómo es que va en ese carro municipal?
–Dicen que don Juan Manuel le ha negado el permiso para traerlo en carruaje. Como se ve, ni siquiera le ha dispensado el honor de una mísera salva de artillería.

Hacia la Reconquista de Buenos Aires

Juan Martín de Pueyrredon nació en Buenos Aires –en la calle Méjico, entre Defensa y Bolivar– el 18 de diciembre de 1776. Era el sexto hijo –de un total de once– de Juan Martín de Pueyrredón y de la Boucherie, de noble familia vasco-francesa, y María Rita Dogan, descendiente de irlandeses y criollos.
Tenía apenas 15 años cuando perdió a su padre, por lo que debió abandonar sus estudios en el Real Colegio de San Carlos para ocuparse, junto a sus hermanos, de los negocios familiares.
A los 18 ya estaba en España, aprendiendo y trabajando con un tío suyo, conocido comerciante de Cádiz. Regresó en 1802, con capital suficiente para comenzar su propio negocio, pero antes de establecerse volvió a España para casarse con una prima hermana, Dolores Pueyrredon, que moriría dos años más tarde en Buenos Aires.
Estaba en su ciudad natal cuando los ingleses invadieron Buenos Aires, y dicen que en un primer momento, abrigando anhelos de independencia, fue uno de los que se entrevistó con los jefes británicos para que éstos apoyaran la emancipación. No pudo ser y entonces se metió de lleno en la resistencia. Junto a sus hermanos concentró a paisanos y amigos –bautizados los Húsares de Pueyrredón– en la chacra familiar de Perdriel, donde además de ser derrotado casi perdió la vida.
Lejos de desmoralizarse, el mismo día de la derrota (1 de agosto) se fue a Las Conchas a coordinar con Liniers la travesía y ataque del ejército que venia de Montevideo. Su ayuda fue fundamental en  el desembarque de las tropas, y fue fundamental su labor –como jefe de la caballería, a la cabeza de sus Húsares– el 12 de agosto de 1806, día de la Reconquista.
Su acción en aquella jornada le valió ser aclamado como héroe, a la par de Liniers.

Fervor independentista

En octubre de 1806 fue enviado a España como diputado del Cabildo de Buenos Aires para informar los sucesos al Rey y pedirle gracias y auxilios.
Llegó a la Corte eufórico y orgulloso de su patria chica, pero pronto la euforia se transformó en indignación y de su orgullo herido creció el fervor independentista. Su misión fue un rotundo fracaso, no recibió ni las gracias ni los auxilios, y sus entrevistas con el ministro Godoy le mostraron claramente que a España no le interesaba el adelantamiento de sus colonias. Después de tres años de trajinar por las oficinas públicas, pudo convencerse que la burocracia española estaba tan corrupta que era imprescindible cambiar de sistema. Conoció a Carlos IV, a Fernando VII y al invasor Murat; fue testigo directo de la caída de España en manos de Napoleón, de las rebeliones y de la anarquía de las juntas provinciales que se disputaban la herencia de América. Su indignación llegó a tal punto que desde Cádiz envió a Londres a sus compatriotas José Moldes y Manuel Pinto  con el propósito de pedir armas y dinero para lograr la emancipación. Nada logró porque Inglaterra priorizó sus relaciones con los rebeldes españoles, pero sus informes lapidarios al Cabildo de Buenos Aires convencieron a Martín de Álzaga y los suyos de que este “revolucionario” era demasiado peligroso para sus intereses.
Por eso, en cuanto llegó a Montevideo en enero de 1809 fue engrillado por el gobernador Javier de Elío, que lo reembarcó a España con recomendación de pena de muerte.  Logró escapar en las costas del Brasil y vuelto a Buenos Aires fue apresado una y otra vez. Regresó entonces al Brasil donde la Corte de la Infanta Carlota le propuso marchar sobre el Plata con 10.000 soldados portugueses, a lo que se negó porque “ni siquiera en nombre de la libertad” aceptaría presentarse a su patria al frente de tropas extranjeras. Volvió finalmente a Buenos Aires en el primer mes de la revolución.

Al servicio de la Revolución

El 3 de agosto de 1810, la Primera Junta le dio el grado de coronel y lo envió a Córdoba para hacerse cargo de la gobernación en reemplazo del realista Juan Gutiérrez de la Concha, capturado junto con Liniers.
Llegó a Córdoba el 15 de agosto, en un momento extremadamente delicado pues Ortiz de Ocampo, jefe del Ejército Auxiliar, influido por los ruegos desesperados de la dirigencia política y social de Córdoba, había suspendido la orden de la Junta de ejecutar a Liniers y sus compañeros, y se aprestaba a enviar a los prisioneros a Buenos Aires. Tal vez por eso, al día siguiente de su llegada, Pueyrredon lanzó una proclama invitando a la unión de peninsulares y criollos para evitar todo espíritu de revancha. No sería fácil conseguir la calma pues Liniers y demás líderes contrarrevolucionarios fueron fusilados diez días más tarde. Pero lo logró, y desde Córdoba realizó una intensa actividad a favor de la causa patria.
En diciembre del 10 dejó a su hermano Diego en la gobernación para trasladarse a Charcas como gobernador intendente. Luego fue inspector general del Ejército y testigo de la enorme derrota de Huaqui (20 de junio de 1811), de la que emergió como único héroe cuando todos huían, arrastrando él solo desde Potosí a Salta el oro de la Casa de la Moneda, que en la noche realista logró robarse para pagar la revolución.
Su prestigio ya era grande, y aun cuando no era realmente militar -y estaba tan enfermo que hasta le costaba andar a caballo- debió aceptar la jefatura del Ejército del Norte.  En 1812 le entregó la posta a Manuel Belgrano y volvió a Buenos Aires, siendo elegido vocal del Primer Triunvirato en reemplazo de Juan José Paso.
Desde abril a octubre de 1812 integró aquel Triunvirato, junto con Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea, aunque el hombre fuerte era el secretario de Guerra: Bernardino Rivadavia. A instancias de este último, en ese periodo le tocó firmar las sentencias de muerte de Martín Álzaga y sus presuntos conspiradores, incluyendo la de don Francisco de Tellechea que, por razones muy íntimas, le pesaría toda la vida.
Eran tiempos sumamente difíciles y el Primer Triunvirato terminó en derrota. Pueyrredón fue derrocado, apedreada su casa, confinado en Maistintos lugares de la provincia de Buenos Aires, y finalmente desterrado a San Luis, donde por fin descansó de siete años de lucha febril.
Llegó a San Luis en enero de 1813 con uno de sus hermanos menores, José Cipriano, quien desempeñó allí algunos cargos militares y dedicó parte de su tiempo en defender el honor de su hermano.
Pronto, Juan Martín compró una pulpería, y luego una hacienda –La Aguadita–, próxima al poblado, donde se dedicó a tareas rurales. En la pulpería o en La Aguadita convivió con Juana Sánchez, de cuya unión nació una hija natural, que luego educó la familia Pueyrredón en Buenos Aires.
Y aquí una conjetura. Cuentan que Juan Martín, aficionado a la pintura, solía pintar miniaturas. Se sabe que su hermano José Cipriano, aficionado a las letras, escribía versos. ¿Por qué no conjeturar que juntos se iniciaron en sus distintas aficiones en las soledades del destierro de San Luis?  Juan Martín sería el padre de nuestro primer gran pintor: Prilidiano Pueyrredon; José Cipriano sería el abuelo de nuestro mayor juglar: José Hernández Pueyrredón.

El hermano de San Martín

Su vida de desterrado comenzó a cambiar en marzo de 1814 cuando Vicente Dupuy, un amigo suyo, fue designado gobernador de San Luis. Y cambió mucho más en agosto de ese año, cuando José de San Martín pasó por San Luis rumbo a Mendoza para hacerse cargo de la Gobernación de Cuyo. San Martín visitó al proscripto y de las largas conversaciones que mantuvieron nació una de las hermandades –masónicas– más trascendentes de nuestra historia. Pocos meses después, Pueyrredon pudo viajar a Mendoza a retribuir la visita y fue recibido con los honores correspondientes a su jerarquía militar.
Había concluido su proscripción, por obra y gracia de San Martín y, probablemente, de la Logia Lautaro.
Retornó a Buenos Aires en enero de 1815, y en febrero el nuevo Director Supremo, Carlos María de Alvear, lo ascendió a coronel mayor de caballería.
Ahí nomás, según le contaría en junio a su amigo Dupuy: “Vi una niña, me agradó, nos comprometimos y hoy hacen ocho días que me casé con Doña Mariquita Tellechea y Caviedes, joven que aun no cuenta catorce años, educada en los mismos principios de nuestras familias y acostumbrada al recogimiento y a la virtud”. En efecto, el 27 de mayo se casó en la Merced con María Calixta Tellechea, que sin duda era una niña “acostumbrada al recogimiento”: su madre murió cuando ella apenas nacía; su padre, a quien tampoco conoció demasiado, quedó colgado en la horca infamante cuando ella cumplía 10 años, y tres años después se casaba con el “verdugo”. Todavía le tocaría sufrir los ataques y calumnias a su marido, lo que con el correr de los años la sumiría en una profunda depresión.
A fines de 1815 Juan Martín partía con su Mariquita al Congreso de Tucumán, con título de diputado por San Luis bajo el auspicio de su amigo San Martín. Allí fue ungido Director Supremo –un mes antes de la Declaración de la Independencia– en medio de la anarquía y con un ejército desintegrado por las rencillas internas.
Así, fue el primer jefe de la nación designado por el Congreso de Tucumán que, en representación de la voluntad popular, declaró la Independencia.

Yo no quiero vida sin la vida de mi patria

Antes de instalarse en Buenos Aires repuso a Belgrano en el mando del Ejército del Norte y se reunió en Córdoba con San Martín para gestar la campaña a través de los Andes, comprometiéndose con cuerpo y alma.
Y realmente dejó cuerpo y alma en los tres años de su gobierno. Los portugueses avanzaban sobre la Banda Oriental y la oposición le exigía atacarlos; los caudillos sólo comprendían sus intereses provinciales; los opositores lo criticaban e injuriaban;  los españoles acechaban por el norte y Belgrano le rogaba auxilios; desde España el resucitado Fernando VII preparaba una gran expedición para aplastar la revolución, e Inglaterra, comprometida con la Santa Alianza, le daba la espalda. Pueyrredón –ascendido a brigadier general del ejército– luchó contra todo y contra todos, con la mira puesta en su único objetivo: que el general y su ejército cruzaran los Andes para libertar a América de los españoles.
Había que conseguir soldados y vestirlos, producir dinero, caballos, monturas, alimentos y armas, y él esquilmaba a los porteños con empréstitos forzosos mientras San Martín hacía lo propio en Mendoza, donde pueblo y gobierno –al contrario de Buenos Aires- eran uno solo tras la gran empresa.
El Director, ciego, sordo y mudo, apoyado por muy pocos, iba dejando la vida –y echando su honra a los perros- para cumplir su pacto con el General, que cada día le reclamaba algo.
Veamos cómo a pesar de todo conserva el sentido del humor en esta carta a San Martín de noviembre de 1816: “...Como ayer fue día de Todos los Santos, no se ha podido buscar entre los comerciantes libranzas para los treinta mil pesos, pero haré diligencia con empeño, y si no se consigue remitiré la plata a todo riesgo, aunque sea en oro, por la posta, para el tiempo que usted me la pide. A más de las cuatrocientas frazadas remitidas de Córdoba, van ahora quinientos ponchos, únicos que se han podido encontrar... Está dada la orden para que se remita a usted mil arrobas de charqui, que me pide para mediados de diciembre: se hará. Van oficios de reconocimiento a los cabildos de esa y demás ciudades de Cuyo. Van los despachos de los oficiales. Van todos los vestuarios pedidos y muchas más camisas... Van cuatrocientos recados. Van hoy por el correo en un cajoncito los dos únicos clarines que se han encontrado... Van los doscientos sables de repuesto que me pidió. Van doscientas tiendas de campaña o pabellones, y no hay más. Va el mundo. Va el demonio. Va la carne. Y no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo, a bien en que quebrando, chancelo cuentas con todos y me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando y no me vuelva a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido ahorcado en un tirante de la fortaleza...”.
Así se hizo la campaña a Chile. La debemos al genio de San Martín y a la voluntad indomable de su hermano porteño, que antes de iniciar la escalada le escribió: “Adiós mi hermano: sea usted feliz para que también lo sea su invariable hermano: Juan Martín”.
Después del respiro que le dieron las victorias de Chacabuco y Maipú, y la visita de San Martín a Buenos Aires para organizar la expedición al Perú, sus opositores volvieron a la carga: injurias, calumnias y ataques, hasta que el Congreso le aceptó la renuncia el 9 de julio de 1919, meses antes de que estallara la anarquía del año 20, que había comenzado en el 15 pero que nuestro hombre pudo aplazar varios años para que se cumpliera la epopeya de San Martín.
Sin fuerzas ni amigos, Pueyrredón se exilió para volver en 1821. Ya casi no actuaría en política, pero cabe agregar que en todos los puestos que le tocó servir demostró ser un notable estadista y un administrador progresista, especialmente en las áreas de economía y educación. Muchas de las iniciativas de su gobierno fueron luego concretadas por el gobierno de Rivadavia. Y si bien fracasó en su política interna para dominar a los gobernadores y fue criticado por su actuación en la cuestión de la Banda Oriental, ello se debió a que priorizó siempre la lucha por la independencia. Por eso tuvo tantos enemigos, por eso moriría en el ostracismo, por eso fue durante mucho tiempo uno de grandes olvidados de nuestra historia.
Como militar, volvió para colaborar en tiempos de crisis: durante la guerra con el Brasil formó parte del Consejo Militar, y durante la revolución de Lavalle de 1829, fue miembro de la Plana Mayor del Ejército.
En ese último año se retiró definitivamente de la actividad pública, estableciéndose en Santa Calixta, una quinta en pleno Retiro, de unas dos cuadras largas de cresta y barranca, entre Libertad y Cerrito. La casa se ubicaba donde hoy se levanta el Jockey Club.


Camino al olvido

A pesar de haber sido buen amigo de la familia Rosas, allá por 1835, cuando se iniciaba el segundo gobierno de don Juan Manuel, se alejó del país temiendo una persecución. Viajó a Francia con su mujer y su hijo Prilidiano, nacido en 1823, y residió allí algunos años. Luego, volviendo a América, vivió un tiempo en Río de Janeiro, ciudad a la que nunca pudo adaptarse. Regresó a Francia en 1844 para que Prilidiano siguiera estudios de arte e iniciara la carrera de arquitectura.
Dicen que durante cinco años vivió en la misma calle que San Martín, pero que raramente se veían. ¡Cosas de las hermandades!
Finalmente, ya enfermo, volvió a Buenos Aires a fines de 1849, para retirarse a la vieja quinta familiar de San Isidro, bien alejado del centro.
Murió en silencio el 13 de marzo de 1850, cinco meses antes que San Martín.
Su biografía está jalonada de hechos heroicos, de derrotas, de renunciamientos y de sacrificios por la patria. Alguna vez dijo: “Yo no quiero vida sin la vida de mi patria, y viviré con ella o moriré por darle vida”. y así vivió, dejando todo de lado para servirla.
Alto, de facciones armoniosas y carácter jovial, Groussac supo definirlo como “hermoso ejemplar de la burguesía porteña, valiente, ponderado, tan elegante en lo moral como en lo físico, caballero por todos cuatro costados”.

Hanon, Maxine, Ocasos (inédito). He omitido las citas y bibliografía que pueden encontrarse en Hanon, Maxine, Buenos Aires desde las Quintas de Retiro a Recoleta, Buenos Aires 2000; Raffo de la Reta, J. C.,  Historia de Juan Martín de Pueyrredón, Espasa Calpe, 1948; Cutolo, Vicente, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Editorial Elche, Buenos Aires.